Josep Maria de Sagarra en Polinesia

Por Pilar Mejía

Bibliografía: Boletín 46 – Océano Pacífico

Hay realidades que parecen suspendidas en el tiempo, como el momento adolescente de desear horizontes lejanos o idealizar destinos para una huída inminente. Deseos que se repiten generación tras generación y que en pocas ocasiones se materializan, diluyéndose en las inevitables vidas de adultos en las que definitivamente desaparecen. Los Mares del Sur y sus islas, esa imagen paradisíaca de destino fuera del mundo, de tonos de azul imposibles, de cocoteros inclinados sobre la arena blanca, de calor, ritmo lento y pereza ha sido la misma siglo tras siglo desde su descubrimiento y localización en el mapa, y José María de Sagarra (Barcelona, 1894-1961) la dibuja con una exactitud y atemporalidad encantadora en su cuaderno de viaje.

Corría el año 1936 cuando este poeta, dramaturgo y narrador, el autor más popular de la escena catalana durante las décadas de 1920 y 1930 y durante la posguerra en el resto del país, decidió marcharse rumbo a las islas que fascinaron sus sueños de adolescente, con lo que él llama “la ilusión de lo lejano”, a esa Polinesia que, dice, “como tantas cosas románticas, era ya materia de mi renunciación…”. Su motivación, además de la hacer realidad un sueño que creía pospuesto e incluso olvidado, obedecía también a la supuesta inacción en la que se había zambullido su vida semanas después de que estallara la guerra en España y él se trasladara a París.

Sagarra era hijo de una familia adinerada de Barcelona y gracias a sus maestros jesuitas pronto comenzó a desarrollar su potencial poético, que con los años y las buenas relaciones fue haciéndolo más popular. Al terminar Derecho en la Universidad de Barcelona, se trasladó a Madrid con la intención de prepararse para la carrera diplomática, intento que abandonó en 1917, cuando decidió consagrarse a la literatura y al periodismo, después, entre otras cosas, de conocer y tratar a algunas de las figuras más sobresalientes de las letras, las artes y la política de la época. De esta manera fue encargado por el diario El Sol, de Madrid, como corresponsal en Berlín, donde residió una larga temporada. A su vuelta a Barcelona, se entregó a la vida urbanita que le ofrecía ser colaborador de los diarios La Veu de Catalunya y La Publicitat, y más tarde en el semanario Mirador, en el que firmaba bajo el seudónimo Aperitius comentarios en ocasiones mordaces sobre la actualidad cultural de la ciudad. En aquellos tiempos era fácil encontrarse a Sagarra en todos los conciertos, exposiciones y tertulias literarias, en las que imponía su sentido del humor rápido y satírico. Se dice de él que “mataba horas en las peñas, las redacciones, los camerinos, viajaba, a ratos hacía política, era un inveterado cliente de los buenos restaurantes y locales nocturnos, y la gente se preguntaba qué tiempo podía quedarle para escribir sus largas tiradas de versos, sus numerosos artículos, sus periódicas comedias, sus traducciones. (…) La verdad es que pocos vivieron con tanta intensidad el período inquieto, apretado, despreocupado, lleno de buenos y malos augurios de la Barcelona de entreguerras.”

Sin embargo llegó 1936 y la situación llevó al poeta a establecerse en Francia, donde toda su ajetreada vida, su “relativa normalidad”, había sido “víctima del k.o. más insospechado. Sintiendo como el más sensible el drama de mi país, y espectador aterrado de una guerra y de una revolución, la fatalidad me colocaba en un hotel sombrío, perdido entre la acre ambición que hormiguea por los cafés de París, y viendo colgar de mi tronco los brazos de la inacción o de la impotencia”, como él mismo reconoce en su diario de viaje a la Polinesia.

 

EN BUSCA DE LOS SUEÑOS

Da un poco igual si la motivación del escritor catalán fue realmente por bajar el ritmo de su intensa vida social o por viaje de novios (acababa de contraer matrimonio con Mercè Devesa): aquellos que escriben historias pueden permitirse la licencia de alterarlas. El caso es que Sagarra retomó aquel destino de juventud, relegado al rincón de los objetivos que pierden razón de ser en la vida de adulto, y gracias a su buen amigo Francesc Cambó, hombre rico y mecenas, pudo embarcarse con su esposa en el Comissaire Ramel, el vapor que un mes después les permitiría divisar la costa de Tahití. “Entre l’Equador i els tròpics” fue el libro de poemas fruto de la experiencia vivida en el Pacífico, y “El camino azul”, escrito en catalán y publicado en 1942 en castellano, el relato de aquel viaje a través de los azules del Mediterráneo, el Atlántico y el Pacífico, y de los seis meses siguientes de residencia en las lejanas Islas de la Sociedad.

José María de Sagarra tenía una prosa sencilla, guda y precisa, capaz de convertir el paisaje en auténticas imágenes de alta definición en la cabeza de quien la lee, así como de desmitificar hasta el ridículo todo lo mitificable, desde el paraíso hasta la paz del alma.

Los primeros días de navegación por el Mediterráneo, de Marsella a Argelia, hasta cruzar el estrecho rumbo a Madeira, discurren con la tranquilidad de quien tiene por delante un océano de tiempo y expectativas, y con ese mismo ritmo constante describe las primeras páginas de su agradable crónica.

 

LOS COLORES DEL PACÍFICO

Pasado el canal de Panamá, con su bochorno y exuberancia, el Pacífico por fin aparecía para este grupo de viajeros a quienes, desde la primera hasta la tercera clase, Sagarra no consideraba precisamente normales: “El hombre más serio, más en su quicio, aparentemente, si no está podrido de literatura, tiene una considerable lesión en su cerebro o en su vida privada”.

Al entrar en el nuevo océano escribe: “Este mar, visto desde a bordo, nos da un radio de visión mucho más amplio que el que nos daba el Atlántico (…). Además de esta mayor amplitud, las aguas parece ser que estén aquí mucho más trabadas; una visión uniforme de masa fluida de níquel y plomo, y con el sol de azul de gema, es el constante espectáculo que nos ofrece el mar. Y otra característica: el espacio parece más claro, más iluminado, pero con menos violencia que en el mar de las Antillas. Y esta claridad del día (…) por las noches se hace todavía más sensible; porque diríais que las estrellas ‘no tienen piel’; diríais que os ofrecen toda su pulpa luminosa de una manera directa. Las estrellas cerca del Ecuador y en la calma del Pacífico tienen una peculiar complexión que oscila entre las frutas y las piedras preciosas”.

Y no es la única observación que hace mientras sólo tiene ante sí el horizonte limpio y el cielo: “estos días el mar va modelando nuestras ideas. Son unas ideas de calma y olvido, de paz absoluta (…) y todavía se puede precisar otra sensación: la de sentirnos transmigrados; como si nuestra alma hubiese vivido otra vida distinta dentro de otro cuerpo y de otro clima. Juraría yo que las personas que nos acompañan no son las mismas que subieron a bordo con nosotros en el puerto de Marsella, sino que han sido afectadas también por esa misteriosa transmigración”. ¿Pensarían lo mismo Thor Heyerdal y la lánguida Liv? ¿Sería posible sentir lo mismo ahora?

Este es uno de los pocos pasajes de su cuaderno de viajes en el que Sagarra se permite una licencia casi poética. El paisaje lo seduce nada más comenzar a despuntar en el horizonte después de días de navegación mar adentro. “El archipiélago de Tuamotú está formado por estos enormes escollos coralíferos, sobre los cuales los cocoteros se desatan con este verde magnífico que va desde la esmeralda pura al verde cromo más aceitoso y más barnizado. Entre las masas de cocoteros se adivina la calma del lagon, fúlgido como vidrio incandescente, pero de una dulzura de rosas y de una ternura de azules Escenas de pesca. indescriptibles”.

Pero al pisar Papeete y tomar contacto directo con la tierra polinesia, si bien no deja de maravillarse permanentemente con la naturaleza exótica y arrebatadora, no se pierde en romanticismos a la hora de describir sus impresiones sobre los habitantes de Tahití, un país que, dice, le ha hecho “respirar un aire de despreocupación y sobre todo de amabilidad fácil”. Los collares de flores de bienvenida a los viajeros del Ramel, los árboles hermosos, las galerías donde corre el aire fresco, las señoras de la colonia, las vainés, esa cortesanas del país, que llevan el pelo suelto y una flor de hibiscos o de tiaré en la oreja derecha. Y el atardecer: “A la espalda de Morea se pone el sol y el lagon de Pepeete es una lámina tersa; diríase un almíbar encantado, ligeramente teñido de cereza. ¿Hemos llegado a un auténtico paraíso? No sé, hoy es el primer día y me siento un poco fatigado para contestar a una pregunta tan importante”.

 

SUSPENDIDO EN EL TIEMPO

En total siete meses permaneció la pareja en las islas, entre Tahití y Bora Bora, meses durante los cuales entraron en contacto con la población más auténtica y Sagarra pudo dejar escrito una amplia y agradable serie de opiniones y observaciones que apetecería confirmar, a pesar de que “este paraíso de mermelada, con cabelleras, pareos, besos infinitos, coronas de flores, baños al claro de la luna y pechos escultóricos [salido de las películas] no obedece a ninguna realidad. Y si los turistas sin imaginación vienen a ver en Tahití lo que han visto en el cine, y no les interesa un poco más la agridulce y la humana complicación, es evidente que quedarán decepcionados.”

Pero volvamos a lo del principio, hay cosas que parecen suspendidas en el tiempo, como si éste no pasara sobre ellas, como si todo siguiera como en aquel remoto 1936. El exotismo, la elefantiasis, el calor, el azul, la pereza, el Tahití de Taiarapu, el Tahití “auténtico: callado, encantado, inconsciente…” Los habitantes nativos y el “grupo de aves de paso, de almas sedentarias o almas emigrantes que viven al margen de la política y se mueven con más libertad. (…) Son artistas, excéntricos, snobs o simples locos; señores de cierta edad, borrachas de literatura, millonarios misóginos que duermen y comen en el yate, o pobres sin esperanza.”. Y luego están los nuevos colonizadores del mundo: “los que dan el tono a Papeete y a toda la isla, los que en realidad son los dueños, los actores, los productores de la situación (…). Son los chinos los que crean y solucionan los verdaderos problemas de la vida bajo esta indolencia y esta tibia delicadeza oceánicas (…). Tienen tiendas de no importa qué; para ellos no existe dificultad de ninguna clase y resuelven los más inverosímiles caprichos de sus clientes. Venden imágenes de todas las religiones, objetos sanitarios, guitarras, violines, perros, la más rara perfumería, los discos más de última moda, el caviar más fresco, y el whisky más malo, pero mejor embotellado. Los chinos han convertido las calles de Papeete en un barrio comercial de Hong-Kong.”

Lo dicho, hay cosas que parece que no han cambiado.

 

Notas extraídas de biografías.com y extractos de “El camino azul. Viaje a Polinesia”, de J. Mª de Sagarra, Ed. Juventud. Barcelona 1942.