Editorial 13
Maestro con mayúsculas, fue mi profesor particular en una redacción que más que una oficina parecía una casa. Maestro siempre bondadoso y muy indulgente, me enseñó a hacer pies de fotos de tres líneas en los que cabía un mundo, a tratar las palabras con muchísimo cuidado, y a tomarme las cosas del trabajo y de la vida con humor y sin perder los nervios.
Compartimos despacho en la revista Viajar durante años, él de director, yo de novata, y nos pasábamos el día en una conversación larga, rodeados de folios mecanografiados y de fotos, reportajes que se acumulaban en nuestras mesas, artículos sobre el Camino de Inca, Damasco, Cracovia, los Mares del Sur, o el Africa más profunda. Bien envueltos en tierras lejanas, hablábamos de todo y mucho, mientras le dábamos a las máquinas de escribir editanto textos, escribiendo entradillas y urdiendo titulares. Dándoles vueltas y más vueltas a las cosas y sin ninguna prisa. Porque el tiempo contante y medido no estaba hecho para Luis, que lo ignoraba olímpicamente, y se podía pasar toda una tarde atormentando una frase para que le quedara redonda. Y le quedaba.
Más tarde, cuando nos trasladamos a unos locales más amplios y tuvo él un espacio propio, dejaba siempre su puerta abierta de par en par para que pudiéramos hablarnos aun sin vernos. Le gustaba consultarme todo, por pura generosidad, ya que ni mi opinión mi mis palabras añadían nada a lo que él ya había rumiado lentamente. A mí, sabedora de mi buena suerte, me encantaba, y teníamos largas conversaciones, de mesa a mesa, sobre el reportaje de la Patagonia que nos acababa de llegar, o sobre la ruta por la Alcarria que algún colaborador había dejado en su mesa. Luis conocía el mundo entero. No a bulto ni a mogollón, como otros que se dicen conocedores lo hacen, sino al detalle, muy de cerca, casi con lupa. Su gusto por las anécdotas le llevaba a fijar su ojo y su atención en imágenes o sucesos para muchos ocultos e inadvertidos, y eso le permitía siempre un trato de familiaridad con todos los países y lugares que yo abiertamente le envidiaba.
Hablábamos y hablábamos, mientras él amontonaba pajaritas, barcos, aviones y todo tipo de objetos de papel sobre su mesa, y yo disfrutaba de la inmensa fortuna de escucharle. De Tombuctú, de Tokio, de Ampurias, de Ali Bey, de Atienza, de Egipto o de Rávena, una ciudad que le encantaba.
Hablamos largamente durante años, y hoy, cuando ya no hay puertas abiertas ni reportajes sobre su mesa, quiero creer que seguimos hablando.