Moros en la costa
Lahistoria de la piratería en las costas españolas abarca varios siglos y, en muchos casos, tuvo como protagonistas a los propios españoles. Hasta el final de la Edad Media, no sólo el litoral ibérico, sino la práctica totalidad del Mediterráneo, tuvo como dueños absolutos a los piratas catalanes, sólo amenazados de vez en cuando por genoveses y castellanos.
Hasta finales del siglo XIII el tráfico marítimo entre la zona norte del Mediterráneo occidental, especialmente Barcelona, Valencia, Palma y Cerdeña y los reinos moros de Málaga, Almería, Marruecos y el norte de áfrica fue muy intenso. Y legal. Sin embargo, en 1291 el papa Nicolás IV estableció la excomunión para todo cristiano que mantuviera relaciones comerciales con musulmanes o países musulmanes. Pero este negocio era demasiado importante para abandonarlo sin más, lo que obligó a muchos marinos catalanes a actuar fuera de la ley y convertirse en piratas. La resolución papal –que procedía de alguien vinculado a la familia Anjou, eternos enemigos de los reyes de Aragón–, no fue acatada por los mercaderes de los reinos que configuran la Corona de Aragón, y mucho menos por su rey.
En esa época, las relaciones entre los cristianos catalanes, súbditos de Pedro el Grande, y los musulmanes del reino de Granada estaban muy por encima de la enemistad con los señores de Anjou, hasta el punto de que en el puerto de Málaga existía una base permanente de naves catalanas que atacaban, dentro del canon más ortodoxo de la piratería, a los barcos que cruzaban el estrecho de Gibraltar con rumbo al Atlántico francés, dominio de los Anjou. No eran las primeras acciones de piratería en esta zona del norte de áfrica, pero desde entonces se hicieron muy frecuentes.
La misma base de Málaga servía de punto de partida para las incursiones a poblaciones y navíos de las costas de Marruecos y Argelia, enemigos de los musulmanes de Al-Andalus y Túnez. Las buenas relaciones del rey Pedro, a quien el papado y buena parte de la cristiandad europea consideraban pirata, con los moros, y la creación de cabezas de puente en el norte africano ayudó a la conquista de Sicilia.
PATENTE DE CORSO
La actividad de los piratas catalanes en el norte de áfrica se convirtió en algo frecuente, alternando las costas de Túnez –en la isla de Djerba también se instaló una importante base de operaciones– con las de Marruecos y Argelia, en función de las amistades o enemistades de cada momento. Pero siempre eran asaltos sin control, iniciativa privada, podríamos decir. En 1336 el rey de Aragón propuso a las Cortes la necesidad de institucionalizar la patente de corso para que estas acciones piratas sirvieran a los intereses del reino, “pro facendo guerram dictis infidelis” (para hacer la guerra a los llamado infieles), como dice la crónica de la época.
Los límites entre comercio, piratería y robo, han sido siempre muy difíciles de definir y precisar, y más en aquellos tiempos en que ciertas formas de piratería tenían carácter legal. Cualquier capitán de barco que hubiese sido robado por una nave extranjera recibía “patente de corso”, es decir, quedaba autorizado a resarcirse con otro barco cualquiera de la misma nacionalidad. Tales patentes de corso fueron reconocidas por las principales potencias extranjeras y los piratas que las exhibían eran tratados como honrados comerciantes en vez de ser ahorcados en el palo trinquete.
Aunque no alcanzaron la fama de Hawkins, Morgan, Cavendish, Drake, Barbanegra o el capitán Kidd, algunos nombres catalanes de la época forman parte de la “gloriosa” lista de la piratería mundial: Guillem de Castellnou, que anexionó la costa alicantina a la corona de Aragón, Conrad de Llançà, castigo de la costa bereber, Roger de Llúria, tormento de los Anjou, Galceran Marquet, Romeu de Corbera, Bernat de Vilamarí y muchos otros.
Los piratas no siempre atacaban barcos y poblaciones de reyes y señores; con frecuencia, simplemente, peleaban entre ellos, sin importar demasiado la nacionalidad de cada cual. Una crónica de la época narra la aventura de una nave catalana que había saqueado la nave de otro catalán, que previamente se había apropiado un botín genovés, tras haber logrado el italiano repeler otro ataque de un marino castellano, que también había intentado abordar la nave catalana. Como se ve, todo quedaba en casa. Los piratas de la época no hacían ascos a nada. No era imprescindible que a bordo hubiera sedas, oro, plata o especias, con frecuencia los asaltos se hacían a leños y naos cargadas con trigo o maíz que eran muy bien recibidos en las hambrientas poblaciones del litoral. Estas necesidades básicas que no eran fáciles de cubrir, llevaron a algunos sacerdotes a convertirse en piratas para socorrer a sus hambrientos feligreses. Tal es el caso de Lluís Pontós o de Jaume de Vilaregut.
En aquellos duros años de finales de la Edad Media, la piratería se había convertido en un oficio relativamente honorable que engendraba sólidos marinos. Vicente Yánez Pinzón, que luego sería piloto de la carabela Pinta en la expedición de Colón de 1492, era un conocido corsario que actuó tanto en el Mediterráneo como en el Atlántico, un auténtico mercenario que no dudó en servir al rey de Castilla atacando intereses del rey de Aragón, ayudando así a los mercaderes genoveses, al tiempo que también abordaba de vez en cuando naves genovesas.
Su hermano Martín Alonso Pinzón era igualmente un prestigioso pirata que se adentró hasta el Canal de la Mancha, donde, se dice, pudo conocer a un joven y ambicioso Cristóbal Colón que también participaba en algunas incursiones por la zona. El timonel de la Santa María, en la que viajó Colón, Pedro Niño, era nieto del corsario Pero Niño, un gallego que asoló el Mediterráneo en los primeros años del siglo XV.
MOROS EN LA COSTA
Hasta el final de la Edad Media, el Mediterráneo estuvo dominado por los piratas catalanes, castellanos y genoveses. Pero a partir de 1500 el terror de las costas españolas, sobre todo las del sur de la península, vino de parte de los piratas bereberes del norte de áfrica que asolaron las poblaciones del Mediterráneo durante casi tres siglos. Parte de su poderío se debió a la mala política de los reyes Isabel y Fernando que, con la pretensión de controlar la marina de sus reinos y la seguridad de su estado, decidieron prohibir las acciones de corso de sus vasallos con lo que el amplio litoral ibérico quedó desprotegido de los ataques piratas, especialmente de los berberiscos establecidos en la costa norte de lo que hoy conocemos como Argelia y que entonces era una tierra de nadie en la que ni mandaba el rey de Marraquesch ni los caudillos de Túnez.
Los berberiscos eran hombres de mar, bandoleros y expertos marinos que procedían de todo el Mediterráneo: eslavos, griegos, albaneses, provenzales, moriscos, portugueses, bretones, sajones e incluso algunos corsarios españoles que se habían quedado sin trabajo al suprimirse el corso. Los escenarios de sus actuaciones fueron los estados dominados por la Corona hispana: Italia, España y las islas situadas entre ambas penínsulas.
La expresión “hay moros en la costa” se hizo frecuente en todo el litoral español, con independencia de que los atacantes fueran rubios, morenos, negros o mestizos, aunque todos ellos solían enarbolar la bandera de la media luna, más que nada por mostrar su posición contraria a los reinos cristianos.
AUMENTA EL PODER TURCO
La llegada del emperador Carlos al poder, que coincidió con la expansión de la conquista de América, el amplio dominio español en Europa y la necesidad de mantener un imperio y un ejército gigantesco, permitió que el Mediterráneo se convirtiera en un auténtico caos. De ello se aprovecharon dos hermanos griegos, Arudji y Kheyred Din, más conocidos como los Barbarroja, que supieron catalizar el amplio movimiento de hombres de mar desarraigados y apátridas que se habían instalado en las costas de Berbería y capitanear un movimiento de piratería que terminaría abarcando más de dos siglos.
La primera gran incursión pirata berberisca fue todavía en tiempos de Fernando el Católico, en la valenciana Cullera en 1503, se convirtió en rutina en los años siguientes. Tras Cullera, siguieron Oropesa, Salou, Mallorca, Vinaroz, Mahón, Benissam, Denia y Alicante. El rey Fernando apoyó la creación de una gran armada que pudiera hacer frente al enemigo, e incluso atacar su bases. Su idea era bloquear y controlar los tres grandes puertos en los que tomaban refugio y de los que partían la mayor parte de los ataques piratas: Argel, Orán y Bujía. Gracias a ello, y especialmente al control del islote situado frente al puerto de Argel, que mantuvieron los españoles hasta 1530, hubo unos años de declive de la piratería berberisca.
Durante todo el reinado de Carlos V, las actividades berberiscas aparecen ligadas a la figura de Barbarroja, mientras que los turcos contaban con un caudillo temible en la persona del sultán de Constantinopla, Solimán II el Magnífico, que en 1520 había sucedido a su padre Solimán I. El nombramiento de Barbarroja como almirante de Solimán y la alianza de ambos con Francia tuvieron como resultado un constante predominio turco. El enfrentamiento marítimo fue más intenso. En 1534 Barbarroja se apodera de Túnez, aunque un año más tarde, Carlos V logra poner en el trono tunecino a su vasallo musulmán Muley Hacén, pero el dominio español y otomano se fueron alternando en los años siguientes y finalmente Túnez sería una colonia otomana durante tres siglos. En 1541 fracasó la expedición imperial contra Argel, tanto a causa de los ataques berberiscos como de las tempestades. Entre 1551 y 1555 se hizo cada vez más fuerte la presión del sucesor de Barbarroja, Dragut, sobre la isla de Malta. Los piratas musulmanes consiguieron tomar la vecina isla de Gozzo y las ciudades de Trípoli y Bugía.
En el interior del continente, Solimán II después de apoderarse de Belgrado (1521) y derrotar a Luis de Hungría en Mohacs (1525), consiguió ocupar la mayor parte de las tierras húngaras, tomando el camino a Viena por la orilla derecha del Danubio. Esta marcha victoriosa fue detenida por las tropas de Carlos V que salvaron Viena e impidieron el predominio turco en Europa. Pero la amenaza de los turcos a la Europa occidental había quedado patente. Y su dominio del Mediterráneo también.
Durante casi cincuenta años más los turcos fueron dueños y señores de las aguas mediterráneas. Su primer revés de importancia fue el ataque a Malta en 1565 en el que el Solimán II empleó el grueso de sus fuerzas, doscientas naves, cinco mil hombres y su cuerpo de elite: los jenízaros. La solidez de sus fortificaciones, en especial el castillo de San Telmo, y la heroicidad y astucia de unos cientos de caballeros de la Orden de Malta, al mando del genial anciano La Valette, impidió la caída de este punto estratégico en medio del Mediterráneo.
Tras el respiro que supuso para los otomanos la toma de Chipre en agosto de 1571, vendría su peor derrota apenas un par de meses después, en la batalla de Lepanto, el 7 de octubre de 1571. Más de 500 galeras se enfrentaron duramente, utilizando su escasa artillería y acudiendo, sobre todo, a los abordajes y la lucha cuerpo a cuerpo. En pocas horas la victoria se inclinó del lado de la Santa Liga que formaban españoles, venecianos y la Santa Sede.
Animado por la victoria, Felipe II creyó que era el momento de acabar definitivamente con el dominio turco y árabe en las costas occidentales del Mediterráneo y animó a su hermanastro Juan de Austria, héroe de Lepanto, a reconquistar Túnez. Justo dos años después de la victoria en Lepanto, el 7 de octubre de 1573, Juan de Austria tomaba el fuerte de La Goleta sin apenas resistencia y poco después la ciudad de Túnez, reponiendo en su trono al monarca legítimo, Muley Hamet.
La alegría duró poco ya que al año siguiente se perdieron ambas conquistas y la intranquilidad de las costas españolas creció de nuevo.
TORRES Y FORTIFICACIONES
Los ataques de los piratas del norte de áfrica, que se unían al constante acoso de los turcos, mantuvieron en permanente alerta a las costas españolas, lo que motivó que muchos pueblos del litoral se retirasen hacia el interior, lo que habría de mantener la costa inhabitada durante casi dos siglos, y que se construyeran torres de vigilancia junto al mar que advirtieran de la presencia de enemigos en la costa. Para agudizar más los problemas, los piratas africanos se unían en ocasiones a los turcos, permanentes enemigos de la Europa cristiana, y sincronizaban sus ataques a las costas españolas, en unos tiempos en que España tenía abiertos demasiados frentes guerreros como para atenderlos todos.
Ante el temor a un ataque de la armada otomana y las frecuentes incursiones de corsarios norteafricanos, la costa se fue poblando progresivamente de torres para la vigilancia y la defensa del litoral. Aunque muchas de estas precedían de época medieval, en el siglo XVI adquirieron su máximo desarrollo, reconstruyéndose las torres antiguas y levantando otras de nueva planta hasta formar un sistema defensivo que todavía se conserva en parte. Emplazadas tanto en playas bajas como sobre cabos o promontorios marítimos, servían para el avistamiento y la localización de los navíos enemigos cuando todavía se encontraban lejos de la costa, dando así tiempo a que los vecinos organizasen la defensa. La actividad de los astilleros también se incrementó, sobre todo los de Barcelona, para lograr formar una flotilla de galeras guardacostas.
Los lugares más habituales para estos ataques, además de las islas, eran las llanuras del litoral y en los valles, aprovechando el surco de ríos y torrenteras. Desde el Ampurdán a la Marina alicantina, fundamentalmente. Por lo general penetraban poco hacia el interior ya que no solían utilizar caballos, pero no por ello sus razias eran menos destructivas.
Las torres de defensa proliferaron en islotes e islas pequeñas situadas cerca de las más grandes del archipiélago balear. Es el caso de Dragonera en la costa de Andratx o del archipiélago de Cabrera, que desde siempre ha sido nido de piratas y corsarios. También en Tagomago, cerca de Ibiza y en Espalmador y el rosario de islotes entre Ibiza y Formentera.
CASTILLOS Y MURALLAS
El largo litoral mediterráneo español estaba desigualmente protegido. Las grandes ciudades disponían de castillos con artillería y soldados, pero en otras zonas la indefensión era casi total. Barcelona tenía grandes fortificaciones, Palamós disponía de milicia urbana, Roses era ciudadela real y contaba con guarnición, Tarragona era protegida por el obispo de la zona, Valencia estaba situada en el interior y su puerto se fortificaba cuando llegaban importantes cargamentos, Alicante era un enclave fundamental y también tenía fortificaciones, Cartagena era el gran puerto real del Mediterráneo y, además de una excelente ensenada natural, ofrecía varios seguros castillos armados. Málaga, Almería y Cádiz también estaban protegidas por potentes murallas. Sin embargo, el resto del litoral estaba casi indefenso. Las ciudades pequeñas, salvo Cullera o Peñíscola, sólo contaban con las torres vigía, que eran sumamente eficaces. Un mensaje que saliera de una guaita del Ampurdán podía llegar a una torre en Almería en apenas tres horas.
De norte a sur del litoral mediterráneo florecieron las torres de vigilancia. La zona del Maresme, cerca de Barcelona, era una de las más codiciadas por los piratas debido a su riqueza. La abundancia de rieras y torrentes donde el desembarco era fácil la hacían especialmente sensible. Las desembocaduras del Ebro, el Llobregat, el Tordera y el Ter y las tierras de Comarruga, aunque insalubres, desoladas e infestadas de mosquitos, eran puntos de recalada y descanso de muchos moros, en espera de planificar su siguiente razia. Para evitarlo, se construyeron numerosas torres en estos lugares y en las cimas de las costas más abruptas.
Llegó a haber cinco torres en los arenales del actual Castelldefels, los castillos de Pou y Montjuïc se enlazaban visualmente. Las torres de Sant Joan en el puerto de Blanes, la de Palafolls en Tordera, la torre del Reloj en Pals adquirieron reconocida fama y aún hoy son dignas muestras de su valor y eficacia. También cabe reseñar las torres de Ca n´Alsina, en Montgat, can Nadal, en Vilassar, Palauet, en Cerdanyola, la torre de Arenys de Mar, etc. Muchas de las torres de vigía se construían en las llamadas zonas de aguada, puntos de reunión y concentración de piratas, en los que abundaba el agua potable y donde descansaban o se repartían los botines capturados. Las nuevas torres vigía les desanimaba de acampar en estas zonas.
En la mitad sur del litoral también crecieron las torres vigías, especialmente en la Marina de Alicante y en las islas Pitiusas, debido a su proximidad con las bases berberiscas norteafricanas y a
los numerosos ataques que Barbarroja II, tras su derrota en Túnez en 1535, realizaba en la zona. Padecieron especialmente sus iras Torrevieja, Vinaroz e Ibiza.
MILICIAS DE CUSTODIA
La defensa de las ciudades y villas recaía en los vecinos. El acoso otomano y las incursiones del corso obligó a que las distintas poblaciones organizaran de una manera mas eficaz a sus habitantes dividiéndolos en compañías bajo el mando de capitanes, alféreces y sargentos, supervisado todo ello por los respectivos concejos. De este modo nació una milicia, denominada de la custodia, que las autoridades municipales utilizaron para la guarda de sus poblaciones y términos. Virreyes y gobernadores se sirvieron habitualmente de esta milicia para socorrer a otras localidades costeras amenazadas. A pesar de las deficiencias de las milicias ciudadanas, tanto en lo referente a su formación como a su efectividad, fueron las únicas fuerzas estables con que contaron ciudades, villas y lugares del reino para hacer frente a los frecuentes ataques berberiscos hasta el año 1596.
Las múltiples ocupaciones de los reyes y los diferentes frentes abiertos en un Imperio donde no se ponía el sol, permitieron que los ataques a las costas del litoral español, pese a las torres y defensas que comenzaban a abundar, prosiguieran sin apenas enfrentamientos. Hasta tal punto que los procuradores de las Cortes de Toledo de 1560 llegaron a remitir la siguiente solicitud a Felipe II:
Otro sí, decimos que aunque S.M. ha tenido relación de los daños que los turcos y moros han hecho y hacen andando en corso con tantas vandas de galeras y galeotas por el mar Mediterráneo, pero no ha sido V.M. informado tan particularmente de lo que en esto pasa, porque según es grande y lastimero negocio, no es de creer sin que si V.M. lo supiese, lo habría mandado a remediar: porque siendo como era la mayor contratación del mundo la del mar Mediterráneo, que por él se contrataba lo de Flandes y Francia con Italia y venecianos, sicilianos, napolitanos, y con toda Grecia, y aun Constantinopla, y la Morea y toda Turquía, y todos ellos con España, y España con todos; todo esto ha cesado, porque andan tan señores de la mar los dichos turcos y moros corsarios, que no pasa navío de Levante que no caiga en sus manos, y son tan grandes las presas que han hecho, así de christianos cautivos como de haciendas y mercancías, que es sin comparación y número la riqueza que los dichos turcos y moros han avido, y la gran destruición y assolación que han hecho en la costa de España: porque desde Perpiñán a la costa de Portugal, las tierras marítimas se están incultas, bravas y por labrar y cultivar; porque a cuatro o cinco leguas del agua no osan las gentes estar: y así se han perdido y pierden las heredades que solían labrarse en las dichas tierras.”
LA EXPULSIóN DE LOS MORISCOS
Las torres y fortificaciones permitían advertir de la presencia del enemigo y, en ocasiones, hacerle frente, pero casi siempre los piratas llevaban las de ganar y las poblaciones eran asaltadas una y otra vez. Ante la evidencia de que la defensa en tierra no es suficiente y de que la armada real no puede proteger eficazmente todo el litoral mediterráneo español, el 20 de septiembre de 1585 el rey concede de nuevo el derecho de poder hacer el corso, aunque de forma tímida. Los navegantes de Torrevieja tienen el derecho real de capturar naves moras si se aproximan a su costa. Gracias a ello se pudo desalojar de piratas la isla de Benidorm y la entonces llamada isla Plana, frente al cabo de Santa Pola, que años más tarde fue repoblada por cautivos cristianos de la península de Tabarca, cerca de Túnez, y recibió el nombre de Nova Tabarca.
Durante todo el siglo XVI, los moros y moriscos habían vivido con cierta tranquilidad en la España cristiana, aunque no todo el mundo los miraba con buenos ojos y muchos los hacían cómplices de los ataques de sus hermanos desde Argel y otros puntos de la costa norteafricana. En la práctica tenían prohibida su dedicación a la navegación y a la pesca y no podían embarcarse en barcos cristianos. Los prejuicios contra los moriscos se incrementaron tras su sublevación en la costa granadina, donde se apoderaron de toda la comarca de la Alpujarra.
No es casualidad que fueran dos residentes en Valencia, que sabían bien de los ataques a sus costas, quienes más influyeron en la definitiva expulsión de los moriscos. Por un lado, Juan de Ribera, arzobispo de Valencia y espíritu intransigente que ya recomendó esta medida a Felipe II. Por otro, Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, virrey de la región valenciana y duque de Lerma, valido de Felipe III. El 22 de septiembre de 1609 se publicó el bando que ordenaba el extrañamiento de todos los moriscos del reino de Valencia. En los meses siguientes también debieron abandonar Andalucía, Murcia, Aragón, Cataluña, Extremadura y Castilla. En total se calcula que fueron unos 500.000, una cifra de habitantes enorme para la época. Buena parte de ellos se exiliaron en el norte de áfrica y pasaron a engrosar las filas de piratas ávidos de tomar revancha en las costas españolas.
AUGE Y PODERíO DE ARGEL
La intensa actividad comercial y las luchas que protagonizaban la política y la religión en el Mediterráneo explican la pujanza con que creció Argel en el siglo XVI como cuartel general de los corsarios islámicos. Convertida en puerto seguro, dentro del recinto de sus sólidas murallas se almacenaba y traficaba con el fruto de las incursiones. El frenético ir y venir de los piratas había convertido a Argel en un verdadero emporio y en uno de los centros comerciales más importantes de toda la cuenca mediterránea. La acumulación de riquezas era tal, que este enclave corsario se permitía el lujo de tener no sólo una casa de moneda propia y lujosísimos baños públicos, sino hasta una escuela de Teología y un hospital para pobres.
En Argel, todo tenía un precio. Los cautivos más relevantes valían, como mínimo, unos cinco mil ducados. El mecanismo del negocio era sencillo y resultaba eficaz: a través de prisioneros que, previo cobro del rescate, eran liberados y volvían a Europa, se hacía saber a las familias qué había pasado con sus respectivos parientes y cuánto debían de pagar si tenían intención de recuperarlos. Los frailes de las órdenes de los trinitarios y los mercedarios solían encargarse de la intermediación. Según las malas lenguas, ciertos miembros de la Iglesia medraban con estos buenos oficios. Entre Europa y Argel, un importante porcentaje de lo recaudado por los familiares de los cautivos iba a parar a sus arcas. Sólo excepcionalmente, algunos prisioneros musulmanes de altísimo rango eran intercambiados por iguales cristianos cautivos en Argel. En el Viejo Mundo, la recogida de limosnas para liberar cautivos pobres era una actividad habitual. Todo el mundo sabía que la pobreza del prisionero resultaba ser un pasaporte al cautiverio permanente, cuando no a la muerte. Era una ley que imperaba a ambos lados del Mediterráneo. A mediados del siglo XVI, la escasez de remeros en las galeras cristianas y musulmanas hizo que la captura de cautivos se volviese un negocio más boyante pero, a la vez, más delicado. No sólo era cuestión de conseguir prisioneros, sino de mantenerlos vivos el mayor tiempo posible y, naturalmente, con el menor coste. Este singular tráfico era una fuente constante de nuevas iniciativas: algunos carceleros argelinos se lucraban facilitando fugas, individuales o en grupo; por su parte, en Europa, aparecieron cristianos que montaban expediciones de rescate que solían ser financiadas por familias de cautivos.
LUGAR DE ENCUENTRO
Sometida en un principio a las presiones del imperio Otomano, por un lado, y a las de Constantinopla, antes de ser conquistada por los turcos, por el otro, Argel se las había ingeniado para gozar de cierta autonomía. Para conseguirlo, sólo había necesitado tomar conciencia de que sus reservas de capital eran necesarias para todos los bandos en pugna. La ciudad también contaba con otro excedente imprescindible para estos menesteres: la riqueza cultural que le brindaba el hecho de ser un lugar de encuentro de moros expulsados de España, esclavos cristianos y renegados y aventureros de todo calibre. Aunque comerciar con la Media Luna estaba prohibido en la Europa cristiana y ni la misma Roma se privaba de hacerlo, con más razón Argel, en cuyos muelles atracaban navíos de Francia, España, Italia, Inglaterra, y los Países Bajos, todos ellos con el acicate de los negocios fáciles y las posibilidades de un rápido enriquecimiento. Para hacer dinero en Argel, la religión no era un obstáculo insalvable. Según los intereses, muchos feligreses cambiaban de credo como quien cambia de camisa. Muchos cautivos cristianos abrazaban el Islam, conscientes de que, cuando fuera necesario, podrían volver al seno de la Iglesia, siendo bienvenidos como señores de fortuna. No había ocurrido nada diferente entre los moriscos que habitaban en Europa. Eudj Alí, por ejemplo, era un buen ejemplo de este lucrativo oportunismo. Este antiguo pescador calabrés había llegado a Túnez en 1570 y hasta había luchado en Lepanto, pero abrazó el Corán, y sus conocimientos marineros le permitieron hacer incursiones con éxito por todo el Mediterráneo occidental. Los españoles, a fin de ganarse sus buenos oficios, lo habían tentado con un marquesado, que no era sólo un título nobiliario, sino un cúmulo de propiedades terratenientes nada despreciables. Sin embargo, Eudj Alí optó por un destino todavía más suculento: convertirse en pachá de Argel. La ambición y la astucia representaban el abono idóneo para tanta libertad de mercado. Por supuesto, las vidas humanas eran una de las mejores mercancías. En los “baños” argelinos se acumulaban los prisioneros, quienes, hasta recuperar la libertad a cambio de dinero, eran mano de obra gratuita. Los más útiles y, por tanto mejor cotizados trabajaban en los hogares de sus dueños como sirvientes; los menos valiosos se convertían en esclavos públicos, y trabajaban de barrenderos, leñadores y albañiles en las calles y huertos de la ciudad.
Había una tercera categoría de prisioneros, cuya situación personal, menos promisoria, los encadenaba a las galeras de los barcos como remeros. En última instancia, si se iban con el barco al fondo del mar, no era mucho lo que se perdía. Los de más baja categoría eran los que estaban sometidos al trato más cruel, porque no sólo podían perder las orejas, la nariz, o una mano, sino la vida misma y de la manera más horrible: empalados o ahorcados en la vía pública, como pan y circo para las multitudes que, con más o menos éxito, pululaban por las calles de la ciudad.
LAS POSESIONES ESPAñOLAS EN EL NORTE DE áFRICA
Aunque buena parte de los enemigos de España se asentaban en las costas del norte de áfrica, en ese mismo litoral proliferaron las ciudades bajo control español, algunas de las cuales han llegado hasta nuestros días, y en las que siempre se ha mantenido una convivencia un tanto peculiar.
Un caso notorio fue Orán, una ciudad no muy lejana de Argel que tuvo un importante protagonismo comercial en sus primeros tiempos, hasta que cayó en manos de los piratas y entró en decadencia. En 1509 la conquistó Cisneros y se mantuvo en manos españolas (salvo un breve período) hasta 1792, aunque sufrió sucesivos ataques en 1563, 1667, 1672, 1675, 1688, Durante este tiempo, Orán fue una isla española en tierras africanas, un mundo aparte al que eran exiliados quienes resultaban molestos o peligrosos para el poder en la península. Allí estos nobles que, como los describe Luis Reyes Blanc en su Cartas de Orán, eran “arquetipos de soberbia, orgullo y vehemencia, pero también de valor, nobleza y capacidad de sacrificio”, formaron la llamada Corte Chica, conocida con ese nombre porque los expatriados solían llevar consigo grandezas y fastos con los que disfrazar su amargo destierro que con frecuencia concluía con la muerte.
Más o menos de la misma época de la toma de Orán, procede la presencia española en Melilla y Ceuta. La reconquista del reino nazarí de Granada por los Reyes Católicos posibilitó la continuación de la campaña hacia el sur. En 1497 el capitán Pedro de Estopiñán al servicio del Duque de MedinaSidonia tomaba Melilla. Después el Cardenal Cisneros mantuvo el sueño de Isabel la Católica y los primeros años del siglo XVI sirvieron para asentar la posesión española de diversos peñones y plazas norteafricanas, quitándoselos a los piratas berberiscos que secuestraban a los pobladores de la costa levantina para servir de esclavos.
La ciudad de Ceuta fue posesión portuguesa desde su conquista por Juan I de Avis. Sin embargo, cuando Portugal se integró en la monarquía española de Felipe II sus posesiones africanas también lo hicieron. Posteriormente la separación de Portugal de España protagonizada por la rebelión de los Braganza en 1640 separó el destino de lusos y españoles para siempre excepto de los ceutíes que se mantuvieron bajo la soberanía española hasta nuestros días.
Aparte de las dos plazas, existen otros diminutos territorios que no deben ser olvidados. El Peñón de Vélez de la Gomera es español desde 1508 cuando fue conquistado por Pedro Navarro. Se trata de un islote pequeño con un fuerte, una Iglesia y a escasos 85 metros de la costa marroquí. En la actualidad no queda población civil y sus habitantes son los treinta soldados de guarnición militar. El Peñón esta unido desde 1934 a la costa por un istmo de arena debido a un terrible temporal.
El Peñón de Alhucemas se mantiene islote y se encuentra a 300 metros de tierra. Dispone como el anterior de un fuerte con almacenes, iglesia y batería de costa. La isla de Alborán situada entre Melilla y Almería tiene 53 hectáreas, fue guarida del pirata Al Borani en el siglo XI y después ha sido expoliada por sus corales rojos únicos. En cuanto a las islas Chafarinas son un antiguo refugio de piratas cercano a la frontera argelina y lo forman tres islas, Isabel II, Congreso y Rey. Su ocupación es de 1848 y mantiene una guarnición militar en la isla central de Isabel II. Solo queda mencionar también el islote Perejil, tal vez el más famoso de todos ellos.
LA DECADENCIA DEL MEDITERRáNEO
A partir de la batalla naval de Brindisi, en 1616, las potencias occidentales ceden el control de las costas mediterráneas a Venecia, lo que da una idea del poco interés que despertaba este litoral, tanto para los piratas atacantes como para sus defensores. La ruta del Atlántico y, sobre todo, el Caribe son las autopistas por las que circulan los grandes cargamentos de valor. Piratas, corsarios y aventureros con ganas de hacer fortuna se trasladan al Atlántico y en el Mediterráneo solo quedan pobres marinos que, precisamente por su condición, resultan ser los más malvados y crueles. La miseria en la que vivían y la pobreza del comercio que circula por el Mediterráneo hacen que asalten jabeques, tartanas, leños y pequeñas embarcaciones casi por nada. Pero raramente se atrevían con las poblaciones costeras.
La piratería ha inspirado alabanzas y rechazos. Con frecuencia se le ha quitado importancia y hasta se la ha idealizado en medio de un halo romántico. También se ha considerado una práctica demoníaca y cruel. Las dos posturas son extremas. La piratería ha sido ilegal y ha contado con el apoyo de los poderosos, sus protagonistas han sido ahorcados en el palo mayor y se les ha levantado monumentos en las plazas públicas.
El mar es implacable y proyecta sin paliativos el verdadero carácter del ser humano, con todas sus miserias y toda su grandeza, poniendo al desnudo su brillo y también su lado delictivo. Un antiguo proverbio de la Hansa dice: “Grandes son los hombres en la tierra, pero son todavía más grandes los hombres
en el mar.”
Enrique Sancho