Ibn Jaldún. El Mediterráneo en el siglo XIV
Con presencia de los reyes de España y de los máximos mandatarios de los países del Mediterráneo, se inauguró el pasado mes de mayo una de las mayores exposiciones del año. El bello palacio mudéjar del Real Alcázar de Sevilla, testigo de una histórica entrevista entre Ibn Jaldún y Pedro I El Cruel, es la sede escogida para esta muestra que pretende, no solo presentar la vida y obra de Ibn Jaldún, sino también el entramado político, económico y social del siglo XIV entre Oriente y Occidente, entre el mundo europeo y el mundo árabe-margrebí, unidos por el Mediterráneo.
El hilo conductor de la exposición es la obra y figura de Ibn Jaldún, viajero y pensador árabe de origen andaluz, y su itinerario viajero desde Al Andalus hasta Damasco y la Meca, por el norte de áfrica. Se trata de una exposición abierta a los países árabo-musulmanes, y muy especialmente, a aquellos donde vivió o estuvo este histórico personaje: Túnez, España, Argelia, Marruecos, Egipto y Siria.
LA FIGURA DE IBN JALDúN
Ibn Jaldún (1332-1406) fue uno de los más importantes pensadores musulmanes de todos los tiempos y un incansable viajero. Es también el historiador musulmán más conocido y reconocido en el mundo. Pertenecía a una familia árabe establecida en la provincia de Sevilla que jugó un papel importante en la historia de la Sevilla árabe. El propio Ibn Jaldún presumía de sus orígenes sevillanos: “Mi familia tiene su origen en Sevilla. A su llegada al-Andalus, Khaldun Ibn Uthman, mi antepasado se estableció en Carmona, con un pequeño grupo degentes de su país. Fue en aquella ciudad donde fundó la casa de sus descendientes, que se instalaron luego en Sevilla. Mis antepasados emigraron a Túnez, a mediados del siglo VII –corresponde al XIII cristiano–, como consecuencia del éxodo tras la victoria del hijo de Alfonso, rey de Galicia (se refiere a Fernando III)”.
Así comienza la autobiografía de este personaje que con el tiempo se convertiría en uno de los más grandes pensadores de todos los tiempos. De él dice el eminente antropólogo E. Gellner: “El Magreb ha dado al mundo uno de los científicos más importantes… En este asombroso pensador del siglo XIV, encontramos ecos y sugerencias de los temas que dominan hoy el pensamiento social europeo”. Ibn Jaldún es autor de una obra de Historia Universal que se compone de tres libros, una introducción y una autobiografía, que en el mundo occidental se suele dividir en tres grandes partes. La Historia Universal se conoce como La Muqaddima o Prolegómenos (en árabe se denomina Kitab al Ibar) y fue redactada a lo largo de unos cuatro años.
Ibn Jaldún nació en Túnez en 1332 y murió en 1406 en El Cairo. Su vida y andanzas son las de un intelectual de una época en la que se podía pasar, en corto espacio de tiempo, de la gloria al infierno. Se sentía orgulloso de su ascendencia árabe, agradecido a su lugar de nacimiento, áfrica del norte, y se consideraba hijo espiritual de al-Andalus, cuyo nivel cultural admiraba y de donde provenía su familia.
Fue práctica corriente en aquella época que numerosas familias de elevado nivel político e intelectual, abandonaran al-Andalus ante el avance cristiano y se instalaran en el Magreb, donde llegaron a formar una especie de “patriciado” al servicio de los gobernantes locales, que demandaban sus servicios. Su vida oscilaba entre el estudio, la enseñanza y la política, y su destino solía estar sometido a los vaivenes de sus protectores. Fue el caso de Ibn Jaldún: su familia había ocupado puestos de relevancia en al-Andalus y participado en las ambiciones, intrigas y luchas de la corte sevillana. También en Túnez su bisabuelo y abuelo habían intervenido en política aunque su padre se había retirado a una vida más contemplativa.
Recibió una esmerada educación y él mismo nos cuenta las materias que estudió: el Corán, los “dichos” del Profeta, la jurisprudencia, la lengua árabe y ciencias racionales, como matemáticas, lógica y filosofía. Cita, en su Autobiografía, a quienes fueron sus maestros y como a casi todos se los llevó la terrible peste negra, la gran plaga que barrería la faz de la tierra en el siglo XIV, “tapiz con el que la muerte envolvería todas las cosas”. Llama la atención la calidad de sus maestros así como la variedad de sus procedencias, lo que nos habla de la movilidad geográfica y versatilidad de aquella elite intelectual. Raro era el que nacía, vivía y moría en el mismo lugar, dedicándose a las más variadas actividades.
Entró al servicio de los regentes de Ifriqiya, su país natal, y decidió emigrar a Al-Andalus, tierra de sus antepasados, cuando perdió el favor de los gobernantes locales. Se trasladó al Reino de Granada, donde fue acogido con agrado por Ibn Ahmar y su visir, el famoso polígrafo y político, Ibn al-Jatib, otra de las grandes personalidades de la época. Llegó a Granada a finales de diciembre del año 764/1362, después de pasar por Ceuta donde había tenido una calurosa acogida y desembarcar en Gibraltar, que por entonces estaba bajo el dominio del soberano merinida de Marruecos. El sultán nazarí puso a su disposición algunas dependencias equipadas y amuebladas, acogiéndolo con todo tipo de deferencias.
“Al año siguiente fui enviado como embajador a negociar un Tratado de Paz, en Sevilla con Pedro I el Cruel. Llevaba el encargo –dice él mismo en su autobiografía– de hacer ratificar el Tratado de Paz que ese rey cristiano había concertado con los príncipes de la España musulmana y era portador de presentes, magníficas telas de seda y caballos de pura raza, cuyas bridas estaban ricamente bordadas de oro. Llegado a Sevilla pude observar varios monumentos que atestiguaban el poderío de mis antepasados. Fui presentado al rey cristiano que me recibió con todos los honores. El ya sabía por su médico, el judío Ibrahim Ibn Zarzar, el rango que habían tenido mis ancestros en Sevilla, y le había oído elogiarme. Ibn Zarzar, médico y astrónomo de primer orden, me había visto en la corte de Abu Inan, quién habiendoAlcázar de Sevilla, sede de la Exposición.tenido necesidades y servicios lo había mandado a buscar al palacio de Ibn Amar. Después de la muerte de Reduan, primer Ministro de la corte de Granada, dicho médico ingresó al servicio del rey cristiano, quién lo puso a la cabeza de sus médicos”.
La trayectoria de este médico nos ilustra, a su vez, cómo vivían las elites judías. Dado que no eran ciudadanos de ningún estado, siendo tolerados pero no pudiendo estar nunca seguros, llegaron a jugar un importante papel como inter aquellos príncipes, pasando de un lugar a otro según las posibilidades –y sobre todo la protección– que pudieran encontrar.
Pedro I le propuso que entrara a su servicio, ofreciéndole incluso restituirle los bienes de sus antepasados. Ibn Jaldun rechazó amablemente la oferta y volvió a Granada, donde se le había concedido una villa en la zona de El-vira, cerca de Pinos Puente, en una “tierra irrigada de la vega de Granada”. Su vida imprimirá en ese monumento su impronta y su particular visión del mundo del poder. Sevilla condicionará la historia de España debido a su actividad económica, su importancia estratégica y también tanto Alfonso X como Alfonso XI y Pedro I fueron de todos los reyes medievales los más afectos a esta ciudad.
Ibn Jaldún dice que fue introducido en la corte del sultán nazarí por su visir Ibn Jatib con quién tenía lazos de amistad por haberle hecho algún favor (prestado algunos servicios) cuando el sultán nazarí se encontraba en Fez. La vida de estos intelectuales andaba a caballo entre su dedicación al estudio, su intervención en política y los vaivenes para mantenerse en aquellas procelosas aguas.
No duraría demasiado su tranquilidad. Las intrigas de la corte y los celos que despertaba su posición le granjearon la enemistad de I. Jatib. “Los favores que recibía del sultán –dice– consiguieron excitar contra mi los demonios de su envidia”. Una vez más decidió cambiar de aires. Dos años después de su llegada a Granada partió de nuevo por el norte de áfrica.
Volvió de nuevo al Magreb donde estuvo al servicio de algunos señores locales, en una época en la que todo el territorio vivía una situación insegura y anárquica y eran múltiples los cambios en el poder, lo que afectaba directamente en los altos servidores. Tuvo que ejercer diferentes cargos, entre ellos los de conseguir alianzas entre las tribus bereberes de la zona para que prestaran fidelidad a algunos gobernantes para los que trabajaba, lo que cumplió a la perfección gracias a su inteligencia y dotes diplomáticas. No obstante, los problemas que tuvo en Granada volvieron a repetirse en aquellas cortes que debían dejar pálidas a las castellanas de las que los cronistas decían “que las esperanzas cortesanas son prisiones donde el ambicioso muere y al más astuto nacen canas”. En 1374 volvió a pasar a al-Andalus, al parecer con la idea de aplicarse definitivamente. Tuvo que desistir de la idea, pues el clima que encontró estaba muy enrarecido. Fueron muchas las presiones que recibió, siendo incluso acusado de haber contribuido a la evasión de Ibn Jatib que por entonces había abandonado el Reino Nazarí y exiliado en Marruecos. A pesar de las diferencias que habían existido entre ellos, debieron respetarse y admirarse mutuamente, ya que se mantuvieron en contacto y son varios los escritos que se enviaron en los que comentan los hechos más relevantes y las situaciones políticas en los diferentes reinos. Ibn Jatib no escapó a las acechanzas de aquellas turbulentas aguas políticas y moriría asesinado en Fez. Ibn Jaldun, a su vuelta al norte de áfrica, cansado de tantos avatares, se retiró a un castillo, Qalat Ibn Salam, en Argelia donde comenzó a escribir su gran obra.
No deja de ser sorprendente cómo escribían muchos intelectuales de la época: era frecuente que lo hicieran dictando páginas y más páginas, una detrás de otra. Debían tener una memoria prodigiosa, ejercitada a lo largo de los años hasta extremos difíciles de comprender hoy día. Quién lea los Prolegómenos, difícilmente puede comprender lo que el propio Ibn Jaldún cuenta. “Durante la larga permanencia en el castillo, unos cuatro años, me olvidé enteramente de los reinos del Magreb y de Tlemcen, para ocuparme exclusivamente de mi obra. Tuve grandes deseos de consultar varios libros y recopilaciones que se encontraban únicamente en las grandes ciudades. Corregí y puse en limpio un trabajo casi enteramente dictado de memoria” (tenía cuarenta y tres años por aquel entonces).
Ibn Jaldún contrajo entonces una enfermedad que le tuvo a las puertas de la muerte. En el año 1378/79 volvió a Túnez, su ciudad natal “morada de sus padres”, donde estableció bajo la protección del sultán “tiré el bastón de viaje”. “Habiendo mi familia venido a reunirse conmigo nos hallábamos por fin juntos en un ambiente de dicha”. En esta ciudad siguió trabajando en su obra, dedicado a la docencia, aclamado por la mayoría que ensalzaba sus conocimientos y odiado por algunos poderes locales.
EL VIAJE HACIA ORIENTE
Cansado de esta situación optó por hacer la peregrinación a la Meca y partió para Alejandría el año 1362 con la intención de alejarse y vivir en algún lugar que le permitiera dedicarse en paz y tranquilidad al estudio. Tardó algún tiempo en llegar y antes de continuar la peregrinación pasó por El Cairo, ciudad que le impresionó como ninguna otra y en la que se quedó a vivir. Realizaría la peregrinación algunos años más tarde. Extrañamente no ha dejado ninguna descripción de la Meca, ni de la impresión que le hiciera su visita.
Volvió a El Cairo, donde permanecería hasta su muerte. Describió esta ciudad con todo tipo de elogios y la llamó “metrópoli del mundo”, “jardín del universo”, “lugar de encuentro de las naciones”, “hormiguero humano” y “alta sede del Islam”. Por aquel entonces, Egipto estaba gobernado por los mamelucos que controlaban Siria.
Dedicó la mayor parte de su tiempo en esta ciudad al estudio y a terminar su obra. Ejerció funciones de gran cadi del rito malikita, puesto para el que fue nombrado por el sultán mameluco que le dispensó, una vez más todo tipo de favores y apoyo, incluso ante los ataques que una vez más se reprodujeron en los numerosos enemigos que se creó en el ejercicio de su cargo.
La descripción que hace Ibn Jaldún del funcionamiento y actuaciones de los cadíes no puede ser más deprimente y no se recata en sus críticas a las componendas y a la mani pulación que hacían de las jativas en beneficio de los poderosos. La estricta aplicación de la justicia, tal como honestamente entendía debía aplicarse, le generó todo tipo de enfrentamientos con el poderoso estamento judicial, por lo que tuvo que abandonar su puesto, aunque siguió gozando del apoyo del sultán.
En sus primeros años en Egipto hizo venir a su familia pero todos ellos murie ron como consecuencia del naufragio del barco que los transportaba. “Un golpe fuerte vino a herirme profundamente. Toda mi familia se había embarcado en el puerto del Magreb, para venir a mi lado; pero la nave zozobró en medio de la tempestad y todo el mundo pereció. Así, un solo revés me arrebató para siempre riqueza, dicha y esperanza”.
Cuando los tártaros invadieron Siria fue con el sultán a Damasco, donde tuvo la oportunidad de entrevistarse con Tamerlán que asediaba la ciudad. Aunque los ciudadanos de Damasco trataron de evitar la conquista de su ciudad y lograron pactar con su enemigo, éste, tras recibir una enorme cantidad de dinero, no hizo honor a su palabra y finalmente se apoderó de la ciudad, matando a gran número de sus habitantes a los que despojó de todas sus riquezas.
Ibn Jaldún pudo salvar la vida, gracias a la impresión que su persona, sus conocimientos y su elocuencia hicieron al caudillo tártaro quién le permitió mediante salvoconducto, regresar al Cairo. En el camino de vuelta, sería atacado por algunos bandidos, que lo despojaron de todo lo que poseía, aunque pudo salvar la vida. Volvería a ejercer funciones de cadi. Finalmente moriría poco después, a la edad de setenta y cuatro años.
La vida de Ibn Jaldún, dice Albert Hourani, en su “Historia de los Pueblos árabes”, según la descripción que el mismo nos ha dejado, refleja el mundo al que perteneció: “Un mundo cargado de recordatorios de la fragilidad del esfuerzo humano. Su propia carrera demuestra la inestabilidad de las alianzas de intereses en las que confiaban las dinastías para conservar su poder, y el encuentro con Timur ante Damasco deja claro como puede afectar el surgimiento de un nuevo poder a la vida de las ciudades y los pueblos. Fuera de la ciudad, el orden era precario: un emisario del gobernante podía ser saqueado, un cortesano a quién se le retiraba el favor podía refugiarse fuera del alcance del control urbano. La muerte de los padres, víctimas de una epidemia, y de los hijos, en un naufragio, enseñan una lección sobre la impotencia humana en manos del destino. Sin embargo, se percibe algo estable o que, al menos, parecía serlo. Un mundo en el que una familia del sur de Arabia podía mudarse a España y regresar, al cabo de seis siglos, a su lugar de origen y hallarse en parajes aún familiares, poseía una unidad que trascendía las divisiones en el espacio y en el tiempo; la lengua árabe podía abrir la puerta a los altos cargos y a la influencia en cualquier parte de ese mundo; un conocimiento, transmitido durante siglos por una cadena conocida de maestro preservaba una comunidad moral incluso si cambiaban los gobernantes; los lugares de peregrinaje, la Meca y Jerusalén, constituían polos inmutables del mundo de los hombres, incluso si el poder trasladaba su sede de una ciudad a otra; y la creencia en un Dios que había creado y sostenido el mundo podía dar significado a los golpes del destino”.
Jerónimo Páez