Los Viajes a Oriente. Tras la Huella de Marco Polo. Clavijo (1403-5), Tafur (1436-39)
Texto: Ramón Jiménez Fraile
Pedro Tafur. El primer turista español.
El cordobés Pedro Tafur fue el primer turista español. No era ni comerciante, ni peregrino ni embajador, pero a principios del siglo XV viajó con un espíritu curioso por Europa hasta Oriente Medio. Jiménez de la Espada publicó por primera vez sus libros de viajes a a finales del siglo XIX.
En 1874, gracias al empeño de Marcos Jiménez de la Espada, se publicó en Madrid por primera vez en forma de libro el manuscrito que contenía el relato que el andaluz Pero Tafur hizo de su viaje por Oriente Medio y Europa en la primera mitad del siglo XV.
Jiménez de la Espada no era precisamente un experto en literatura medieval, sino un biólogo con alma de aventurero que se había distinguido como miembro de la Comisión Científica del Pacífico, la réplica hispana a los periplos de Alexander von Humboldt y Charles Darwin. Fue nuestro aficionado editor quien puso en evidencia al mismísimo Darwin al demostrar que la afamada ranita Rhinoderma dawinii no paría por la boca, como había pretendido el genio británico, sino que era el macho el que en su cavidad bucal los huevos ya fecundados por la hembra.
¿Qué relación había entre un experto en batracios decimonónico y el autor de un manuscrito olvidado durante siglos en Salamanca? El nexo era la pasión por los viajes y la aventura.
En su odisea, que duró tres años, Jiménez de la Espada atravesó el continente sudamericano por su parte más ancha, desde Ecuador hasta la desembocadura del Amazonas, y escaló volcanes en Centroamérica y los Andes. Del cráter del Pichincha sería rescatado por los indígenas tras llevar tres días perdido. Por su parte, Tafur, movido por la curiosidad y jugándose en numerosas ocasiones la salud y la integridad física, también empleó tres años en un viaje que, a falta de Nuevo Mundo en los mapas, tuvo como escenario el Mediterráneo, Tierra Santa, Egipto, Turquía, el Mar Negro y Europa central y occidental.
Ciertamente, la de Tafur no fue ni la primera ni la más importante de las gestas de viajeros hispánicos medievales. A este respecto, los expertos en la materia sacarían fácilmente a relucir una variopinta galería de personajes como la mujer Egeria, el judío Benjamín de Tudela, el andalusí Ibn Yubair o el embajador castellano a la corte del Gran Tamerlán González de Clavijo. Pero, a diferencia de los relatos de corte notarial de estos últimos o de las tercas guías de viaje medievales al modo “Lonely Planet”, el relato de Tafur tiene un algo especial que lo distingue de los demás y que le hace ser precursor de la literatura de viajes tal como la entendemos en la actualidad.
Para el italiano Franco Meregalli, el libro de Tafur “es mucho más que uno de los tradicionales ‘itinerarios’ de palmeros o romeros. Se trata de andanzas y viajes de una persona específica en situaciones específicas, narrados por esta misma persona en una situación específica”.
Con Tafur, no sólo sale a relucir el contenido del viaje y sus inevitables dosis de información, sino que destaca, en primer lugar, el individuo mismo, el viajero con su carga de asombro, goces y sufrimientos que acaban por transformarlo. Redactado en primera persona e incluyendo múltiples referencias a las vivencias del autor, la obra – conocida como “Andanças e viajes por diversas partes del mundo avidos” – hace que el lector se identifique desde el primer momento con el protagonista, a quien va a acompañar en un sinfín de aventuras y con quien va a compartir comparaciones y reflexiones, muchas de ellas no exentas de humor. Tafur fue, en el mejor sentido de la palabra, un turista, nuestro primer turista del que tenemos constancia, y la obra que nos legó marca un hito en nuestra literatura de viajes.
Obligado a seguir, en un principio, las rutas habituales de los peregrinos que se dirigían a Roma y Tierra Santa, Tafur no dudará, una vez metido en harina, en cambiar de planes movido exclusivamente por la curiosidad, el instinto viajero y, lo más importante en estos menesteres, la disponibilidad para aprovechar las oportunidades que se le van presentando. Sin juicios de valor tajantes ni dogmas que defender, nuestro personaje se dedica las más de las veces a vagabundear al estilo Chatwin, o se fija objetivos – como el de ir a India – a los que la presión de otros viajeros más experimentados le llevará a renunciar.
Hidalgo andaluz, nacido probablemente en Córdoba hacia 1410, acabó de redactar su relato en 1454, tres lustros años después de haber protagonizado una aventura que ya era imposible de repetir al haberse producido entre tanto la caída de Constantinopla. Fue probablemente su afán de reflejar la realidad de un mundo irrepetible el que movió a Tafur a contar su historia, que dedicó al comendador mayor de la Orden de Calatrava con el objetivo de proporcionarle “algunas vezes deporte” o dicho de otro modo, aportarle entretenimiento en las horas de asueto.
Tafur destaca en su dedicatoria las virtudes del viaje a lugares lejanos por cuanto «de tal visitación razonablemente se pueden conseguir provechos cercanos a los que proeza requiere». Además de la adquisición de conocimientos, la experiencia del «estrañamiento», es decir la circunstancia de convertirse en extraño por mor del viaje, conllevaba, tal como experimentó Tafur, la maduración personal.
Tenía alrededor de veinticinco años cuando se decidió a visitar “algunas partes del mundo”. Embarcó en Sanlúcar de Barrameda en una nave gallega que le llevó a Gibraltar donde fue testigo de la muerte violenta del conde de Niebla en el asalto frustrado a La Roca, controlada por el Reino moro de Granada. Tras éste su bautismo de mar y de aventura regresó a Sanlúcar para zarpar, junto con dos criados, en una carraca con la que recorrió la costa norteafricana antes de recalar en Málaga y Cartagena. De nuevo en la mar sufrieron, en el Golfo de León, la primera de una larga serie de tempestades de las que sería víctima en los próximos tres años. Mientras que la carraca en la que viajaba Tafur logró dirigirse a Niza, donde fueron reparados los graves desperfectos, de las otras dos que integraban la expedición no tendría noticias el armador en los siguientes dos años, lo que da una idea de las angustias y adversidades que podían generar este tipo de desplazamientos.
En Génova Tafur abandonó el navío que le había traído desde España completando así su primera etapa con la lección de la humildad bien aprendida: “e ya tenía yo una posada por quince días que había de estar allí, e fuime a reposar bien cansado, e enohado, e mareado, e quito de toda ufanía”.
Además de admirar la ciudad, en Génova se dedicó – al igual que haría en Venecia – a cobrar letras por encargo de comerciantes andaluces. De nuevo en la mar, su navegación por la costa italiana se vio interrumpida cuando el conde de Módica apresó el barco y detuvo a la tripulación genovesa. Por su condición de caballero, Tafur recibió un trato de favor por parte del noble quien le acompañó hasta Lerice, desde donde viajó a Pisa y Florencia, antes de reunirse en Bolonia con el Papa Eugenio IV. Si su “tarjeta de crédito” era su condición de hidalgo castellano, ya que ello le valdría hospitalidad y auxilio por parte de los poderosos tanto de Occidente como de Oriente, su “póliza de seguros”, que cubría el más allá, se la expidió el Papa en persona en forma de “bula de absolución plenaria en el artículo de la muerte”.
Como las naves que le debían conducir a Tierra Santa no zarpaban desde Venecia hasta mayo, en concreto el día de la Ascensión, Tafur dispuso de tres meses para conocer más a fondo Italia, empezando por Roma donde pasó la Cuaresma. “Roma, que solíe ser cabeza del mundo e agora es cola, en sus cirimonias no pierde nada de aquello que, cuando sojudgava al mundo, tenía; pero está en tan baxo estado que dezirlo es vergonçoso”, constató al comprobar el declive de la Ciudad Eterna, cuyos habitantes no dudaban en manifestarse una vez al año para exigir al Papa que devolviera a Roma a la cúspide del poderío terrenal.
Todo lo contrario diría de Venecia, a la que conoció en pleno apogeo político y comercial, “aviendo mucho placer y mucho descanso, e aun no faciendo gran gasto, e cada día mirando cosas ricas e gentiles”.
Sus negociaciones con el patrón de la galera veneciana sobre las condiciones del viaje a Tierra Santa se saldaron de manera satisfactoria para ambas partes al asegurarse Tafur “comer abastadamente con las colaciones de muchas e buenas conservas, ansí a la mañana como a la tarde e noche, ida e venida fasta Veneja” a cambio de los treinta y cinco ducados que pagó por el flete. Tras varias escalas en puertos como Corfú y Rodas, llegó al puerto de Jaffa donde los peregrinos emprendían un viaje de tres días a lomos de burro que les llevaba a Jerusalén.
En Tierra Santa, Tafur sería testigo y protagonista de los acontecimientos más diversos. Así, asistió a la muerte de un escudero gallego que se despeñó cuando trataba de auxiliar a su dueña; armó caballeros en el Santo Sepulcro a dos alemanes y un francés, y narró el linchamiento de un “alcaide” por parte de peregrinos a los que pretendía cobrar un impuesto indebido. Pero, sin duda, su aventura individual más osada fue la que vivió con la complicidad de un moro portugués renegado quien le ayudó a introducirse, disfrazado de musulmán, en el templo de Salomón transformado en mezquita por Saladino. Tafur reconoció que en aquella ocasión se jugó la vida (“si yo allí fuera conocido por cristiano, luego fuera muerto”) y destacó el alivio de los frailes del Monte Sión que le alojaban cuando regresó sano y salvo al convento.
Una vez saciada su curiosidad acerca de Tierra Santa, a Tafur le salió la vena turística y decidió dirigirse a Beirut con intención de ir a Damasco, pero perdió un barco, por lo que cambió de planes y acabó en Chipre desde donde se dirigió a Egipto que sería escenario de exóticas aventuras por espacio de dos meses, ayudado por “un trujamán (intérprete) mayor del Soldan (sultán), natural de Castilla, judío de Sevilla, que se renegó en Babilonia (El Cairo)”.
El momento culminante de la aventura de Tafur en Egipto, y posiblemente de todo su periplo, fue su travesía de Sinaí y el encuentro casual que se produjo con el veneciano Nicolò de Conti el cual regresaba a Occidente tras un mítico viaje de un cuarto de siglo por India y el Sudeste asiático. El primer contacto entre los dos europeos no pudo ser más cauteloso, ya que Tafur se hacía pasar por italiano al servicio del Rey de Chipre (con anterioridad unos musulmanes habían estado a punto de matarle al tomarle por catalán), mientras que el veneciano se acababa de convertir al Islam a su paso por Arabia a fin de salvar su pellejo y el de su mujer, posiblemente una cristiana nestoriana, e hijos. Aclaradas las auténticas personalidades, Tafur se convirtió en privilegiado confidente del extraordinario viajero veneciano cuyo relato, recogido en 1439 por el secretario del Papa, al que acudió para recuperar la condición de cristiano, constituye uno de los monumentos de la literatura viajera universal, a la altura incluso del relato de Marco Polo.
Los testimonios de Nicolò de’ Conti que reflejó Tafur en su propio relato han salido recientemente a la palestra por obra y gracia de Gavin Menzies, el osado investigador que pretende que flotas chinas recorrieron todo el Globo en el primer cuarto del siglo XV. Según Menzies, autor del best-seller “1421. El año en que China descubrió el Mundo”, las descripciones de gigantescos navíos que Nicolò de’ Conti hizo a Tafur sólo pueden apuntar a los juncos chinos que habrían recorrido el Planeta, aunque un riguroso análisis de los textos en cuestión no permite llegar a una conclusión tan tajante como la de Menzies.
Lo que de verdad preocupaba al veneciano no era tanto informar en Occidente acerca de un supuesto poderío chino, sino cómo colocar “en tierra de cristianos” las valiosas mercancías que traía en su caravana. Tafur no desaprovechó la oportunidad de barrer para casa: “Yo le dixe que por entonce el emperador (alemán) tenía gran guerra con el rey de Poloña e aún avíe poco tiempo que avía recebido la señoría, e que allí avía mal recabdo e mucho menos en Francia, por la antigua guerra que tenía, e que en Italia ya él mejor la conociía que yo, que ellos compran para revender. E que en España me parecía que avría buen lugar, lo uno por la grandeça e riqueza de nuestro rey, lo otro porque la guerra, que nosotros tiníemos, siempre ganávamos e nunca perdíamos, e la gente era muy rica e destas cosas más que otra gente nos preciávamos. E allí dispuso él venir en España”.
Tras descansar en el Monasterio de Santa Catalina, Tafur y de Conti regresaron juntos a Alejandría. Los quince días que pasó viajando con el veneciano quedaron “encantadores” en la memoria del andaluz, “con el sabor de oyr tan buenas cosas como dezie Nicoló de Conto” quien además salvó a buen seguro la vida del español al convencerle para que desistiera en su empeño de viajar a India.
Egipto resultó, pues, ser una etapa maravillosa en el viaje de Tafur, quien describió con gracejo y acierto elefantes, jirafas e hipopótamos, aunque de estos últimos no vio ningún ejemplar. A la hora de la despedida, el “trujamán” le ofreció dos gatos de la India, dos papagayos, perfumes y una piedra turquesa. A estos presentes se unirían los que le entregó del Rey de Chipre: diez piezas de chamelote y lienzos delgados, así como un leopardo. A resultas de naufragios y otros infortunios que le esperaban, tan sólo consta que llegara a España la piedra preciosa ya que, según declaró Tafur, fue teniéndola a la vista como escribió en Córdoba el relato de su viaje.
De vuelta a la mar, tuvo que tomar el remo para contribuir a que la galera en la que viajaba huyera de una amenazadora nave turca, aunque el mayor peligro provino de un naufragio a causa de un temporal en Chíos, donde la decidida intervención de unos vizcaínos le salvó la vida.
Ligero de equipaje se dirigió a Constantinopla cuya decadencia pudo constatar. Del emperador de Constantinopla pretende que recibió una explicación sobre el origen del apellido Tafur que lo emparentaba con el propio emperador, lo que le valió un tratamiento privilegiado por parte de éste.
Dicho trato no fue óbice para que Tafur se desplazara a Andrinópolis donde fue recibido por el Gran Turco, el mismo que años más tarde invadiría Constantinopla dando un vuelco a la Historia.
El afán aventurero llevó a Tafur a Crimea, la etapa más oriental de su viaje, donde, concretamente en Kaffa, compró dos esclavas y un esclavo que le seguirían a España y que tuvieron descendencia.
En el trayecto de regreso a Europa recibió un flechazo en un pie cuando liberaba a unos cautivos cristianos y sufrió el temporal más violento de todos los que había experimentado, lo que le llevó a confesar que “si yo en tierra firme estuviera, segunt el miedo que había pasado, para siempre nunca tornara à la mar”.
El día de la Ascensión, exactamente dos años después de que hubiera zarpado de Venecia, se encontraba de nuevo en la ciudad, dispuesto ahora a recorrer Europa. En Ferrara se reunió con su amigo y pretendido pariente, el emperador de Constantinopla, y con el Papa, a los que dio cuenta de su viaje, en particular de lo que había visto en los dominios del Gran Turco.
Pese al desagrado del emperador, Tafur se afeitó, so pretexto de que los españoles solo llevan barba estando enfermos, y se vistió “a la española”. De esta guisa emprendería un viaje de placer por Europa en la que mezcla precisas observaciones de los lugares que visita con pintorescas estampas.
De los hábitos de quienes frecuentaban unos baños en los Alpes, a los que acudió para curar el pie herido por el flechazo del que había sido víctima, diría con picardía: “E allí me parece que no han por desonesto entrar en los baños los hombres e las mugeres desnudos en carnes, e allí fazen muchos juegos e muchas bevidas a la manera de la tierra. Estava allí una señora que veníe en romería por un su hermano, que estava preso en la Turquía. E a sus doncellas muchas veces me acaeció echalles dineros de plata en el suelo del agua del baño e ellas avíanse de çabullir (zambullir) para sacarlos en la boca, e de aquí se puede creer qué es lo que tenían alto cuando la cabeça tenían baxa”.
Sanado del flechazo, aunque dejando claro de qué pie cojeaba, nuestro Tafur, transformado en galán, viajó con la enigmática señora y sus doncellas hasta Colonia “ado ella teníe sus heredamientos”. “E en todo este tiempo siempre acompañava aquella señora que dixe que fallé en los baños”, apostilló Tafur en su relato para acicate de la imaginación de sus lectores.
Ahora bien, si romántica puede parecer la circunstancia de un caballero andante castellano curtido en viajes acompañando a una rica alemana, no menos cruda es la realidad de unas condiciones de viaje que ponían a prueba la salud y la salubridad de los viajeros: “E ansí pasamos doce jornadas hasta llegar a Viana en Austerlic – evocaría Tafur -, pasando muy grandes fríos e heladas; e por aquel camino pasamos dos riveras por encima por encima dellas con los carros, e estaba toda el agua helada, e allí se me hobieron de caer de frùmio todas las muelas e los dientes; e sin duda, grandísimo trabajo es cabalgar por tal tierra en invierno”.
Desdentado a partir de entonces, no por ello perdió ni la capacidad de asombro ni el gusto por la vida. En Bélgica describió una entrañable circunstancia que pone en evidencia la sempiterna solidaridad que surge de manera espontánea entre los viajeros: “Partí de Broselas en compañía de un caballero, capitán del Esclusa, a quien el Bastardo (Juan de Luxemburgo) me había encomendado; e fuimos aquel día a comer a una villa donde no fallamos vino, e yo dije que non quería comer fasta llegar a Brujas, donde lo fallaríamos, e él dijo que allí estaba una dueña su parienta, abadesa de un moenesterio, e que enviaría a ella a saber si lo tenía, e ansí lo fizo; e el abadesa enviole decir que ella tenía asaz vino, pero que non lo daría sinon fuese a comer con ella e llevase al caballero de España; e fuimos allá e resibionos muy alegremente e fuimos muy bien refrescados; e en fin del comer, ella me dijo cómo había venido en romería a Santiago, e había rescebido tanto honor de castellanos, que non sabía en qué lo satisfacer, e que me rogaba que reposase allí algunos días e descansaría de tan luengos caminos”.
Tafur acabaría por reconocer que en tierras de Brabante, en la actual Bélgica, “ay poco vino e de cervisa se gobierna la gente, que el agua es muy mala e doliente”.
Tafur habría continuado de buen grado su viaje por Francia, empezando por París, pero una epidemia de peste le hizo desistir del empeño y regresar a Italia, desde donde embarca rumbo a España. El relato se interrumpe súbitamente en Cerdeña, no porque le fallara la memoria al viajero sino por la acción del tiempo y de los roedores sobre el manuscrito.
La edición de las «Andanzas» de Tafur le valió en su momento a Jiménez de la Espada más críticas que alabanzas. Sesudos medievalistas le ridiculizaron por errores de transcripción y de fechas. En vez de desanimarle, la crítica actuó como acicate para Jiménez de la Espada ya que en 1877, con el apoyo de la Sociedad Geográfica de Madrid, hizo que se editara otra joya de la literatura viajera medieval hispana, aunque ésta fruto de la recopilación del saber más que de la experiencia individual. Se trata del llamado «Libro del conosçimiento de todos los reynos et tierras et señoríos que son por el mundo et de las señales et armas que han cada tierra er señorío por sy et de los reyes et señores que los proveen», cuyo supuesto autor fue un franciscano español del siglo XIV.
Recordado en su Cartagena natal con el nombre de una céntrica calle paralela al Paseo de Alfonso XIII, Marcos Jiménez de la Espada acabaría por abandonar las incursiones en la literatura medieval para concentrar todos sus esfuerzos literarios en su condición de americanista, habiendo destacado como autor de la celebrada obra en cuatro volúmenes “Relaciones geográficas de Indias”, centrada en el Virreinato de Perú.
En cuanto al relato de Tafur, parece que empieza a salir del olvido como lo prueba el hecho de que la edición a cargo de Miguel Ángel Pérez Priego publicada en marzo de este año, se refiere al texto como “una obra de primera magnitud por su información histórica… y una joya de la literatura española prerrenacentista”.
BIBLIOGRAFÍAS
■ “Andanças e viajes”, Pero Tafur, Edición de Miguel Ángel Pérez Priego en Clásicos Andaluces, Fundación José Manuel Lara, Sevilla 2009.
■ “Andanzas e viajes”, Pero Tafur, Edición en formato agenda Moleskin, El Panasillo, Simancas Ediciones, Palencia, 2005.
■ “Le voyage aux Indes de Nicolò de’ Conti (1414-1439)”,Editorial “Chandeigne”, París, 2004. Se trata del único libro que recoge conjuntamente el relato que Nicolò de’ Conti hizo al secretario papal y la versión de Pero Tafur.