Tras la estela de los Árabes del mar
De niño, cuando todos dormían, me encaramaba a la biblioteca para alcanzar los atlas y los tomos de geografía ilustrada. Viajaba con los mapas y estudiaba las fotografías de los viejos libros. Los pescadores de perlas de Bahrein, los faluchos atracados en Mombasa o las casitas blancas de Mascate que cercaban una bahía rocosa en forma de herradura rematada por dos grandes farallones sobre los que descansaban castillos que parecían de juguete. Un agosto, los zíngaros acudieron al pueblo de veraneo portando grandes rollos de celuloide para proyectar sobre una sábana Las aventuras de Simbad. Aquellas eran mis fotografías en movimiento y entonces me prometí que algún día me embarcaría en una nave como la de la película para escapar, muy, muy lejos, tras la estela de Simbad.
Lejos de disminuir con los años, mi interés por los árabes del mar fue en aumento y pronto supe que fueron los primeros grandes navegantes. Mucho antes del advenimiento del islam, los árabes del sur, verdaderos herederos de Saba, surcaban el índico. En sus naves transportaban incienso, mirra y otras resinas aromáticas, salazones de tiburón, dátiles y limas secas. Viajaban a la India en busca de especias, sedas, gemas y maderas preciosas. Del áfrica Oriental traían ámbar gris, concha de tortuga, pieles, marfiles y esclavos. Habían descubierto el secreto de los monzones que les permitía desplazarse a voluntad en sus frágiles veleros, y habían establecido colonias en las islas del áfrica oriental. No, no se trataba de fantasías. A principios de nuestra era, los principales puertos de aquel océano, fueron visitados por un marino alejandrino que escribió el Periplo del mar eritreo, un valioso documento donde se constata que diversas islas de la costa africana se hallaban bajo la soberanía del reino de Hymiar, en el Yemen actual, y que eran frecuentadas por los capitanes y mercaderes árabes.
El comercio proporcionó tanta prosperidad a la Arabia del sur (los actuales Yemen y Omán), que los romanos la denominaronArabia Félix en contraposición a las Arabia Pétrea y Arabia Deserta, del norte. Los romanos, celosos del dominio árabe del comercio del índico, intentaron en vano la conquista. Más tarde quisieron arrebatarles su supremacía naval. Pretendían navegar directamente a la India pero todos sus intentos fracasaron. Estaban acostumbrados a un Mediterráneo de vientos pasajeros que soplaban en distintas direcciones. Un mar sin arrecifes y con muchos refugios naturales. Una gran ventaja para la navegación, pues en caso de tempestad no resultaba difícil guarecerse a esperar que la galerna amainara y los aires cambiaran de signo. En cambio, al llegar al índico se enfrentaron a un océano furioso y a unos vientos que soplaban sin descanso en la misma dirección durante meses y meses. Pero su constancia acabaría siendo recompensada y se dice que fue Hípalo, un griego al servicio de Roma, quien descubrió el secreto de los monzones, tan celosamente guardado por los árabes, y consiguió viajar a la India en una nave romana. A partir de entonces los romanos comerciaron directamente con los puertos de aquel inmenso subcontinente donde obtenían sin intermediarios las especias y las mercancías fabulosas. Perdido el monopolio, la Arabia del sur inició una lenta pero imparable decadencia. La falta de recursos hizo que se descuidara el mantenimiento de la ingeniería hidráulica que arrancaba la vida al desierto. Como consecuencia, las acequias se cegaban y las presas comenzaron a resquebrajarse. Desde el Yemen, comenzó una lenta pero imparable emigración hacia Omán y al Golfo Pérsico, acelerada por el colapso definitivo de la presa de Mareb, que desde los tiempos de Saba irrigaba centenares de hectáreas de terreno yermo.
Con el islam, quinientos años antes de que los afamados marinos portugueses doblaran el cabo de Buena Esperanza y penetraran en el índico en busca de sus especias, los árabes ya habían establecido la ruta marítima más larga y lucrativa del mundo, que se extendía del áfrica Oriental a la mismísima China, pasando por las costas de Arabia, la India e Indonesia. Los árabes volvieron a dominar el océano índico. Ya en el siglo IX navegaban directamente a Cantón en China. Dominaban las artes de la navegación: poseían grandes conocimientos de astronomía; construyeron observatorios y enriquecieron la enciclopedia matemática y astronómica de Ptolomeo. Estaban familiarizados con la brújula y utilizaban el astrolabio para calcular la posición por medio de los cuerpos celestes. Los capitanes tenían rahmanis (tratados náuticos) y suwar (cartas de navegación), y llegaron a poseer un conocimiento tan avanzado de los monzones que, utilizando almanaques especiales, podían predecir de manera precisa las fechas de llegada de sus veleros, por alejados que estuvieran los puertos desde los que zarpaban. El conocimiento del mar era algo que guardaban celosamente y la sabiduría la transmitían de generación en generación a través de poemas y canciones.
Para construir sus veleros, o dhows, importaban teca de la India, que era muy resistente al agua y a los parásitos que devoran las maderas. Las velas, al igual que hoy en día, eran las triangulares o latinas, que a pesar del nombre, no eran de origen romano. En realidad, la llamada vela latina fue introducida en el Mediterráneo por los árabes y resultaba mucho más aerodinámica y adecuada para aprovechar los monzones. Hasta entonces, en el Mediterráneo se utilizaba la vela cuadrangular, como habían venido haciendo los romanos, los griegos, los feniEn los veleros árabes no viajaban tan sólo las fabulosas mercancías sino también las ideas. El islam. Sin derramar una gota de sangre, los mercaderes difundieron el mensaje del Profeta por todo el índico, llegando a los rincones más remotos. De las costas orientales de áfrica Oriental, donde surgieron sultanatos importantes como Quiloa o Pate, a Malasia e Indonesia, el estado musulmán más poblado del mundo, pasando por Bengala o la costa de Malabar. Se produjo una lenta pero imparable emigración árabe. No sólo mercaderes: pequeños comerciantes, músicos y poetas. También los exiliados de las persecuciones políticas y de las guerras civiles, incluso jerifes o descendientes del Profeta, se establecieron en puertos remotos y sultanatos, sobre todo del áfrica Oriental.
De hecho, el monopolio árabe del comercio de las especias, indispensables para el adobo y conservación de las viandas en una era sin frigoríficos, provocó la era de los grandes descubrimientos. En el siglo XIV, Enrique el Navegante lanzó sus naves a la búsqueda de una ruta que les condujera directamente a la India, saltándose así a los intermediarios árabes. Colón intentaría lo mismo por una ruta alternativa, con el pequeño inconveniente de que se tropezó con América. Pero aquellos invasores, al igual que les había sucedido a los romanos varios siglos atrás, penetraban en un océano extraño cuyos vientos les desconcertaban y en el que resultaba imposible desplazarse sin un profundo conocimiento de los mismos. Vasco de Gama supo explotar a su favor las rencillas entre los sultanes del áfrica Oriental. Con su astucia, acabó por conseguir que el sultán de Malindi les proporcionara a Ibn Majid, el piloto omaní que le guió hasta Calicut en la India a finales del siglo XV. Con este hecho comenzaría el declive de los árabes en el índico ya que perdieron el monopolio de las especias del índico a manos de los portugueses y de los europeos que vinieron a continuación: holandeses, británicos, franceses. La paradoja es que el más grande de los navegantes árabes, contribuyó de facto a su decadencia como navegantes al revelar a los portugueses los secretos del índico.
Los lusos se hicieron con Pate, Malindi, Mombasa, Quiloa, Zanzíbar y tantos otros sultanatos del áfrica Oriental y conquistaron los principales puertos de Arabia. Pero un siglo y medio después, los omaníes los expulsaron de sus costas y acudieron a la llamada de sus “hermanos” de Mombasa. Como resultado, Omán creó un imperio que se extendía desde el sur de Mogadiscio hasta el cabo Delgado en el actual Mozambique. Zanzíbar era la perla del nuevo sultanato y su riqueza debido al cultivo de las especias, sobretodo del clavo, y al tráfico de esclavos, fue tal, que el sultán decidió trasladar la capital de Mascate en Arabia a la isla del índico a varios miles de kilómetros. Más tarde el sultanato se dividiría entre dos hermanos mal avenidos y aunque bajo la misma bandera y dinastía, Omán y el sultanato de Zanzíbar que comprendía las posesiones africanas, siguieron cada uno su rumbo.
Con la irrupción de los europeos en el índico, los árabes perdieron la supremacía comercial en aquel océano, pero jamás cesó el flujo de los veleros árabes que unían y cohesionaban un mundo único. A mediados de los años sesenta del siglo XX, los veleros árabes dejaron de cruzar el índico, siguiendo las rutas que apenas habían variado desde los tiempos de Simbad. Ya no eran rentables, fueron arrinconados por los barcos modernos y también por la aparición de jóvenes naciones independientes que con sus aduanas, impuestos y fronteras, acabaron con aquel mundo basado en el libre comercio. Los puertos del índico no sólo perdieron el contacto con los de Arabia sino también entre sí.
A finales de los años setenta, se me presentó por fin la oportunidad de asomarme a aquel mundo de los árabes del mar fabulado en la infancia. Sucedió tras un viaje al sur del Sudán para fotografiar a la tribu de los dinkas, cuando a punto estaba de regresar a Europa. Paseaba por la ciudad de Omdurman y de pronto la magia de un nombre trastocó completamente mis planes. “¡Sauakin!”, vociferaba un conductor de camión. En aquella época, estoy hablando de finales de los setenta del siglo XX, las comunicaciones eran muy difíciles en aquel país africano y el transporte se hacía en la caja de camiones, sobre sacas de cemento o arroz. En la época lluviosa en que me encontraba, los viajes solían durar días, ya que una lluvia imprevista podía convertir en pocos minutos la pista arenosa en un lodazal, debiendo esperar varios días a que el sol la secara de nuevo. “¡Sauakin!”, clamaba el camionero “¡Sauakin!”. Aunque se hallaba en el Mar Rojo, aquél era uno de los antiguos puertos de los árabes del mar al que arribaban los veleros procedentes del índico. Como si hablara otra persona, me sorprendí a mí mismo apalabrando un lugar para la próxima salida que se efectuaría de madrugada. No, no podía, no debía regresar a Europa sin antes visitar aquel lugar mítico. Ver que quedaba de aquel mundo de los árabes del mar. Pero Sauakin había sido abandonado y de las antiguas casas palaciegas de los mercaderes apenas quedaba algún muro en pie. Contemplando aquel amasijo de cascotes que a la luz de la luna asemejaba un termitero lamido por el olvido, me decidí a buscar a los árabes del mar en los puertos de Arabia. Quería viajar a Moca, Adén Mukala y de allí proseguir hacia Omán. No era aquel el momento. La difícil situación geopolítica con un Yemen dividido en dos naciones de signo político opuesto o la lucha de guerrillas en el Zufar en Omán, hicieron imposible mi deseo.
Veinticinco años después, a principios de este siglo, decidí retomar mi viejo y querido proyecto. Sin embargo a punto ya de aterrizar en Omán, me asaltó la inquietud: Si veinticinco años atrás, apenas había podido vislumbrar a un mundo que acababa de desaparecer, ¿qué estaba buscando ahora? ¿No estaría aquel mundo sepultado bajo las autopistas y los centros comerciales que la lluvia de petrodólares había precipitado”
Recorriendo los puertos de Sohar, Mascate o Sur, conocí por fin a viejos árabes del mar. Poco a poco, fui venciendo las naturales reticencias de unas gentes hospitalarias aunque retraídas y gané su confianza. Los viejos marinos me contaron sus experiencias: sentados en el suelo, sobre una alfombra, frente a una taza de fuerte café perfumado al cardamomo, me hablaron de travesías difíciles y de estrellas que presagiaban naufragios, de olas grandes como montañas y de la presencia de djins o genios a los que había que contentar. Me acogieron en sus casas, compartí con ellos asados de cordero y estofados de tiburón. Un capitán me llevaba a otro escribiendo una carta para algún compañero de aventuras de la infancia del que nunca más había sabido. Me sentía un poco como los viajeros de antaño que lograban lo que se proponían tras hacerse con una carta que era esgrimida una y otra vez ante los personajes adecuados. Cartas que, como varitas mágicas, permitían obtener otras nuevas para proseguir el periplo. Sí, un personaje me había llevado a otro y si en algún momento pareció interrumpirse la cadena, el azar se había encargado de engarzar un nuevo anillo.
No. No pude embarcarme en un velero como el de mis viejas fotografías. El mundo de los árabes del mar había casi desaparecido pero quedaba la memoria, y la había encontrado. En el avión que me conducía a Europa, mientras los primeros rayos de sol teñían de rojo el mar de Arabia, me estremecí recordando las vivencias y la emoción de los capitanes y antiguos mercaderes que había conocido. Su islam popular nada tenía que ver con el que se empeñaban en difundir los medios de comunicación. Hospitalarios, abiertos, generosos con sus vidas y recuerdos, ellos habían puesto rostro real a mi viejo sueño.
No puedo olvidar la emoción del capitán Abdala Cherif del puerto omaní de Sur quien me contó que cada noche soñaba con Zanzíbar. Antes de que, con su vuelo, las aves marinas delataran la presencia de tierra, incluso antes de que los veleros divisaran la silueta de la isla en el horizonte, ya sabían que se acercaban a Zanzíbar porque el viento llegaba perfumado con la fragancia del clavo. El capitán me dijo que cuando abandonaban la isla se cubría la vista para no ver como la silueta blanca de sus casas se desvanecía en el horizonte.
Recuerdo en especial al capitán Jafaar, enfermo de alzheimer que vivía en una cabaña en las costas de la Tihama en el Yemen. Compartía su vida con la anciana Aziza, que traficaba con espíritus y encantamientos, y dos jóvenes bellísimas a quienes apodé erróneamente “lunas entre estrellas”, porque como supe años más tarde en árabe la luna es masculina y el sol femenino. En un momento de lucidez, junto a la carcasa podrida de su viejo velero, el capitán Jafaar me reveló lo que significaba el mar, para los navegantes árabes. “¡Pilotando el Naim pasé mis mejores años!” confesó el anciano marino. “La vida era muy dura entonces, pero fui feliz. Era maravilloso, nos topábamos con las gentes más extrañas; nos relacionábamos con otros capitanes, con los marineros de todas partes de Arabia, de la India, de las Comores… Hablábamos árabe y suahili. En nuestro mundo, no existían ni los países ni las fronteras; todos éramos árabes, estuviéramos aquí, en Basora, Zanzíbar o Mombasa. Nuestra casa era cualquier puerto donde llegaran nuestros veleros. Pero la vida era difícil y los barcos modernos nos hacían la competencia. Un buen día los mercaderes que nos contrataban dejaron de hacer negocio, vendieron los viejos veleros y los sustituyeron por nuevos barcos con motores. Cuando los “negros” nos expulsaron de Zanzíbar, tras la revolución, supe que la navegación de altura, en nuestros veleros, había acabado. Ya no daba un rial.”
Jafaar miró al horizonte y suspiró: “Durante mi último viaje, mientras navegábamos de Yibuti a Asmara, en Eritrea, estalló una gran tormenta. El Naim hacía aguas y ordené echar la mercancía por la borda; por dos días estuvimos a merced del viento. Luego, al hamdulilá –gracias a Dios–, el mar se tornó una balsa de aceite y la marea nos arrastró hasta esta costa, pero con tan mala fortuna que chocamos contra unas rocas que abrieron un gran boquete. Finalmente varamos en esta playa de donde ya no me quise mover. ¿Para qué? Lo había perdido todo: algunos hombres, mercancías…”
“Capitán Jafaar, ¿qué es para usted el mar?”, pregunté.
Y entonces, en vez de hacer lo que hubiera hecho el común de los mortales, es decir: desplegar los brazos en redondo como para dar a entender lo inabarcable, unió las palmas de ambas manos y trazó con ellas una línea perfecta y recta desde la arena hacia el horizonte.
“El mar es el camino” afirmó rotundo. “El camino que nos comunica con los otros árabes de los puertos del índico. Los árabes del mar”.
Jordi Esteva