Los olvidados de Monte Arruit
Los intereses españoles en áfrica siempre han constituido un tema tan apasionante como remoto. ¿Qué habría ocurrido si tras la conquista de Granada, los vencedores Reyes Católicos hubieran continuado su expansión hacia el Sur?. En 1497, la conquista de Melilla por parte de Pedro de Estopiñán pareció frenar los deseos de conquista africana y, en su lugar, se optó por cruzar el terrible océano Atlántico y colonizar un continente totalmente inexplorado. Pero si desconocida era América, ¿qué hemos conocido los españoles de áfrica?. Pocos fueron los intentos de colonizar la zona antes del siglo XX. En 1803, el catalán Domingo Badía realizó un viaje con fines científicos y políticos al Magreb, bajo el auspicio del valido de Carlos IV, Manuel de Godoy. Y, para no despertar recelos entre los marroquíes, recorrió aquellas tierras tomando la identidad del príncipe abasí Alí Bey. En un solo párrafo de su clásica obra “Viajes por Marruecos”, resumía la insondable distancia que -aún hoysepara España de Marruecos: “La sensación que experimenta el hombre que por primera vez hace esta corta travesía no puede compararse sino al efecto de un sueño. Al pasar en tan breve espacio de tiempo a un mundo absolutamente nuevo y sin la más remota semejanza con el que acaba de dejar, se halla realmente como transportado a otro planeta”.
Si así lo sentía un aventurero ilustrado como Badía, podemos hacernos una idea de qué pensarían los soldados españoles que, en 1921, se encontraban ocupando el protectorado establecido en el Rif. Quizá para ellos, que en su inmensa mayoría no habían cruzado el estrecho de manera voluntaria, no resultara tan poético como para el príncipe Alí Bey. Porque cuando abandonaron las costas peninsulares no lo sabían, pero veinte mil de aquellos soldados solo habían sacado billete de ida hacia el infierno del Rif. La debacle que cayó sobre el ejército español, conocida como El Desastre de Annual, constituye uno de los episodios históricos más apasionantes de España, quizá por el ocultismo oficial que rodeó todo el asunto y, sin duda, por la trama de incompetencia y corrupción que condujo al matadero a miles de soldados y civiles.
Lo cierto es que el protectorado marroquí le cayó al reino español como un inesperado regalo, sin hacer nada para merecerlo. Alianzas secretas entre Francia e Inglaterra para establecer un equilibrio de poder entre las potencias y, sobre todo, para frenar el arrollador crecimiento de Alemania, terminaron regalándonos un terreno arisco e improductivo que separaba la Argelia francesa… del Marruecos francés. Y el gobierno español, humillado tras el otro desastre, el del noventa y ocho, aceptó encantado el papel de comparsa que se le ofrecía. Pero aquel regalo iba a tener unas consecuencias trágicas y costosas.
La cordillera del Rif, en el Norte de Marruecos, comprende unos trescientos cincuenta kilómetros de orografía agreste, surcada por barrancos, desfiladeros y valles que la cruzan como cicatrices. Al Sur, terrenos productivos e importantes núcleos urbanos como Mogador, Marraquech, Fez, Taza, Meknes o Larache, articulaban lo fue el protectorado francés. Al Este, las tierras más áridas y secas del Rif se extienden hacia la frontera argelina. Esta parte fue la ocupada por España.
Atraído por las lecturas que en los últimos años he conocido sobre el tema, emprendí viaje hacia Melilla, antigua sede de la Comandancia General del protectorado. En vuelo directo desde Madrid, un estrecho turbo-hélice con capacidad para treinta pasajeros permite llegar en una hora y cuarenta y cinco minutos. El avión es la opción más rápida porque el ferry, zarpando desde Málaga, tarda unas ocho horas… así que la elección del medio de transporte depende de la prisa (y del presupuesto) que tengamos.
Lo cierto es que, pese a las palabras del espía de Godoy, aquel suelo magrebí no resulta demasiado extraño; al fin y al cabo, la zona costera es muy parecida a algunos paisajes de la península, recordando especialmente a la bella luminosidad de Almería. Además, su posición como pulmón económico, hace que Melilla condense un saturado tráfico de vehículos que evoca a la Gran Vía. También tiene uno de los mayores índices de compra y venta de divisas… sin apenas mover turismo. Pero no debemos olvidar que las fronteras imponen una oscura ley de mercado que puede resultar, y de hecho resulta, muy lucrativa.
Ni romanos ni árabes dominaron completamente a los beréberes del Rif y la relación con España, principalmente a través de su enclave melillense, dio lugar a gran número de interesantes episodios, sobre todo en el verano de 1921. José Martí, el líder cubano, vaticinó en un artículo de 1893 el futuro del conflicto hispano-rifeño: “El Rif ha vuelto a guerra contra España y España vivirá en guerra con el Rif hasta que le desaloje de su país sagrado”. No figura en las guías turísticas, pero el amante de la Historia goza aquí de la oportunidad de realizar un viaje generoso en cuanto a resultados, conociendo los escenarios sin tener que recorrer grandes distancias y sin ocupar muchos días. La región ofrece además exotismo, playas y naturaleza, a solo cuarenta y cinco minutos de Málaga. Para internarnos por la zona la opción más recomendable es el alquiler de automóvil, a ser posible con guía-conductor de garantía en ambas facetas. Hay que tener en cuenta que el estado de algunas carreteras lograría irritar al mismísimo Carlos Sainz y que las sanciones por infracción de tráfico en Marruecos suelen ser costosas.
Dos días después de mi llegada abandoné Melilla en el Audi de Rachid, un musulmán no demasiado ortodoxo. Mi guía-conductor nació en Nador, pero ahora tiene pasaporte español, vive bastante bien en Melilla y se dedica -como tantos otros en la zona”a sus cosas”. Salimos por la frontera de Beni Anzar entre un denso tráfico, para cubrir por autovía los once kilómetros que nos separaban de Nador, la mayor ciudad de la región con algo más de trescientos mil habitantes. Desde allí, podríamos habernos adentrado en las estribaciones del impresionante Gurugú -que aun alberga las ruinas de dos fuertes de la época española-, o seguir hasta las hermosas playas del Este. Pero el lugar en el que centraremos este artículo está más al Sur, así que continuamos hasta pasar Selouane (Zeluán en los tiempos del protectorado), dejar atrás la efímera autovía y enlazar con la carretera nacional P39. Poco después llegábamos hasta nuestro destino: una pequeña montaña que se eleva sobre un páramo de aspecto desalentador. Se trata de Monte Arruit. Entre los trágicos episodios ocurridos durante 1921, el de Monte Arruit me impresionó especialmente desde que lo conocí. No fue el que más vidas costó, pero quizá sí es el más olvidado. Al bajar del coche de Rachid, un sol intenso, furioso, inundaba la tierra. Pero aquella luz era tan seca que carecía de alegría.
Nada, hoy día, recuerda a quienes cayeron en su desaparecido fuerte de adobe. Lo cierto es que, ochenta años después de que el General Felipe rindiera la penúltima posición española en el Rif, mi primera opinión sobre el lugar resultó algo decepcionante. Ni buscaba, ni esperaba toparme con un monumento al soldado desconocido: al fin y al cabo los muertos allí pertenecían a un ejército invasor. Y, además, Leguineche lo advierte tajantemente en su “Annual 1921”: “No queda nada”. Pero confieso que, a pesar de que ya imaginaba lo que iba a encontrar, no dejaba de resultarme frustrante que ni siquiera unas miserables ruinas facilitaran la evocación del 9 de agosto de 1921. Y supongo que el actual Mont Aouit tendrá sus encantos… pero yo no los encontré en sus tristes calles.
Así pues, lo único que quedaba por hacer era recordar lo leído y tratar de imaginar las situaciones mientras caminaba por el huraño lugar. Porque no habrá ruinas, pero la tierra y sus habitantes rifeños siguen allí. La misma tierra que, normalmente seca, se anegó aquel verano de 1921 de sangre. Y, formando remolinos a su paso, un suave viento no cesaba de susurrar sueños rotos. Los sueños de casi tres mil hombres que fueron abandonados, a una muerte cruel, por el Estado al que representaban. Abandonados, y olvidados.
El desastre de Annual estalló el 22 de julio de 1921, con la pérdida de unos doce mil soldados españoles bajo el mando del general Manuel Fernández Silvestre, Comandante General de Melilla, la mayoría caídos mientras huían presas del pánico. Todo el protectorado ardía liderado por el rebelde Abd el-Krim, alzado en armas para expulsar a los invasores. Así, una tras otra fueron cayendo las posiciones, y los pequeños blocaos quedaron aislados en territorio enemigo.
Hasta el campamento de Dar Drius no cesaban de llegar desesperados supervivientes, restos de guarniciones aniquiladas, para ponerse bajo las ordenes del general Felipe Navarro, máxima autoridad en el territorio tras la muerte de Silvestre. Ante la proximidad de los rebeldes rifeños, Navarro dudaba entre permanecer en Drius, una plaza bien pertrechada, o emprender la retirada hacia Melilla. En un principio decidió mantenerse allí, aunque todos los automóviles de mando salieron hacia el refugio melillense cargando un gran número de oficiales, enfermos o autorizados. Pero el 23 de julio, el general cambió de opinión y ordenó que se preparara la evacuación de la plaza. Con la tropa totalmente desmoralizada, la retirada se convierte en un nuevo desastre, dejando a su paso un gran rastro de cadáveres españoles, a pesar de la protección prestada por el regimiento de caballería de Cazadores de Alcántara.
Tras seis días de agotadora marcha, los restos de la columna de Navarro alcanzaron las murallas de Monte Arruit. Aquí, intentarían recomponer las fuerzas para afrontar el inminente ataque rifeño, pero ya era demasiado tarde. El 2 de agosto cayó Nador y el 3 Zeluán, dejando el fuerte de Arruit -a tan solo treinta kilómetros de Melillacondenado en medio de territorio enemigo. El general aún podía haber intentado una huida desesperada hacia el refugio melillense, pero se negó a abandonar a sus heridos. Al agotamiento físico había que sumar la desmoralización de la tropa, en algunos momentos al borde de la insurrección. Además, el agua estaba a una distancia de quinientos metros del fuerte, pero igualmente podrían ser cinco mil, porque el cerco rifeño se fue cerrando hasta impedir cualquier acercamiento de los sitiados. Dos aviones con base en Melilla sobrevolaban el cerro arrojando bloques de hielo, municiones y víveres, pero los envíos casi siempre caían fuera del alcance de los españoles.
Ninguna fuerza iría a socorrerles. En la capital de la Comandancia apenas contaban con dos mil soldados, casi sin experiencia, pero en breve llegarían desde la península treinta y seis mil hombres. Sin embargo, los sitiados de Arruit tenían los días contados. Y la angustia de ser conscientes de su destino.
El nueve de agosto, ante la imposibilidad de seguir resistiendo, el general Navarro cierra el pacto para la capitulación del fuerte: los españoles entregarían todo su armamento y se les permitiría retirarse hacia Melilla. Las armas se amontonaron y los heridos y enfermos comenzaron a alinearse en la puerta del fuerte, preparándose para la evacuación en un tenso silencio. Pero cuando se dio la orden de partir, la furiosa harka rifeña invadió el campamento, asesinando a una tropa desarmada y enloquecida por el terror.
Aunque las cifras son imprecisas, al menos 2668 restos humanos fueron encontrados esparcidos por los alrededores de Arruit. Unos seiscientos hombres, junto al general Navarro, sobrevivieron para ser tomados como rehenes. Y en cautiverio permanecieron hasta que se pagó su rescate, aunque para entonces muchos de ellos ya habían muerto.
Una vez consumado el descalabro de Monte Arruit, Melilla era la única plaza segura que España mantenía en el Rif oriental. Hasta la capital no cesaban de llegar supervivientes -militares y civilesde las matanzas de Nador, Zeluán o de los numerosos blocaos que habían quedado aislados en medio de las zonas controladas por las harkas de Abd el-Krim, contando espeluznantes relatos. En mayo de 1922, aun llegaban refugiados. Tras el desastre, se encargó al prestigioso General Picasso que iniciara una investigación para depurar responsabilidades… con la advertencia de que no debía implicarse a ningún miembro del alto mando como responsable de lo acontecido. Alfonso XIII, las cúpulas militar y política, la prensa censurada… todos volvieron la cara a los muertos en el Rif. Tampoco pagaron por su responsabilidad los empresarios españoles implicados en la venta de armas a los rifeños, algunos de ellos fundadores de importantes empresas actuales. Ninguno de los sucesivos sistemas políticos puso interés en esclarecer el asunto.
Pero para conocer esta apasionante historia con la profundidad que merece, me permito recomendar la lectura de las obras que sobre el tema han escrito Juan Pando, David S. Woolman y Manuel Leguineche.
Para mí, este viaje llegaba a su fin. Tras pasar unos días visitando el Rif oriental me veía obligado a regresar a la península, pero antes de hacerlo merecía la pena dedicar una visita detallada a la ciudad que me sirvió como cuartel general: Melilla, la antigua Rusadir fenicia. Salpicada de cafés moros, excelentes bares de tapas, mercaderes ambulantes de almendras (pulcramente colocadas sobre bandejas niqueladas), casposas salas de billar y unos novecientos edificios modernistas. Además de incontables cuarteles y numerosos símbolos pre-constitucionales. Con todo esto, y con muchos secretos dispuestos a revelarse al visitante, Melilla constituye una ciudad abierta y agradable. No es, desde luego, un centro de atracción turística, pero quizá eso contribuya a formar el encanto de este enclave. Paseando por sus bulliciosas calles comerciales, algo en el ambiente recuerda de manera imprecisa a las pequeñas capitales peninsulares de hace veinte años aunque, en cualquier momento, mil detalles revelan una fuerte identidad propia, la que le confiere el ser depositaria de diversas culturas. Hoy día conviven con respeto mutuo -si bien no con la armonía deseablecristianos, musulmanes, hebreos e hindúes, además de una considerable comunidad gitana.
Melilla, la puerta de atrás de Europa, la gran olvidada por la península y, sin embargo, la que se siente tan orgullosamente española. Si uno se atreve a plantear qué ocurriría si la soberanía de la ciudad se cediera a Marruecos, en seguida obtendrá como respuesta que “Melilla era española antes que Navarra”.
Grandes avenidas -injustificadas, a mi parecermitigan algo del encanto de una ciudad que puede recorrerse paseando en pocas horas. Los edificios de impecable corte modernista conviven con otros recientes, de indudable menor gusto estético. Pero quizá sean todos estos contrastes los que hacen que la ciudad se mueva esparciendo una sensación de vida y color.
Sobre las seis de la tarde, cuando el sol comienza a declinar lentamente, la letanía de los imanes llama a la oración desde los minaretes, justo al mismo tiempo que un viento se levanta llenando todo de polvo. Me dirijo hacia los cuatro recintos amurallados que constituyen la bella estampa de Melilla la Vieja. Entro por la Puerta de la Marina y comienzo a ascender hacia las murallas por rampas y escaleras. Atrás quedan los aljibes, construidos en el siglo XVI y vitales en el desarrollo de la Plaza, y los recientes museos; luego paso junto a la estatua de Pedro de Estopiñán, el conquistador-fundador, para seguir ascendiendo hasta alcanzar la muralla de San Juan. Desde aquí se contempla una excelente vista de la zona.
A mi alrededor reina el silencio. Allí donde en tiempos de guerra debió existir una actividad frenética, solo quedan viejos cañones oxidados y una profunda quietud, perezosa como el atardecer del Mediterráneo, inunda todo. Camino en completa soledad, haciendo el efecto de recorrer una fortaleza abandonada por su guarnición.
El silencio parece total pero, escuchando atentamente, un débil y triste sonido llega hasta el viajero. Si buscas su origen, lo encontrarás en el oscuro Gurugú. Ocultos durante el día, los ilegales esperan a que la luna guíe sus pasos hacia la tierra prometida. Ochenta años después del Desastre que se cobró tantas vidas e ilusiones, el seco viento del Rif continúa susurrando sueños rotos.
Jesús Berrocal-Rangel