REGRESO A GALÁPAGOS. MI VIAJE CON DARWIN

El naturalista Jordi Serrallonga viajó recientemente a las Islas Galápagos (Ecuador), un lugar legendario para los viajeros interesados por la historia de la Tierra y de los orígenes del hombre. De este viaje, en compañia del mismísimo Charles Darwin, nace su último libro “Regreso a Galapagos. Mi viaje con Darwin” (Liberto) del que ofrecemos un extracto. Un apasionante viaje tratando de resolver el misterio de los misterios: la génesis de la vida

Debo ser el único entre todo el pasaje de babor, o quizás así me lo parece, que tiene su mejilla izquierda aplastada contra uno de los sucios y rayados ojos de buey. Desde hace unos minutos he adoptado el papel de improvisado vigía voluntario. Para ser sinceros, ante mis ojos tan solo se vislumbra la inmensidad del Océano Pacífico, pero en cualquier momento, según mis cálculos, ha de aparecer la recompensa que motiva semejante impaciencia: el archipiélago de las Galápagos.
Aunque ya hace mucho tiempo de mi primera expedición a las Galápagos, y a pesar que siempre he repetido el mismo ritual en todas las ocasiones que he regresado, no puedo disimular mi exaltación cada vez que adivino el perfil o la silueta de alguna de sus islas. Pero, en esta ocasión todo es diferente, es un viaje muy especial. Me acompaña el mismísimo Charles Robert Darwin. En anteriores expediciones nos habíamos comunicado a través de libros, artículos, exposiciones… hoy he querido que embarcase conmigo para volver a un lugar que marcó para siempre no sólo su vida y obra, sino la de toda la Humanidad, e incluso mi existencia.
¡Tierra a la vista! grito a mi eminente acompañante cuando al fin establezco contacto visual con la isla de San Cristóbal. Por supuesto, hablo solo y para mis adentros.
Mientras intento atisbar los detalles del litoral volcánico, el asiento contiguo está vacío. Sólo lo ocupa mi enésima libreta Moleskine, un ejemplar del Viaje de un naturalista alrededor del mundo y una única tarjeta de control de tránsito del INGALA, el Instituto Nacional de Galápagos adscrito a la Presidencia de la República de Ecuador. Mis conversaciones con Darwin, en su peregrinaje de regreso a las Galápagos, son ajenas a terceras personas, de lo contrario, los dos curtidos marineros galapagueños que han embarcado en la escala de nuestro vuelo de Aero-Gal en Guayaquil seguro que ya habrían mirado con recelo al solitario gringo que suele vagabundear por Puerto Baquerizo Moreno ensimismado en su cuaderno de notas. Y es que en las islas todo el mundo se conoce.
El avión desciende para tomar tierra en la pista de la Armada ecuatoriana. Por la ventanilla observo la majestuosa silueta de un islote situado cerca de la costa occidental de San Cristóbal: es el inconfundible León Dormido que mi amigo invisible hoy tiene la oportunidad de contemplar desde el aire. La llegada al archipiélago de las tortugas gigantes en un moderno reactor quizás no tiene la misma solera victoriana que arribar en un bergantín, pero lo importante es que Darwin, casi ciento setenta y cinco años después, ha podido ver cumplido un sueño: regresar.

El día 17 de septiembre de 1835, dos días después que el capitán Robert FitzRoy fondeara el HMS Beagle en las Galápagos, Darwin desembarcó en la isla de San Cristóbal (Chatam para los británicos). Tras cinco semanas de periplo
por algunas de las ínsulas, y después de cinco años de expedición alrededor del mundo, este joven –todavía más teólogo que naturalista– fue acogido, de nuevo, por otras islas que constituían su hogar: Gran Bretaña. Ahora bien, la
acogida se acabaría convirtiendo en una especie de prisión debido a una misteriosa enfermedad.
Darwin jamás volvería a embarcar con destino a las tierras ecuatoriales y tropicales.
Aún así, fue capaz de viajar con la mente para acabar obsequiándonos con
la teoría más decisiva de la Historia de la Ciencia y, cómo no, de la Humanidad.
Mientras la aeronave rueda sobre una pista castigada por el sol de la mitad del mundo, descubro que Darwin intenta escrutar el paisaje exterior por encima de mi hombro. Los dedos extendidos de ambas manos masajean nerviosamente sendas mejillas sonrojadas mientras su cabeza se mueve a izquierda y derecha, arriba y abajo, como si fuera una ardilla expectante. Le dejo el campo libre y, viéndose descubierto, retoma con disimulo una pose formal que, lejos de parecer hierática y típica de un gentleman decimonónico, es una postura que hace patente su grado de agitación ante tan emotivo momento. Ha unido sus manos –no quiere que le delaten saltando de nuevo hasta la cara– y ahora las tiene apoyadas sobre las piernas cruzadas, pero el repiqueteo de los dedos sobre la rodilla y el movimiento basculante del pie colgado son síntomas evidentes de la trascendencia que para Darwin tiene el volver a las islas que primero le confundieron y después le inspiraron.
Más allá de los límites del pequeño aeropuerto sólo se observan bloques de lava y plantas, tan secas y esqueléticas que parecen radiografías de especimenes presuntamente vivientes: los palo santo, las opuntias y cactos candelabra. Aún así, me considero un elegido. Y todo gracias al pasajero que me acompaña. Tras visitar, durante mi infancia, una exposición dedicada a la evolución, quedé fascinado por el personaje de barba blanca y mirada triste que, en la escuela y en algún que otro libro de divulgación, todos asociaban a una única idea: «venimos del mono».
Pero Darwin es mucho más. Es cierto que afirmó en 1871, en su libro El origen del ser humano, que descendíamos de ancestros simiescos compartidos con los grandes primates (bonobos, chimpancés, gorilas y orangutanes) pero unos años antes, en 1859, también había publicado su genial Teoría de la Selección Natural en El origen de las especies. Por todo esto, y por muchas cosas más, siempre soñé con seguir los pasos de Darwin, de convertirme en uno de sus compañeros de viaje. Y las Galápagos, claro está, es un topónimo indisociable de la vida del naturalista que revolucionó el mundo. ¿Por qué? ¿Fue en Galápagos donde a Darwin le sobrevino el mitificado eureka de la ciencia? ¿El eureka que le permitiría proponer sus revolucionarias ideas evolutivas? Sí y no.
La historia, o el viaje, son largos, pero tenemos mucha Moleskine por delante para poder explicarlo todo con calma. Darwin y yo hemos regresado a las Galápagos en pleno siglo XXI, en el 2009; la efemérides del 200 aniversario de su nacimiento y el 150 aniversario de la publicación de El origen de las especies. Darwin está emocionado, nervioso, ansioso. Cuando se abre la portezuela y baja por la escalerilla, vuelve a tomar contacto con el laboratorio viviente de las Galápagos. Mira, con ojos diferentes a los de ciento setenta y cuatro años atrás, todo lo que le rodea. Ahora rinde pleitesía a los pájaros, arbustos, rocas y demás elementos que configuran uno de los escenarios más increíbles de la biodiversidad… otrora hubo momentos de duda y desencanto.

REGRESO AL SANTUARIO

Mientras esperamos para que los inspectores del INGALA revisen nuestro equipaje (no hay que entrar frutos, semillas, animales o cualquier otro agente extraño a las islas), abro por la página 180 mi ejemplar del Viaje de un naturalista
alrededor del mundo: «El 17 por la mañana desembarcamos en la isla Chatam. Como todas las demás, es redondeada y no tiene más de particular que unas cuantas colinas, restos de antiguos cráteres. En una palabra, no hay nada menos atractivo que el aspecto de esta isla. Arbustos raquíticos, tostados por el Sol y que apenas pueden vivir, cubren en toda su extensión una corriente de lava basáltica negra de rugosísima superficie y hendida en varias partes por inmensas grietas. Calentada en exceso por los rayos de un Sol ardiente, la superficie del terreno, callosa a fuerza de estar seca, hace pesado y asfixiante el aire como si saliese de un horno caliente. Parecíanos que hasta los árboles se sentían mal».
Esto es lo que escribió Darwin acerca de su primer desembarco en el archipiélago de las Galápagos, concretamente, en la misma isla donde ahora nos encontramos: San Cristóbal. ¿Entonces, qué es lo que ha cambiado? ¿Qué es lo que
ha ocurrido, para que hoy, ante la visión de un paisaje idéntico, tanto Darwin como yo nos mostremos tan entusiasmados?
En mi caso, la respuesta es muy sencilla: veo maravillas donde un joven Darwin sólo observó un paisaje funerario e infernal. Por el contrario, con el paso del tiempo, la opinión de Darwin ha dado un giro radical: una reconversión que
empezó a germinar a medida que fue descubriendo –a lo largo de las cinco semanas de estancia en las Galápagos– los tesoros que encerraban estas islas situadas a unos 1000 kilómetros al oeste de Ecuador, y que floreció cuando arribó
de nuevo a las costas de Inglaterra.

Tras cinco años de circunnavegación ya no pudo vencer jamás el embrujo de las Galápagos. Retomo la lectura en la página 186: «Muy curiosa es la historia natural de estas islas, y merece la mayor atención, […] tanto en el tiempo como en el espacio nos encontramos frente a frente del gran fenómeno del misterio de los misterios: la primera aparición de nuevos seres sobre la tierra». Agentes del INGALA, guardas del Parque Nacional de Galápagos y números de la policía Nacional del Ecuador aúnan un variopinto abanico de insignias y emblemas correspondientes a sus respectivos uniformes cuando, en un mismo mostrador separado por mamparas, realizo el pago de la tasa de entrada al Parque,
sello el pasaporte y abro mi mochila de mano para la consecuente inspección. Pronto empezaremos a resolver el misterio de los misterios. La base aeronaval está muy cerca del núcleo habitado de San Cristóbal, Puerto Baquerizo
Moreno, pero conviene hacerse con los servicios de un taxi vehículos 4×4 pick-up de color blanco – que por setenta y cinco centavos nos acerca hasta nuestra hostería evitando así el fuerte Sol del mediodía ecuatorial. Saludo al matrimonio que regenta el simpático establecimiento e intercambiamos información sobre nuestras respectivas familias y estados de salud. Son años de amistad y en las Galápagos, como en otros lugares donde se desarrolla mi actividad científica y profesional, por ejemplo en Tanzania, es muy importante el saludo y el protocolo más sincero.
Me entregan las llaves de la habitación. Lo tiene todo… y no hablo del mobiliario ni de los complementos más bien parcos, sino de las vistas al océano que alegran mi alma mediterránea. Dentro huele a mar y eso es mucho mejor que
el aire acondicionado, la televisión que preside la pared (esencial en todo alojamiento de Ecuador) y la pequeña nevera.
Soy un hombre poco dado a disfrutar de las habitaciones de hotel, sólo las utilizo para dormir y asearme, poco más; prefiero las carpas y tiendas plantadas en medio de la naturaleza. Me considero ordenado, herencia de mi padre, pero
sólo con aquello a lo que otorgo importancia: mi biblioteca, cuadernos de viaje, mapas, fotografías, equipo de supervivencia… La ropa, en cambio, ocupa el último lugar del ranking doméstico. Eso sí, cuando viajo me transformo de
Mr. Hyde a Dr. Jekyll y no salgo del iglú o la habitación sin haber dispuesto el vestuario tropical de mi petate en perfecto orden castrense. Una tarea que no me ocupa más de unos pocos minutos pues, aún disponiendo de muchos días por delante, la impaciencia me corroe: fuera me espera el país de las maravillas.
Y nunca mejor dicho, en Galápagos no están los amigos surrealistas de Charles Lutwidge Dodgson, más conocido como Lewis Carrol, el Conejo Blanco, el Gato de Cheshire o la Falsa Tortuga, sino que puedes encontrar a la Iguana Negra o al Pinzón de Darwin paseando entre los niños y comerciantes en medio de la calle. Y no exagero. Recuerdo en una ocasión que, tras aterrizar en San Cristóbal, mientras charlaba con el taxista sobre el resultado de unas elecciones
presidenciales ecuatorianas, Clara, sentada en el asiento de atrás, no dejaba de golpear mi hombro izquierdo con insistencia.
Lo que para mi era algo habitual, enmudece al expedicionario primerizo: un grupo de leones marinos –o lobos, como se les denomina en las islas– se abría paso, por delante de la ranchera aparcada, hacia la terraza-comedor de nuestro
hotel en Puerto Baquerizo Moreno. Cualquier viajero puede experimentar uno de los denominadores comunes de las Galápagos: la gran proximidad con la naturaleza local. Un aspecto que tampoco pasó desapercibido al joven Darwin durante su primera visita al archipiélago: «[…] Diré unas cuantas palabras acerca de la falta de timidez en los pájaros. Es este carácter común a todas las especies terrestres, es decir, a los sinsontes, gorriones, reyezuelos, papamoscas, palomas y búhos. Todos se acercan lo bastante para poder matarlos a palos y hasta para poder cogerlos, como yo mismo traté de hacerlo, con el sombrero. El fusil es arma poco menos que inútil en estas islas; yo he llegado a empujar a un halcón con el cañón de mi carabina».
Hoy ya no podríamos obrar de la misma manera. Durante el 2009 no sólo se celebra el 200 aniversario del nacimiento
de Darwin y la Filosofía Zoológica de Jean Baptiste Monet (el caballero de Lamarck), los ciento cincuenta años de la publicación de El origen de las especies, los cuatro siglos de la utilización del telescopio por parte de Galileo Galilei o el medio siglo del descubrimiento del homínido fósil Zinjanthropus boisei (hoy Paranthropus boisei) en la Garganta de Olduvai por el matrimonio Leakey. También se celebra el 50 aniversario de la creación del Parque Nacional de Galápagos y de la Estación de Investigación Charles Darwin. Efectivamente, en el pasado la confiada fauna de las Galápagos caía
fácilmente entre las garras de los piratas, balleneros, militares e incluso naturalistas, como Darwin, que arribaron al archipiélago. Las islas Encantadas eran un buen lugar para el aprovisionamiento de proteína animal: miles de tortugas gigantes fueron cazadas pues, una vez a bordo, y al poder sobrevivir varios meses sin comer ni beber, representaba carne fresca para los marinos. Hoy, en cambio, Galápagos es uno de los lugares más protegidos del mundo. El Parque Nacional de Galápagos y la Reserva Marina de Galápagos abarcan casi toda la superficie terrestre y oceánica del conjunto de las islas. En la actualidad, por ejemplo, está terminantemente prohibido tocar y dañar a los animales y plantas cuando, hasta hace relativamente poco tiempo (muchos guías naturalistas locales recuerdan haberlo hecho de niños, o haberlo visto entre los turistas ávidos por una fotografía de recuerdo), era muy normal agarrar a las iguanas marinas por la cola o cabalgar sobre el caparazón de una tortuga.
Mientras me explayo en mis disertaciones conservacionistas veo que Darwin baja la mirada con cara de niño compungido, he tenido poco tacto. No era mi intención, corrían otros tiempos pero quizá se averguenza o arrepiente de algunas de sus travesuras juveniles. Recuerdo un par de citas que leí en el Viaje de un naturalista alrededor del mundo al respecto de su especial protocolo con la fauna de Galápagos. Esto es lo que dice sobre las tortugas gigantes: «Es muy divertido adelantarse a uno de estos monstruos que marcha tranquilamente; en cuanto observa al hombre, silva con fuerza, encoge las patas y la cabeza, cubriéndolas con el caparazón y se deja caer con abandono sobre el suelo como si hubiese sido víctima de un golpe mortal. Muchas veces montaba yo sobre la concha y golpeando en la parte posterior de ésta se levanta el animal y sigue marchando; pero es muy difícil sostenerse de pie encima de ellas cuando andan».
Y, a continuación, el acoso de Darwin a una iguana terrestre: «Habitan en madrigueras que labran a veces entre fragmentos de lava, pero con más frecuencia en las partes planas de la toba blanda que se parece al gres […]. He pasado mucho rato viendo a uno en esta labor, hasta que la mitad de su cuerpo desapareció en el agujero; me acerqué a él entonces y le tiré de la cola. Pareció muy sorprendido de este accidente y salió del agujero para ver en qué consistía, y se quedó mirándome cara a cara como queriéndome decir: “¿Por qué diablos me tira usted de la cola?”». ¿Sorprendidos? El Darwin que inició la circunnavegación en el HMS Beagle era un joven esnob, amante de algunas de las costumbres más habituales lejos del hogar paterno, lapidaban sus percepciones económicas en fiestas y cacerías deportivas. Y Charles, por supuesto, era uno de ellos. En particular, llegó a mostrar tal pasión por la caza que, además de serle recriminado por su padre (al ver que le alejaba de sus deberes como pésimo estudiante de medicina en la Universidad de Edimburgo), él mismo acabaría reflexionando sobre este tema en su Autobiografía: «Mirando atrás, puedo darme cuenta ahora de la forma en que mi devoción por la ciencia se fue imponiendo gradualmente al resto de mis aficiones. Durante los dos primeros años [Darwin se refiere a su viaje en el HMS Beagle], mi vieja pasión por la caza
sobrevivió prácticamente con toda su fuerza y cazaba yo mismo todos los pájaros y animales para mi colección; pero como la caza interfería en mi trabajo […] fui abandonando mi escopeta progresivamente, hasta dejarla por completo y dársela a mi criado. Descubrí, aunque inconsciente e insensiblemente, que el placer de observar y razonar era mucho mayor que el que reside en la destreza y el deporte». Interesante, un científico con sentido de la autocrítica y capaz de psicoanalizarse. Pero todavía nos esperan muchas más sorpresas acerca de mi compañero de viaje. De hecho, es imposible entender muchas de las actitudes y logros de un personaje no sin antes adentrarnos un poco más en algunos aspectos de su vida. Darwin, como Newton y la manzana, está rodeado de tópicos, y de ellos hablamos mientras ascendemos el camino de lavas, matazarnos y cactos que nos conduce hasta el Cerro Tijeretas. (….)

GÉNESIS

(…) Deseaba encontrar el momento y el lugar adecuados para hacer una nueva confesión a mi compañero de viaje. Tras haber rememorado la llegada de Darwin a la isla de San Cristóbal, nos hallamos en el muelle de Puerto Baquerizo
Moreno minutos antes de embarcar con destino hacia un mundo perdido. Ya veo a la Cally. César, su armador, y Dani, el patrón, son dos buenos amigos isabeleños que están ultimando los preparativos a bordo. Un lobo marino remolón
bloquea la escalerilla de bajada al pantalán mientras que una bandada de fragatas escolta a una pequeña panga pesquera. En las Galápagos, como en mi querida África, se trabaja mucho pero con parsimonia y buen humor: pole
pole sería la acepción swahili más apropiada. Y pole pole procedo al ritual de preparar mi pipa irlandesa. Cargo la cazoleta y prenso ligeramente mi tabaco preferido: una inmejorable mixtura que, de forma artesanal, y queriendo huir
de las prisas, todavía elabora el propietario de Mullins &Westley, ese minúsculo establecimiento londinense que, desentonando con el ajetreo de Covent Garden, siempre me ha parecido salido de un relato de Charles Dickens.
Sólo queda protegerme de la brisa para encender la pipa y dar rienda suelta a mi propio relato. Hace unos seis millones de años, en un reducto forestal del África Oriental, tuvo lugar la génesis de la Humanidad. Los primeros homínidos, primates bípedos de escaso volumen encefálico y pequeña talla corporal, abrían así su propio camino en la historia del universo, de la Tierra y de la vida. Al mismo tiempo, en un punto del Océano Pacífico, a casi un millar de kilómetros al oeste de Sudamérica, se produjo la génesis de unas islas de origen volcánico que, millones de años más tarde, ayudarían en la reconstrucción y comprensión de nuestra propia historia: las islas Galápagos. ¿Acaso no se trata de una feliz y bella coincidencia? Ambas génesis sólo son el principio de un camino, de una evolución en paralelo.
Por un lado, San Cristóbal es la isla emergida más oriental y antigua de las Galápagos, de ahí que sus bloques de lava se encuentren absolutamente erosionados así como sus volcanes apagados. Su camino andaría paralelo a los Orrorin tugenensis y Ardipithecus kadabba de Kenia y Etiopía, nuestros ancestros más arcaicos cuyos restos fosilizados hoy descubrimos en la Gran Falla del Rift. En cambio, las dos islas más occidentales, Fernandina e Isabela, son las más jóvenes. Sus lavas son de aristas vivas y los volcanes todavía arrojan nuevo material como fiel testimonio de que la
Tierra, al igual que nuestro linaje, sigue en proceso de creación y extinción. Fernandina e Isabela son, en este camino evolutivo paralelo, el equivalente al Homo sapiens. Y, como anuncio premonitorio del futuro, de la misma manera que algún día se extinguirá nuestra especie, también debemos señalar que como resultado del desplazamiento del suelo marino en la zona que ocupan las Galápagos (un movimiento de unos siete a diez centímetros al año en dirección sureste), el archipiélago acabará desapareciendo cuando haga contacto con la costa occidental de Sudamérica. Pero no hay que preocuparse, aún quedan unos cuantos millones de años más de historia… pole pole.
César me hace la señal para que procedamos al abordaje de la Cally. Ha habido tiempo para encender la pipa y poco más. Darwin tartamudea, sigue garabateando en su cuaderno rojo a un ritmo frenético… quiere preguntarme muchas más cosas sobre esos homínidos africanos que acabo de nombrar. Le entiendo. Aunque en El origen de las especies, por temor a las reacciones adversas que podía suscitar, no hizo alusión alguna a la génesis del ser humano, sí es cierto que años más tarde, en 1871, en El origen del ser humano, propuso las dos ideas que han servido de inspiración para todos aquellos que nos dedicamos al estudio del origen, evolución y comportamiento de la Humanidad. Por un lado, destacó que los humanos actuales compartíamos con los chimpancés y los gorilas unos ancestros comunes, y, en segundo lugar, planteó que la búsqueda de esos ancestros, así como de los primeros eslabones de nuestro linaje (individuos con características simiescas y humanoides a la vez), tenía que ser en el continente africano ante la evidencia de que el único lugar del planeta donde viven gorilas, chimpancés y humanos es en África. Pero sólo Paisaje volcánico en la zona alta de la isla de Isabela era una sospecha. Ante la falta de hallazgos fósiles y sin haber pisado jamás África, dejó escrito una especie de testamento para las generaciones futuras: había que explorar nuevos
territorios en busca de nuestros ancestros. Y así lo hemos hecho a lo largo de las últimas décadas. Hoy, gracias a multitud de descubrimientos arqueológicos y paleontológicos, desde el Niño de Taung y Lucy hasta Ardi, podemos afirmar que la cuna de la Humanidad es simiesca y africana. Una vez más, Darwin tenía razón. Nos queda mucho periplo por delante pero he llegado al último espacio en blanco de mi cuaderno de notas. Prometo más pues son muchas las islas a visitar, y muchas las vicisitudes que ambos debemos compartir en esta expedición
de regreso a las Galápagos.

NOTA: apretando un poco más la letra, y haciendo casi ininteligible mi propia caligrafía, llegados a la isla de Isabela sólo quiero adelantar que cerca de los volcanes Chico y Sierra Negra, en medio de un paisaje lunar abrasado por el Sol ecuatorial, y entre emanaciones sulfurosas, ríos de lava y escorias recientes, empieza a brotar un solitario helecho. La vida se abre camino.