ROSITA FORBES, UNA INGLESA CON ALMA DE GITANA

De las arenas del desier­to a los bailes de la corte; de los mantos árabes a los sombreros extra­vagantes en las carreras de Ascot. La vida de la viajera inglesa Rosita Forbes fue como un caleidoscopio en el que se mezclaban las azarosas expediciones a lugares míticos, que ni siquiera figura­ban en los mapas, con las fiestas, el glamour y la sofisticación.

“Si hay algo que adoro es el sol. Si hay algo que detesto es una tormen­ta en el mar. Sin embargo, al buscar un comienzo mío propio, como per­sona- no como hija de un padre inteligente y atribulado, ni como esposa de un guapo escocés de los Highlands junto al que fui desgraciada du­rante tres absurdos años- lo encuentro a bordo de un carguero nave­gando entre Massava y Suez,[…] mientras el azieb, una galerna del sur, llevaba cinco días soplando”

Así comienza Rosita Forbes Gitana al sol, publicada recientemente en español por la editorial Almuzara, el relato de una vida que pide inevitablemente el calificativo de aventurera. Y en esas palabras iniciales están, concentradas, algunas de las claves de lo que movió a esta mujer a vagabundear por el mundo: la búsqueda del sol, por supuesto; su increíble resistencia física y mental para aguantar galernas del tipo que fueran y una vida personal, digamos, movida…

A pesar de su españolísimo nombre-responsabilidad de una madre con antepasados toledanos y peruanos- Rosita nació en en 1893 en una acomodada y muy tradicional familia inglesa. Su padre era un esforzado terrateniente, inteligente, capaz y excelente orador. La política parecía su destino obvio, pero sus estrictos principios no encajaban en ningún partido.

Rosita y sus tres hermanos crecieron en un ambiente de exigentes ideales, imposibles de conseguir para una persona normal. “En mi caso,” cuenta Rosita Forbes, “encontré la vía de escape de tanta emotividad, de una conciencia tan sensible ante el mundo que nos rodeaba […] planeando una carrera de aventuras”. ¡Y vaya si lo consiguió!

NOMADISMO CON ENCANTO

Sus viajes por países lejanos empezaron tras su boda, a los veintiún años con Ronald Forbes, un militar doce años mayor que ella. Con él residió en China, India y Australia, pero el matrimo­nio se rompió tras tres años de difícil convivencia. La razón no fueron sólo las infidelidades de Forbes, que las hubo sino su mal genio, algo que su mujer no podía tolerar. Tras el divor­cio, Rosita inició una nueva etapa en su vida enamorándose de un marino medio inglés, medio italiano, que trabajaba en una misión diplomática y la ayudó a sacarse la espina de su vida anterior. Según ella cuenta: “Bailamos mucho, comimos mucho y conocimos a un montón de gente”.

Esto último fue uno de los grandes privilegios de su agitada vida. Tanto su auto­biografía, como los otros muchos libros que escribió, son un inagotable listado de personajes notables, famosos y conocidos. De Clemenceau a Paul Morand, pasando por Lord Balfour, D´Annunzio, Lawrence de Arabia, el rey Faisal, Al­fonso XIII, Mussolini, Henry Ford, Atatürk…, parece como si no hubiera per­sonaje importante de la primera mitad del siglo XX con el que Rosita Forbes no haya tomado el té en alguna ocasión. Casi se la podría acusar de una cierta pre­disposición a dropping names, como dirían sus conciudadanos, si no fuera por­que no parece deberse a ningún esnobismo sino a la naturalidad de quien siem­pre se movió en los ambientes de la alta clase diplomática, política e intelectual.

En 1917, Rosita Forbes se marchó con su amiga Armorel Mei­nertzhagen a recorrer el norte de África, un viaje sin ningún respal­do económico que les resultaría apasionante y que sería el tema del primer libro de Rosita, Unconducted Wanderers, que podría tradu­cirse por algo así como “Vagabundas sin guía”.

Animadas por el éxito, las dos mujeres decidieron recorrer Chi­na, desde Canton a Hankow (hoy Wuhan) pero acabaron sien­do apresadas por el llamado “ejercito del sur”, y su guía, deca­pitado por espía. A pesar lo ocurrido se propusieron continuar aquellas expediciones temerarias y despreocupadas que ha­cían con poco dinero, mucho ingenio y enorme confianza en la gente. Así lo cuenta Rosita: “Recorrimos el mundo por rutas fuera del mapa, tomando prestados los caballos que necesitábamos, el suelo de la cabaña de un nativo como cama, la piragua del servicio de aduanas indochino o elyate del Gobierno de Nueva Guinea. The Times, al reseñar mi primer libro, co­mentó que habíamos pedido todo lo que necesitábamos con la seguridad de ni­ñas bien educadas a las que nunca se les había negado nada.”

Pero sería injusto que esta faceta de privilegios restara méritos a la audacia y re­sistencia de Rosita Forbes que jamás se amilanó ante una dificultad y para quien la palabra “imposible” no existía. Su interés e implicación en la suerte de los pueblos que visitaba era sincera y, por ejemplo, su lucha por la independencia de los pueblos árabes marcó su existencia durante años.

BAJO EL MANTO DE KHADIJA

En 1920 emprendió uno de sus viajes más famosos y locos: atravesar más de 900 kilómetros de desierto libio -dominado por los temibles senussi y vigilado estre­chamente por los militares italianos instalados en la costa de Trípoli- para llegar a la mítica Kufrah o Kufara, plaza fuerte del pueblo Tibu, un conjunto de oasis cuya situación nadie conocía con certeza. Su compañero en aquel difícil viaje fue otro personaje que se haría famoso por sus hazañas: Ahmed Bey Hassanein, un funcionario egipcio educado en Oxford.

Antes de emprender la expedición, y para contar con alguna posibilidad de éxi­to, Rosita se trasladó a Cernobbio, en Italia, donde vivía exiliado el emir Faisal, el gran luchador por la independencia de los pueblos árabes, para pedirle una carta de presentación para Sabed Mohamed Ichis, jefe de los senussi

Tras seis largos meses de preparativos, dedicados a la compra de material y a aprender el manejo de los instrumentos de medición, la expedición se puso en marcha. Rosita Forbes vestía ropas árabes y había pasado esos meses practican­do también el dialecto egipcio para poder trasformarse en Khadija, una joven viuda, hija de un comerciante egipcio.

Muy pronto empezaron las dificultades. En Ben­gazi perdieron todo su equipo que lograron recuperar a duras penas, pero tras grandes penalidades consiguie­ron llegar a Djedabia, un poblado árabe donde vivía Sabed Ridha, hermano del emir senussi. Allí se estableció un complicado juego de espionaje entre los sir­vientes comprados por los italianos -los cuales querían impedir el viaje– y los contraespías de Sabed Ridha que los tenían vigilados y siempre sabían qué in­formación iban a dar a los italianos.

En medio de esta maraña de intereses, Rosita Forbes aprovechó que se había lesionado un pie y que nadie en su sano juicio creería que la expedición iba a continuar viaje, para escapar en plena noche, tras drogar a los sirvientes. Lo que vino después no fue más tranquilizador: intentos de asesinato por parte de tri­bus hostiles, camellos enfermos, días sin encontrar agua, tormentas de arena… Pero, por fin, en enero de 1921 avistaron el oasis de Kufrah.

Tras pasar allí diez días, regresaron a Alejandría, en un viaje de vuelta igual­mente azaroso en el que Hassanein se rompió la cla­vícula y tuvieron que ser rescatados en última ins­tancia por un destacamento inglés que había salido en su busca. Rosita se había convertido en la prime­ra mujer occidental en pisar Kufrah, un lugar hasta entonces ignoto y prohibido. Inmediatamente escri­bió un libro, El secreto del Sahara: Kufara, que tuvo gran éxito pero en el que no fue nada generosa con Hassanein a quien reprochó sus pocas habilidades cuando, según otras fuentes, fue su ingenio sus bue­nas relaciones con los italianos y su capacidad para leer el sextante lo que les sacó de apuros cuando todo parecía perdido.

La famosa arabista Gertrude Bell comentó más de una vez que estaba harta de Rosita Forbes y que lo que más le molestaba de ella era que apenas mencionara al hombre tan importante que la había acompañado, Hassanein, un egipcio, sin el que no podría haber hecho nada: “Ella es única cuando se trata de hacer sonar la trompeta”.

Sea como fuere, Rosita había dado el salto a la fama. Se convirtió en una apreciada conferenciante, agasajada con cenas y comidas en su honor. Fue recibida por la reina de Egipto y por el rey Jorge V y la reina Mary en el pala­cio de Buckingham. Pero su agitada vida tenía hueco pa­ra un acontecimiento más: conoció a Arthur McGrath, coronel de Inteligencia militar, con el que se casó a los pocos meses.

Pero, mientras meditaba si dar ese paso, decidió viajar a La Meca como una pe­regrina más para orar ante la Kaaba. De nuevo se ocultó bajo los mantos de la egipcia Khadija y se embarcó en un abarrotado barco que hacía la travesía de Suez hasta Jedda. Pero esta vez nada salió bien: al ponerse el obligado manto blanco de los peregrinos tuvo que dejar al descubierto su pelo y sus ojos grises, lo cual provocó las sospechas de los otros viajeros. Como remate, se cayó de una faluca y todo el mundo pudo ver su piel blanca, que sólo se había podido teñir en parte. Tuvo que asumir el fracaso y regresar a Inglaterra sin poder cumplir su compromiso con The Times, que había sufragado el viaje.

HONORES, HALAGOS Y PREMIOS

Según cuenta Rosita en su autobiografía, la boda con Arthur McGrath empezó con discursos y un entorno de ramos de flores y actos públicos. Rosita Forbes re­cibió la medalla de oro de la Sociedad Geográfica de Amberes y la Sociedad Geográfica francesa hizo lo pro­pio, un honor que sólo había recibido otra mujer antes que ella, Marie Curie. Ante tantos premios y halagos, mucha gente pensaba que los éxitos de Rosita Forbes estaban excesivamente valorados y que su gran mérito era ser una excelente relaciones públicas de sí misma.
Indiferente a los comentarios, buenos o malos, Rosita decidió en 1922 intentar cruzar otro terreno prohibido, Asir y Yemen, para llegar a Nejd. Este tampoco fue un viaje muy afortunado, incluida una penosa travesía con su barco zaran­deado por una terrible tempestad. Y, como remate, al llegar a Midi, centro de la trata de esclavos, la muchedumbre descubrió su disfraz y la expulsó al grito de “¡Es una infiel! ¡No es de la semilla de Adán!”.

Tras peligrosas aventuras como ésta, cuando por fin Rosita Forbes regresaba a casa, los viajes no habían terminado. Su marido Arthur MacGrath compartía con ella el gusto por un cierto nomadismo, justificado, además, porque trabaja­ba para el Departamento de la Guerra del Ministerio del Interior y le interesa­ba saber de primera mano lo que estaba ocurriendo en la Europa convulsa de aquellos años veinte, no tan felices.

Para Rosita, viajar por Europa en el periodo de entreguerras “fue emocionante, doloroso, divertido y desalentador”. Sí, también divertido, porque aquella socie­dad al borde del abismo ocultaba sus miedos tras una máscara de frivolidad. Ro­sita Forbes supo adaptarse perfectamente a la situación y ella, popular, famosa y admirada, se dejaba fotografiar en Ascot con los sombreros más extravagantes, uno de ellos tan grande que no pudo entrar con él en el coche.

Aquello era divertido, efectivamente, pero no ayudó a que Rosita Forbes fuera tomada con la seriedad que ella creía merecer. Por ejemplo, en su autobiografía se queja dolida de cómo, cuando la reina Mary se dirigió a ella en Ascot, no fue para interesarse por su azaroso viaje, disfrazada de árabe por un desierto que ni siquiera aparecía en el mapa, sino para preguntarle dónde había comprado el abrigo de piel de mono que llevaba.

Su editor volvió a ponerla en el camino de la aventura al pedirle una biografía de El Raisuni, el sherif de la tribu jabala, que tenía en jaque a las tropas españo­las, francesas y británicas en Marruecos. Un personaje que se atrevió a raptar al cónsul americano Pedicaris, lo que obligó a Roosevelt a enviar buques de guerra a Tánger con el lema de: “Perdicaris vivo o Raisuni muerto”. Lo segundo no lo logró y lo primero le costó a Estados Unidos 60.000 dólares por el rescate.

Rosita Forbes fue huésped del sherif durante once días y a su regreso a Inglate­rra escribió sus experiencias en Raisuni: sultán de las montañas. Este encuentro con un personaje tan novelesco y la admiración que Raisuni sintió por su visitan­te extranjera fueron la inspiración de la película El viento y el león.

POR TIERRAS ABISINIAS

Los viajes del matrimonio McGrath se ampliaron para incluir Estados Unidos, donde Rosita dio múltiples conferencias y fue tratada como una auténtica cele­bridad. Pero, por muy fascinante que fuera el Nuevo Mundo, Rosita seguía sin­tiendo la atracción de África y, deseosa de alejarse de una civilización mecaniza­da que no la satisfacía, decidió emprender la travesía de Ru Al-Khali, una zona ignota del sur de Arabia.

En esta ocasión su compañero iba a ser el famoso arabista y explorador Sir John Philby (padre, por cierto, de Kim Philby el agente doble que trabajó para los rusos y que formó parte del grupo de espías Los cinco de Cambridge). Las autoridades se opusieron inmediatamente a una empresa que les parecía suicida y ambos ex­pedicionarios decidieron probar suerte, emprendiendo la aventura por separado. Philby no tuvo éxito y fue detenido en Jedda. Pero Rosita, haciendo oídos sordos al coronel Scott, responsable de la seguridad de la zona, que le aconsejaba que se vol­viera a Inglaterra a pasárselo bien y se comprara “más sombreros de esos tan gran­des que suele ponerse”, decidió salir hacia Abisinia sin decírselo a nadie.

Del mar Rojo al Nilo azul: aventuras abisinias es el título del libro en el que Ro­sita contó su llegada a Lalibela y sus iglesias excavadas en la profundidad de la roca; la visión de los fantasmagóricos castillos portugueses de Gondar y su en­trevista con Haile Selassie que, en aquel país consumido por una pobreza irre­denta, la recibió con champán servido en copas de cristal veneciano y bandejas de oro. Claro que esta sofisticación no fue más que un paréntesis en un recorri­do siempre al borde del desastre… y de los precipicios de las enormes monta­ñas que tuvieron que atravesar a lomos de mulas y con sirvientes siempre ate­rrorizados por los bandidos, los cocodrilos o los fantasmas.

Como siempre el viaje mereció la pena y después de casi 1.800 kilómetros “la mayoría por pendientes sólo aptas para ciempiés, nos marchamos de Abisinia, para bien, contentos con los carretes de películas y con los recuerdos tristes y alegres que nos llevábamos y, para mal, por ese trocito de uno mismo que se de­ja atrás en cada viaje”.

EL REINO DE LA EXTRAVAGANCIA

De vuelta una vez más a la vida alegre y despreocupada de Londres, rodeados de amigos en cuyas casas solariegas pasaban los fines de semana, los MacGrath se olvidaron del proverbio árabe según el cual “ Las posesiones son cárceles; los hábitos, los muros de la cárcel” y se compraron una casa enorme de estilo geor­giano, con fantasmas incluidos.

Lejos estaban para Rosita las noches al raso en los desiertos inhóspi­tos y las chozas de los nativos donde tantas veces se había refugiado. Se dejó llevar por su tendencia a la extravagancia y se divirtió muchí­simo decorando la casa con los muebles más exóticos y los adornos más insólitos: por ejemplo, una escalera que bajaba haciendo peque­ñas ondas con la balaustrada adornada con leopardos de bronce o el dormitorio principal con paredes de ladrillos de cristal gris, suelo de mármol negro y una enorme hoja de palmera como ca­becero…

No sólo los periódicos ingleses, sino también los de Estados Unidos o la India, contaron las maravillas de la casa. Incluso el Daily Herald le dedicó un poema, algunos de cuyos ver­sos decían:

Mrs. McGrath tiene una casa de ensueño,
Pero no has de tener corazón de ratón

Si quieres pisar el mármol del suelo

Y ver sus pilares, paredes y puertas naranja-pomelo…

Muy divertido todo, pero los detractores de Rosita tenían un argumento más para dudar de la seriedad y valor de sus empresas.

Fue también en esa época cuando Rosita dedicó una parte de su tiempo a es­cribir novelas románticas, una de ellas en colaboración con su amigo Noel Coward y, aunque algunas se llevaron al cine, la mayoría han pasado discreta­mente al olvido.

ENTREVISTAS DE ENTREGUERRAS

Pero la capacidad de Rosita Forbes para combinar múltiples intereses no había disminuido y desde luego, su amor por los viajes continuaba intacto. Siguió re­corriendo Europa -Hungría, Rumania, Bulgaria…- entrevistando a reyes, políti­cos y militares. La perspicacia de Rosita era indudable y muchas de sus observa­ciones sobre la situación política de aquellos años se vieron confirmadas por los acontecimientos posteriores.

En 1929 viajó a Persia para entrevistar a Reza Khan, que más tarde sería el Sha de Irán, el nuevo nombre del país. A Rosita, el Shah le pareció un hombre des­piadado y codicioso, pero también un patriota y un hombre poderoso, cuya me­ta, según le explicó él mismo, era hacer de su pueblo unos buenos persas, capa­ces de apañárselas sin los extranjeros. “No quiero que se conviertan en burdas copias de los europeos”, dijo.

Ese mismo año, emprendió otro larguísimo viaje de 12.000 kilómetros a través de Asia Central que luego relató en su libro Conflicto: de Ankara a Afganistán. En Turquía, inicio de la expedición, se entrevistó con Kemal Atatürk y siguió viaje recorriendo Siria, Palestina, Beluchistán…

En 1931, los McGrath-Forbes viajaron a Sudamérica y se enamoraron de sus tierras. Un amor que, para Rosita, no oscureció la fascinación de África pero la calmó un poco. Naturalmente, el periplo sudamericano dio nacimiento a otro li­bro: Ocho repúblicas en busca de futuro, en el que Rosita cuenta sus impresio­nes sobre Brasil, Uruguay, Paraguay, Argentina, Chile y Perú.

En 1933 viajó a Alemania y logró entrevistarse con Hitler, que entonces se es­taba acercando inexorablemente al poder, aprovechando la amargura que arras­traba a sus compatriotas. El canciller recibió a Rosita sentado tras una mesa enorme, ocupado en dibujar casitas en una hoja de papel secante. Años des­pués, al consultar las notas de la larga conversación que tuvo con el Canciller, Rosita recordaba que nunca lo consideró un gran hombre: “Siempre fue un pési­mo juez de los hombres. No recuerdo haber visto ni oído nunca entre sus íntimos a nadie que mereciera la pena. Los que conocí eran por lo general despreciables, muy listos y claramente malvados […] Se mostraban in­condicionales, saludables, mediocres e intolerantes, y estaban satisfechos de que el Führer pensara por ellos”…

Como Asia Central era también uno de los fo­cos de interés en la inquieta mente de Rosita For­bes, en 1935 emprendió otro largo viaje de Kabul a Samarkanda, con el propósito de atravesar las monta­ñas de Afganistán, una proeza que parecía imposible. Pero ella lo logró y pudo visitar Jalalabad y Kabul, vio los Budas de Bamyan y cruzó el río Amu Da­ria, para llegar a lo que hoy es Uzbekistán y admirar las míticas ciudades de la ruta de la seda, Bukara, Samarkanda, Tashkent…

EL PAÍS DEL UNICORNIO

Quedaba un rincón de nuestro planeta al que el matrimonio McGrath no le ha­bía dedicado todavía atención: el Caribe. Y allí fue donde decidieron instalarse, después de haber recorrido prácticamente el mundo entero. El lugar elegido fue una isla de las Bahamas, casi deshabitada y en la que nadie se había fijado hasta entonces: Eleuthera. Allí compraron una finca llamada Unicorn Cay don­de, bajo la dirección personal de McGrath, se construyeron una casa siguiendo el modelo de los castillos del Loira, con torreones incluidos.

Allí daban espléndidas fiestas a sus amigos y Rosita paseaba a caballo por la pla­ya como Lady Godiva, pero con sombrero. Ese fue su refugio en la última parte de su vida, un lugar en el que, según ella, “era más fácil enfrentarse a cualquier cosa que ocurriera estando tumbada y a la mayor distancia posible del escena­rio del desastre”.

En 1967 murió Rosita Forbes tras una vida en la que, según cuenta: “Viajé sola, a caballo, en mula o en camello, en cualquier vehículo imaginable, desde balsas hasta carros blindados o acompañada de amigos fortuitos a los que aprecié, amé y dejé a la velocidad de una cometa. Deambulé por ahí hasta salirme del mapa. Disfruté mucho”.

No es mal epitafio.