Viajeros en son de guerra. Españoles en las cruzadas
Al estudiar la historia de las Cruzadas es fácil preguntarse ¿pero, hubo españoles en ellas? La respuesta tradicional ha sido casi siempre negativa: España no tuvo en las guerras de religión en Tierra Santa ningún Godofredo de Bouillon, ningún Roberto de Normandía, ningún Conrado, ni mucho menos un Ricardo Corazón de León o un San Luis de los Franceses. Ni siquiera un carismático Pedro el Ermitaño que hubiera dado lustre a la presencia destacada de españoles en la lucha contra el infiel. Como ya se sabe que la Historia la hacen los grandes personajes, oficialmente España no estuvo en ninguna de las ocho Cruzadas que Occidente emprendió contra los musulmanes.
Pero la realidad es muy distinta. En las guerras de Ultramar, como entonces se llamaban a estos conflictos, ya que el nombre de Cruzadas se empezó a utilizara partir del siglo XIII, participaron miles de castellanos, aragoneses, catalanes y navarros que conquistaron los mismos laureles y, sobre todo, idénticos fracasos que sus vecinos los francos, lorenses, germanos, flamencos, renanos y normandos. Y si no participaron más fue, en gran medida, porque los papas, reyes y nobles europeos prefirieron que los españoles siguieran peleando con los árabesen la Península Ibérica, como venían haciendo con mejor o peor suerte desde casi cuatro siglos antes de que Urbano II llamara a la primera Cruzada el 27 denoviembre de 1095.
LA SITUACIÓN PREVIA
La España que existía en el año 1095 era una profusión de reinos cristianos ymusulmanes en constantes enfrentamientos por el control del territorio. En elaño 718, apenas siete años después de que el bereber Tarik desembarcara en Algeciras y bautizara a la gran roca próxima, la actual Gibraltar, con su nombre Djebel al-Tarik (la montaña de Tarik), la Reconquista había comenzado en Asturias, pero el empuje árabe no había sido frenado. Tras dominar casi toda laPenínsula Ibérica, los ejércitos musulmanes se habían plantado en Narbona y Poitiers. Toda Europa parecía a su alcance. El triunfo de Carlos Martel en estas mismas ciudades y también en Arlés, devolvieron a los invasores al sur delos Pirineos.
En los años siguientes, asturianos, cántabros, vascones y gallegos empujaron a los árabes hacia el sur, o éstos optaron por consolidarse en terrenos más favorables a su modo de vida, y el peligro de su dominio en el resto de la Europa Occidental desapareció. Pero paralelamente sus incursiones en Oriente aumentaron. Los musulmanes conquistaron Chipre, Palermo, Heraclea y Mesina. Mástarde, ya en 1010, los árabes derribaron las iglesias de Jerusalén y destruyeron el Santo Sepulcro, y unos años antes Almanzor, de nuevo en la Península Ibérica, había pasado por la piedra Barcelona, Zamora, León y Santiago de Compostela.
En 1030 cayeron los Omeyas y se desintegró el califato de Córdoba, dando lugaral nacimiento de los pequeños reinos de taifas. Cuando en 1085 Alfonso VI conquistó Toledo, la Andalucía musulmana sintió el peligro y volvió sus ojos a África, hacia las fanáticas tribus bereberes de los almorávides. La gran batalla entrelos ejércitos cristianos y musulmanes cayó del lado de la media luna el 23 de octubre de 1086 en Zalaca, cerca de Badajoz. El peligro renacía de nuevo en Occidente y el papa Urbano II envió una expedición francesa a tierras españolas. Muchos de los nobles que participaron en ella iban a hacer un “ensayo general”de la Cruzada en tierras hispanas.
Entre aquellos caballeros distinguidos que vinieron en auxilio de Alfonso VI de Castilla y Ramiro de Aragón estaban algunos de los grandes nombres que muypoco después destacaron en la Primera Cruzada: Ramón de Borgoña, Enriquede Lorena, Raimundo de Tolosa… Como recuerda Martín Fernández de Navarrete en su obra “Los españoles en las Cruzadas”, la mejor y casi única referencia sólida sobre el tema, todos ellos eran “deudos del rey Don Alonso, y a quienes después de haber combatido valerosamente en Castilla y Andalucía, quiso remunerar sus importantes servicios, casándolos con tres hijas suyas, dando alde Borgoña a Doña Urraca y el gobierno de Galicia con el título de conde; al de Tolosa a Doña Elvira con grandes riquezas por querer volverse a los estados quetenía en Francia; y a Don Enrique a Doña Teresa cediéndole con el título deconde lo que en Portugal tenía ganado de los moros”.
Precisamente esta Doña Elvira fue una de las primeras españolas ilustres que participaron en la Cruzada de 1096 acompañando a su esposo y el hijo que tuvo en el castillo de Monte Peregrino, a las puertas de Trípoli, uno de los primeros“españoles” nacidos en el camino a Tierra Santa. En honor de su abuelo recibió el nombre de Alfonso y en recuerdo del río donde fue bautizado, el apellido de Jordán. Pero de esta historia y de estos personajes hablaremos más adelante.
DIOS LO QUIERE
La frase clave, el grito de guerra, que empujó a miles de europeos a reconquistar Jerusalén fue Deus vult, Dios lo quiere. Y, en efecto, la religiosidad ferviente, el fuego divino parecía mover a las gentes hacia los Santos Lugares, escenario de la Biblia, casi única lectura de las gentes de esa época. “A la llamada de Jerusalén –recuerdan Manu Leguineche y María Antonia Velascoen su divertida versión de la Primera Cruzada “El viaje prodigioso”– familias, aldeas, lugares, parroquias, ciudades enteras dejaron sus calles desiertas, abandonaron los cultivos a los grajos –aunque creyeran que se los entregaban a los cuidadosos brazos del Señor– y se pusieron de viaje. Presos deaquella obsesión, los señores no encontraron ya nada agradable en sus castillos, los religiosos abandonaron sus celdas para acceder a una penitencia másatractiva y hasta los bandidos salieron de sus guaridas y, colocándose la cruzsobre cada hombro, un poco levantada como sobre una almohadilla (pues la cruz cosida a la espalda era señal, no de que se iba, sino de que se volvía deTierra Santa), se echaron a los caminos”.
Durante mucho tiempo se ha pensado que la defensa de la Fe fue el único motivo que impulsó a aquellas gentes a emprender un agotador viaje que en muchos casos terminaba en la muerte. Los historiadores más modernos han encontrado, además, otras razones. Hubo, por ejemplo, factores económicos, especialmente por parte de las repúblicas del norte de Italia y, como luego veremos también de algunos catalanes, que defendían sus intereses mercantiles. Venecia, Pisa y Génova controlaban las rutas comerciales por las que llegaban a Europa los productos de lujo orientales, cada vez más solicitados por una población urbana en auge.
Por su parte, la Iglesia impulsó las expediciones a Tierra Santa para consolidar su autoridad política sobre los reinos cristianos, amenazada por las rivalidades con el imperio germánico. Además, los papas querían recuperar el control sobre la Iglesia Ortodoxa Bizantina, separada del catolicismo romano desde el cisma de 1054.
También para muchos nobles aquellas expediciones militares sirvieron de válvulas de escape, sobre todo para los hijos no primogénitos que no recibían herencia ni tenían terrenos que administrar y que de este modo se ganaban la vida y canalizaban su ímpetu guerrero. En aquella Europa feudal, reyes, príncipes y nobles estaban en permanentes luchas internas y la idea de tener un enemigo común, un objetivo único, les hizo abandonar las rencillas para concentrarse en la guerra contra el infiel. Las clases humildes también vieron en las Cruzadas un medio para mejorar su nivel económico. Preferían probar suerte en tierras lejanas y desconocidas a llevar una vida mísera en los campos de Europa.
Algunos motivos menos prosaicos también tuvieron su efecto. Por ejemplo, las reliquias. En aquellos lejanos tiempos (aunque el afán de reliquias ha continuado hasta nuestros días) la posesión de despojos del cuerpo humano de algunos santos o de objetos relacionados con ellos y, sobre todo, con la vida de Jesús, obsesionaba a religiosos y civiles.
Junto a buscadores de reliquias, mercaderes, visionarios, nobles desheredados y plebeyos simplemente hambrientos también acudieron a la llamada de las Cruzadas asesinos, incestuosos, ladrones, parricidas y otros pecadores cuyos confesores recetaron, como expiación de sus culpas, la peregrinación a Tierra Santa. No es extraño, a la vista de ello, que uno de los ilustres participantes españoles en las Cruzadas tuviera como apelativo “el Fraticida”. Era el conde de Barcelona, Berenguer Ramón II.
PEDRO EL ERMITAñO Y EL CONCILIO DE CLERMONT
Aunque la convocatoria de la Primera Cruzada fue realizada por el papa Urbano II en Clermont, en la Auvernia francesa, su verdadero instigador fue un extraño personaje que desde años antes clamaba contra los musulmanes, Pedro el Ermitaño.
Miles de representantes de la humanidad de aquellos tiempos acudieron a Clermont sin saber qué se barruntaba pero con todo tipo de especulaciones que apuntaban a un anuncio importante. Entre ellos destacaban trescientos clérigos, entre los que estaban las más altas jerarquías de la Iglesia. Y entre aquellos abades y prelados había un grupo de españoles que, por provenir de un país en plena lucha con los sarracenos, era el centro de la reunión. Se nombran en las crónicas, entre otros, al obispo de Tarragona, Berenguer de Rosanes; Pedro Auduque, obispo de Pamplona y Bernardo de Serinac, ex monje de Cluny enviado por San Hugo a España. Bernardo era abad de Sahagún (León) abadía que se consideraba el “Cluny español”. La presencia de españoles en Clermont estaba sustentada por la experiencia, pues ya en 1063 se habían formado en España las primeras brigadas internacionales cristianas contra los moros en Barbastro (Huesca) con soldados borgoñones, provenzales y aquitanos. Más tarde, como hemos visto, también participaron nobles europeos en otras batallas contra el infiel en territorio español.
La convocatoria de Urbano fue un éxito ya que para la mayor parte de la gente la pérdida de Jerusalén constituía un símbolo. Con la dominación musulmana en Oriente, la Iglesia perdía la cuna de la cristiandad y extensas comarcas de cultura tradicional. Nada podía un Occidente escindido en naciones rivales contra el enorme imperio musulmán que abarcaba los inmensos territorios situados entre el Indo, los confines de China y el océano Atlántico.
LA BULA DE LA SANTA CRUZADA
Las proclamas de Pedro y Urbano inflamaron el ardor guerrero sobre todo de los franceses (los frany , como eran llamados por los musulmanes), pero también de otros muchos, entre ellos los españoles. Tal fue su entusiasmo que primero Urbano II y luego otros papas mostraron su preocupación porque los habitantes de los reinos hispanos participaran en las Cruzadas y descuidaran la defensa de sus propias fronteras. Por esta razón, los papas les recordaban la necesidad de anteponer la protección de sus reinos a la defensa de Tierra Santa. Con tal fin, empezaron a conceder indulgencias plenarias, semejantes a las ofrecidas a los cruzados, para los que participaran en la batalla contra el Islam en territorio peninsular. Fue el inicio de la mítica Bula de la Santa Cruzada, que tanta importancia iba a llegar a tener en nuestro país.
Esta Bula, que nació con tan altos ideales, fue renovada periódicamente hasta que el papa Pablo VI la abolió en el año 1966, casi 900 años después de su implantación.
Pero a pesar de las bulas y de las recomendaciones papales, muchos españoles optaron por la aventura de viajar a Oriente, dejando la defensa de sus tierras a sus compatriotas, que estaban demostrando que se sabían manejar frente a las poderosas fuerzas sarracenas. No por casualidad, en vísperas del inicio de la Primera Cruzada, el Cid Campeador había conquistado Valencia a los almorávides, lo que infundió gran moral a las fuerzas cristianas.
Uno de los más dispuestos, aunque finalmente se quedó en cruzado frustrado en dos ocasiones, fue Don Bernardo, obispo de Toledo, quien asistió al concilio de Clermont y en 1096 partió hacia Tierra Santa con un grupo de fieles. Sin embargo, al llegar a Roma para recibir la bendición de Urbano II, el papa no le permitió proseguir la jornada, “estimando más útil su presencia entre las ovejas de su grey que entre el estruendo de las armas de los cruzados”, como recuerda Mariana en su monumental “Historia de España”.
No debió conformarse Don Bernardo con las instrucciones del papa y años más tarde lo intentó de nuevo. Así lo narra el maestro Fernández de Navarrete:
“Constante, sin embargo, en su propósito de visitar los Santos Lugares, partió otra vez para Roma el 3 de marzo de 1105, con ánimo también de informar a Pascual II del estado de la Iglesia en España al mismo tiempo que del objeto de su viaje; pero extrañando al papa que abandonase su Iglesia, cuando corría tan inminente riesgo a vista del poder de los almorávides y de los reyes de Marruecos, le dispensó del voto mandándole volver a cuidar de sus diocesanos, tan necesitados entonces de sus auxilios como de su doctrina”.
LA CRUZADA POPULAR
No es muy probable que entre la masa popular que siguió a Pedro el Ermitaño en la avanzadilla de la Primera Cruzada participaran muchos españoles. Más vale así porque aquella peregrinación fue un auténtico desastre. Muchos de los que formaban parte de ella más que ir en busca de aventuras o de experiencias religiosas, salían huyendo de unas tierras que en los últimos meses sólo habían conocido granizo, hielo y falta de lluvias, donde las cosechas eran muy escasas, las despensas estaban vacías y la hambruna se extendía por toda la población.
La larga marcha a través de Europa hizo estragos. Cuando las limosnas para alimentar a esos primeros cruzados de las gentes que veían atravesar sus tierras no
fueron suficientes, comenzaron los pillajes, las destrucciones, las violaciones, las matanzas. Hubo muertes en masa de judíos en Renania, batallas en Hungría y Bulgaria y enfrentamiento y riñas durante todo el camino. Se calcula que cuando la masa humana llegó a Sofía en julio de 1096, dos meses después de la partida de las llanuras de Mosela, habían muerto alrededor de 13.000 cristianos de los 20.000 que habían partido, y muchos otros miles de infieles.
Todavía habrían de pasar tres años hasta que unos pocos de aquellos avanzados cruzados vieran las murallas de Jerusalén, pero las vieron desde una segunda fila, porque la primera, claro, estuvo reservada a los nobles que habían salido meses más tarde y se habían reunido con lo que quedaba de aquella caótica avanzadilla popular en Constantinopla.
ESPAñOLES VALEROSOS
De entre las muchas batallas que tuvieron lugar antes de la toma de Jerusalén, destaca el sitio de Antioquía donde, según las crónicas, los españoles tuvieron un papel estelar. Lo cuenta Fernández de Navarrete al hablar de las tropas que allí estuvieron:“Entre estos se distinguía un tercio de españoles veteranos, que constaba a lo menos de siete mil hombres muy bien armados y de respetable presencia y ánimo esforzado, de quienes la misma historia, recontando las tropasque salían a la famosa batalla de Antioquía, y la descripción que iba haciendo de ellas al rey Corvalan su privado Amegdélis, se explica de este modo: «Y pasaron así la puente y pararon sus haces cerca de una oliva que estaba en el campo. Y dijeron así unos a otros: gran merced nos hizo nuestro señor Dios, y muchos nos ama, que de tantos peligros nos ha librado y nos ayuntó aquí ahora para conquerir la su heredad. Y vil y deshonrado sea todo aquel de nos que huyere por moro. Catad la tienda de Corvalan como es rica. Si los caballeros mancebos antes la conquirieren, que nosotros, seremos escarnidos y alabarse han ante nos: Y nosotros no osaremos parecer ante ellos en ningún lugar do ellos sean». Entonces Corvalan, que estaba en su tienda cuando vio aquella gente tan desemejada de la otra preguntó a Amegdélis y díjole: ¿Sabes tú quien son aquellos que están apartados? Nunca vi otros tales, ni otra tal gente, ni semejante a ellos. Dijo Amegdélis: «señor, bien lo puedes saber que aquellos son los muy buenos caballeros del tiempo viejo que conquirieron a España por el su gran esfuerzo, que más moros mataron ellos después que nacieron que vos no trajistes aquí de toda gente: y aunque los otros huyan del campo, sepas que estos no huirán por ninguna manera, que conocen que han logrado ya bien sus días: y si les acaeciere querrán antes aquí morir en servicio de Dios que tornar las cabezas para huir» .
O sea, que en esta Primera Cruzada no sólo hubo españoles, sino que además estaban entre los más aguerridos, tal vez por su experiencia previa en la Península. Camino a Jerusalén, en Trípoli, encontramos de nuevo a Raimundo de Tolosa y su esposa española Elvira, de los que ya hablamos. Cuentan las crónicas que narran el nacimiento de su hijo Alfonso Jordán en el castillo de Monte Peregrino que en su corte había varios condes españoles, con sus correspondientes súbditos, e incluso algún historiador llega a meter entre ellos al persistente obispo de Toledo Don Bernardo, aunque parece claro que los papas no le permitieron abandonar a sus feligreses para ir a Tierra Santa.
EL PAPEL DE LOS CATALANES
Como buenos mercaderes, numerosos catalanes -pertenecientes a la corona de Aragón- participaron en viajes hacia Oriente, la mayoría entregados al comercio marítimo, aprovechando el retroceso islámico para ampliar sus redes comerciales a través del Mediterráneo. Pero a otros muchos les motivaba el fervor religioso. Zurita en su “Anal de Aragón” dice: “era tan grande la devoción de aquellos tiempos, que aunque tenían en España los enemigos de la fe casi, como dicen, de sus puertas adentro, y era tan fiera y obstinada gente en la guerra; pero por mayor mérito se movieron muchos señores muy principales, para ir a servir a Nuestro Señor en aquella tan santa expedición; y entreellos fueron los más señalados Guillén conde de Cerdania, que murió en ella herido de una saeta, y por esta causa le llamaron de sobrenombre Jordán, y Guitardo conde de Rosellón su primo, y Guillén de Canet” .
Curiosamente, una de las mejores fuentes de información de la presencia de catalanes en Oriente Medio por aquellas fechas, son los testamentos. La mayoría se refieren al periodo entre la Primera y la Segunda Cruzada. Se conserva la memoria de una insigne mujer llamada Azalaida, que partiendo para Siria en 1104 con las tropas que se embarcaban en la Cruzada, dejó hecho su testamento declarando por último sucesor de sus bienes a la mesa capitular de Barcelona. En 1110 hizo también testamento Guillermo Ramón, antes de emprender su viaje a la Tierra Santa, dejando cuantiosos bienes para diversas obras pías en muchas iglesias de aquella ciudad y del condado. Y otro caballero, llamado Arnaldo Mirón, al partir hacia Palestina restituyó a la iglesia de Barcelona una viña en Monjuich. En el mismo lugar poseía otra heredad el canónigo de Barcelona Guillermo Berenguer, de la que hizo donación a favor de su iglesia en septiembre de 1111, hallándose en Trípoli con deseo de servir a Dios en la Guerra Santa y satisfacer por sus pecados (como él mismo confiesa) firmando la escritura varios caballeros catalanes que servían entre los cruzados, como Guillermo Jofre de Servid, su hermano Cúculo, Pedro Guerao, Arnaldo Guillén, Ramón Folch y Pedro Mir. Consta, igualmente por otros documentos, que Arnaldo Valgario partía para Siria en 1116; que San Olegario, obispo de Barcelona y metropolitano de Tarragona, visitó también Tierra Santa en 1124, y que en 1143 su sucesor Arnaldo, obispo de Barcelona, hizo viaje a Jerusalén con el mismo objeto de religiosa devoción.
Las causas para acudir a Tierra Santa no siempre eran heroicas y voluntarias. Se cuenta, por ejemplo, el caso del conde Don Rodrigo González Girón, gobernador de Toledo en 1134, que cayó en desgracia de Alfonso VII y dimitió del mando que le había confiado y marchó a Jerusalén, donde se distinguió en muchas batallas contra los infieles. Allí construyó el castillo de Torón, que terminó entregando a los soldados del Temple, cuya orden había sido creada unos años antes y ya era receptora de importantes fortunas y donaciones.
LAS óRDENES MILITARES
Veinte años después de la liberación de Jerusalén, algunos caballeros franceses se dirigieron al patriarca de la ciudad para hacer votos de pobreza, castidad y obediencia. A estos votos añadían el de defender Tierra Santa con las armas y proteger a los peregrinos que se dirigieran allí. Este fue el origen de una orden sagrada de caballería, de una asociación de guerreros que llevaría en lo sucesivo el nombre de Orden de los Templarios, por el lugar en que se constituyó, el templo de Salomón. A ella le siguió la de los Caballeros del Hospital o Juanistas, también llamada Orden de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén. Los objetivos de estos monjes caballeros, como dice san Bernardo de Claraval era “mantener una doble lucha contra la carne y la sangre, y contra el espíritu del pecado y del mal” .
En las primeras décadas de funcionamiento de estas órdenes, la presencia de españoles no fue muy numerosa, aunque más tarde jugaron un papel esencial, como se vería en el sitio de Malta por parte de Solimán II en 1565. Muchos habitantes de la Península tuvieron su particular “presencia” en Tierra Santa gracias a los legados de privilegios, tierras y bienes que los cristianos de Hispania concedieron a las órdenes militares para sostener el combate en los Santos Lugares.
Pero el ejemplo de Templarios y Hospitalarios fue seguido en España creándose nuevas órdenes militares destinadas, como en Palestina, a la defensa de las fronteras cristianas frente a los musulmanes. De las muchas que aparecieron, las que adquirieron más relevancia, sobre todo gracias al apoyo de los monarcas hispánicos que las favorecieron con donaciones, privilegios y exenciones y a la bendición del Papado, fueron las órdenes de Alcántara (1156), Calatrava (1158), Santiago (1161), Avís en Portugal (1162) y Montesa (1317). La orden de Malta fue una evolución de la de San Juan, que pobló la isla tras su expulsión de Rodas.
Buen ejemplo de las donaciones que proliferaron en la época es el del rey Alfonso de Aragón que llegó a nombrar herederos de sus reinos y señoríos a los caballeros de la Orden del Temple y a los del Santo Sepulcro de Jerusalén.
De alguna manera, los españoles se libraron del ridículo que supuso la Segunda Cruzada, debido, entre otras cosas, al “pique” entre los dos monarcas que la encabezaron, Conrado III de Alemania y Luis VII de Francia, que se tomaron la batalla contra el infiel como si fuera un torneo medieval más y sólo fueron capaces de llegar a Damasco, de donde salieron huyendo.
EL íMPETU DE SALADINO
Aunque inicialmente ninguno de los estados europeos mostró demasiado entusiasmo por una nueva Cruzada, los continuos avances de Salah adDin contra los estados latinos de Oriente (un invento de la Primera Cruzada que permitió crear pequeños señoríos en los que gobernaban los nobles cruzados, pero donde también mandaba la Iglesia de Roma, los mercaderes genoveses, pisanos, venecianos y marselleses y, además, las órdenes de caballeros) y, sobre todo, la destrucción de Hattin, cuya narración según se dice provocó la muerte del papa Urbano III, animaron a su sucesor Gregorio VIII a convocar una nueva marcha para reconquistar los Santos Lugares.
La Tercera Cruzada, tal vez la más conocida, tampoco tuvo protagonistas españoles. En realidad, los grandes nombres de los intérpretes principales eclipsaron a todos los demás. En el lado de Oriente estaba un líder carismático que había nacido en Tikrit, en Irak, justo en el mismo pueblo que Sadam Hussein. Se llamaba Saladino y como le define Geneviève Chauvel en su biografía novelada, era “un hombre cuya gesta guerrera en el siglo XII hizo temblar los cimientos de la Cristiandad. Símbolo imperecedero de la unidad y de la lucha del Islam contra Occidente, Saladino vivió su prodigioso destino de hombre amante de la paz pero condenado a batirse con valor, para imponer el Dios único capaz de unir a todos los hombres” .
Por parte de Occidente, las figuras fueron el inglés Ricardo Corazón de León, el francés Felipe II Augusto y el alemán Federico Barbarroja. En esta Cruzada no faltó nada: Barbarroja murió ahogado al intentar cruzar un río a nado; Ricardo y Felipe protagonizaron una historia de amorodio que dio lugar a numerosas habladurías sobre una relación homosexual entre ambos, y todos ellos mostraron los mayores gestos de heroísmos y las máximas degradaciones humanas con masacres sin sentido.
Las riñas entre Felipe y Ricardo, que forzaron al primero a abandonar la Cruzada antes de su culminación, las rivalidades entre Corazón de León y Leopoldo de Austria por ver quién ponía primero su estandarte sobre las murallas de San Juan de Acre, la muerte de Barbarroja y los problemas internos en cada uno de sus países pusieron en evidencia la desunión de los europeos y la solidez de los musulmanes. Y ello pese a que el propio Saladino escribía: “¡Mirad a los frany! Ved con qué encarnizamiento se baten por su religión, mientras que nosotros, los musulmanes, no mostramos ningún ardor por hacer la guerra santa”.
CRUZADAS Y MáS CRUZADAS
No hay apenas referencias a españoles en las siguientes cruzadas que, en realidad, pasaron con más penas que glorias. La Cuarta (1202-1204) ni siquiera llegó a su destino que, teóricamente, era Egipto, ya que se hizo por mar y en el camino se pensó que era mejor conquistar y saquear Constantinopla que enfrentarse a los sarracenos.
Entre 1217 y 1229 tuvieron lugar la Quinta y Sexta Cruzadas. Cambiaron los protagonistas, ya que no se podía contar con losfranys que tenían su propia guerra de religión en el interior, con las peleas con los albigenses o cátaros. Húngaros, austriacos, portugueses y alemanes participaron en estas Cruzadas con escasos resultados. En la Quinta se conquistó Damietta en el delta del Nilo, pero por poco tiempo. En la Sexta, Federico II arrancó un pacto al sultán al-Kamil por el que Jerusalén volvía a manos cristianas, permitiendo la presencia musulmana en la explanada del Templo. La paz en la ciudad iba a durar poco más de diez años.
De esta época se tiene constancia del cardenal Pelayo Galván, natural de León, a quien el papa Honorio III encargó la expedición a Tierra Santa en 1218 con un refuerzo considerable de tropas y muchos príncipes y señores principales de la cristiandad.
Dirigió por sí mismo durante dieciocho meses el sitio de Damieta, y logró la toma de esta importante plaza en noviembre de 1219. “Era hombre de mucho espíritu y muy hábil, aunque de un carácter fiero y tenaz; pero así pudo hacerse respetar de los infieles, sabiendo al mismo tiempo conciliarse el amor de los cruzados” .
La Séptima y Octava Cruzada fueron una iniciativa, o más bien una obsesión, de un francés, aunque hijo de una española. El francés era Luis IX, que a partir de 1297 será conocido como San Luis de los Franceses y su madre, Blanca de Castilla, que educó a su hijo con esta norma: “preferiría mil veces verte muerto antes que saber que has cometido un pecado mortal”.
Luis dedicó los últimos 26 años de su reinado a la lucha contra el infiel. En la expedición contra Damietta empleó cinco veces la recaudación anual de la Corona y conquistó la ciudad con facilidad, aunque posteriormente el rey fue capturado y hubo de devolver la ciudad. Los franceses, viendo las dificultades para dominar a los sarracenos, trataron de conseguir una alianza con los mongoles, que habían arrasado el mundo conocido entre Corea y los Balcanes. Parecían los únicos capaces de frenar la apisonadora musulmana, pero el acuerdo no fue posible.
En 1270, Luis IX tomaba la cruz de nuevo y en su camino a Egipto trató de convertir previamente al sultán de Túnez. Lejos de ellos murió ante los muros de la ciudad el 25 de agosto de 1270. Casi treinta años después, en 1297 fue canonizado. Una de las leyendas que menos gracia hacen a los turistas franceses que visitan la deliciosa ciudad tunecina de Sidi Bu Said es la que cuenta que el clérigo que dio nombre a la ciudad era, en realidad, el propio Luis IX, que no murió de peste en el cerco a Túnez, sino que se enamoró de una princesa bereber, cambió de nombre y se convirtió al Islam, dedicando el resto de su vida a la contemplación y la oración. Menos mal que la pía Blanca de Castilla no llegó a oír nunca esta historia.
PROTAGONISMO DE LOS NAVARROS
Una de las causas que más hizo aumentar el número de combatientes de la península en Tierra Santa fue la llegada al poder de la dinastía francesa de Champagne en el reino de Navarra. Tanto Teobaldo I (1201-1253) como su hijo, Teobaldo II (1235-1270) participaron con sus tropas activamente en las Cruzadas. El primero, en la promovida por Gregorio IX (parte final de la Sexta) que, como hemos visto, no llegó a su destino y acabó en Constantinopla, por la desunión de los príncipes cristianos. Teobaldo I sacó de sus pueblos “muchas tropas de infantería y caballería, y cuatrocientos caballeros navarros de solar conocido y sus armas en blasón para guarda de su persona, y para valerse de ellos en los lances más arrestados”. El segundo acompañó a Luis IX en su expedición contra Túnez y murió de regreso a casa.
Muchos otros españoles participaron en esta última Cruzada, lo que parecía normal teniendo en cuenta los múltiples lazos familiares del rey francés con los reyes españoles. Por una parte su primogénito Felipe III de Francia, estaba casado con Isabel hija del rey Jaime de Aragón, y hermana de Violante mujer de Alfonso el Sabio; y por otra sus dos hijas Blanca e Isabel habían contraído matrimonio, la primera con Fernando de la Cerda, infante y heredero de los reinos de Castilla y León, como hijo de Alfonso X, y la segunda con Teobaldo II de Navarra. Para luchar con su suegro en aquella empresa aprestó allí muchas tropas, y siguiendo su ejemplo tomaron la insignia de la cruz para seguirle muchos señores vasallos y dependientes suyos de Navarra y de Gascuña, y algunos de Castilla y Aragón. Las crónicas mencionan decenas de nobles españoles, cada uno de los cuales viajaba con sus tropas y comitivas. Al fin y al cabo, Túnez quedaba a la vuelta de la esquina.
LAS CRUZADAS FRUSTRADAS ESPAñOLAS
Junto a las ocho Cruzadas tradicionales, hubo algunas otras menos conocidas y aún unas que no fructificaron y tuvieron a españoles por prota gonistas. El filósofo y literato Ramón Llull (1232-1315) fue una de las personalidades más destacadas de la Edad Media.
Sus obras constituyen uno de los principales legados de la cul tura cristiana medieval. Sólo una mala coyuntura económica y social evitó que su nombre brillara también con luz propia en la historia de las Cruzadas de Tierra Santa. Con un empeño in fatigable que bien podría compararse al de Pedro el Ermitaño -promotor de la Primera Cruzada- o al de San Bernar do de Claraval -artífice de la Segunda-, este sabio mallorquín recorrió durante más de treinta años las principales cortes europeas intentando, sin éxito, retomar la lucha contra los musulmanes. La idea de Llull era que para conseguir la conversión de los infieles no era imprescindible la lucha armada, sino la predicación del cristianismo que debían hacer personas que hablaran hebreo y árabe y que los gastos que ello ocasionara debían ser sufragados por la Iglesia y los reinos cristianos. Estos no lo consideraron así y la Ramon Llull. Cruzada cultural de Llull resultó imposible.
También Jaime I el Conquistador intentó en dos ocasiones organizar una expedición para la conquista de los Santos Lugares. Sin embargo no consiguió el éxito esperado. La primera tentativa tuvo lugar en el año 1269, ya en la etapa final de su reinado, y fue, con diferencia, la más desafortunada. En ese año, Jaime I decidió emprender una Cruzada cediendo a las presiones del Papado, receloso de las ambiguas relaciones de este monarca con las naciones islámicas. Partió de Barcelona al mando de una poderosa flota, pero la suerte no acompañó la expedición. Una tormenta deshizo sus naves cuando se hallaban a la altura de Menorca y debieron desembarcar en el puerto de Aigüesmortes. Sólo once navíos llegaron a San Juan de Arce, entre ellos sus dos hijos naturales, donde se unieron a los cruzados. A pesar del fracaso, cinco años más tarde, en 1274, intentó organizar una nueva Cruzada, pero su llamamiento en el concilio de Lyon no fructificó.
La crónica negra de esta Cruzada cuenta que Jaime recibió un anticipo del rey francés de 30.000 marcos de plata y tropas frescas de su yerno el rey de Castilla, y que hubo cierta cobardía en su regreso precipitado a casa. Muchos historiadores desmienten este episodio o, en todo caso, alaban la valentía demostrada durante todo su reinado por Jaime el Conquistador. La historia de las Cruzadas, como todas las historias, está llena de héroes y villanos, de éxitos y fracasos, de verdades y mentiras.
Enrique Sancho