SOCOTORA. EL TIEMPO DOBLADO

En el océano Indico, frente a la costas de Somalia y Yemen, la isla de Socotora, misteriosa y poco conocida, es hoy refugio de animales insó­litos, pájaros exclusivos y plantas sorprendentes. Un frágil tesoro que, a pesar de estar considerado Patrimonio de la Humanidad, se encuen­tra siempre amenazado y al borde de la extinción.

Hace 3,96 millones de años (más o menos) la península Arábiga estaba unida al continente africano, o sea, a lo que hoy llamamos el Cuerno de África. No existía el golfo de Adén. En ge­neral, en aquellos años del Plioceno había muchos menos golfos que hoy. Y mu­chos menos estrechos. Pero a la Tierra le dio por bailar un rato al son africano y a las fallas tectónicas, por divertirse chocando entre sí en lo que para ellas era un juego que repetían de vez en cuando cada ciertos miles o millones de años. Resultado: se formó el istmo centroamericano, se abrió el canal de la Mancha (para desbordar de alegría a los ingleses), se congeló la Antártida y la Arabia fe­liz mandó al Cuerno a freír monas. Animales como los que conocemos, jirafas, elefantes, perros, caballos, rinocerontes o hipopótamos, coincidían en el mismo espacio con otros ya extinguidos, como el tigre diente de sable, el gonfoterio y el estegodonte.

Cuando Arabia se distanció de África, en el camino hacia su nuevo destino dejó una huella imborrable: en la latitud 12º 29’ 52,53’’ N y la longitud 53º 50’ 09,43’’ E (más o menos) está Socotora (o Socotra, como la llaman los ingleses, o sea, casi todo el mundo), un archipiélago formado por una isla mayor (Socotora), tres menores conocidas como Los Hermanos (Abd al Kuri, Samhah y Darsah) y unos cuantos islotes dedicados al descanso de las aves marinas.

No crean que aquel cataclismo no tuvo su importancia, aunque pasara inadvertido para casi todos los gonfoterios, los estegodontes y demás animales de entonces, porque aquellas islas eran territorio de la plataforma continental, es decir, como unos granos en medio de la piel del mar que un día pertenecieron a Arabia. Dicen que es la tierra continental más alejada de su suelo madre (no sé, tal vez debiera decir suelo padre) y se basan en que está a 349,34 kilómetros de la costa yemení y a 95,05 kilómetros de la de Somalia. Más o menos.

ANIMALES EXCEPCIONALES

Pasaron algunos años. La teoría de la evolución que había pensado un homo sapiens barbado y talentoso llamado Darwin siguió sus pasos según unas líneas claras y precisas en todos los lugares de nuestro mundo. ¿En todos? Bueno, excepto en dos: Galápagos y Socotora. Hubo otros, por ejemplo, Nueva Zelanda; por ejemplo, Madagascar, pero el hombre (sumergido en su sabiduría infinita) se encargó con habilidad y perseverancia de aniquilar cualquier vestigio que tuviera a mano.

Ya conocemos los tesoros que Galápagos encierra. Pero Socotora, la humilde y desconocida Socotora, permanece aún entre el velo del misterio. O del desconocimiento, a pesar de haber sido nombrada Patrimonio de la Humanidad por albergar más de setecientas especies únicas. Por fortuna para la vida natural, sucede de este modo.

Los grandes animales que allí pudieron quedar prisioneros murieron con rapidez, porque la tierra era árida, poco dada a beneficiar a los herbívoros o a los que de ellos se alimentaban. El agua, escasa durante casi todo el año, sólo corría a raudales durante los cortos periodos de las grandes lluvias. Los árboles se adaptaron con mayor fortuna y la fauna más resistente, las aves, los insectos, los reptiles, encontraron la forma de acomodarse y sobrevivir. Hoy, en el atlas de las cosas naturales que podemos ver allí, hay registradas unas novecientas especies de flora, de las que la tercera parte son endémicas, junto a seis pájaros exclusivos de este territorio entre los que sobresale el estornino negro de Socotora (que no es negro, sino de un gris humo en su plumaje superior y naranja chillón bajo sus alas, como de forja de herrero, que sólo es visible cuando vuela), y diecinueve reptiles entre los que hay salamanquesas, camaleones, la inofensiva serpiente ciega que vive bajo tierra, y extraños insectos, libélulas con los colores del neón encendido, bellas mariposas de elegante diseño, caracoles de concha estilizada, y sobre la playa, dos tipos de cangrejos casi transparentes que se divierten haciendo montoncillos de tierra como puerta para su casa.

DESFILE DE FAMOSOS

Pero volvamos a la historia. Pasaron algunos años más. En aquellas islas se había asentado un puñado de pescadores que compaginaban dos oficios muy respetables en esa época: su tarea de marear para obtener el alimento diario y la de piratear cualquier embarcación que se acercara demasiado al territorio donde vivían. No pudieron impedir que Alejandro Magno tomara posesión de ellas para fundar un colonia de griegos y enviar a los heridos en combate a aquella tierra, ya que poseía tres valiosos remedios curativos: la sabia del árbol Sangre de Dragón (o sea, la Dracaena cinnabari), el aroma del incienso que se obtenía de la Boswellia bullata, y la mirra.

(Confieso que nunca he sabido para qué narices se utiliza la mirra).

Pues resulta que la mirra se usaba para dos asuntos importantes: primero, para la muerte, o sea, para el proceso de embalsamar; segundo, para la vida, o sea, para lavarse los dientes. Los egipcios de hace cuatro mil años usaban como dentífrico un compuesto a base de piedra pómez, sal y cáscara de huevo a los que unían una pizca de uña de buey rayada y un buen puñado de mirra. Los griegos y romanos eran más prácticos y ahorradores, y utilizaban orina humana. Durante el siglo XIX, en Europa se vendía pasta de dientes fabricada con tiza, ladrillo machacado, sal y carbón de leña. Hoy se hace con yeso (o sea, la tiza de las pizarras), oxido de titanio (que sirve también para iluminar la pintura blanca de las paredes), detergentes como los utilizados para blanquear la ropa, glicol de glicerina (el mismo que se usa en los anticongelantes para coches), aceite de parafina (el de las lámparas de camping) y saborizantes que den al asqueroso potingue un sabor aceptable. Los que prefieren ingredientes más naturales, compran en los herbolarios productos elaborados con mirra.

Decía que Alejandro Magno fue el primer famoso en llegar a las islas. Luego, en el siglo I y gracias a la publicidad que hizo de ellas el siciliano Diodoro Sículo, se presentó Santo Tomás después de naufragar cuando iba camino de la India. Sí, el de “si no lo veo, no lo creo”. Este apóstol, que como cualquiera de sus colegas era bastante convincente, convirtió al cristianismo a todos sus habitantes, que abrazaron con generosidad el credo nestoriano del exégeta Teodoro Mopsuestia y del obispo Rábula. Decían que Jesús era dual, dios y hombre, y que María sólo era madre de su componente humano. El Concilio de Éfeso los declaró herejes. Hoy, subsisten dos ramas: la Iglesia Asiria de Oriente (que como su propio nombre indica tiene su sede en Illinois, Estados Unidos de América) y la Antigua Iglesia de Oriente, con sede en Bagdag, la capital iraquí. Entre las dos suman ciento setenta y seis mil setecientos veintiocho fieles. Más o menos.

Cuando en 1507 llegaron los portugueses Tristao da Cunha y Afonso de Alburquerque no encontraron referencia alguna de su pasado cristiano, a pesar de que Cosmas Indicopleustes (un viajero alejandrino que, atrapado por una clarificadora intuición, navegó al oriente para demostrar que la tierra era plana y tenía forma cuadrangular) e incluso el sempiterno Marco Polo se habían referido a él. Polo decía que sus habitantes nacían cristianos, que tenían un arzobispo que ni sabía de la existencia del Papa romano, y hablaba de ciertos juegos esotéricos, mágicos y negros que se celebraban en el mismísimo arzobispado. De ser cierto, hasta bien entrados los siglos de la baja Edad Media no se convirtieron a la fe musulmana. Llegó el Corán a Socotora y, aunque fue visitada por el jesuita Francisco Javier y puede que por Pedro Paéz (el español que descubrió las fuentes del Nilo Azul y que pasó siete años cautivo en Yemen), cayó en el olvido hasta hacerse invisible, efecto que en pleno siglo XX aprovecharon los rusos para tenerla como base militar durante la época de la Guerra Fría que siguió a la segunda Guerra Mundial.

Yo llegué algo más tarde. No crean que no fue un momento importante en la historia de la isla, ni mucho menos, porque acerté a llegar el día que se inauguraba la línea aérea entre Sanáa (la capital del Yemen) y el archipiélago, después de detenerse en Adan, que es como ellos llamaban a Adén, ciudad que da nombre al golfo y abre la puerta al Mar Rojo. Mi estancia, de unas cuantas horas (más o menos), me sirvió para constatar el carácter isleño de la gente, acostumbrada a pasar largas temporadas de aislamiento en su invierno, cuando el viento sopla del suroeste y levanta olas que impiden utilizar el dificultoso puerto de Qalansiyah, o del noreste para hacer impracticable el acceso al diminuto pantalán de Howlef; y ante todo, para afirmarme en la promesa de volver cuanto antes.

Así lo hice pocos años después.

ARBOLES BOTELLA Y SANGRE DE DRAGÓN

Grandes bloques de piedra como de cantera para pirámides se amontonaban en las inmediaciones de Hadibú. En las paredes superiores de esas moles ordenadas del mismo modo que si hubiera habido un cataclismo aparecían solitarios árboles de incienso con ramas aparentemente secas, pero que no lo estaban porque, de vez en vez, en sus extremos aparecían livianos brotes de color rosado que más tarde se convertirían en flores hermosas. El paisaje hubiera sido un tanto apocalíptico si no acabara en un mar de azules silenciosos y texturas de nube similares a los de la puerta del cielo. Por el contrario, las montañas dejaban resbalar la arena que formaba pequeñas o grandes dunas sobre las que se movían unos puntos negros que me parecieron buitres egipcios. No lo eran. Cuatro mujeres vestidas de negro desde el hueso frontal de sus cabezas a las falangetas del pie comprobaban el estado de las tuberías que tiempo atrás habían enterrado en lo alto, bajo la arena, para canalizar el agua de lluvia. El viento no existía. La brisa marina se había tomado unas vacaciones en mofletes ajenos y el sol lanzaba su látigo de fuego para flambear mi cabeza.

(Mala suerte haber nacido mujer en Yemen).

La isla tenía forma de pájaro sin alas con el pico hacia Sherubrub, al oeste, y la cola hacia Ras Irisseyl, en el este. Su geografía mostraba una cordillera central cuya altura no sobrepasaba los mil quinientos metros y unas colinas a ambos lados salpicadas por planicies y riscos alborotados que dificultaban una enormidad el tránsito con el coche más dotado. Pequeños poblados (con frecuencia de tres a cinco casas donde vivían familiares cercanos y lejanos) se escondían al abrigo de una pared o un bosquecillo subsistiendo allí como en el siglo XIV con la única ayuda moderna de la bombona de butano que las mujeres debían cargar a cuestas hasta las ciudades de la costa cuando se les vaciaba.

(Mala suerte la de ser mujer y vivir en el interior de Socotora).

Las carreteras no cubrían todo el territorio: al norte, la mejor vía de la isla abría camino entre Qalansiyah y Hadibú, y continuaba hasta Qariyah, donde se convertía en pista; al sur, un camino llevaba de Bidholeh a Qa’aram (llamada también Di Severo) y a Mahfirhin, pero resultaba imposible recorrer los casi cincuenta kilómetros que había hasta Ras Irisseyl y los que separaban Di Severo de Sherubrub si no se hacían a pie. Yo me aventuré una parte del trayecto, engañando a mi guía que se negaba a dejarme solo y tampoco se avenía a recogerme al día siguiente en el extremo de la isla.

Me arrepentí. Casi siempre me arrepiento de lo que no hago.

En la playa del norte cercana a Diabelhan los árboles botella crecían diseminados sobre la orilla y más allá formaban un bosque nada apretado. A veces parecían frascos de perfume diseñados por un artista japonés; otras, un hombre desnudo con la cabeza enterrada, ombligo bien formado y extremidades similares a las de Eduardo Manostijeras. Mirándolos con los ojos de la imaginación, no hubiera resultado extraño que apareciera un cachorro de braquiosaurio para chupar su corteza o extraer su sabia. Mientras, en las altiplanicies centrales surgían ante mí unas enormes sombrillas vegetales. Eran árboles de Sangre de Dragón, esa drácena milagrosa, utilizada por la reina de Saba, cuya sabia roja aún se exporta a la India para multitud de cosas, entre ellas, para rebajar inflamaciones, sanar fístulas, combatir hemorroides, curar enfermedades venéreas, reducir hemorragias de parturientas, pintar uñas y labios, decorar cerámicas, barnizar sitares, guitarras de concierto y violines de la época de Stradivarius o utilizarla como pócima mágica para recuperar el amor perdido.

UN PARAÍSO A VISTA DE PÁJARO

Faltaban pocos días para el final de mi estancia y ya me daba por satisfecho. Me quedaba conocer el extremo oeste, en torno a Qalansiyah, ciudad militarizada con escasos encantos, salvo las olas que formaban las fuertes corrientes que impedían el baño y alentaban la práctica del surf y los deportes de él derivados. En efecto, diez o doce tanques se encontraban hundidos en la arena como formando batería de cañones que vigilaban la isla con más fe que fortaleza ante una hipotética invasión llegada de Somalia. El paisaje se me mostraba sucio, desangelado, con imagen de abandono físico y piltrafa espiritual. Si miraba hacia el horizonte marino, la vista ganaba mucho debido a los barcos de pesca que permanecían anclados a ciento veintidós metros de la costa (más o menos) y al gran arco que la tierra marcaba en su encuentro con el agua.

“Sube aquella colina” me dijo el guía. Y yo, que soy muy bien mandado para estas cosas, lo hice con cierto aburrimiento. Tal vez fuera aquél el sitio más feo de la isla, pensaba, mientras caminaba en plan zombi, o sea, como si fuera de otro mundo.

Llegué a lo alto.

Había alcanzado el paraíso. Una playa de finísima blancura se arqueaba bajo mis pies. Una playa inmensa, luminosa, que acababa en un montón de dunas placenteras. Una playa entre dos aguas: azul de un sueño esmeralda, la del mar abierto; azul de tonos turquesa, la que encerraba la laguna, y en medio, un paseo de angélica arena sobre la que se movía un punto negro sin desplazarse. Era un hombre. En el punto medio de aquel gajo tan mullido había una barca. Azul. Me dijeron que aquel arenal tenía una longitud de ocho kilómetros y que el entorno era un parque natural. En aquel momento, las ciencias de la medición, la geografía y la estadística me la traían al pairo. No así los sentimientos que en mí despertaba aquel pedazo de territorio bañado por un mar etéreo, celestial, casi alfombrado.

No cabía duda. Estaba ante una de las playas más armoniosas y estéticas que había visto en mi vida.

Volví a casa. Y a otros lugares.

En París, un experto en petróleo me comentó que Socotora, como parte de la plataforma continental de Arabia, podría tener bolsas de oro negro bajo las aguas cercanas. Y que el Gobierno de Yemen no desdeñaba la búsqueda masiva en las cercanías del archipiélago.

Un socotrí que trabajaba para el Gobierno me dijo a media sonrisa:

–Sería una forma contundente de mejorar la vida de los socotríes.
–Neshi ba’er ladiye, Socorra – le dije después de consultar mis precarias notas lingüísticas. O sea, “buenas noches, Socotora”.
-La, al aysh’irob.

No, no lo entendió.