NUTKA, LA ÚLTIMA FRONTERA DEL IMPERIO

Al igual que sucede hoy con la exploración espacial, a mediados del siglo XVIII eran muy pocas las naciones capaces de enviar naves a los más alejados mares y confines de la Tierra. De hecho, solo cuatro potencias, Reino Unido, Francia, España y Rusia, tenían el empeño de cartografiar las tierras del Pacífico y de encontrar el pretendido Paso del Noroeste, que los geógrafos ilustrados pensaban que debía de existir para enlazar por el Polo Norte las aguas de este océano con las del Atlántico.

La tradición de esa búsqueda en nuestro país venía de lejos, desde que dos siglos antes el marino y explorador de origen griego Juan de Fuca (Ioannis Phokas 1536-1602), naturalizado español y al servicio del monarca Felipe II, lo buscara navegando lo más al norte que se había hecho nunca por el llamado “Lago español” (Pacífico). Fuca descubrió el paso que lleva su nombre entre la gran isla de Vancouver (Canadá) y la actual ciudad de Seattle (USA). Sin embargo, su reconocimiento de la costa noroccidental del continente americano y muchas de sus islas permaneció adormecido, en virtud de los grandes logros obtenidos con otras rutas marítimas más templadas que ya enlazaban las costas y archipiélagos de aquel océano hallado por Vasco Núñez de Balboa, junto con los intereses comerciales y estratégicos más evidentes para la Corona española.

Así, los archipiélagos más frecuentados de Guam y las Marianas, descubiertos por Magallanes en 1521; las islas Carolinas, exploradas por Toribio Alonso de Salazar en 1526; los archipiélagos de Palaos y las Filipinas, de las que Miguel de Legazpi tomó posesión en 1565; y sobre todo, el camino de retorno hacia Acapulco establecido por Andrés de Urdaneta, se convertían en las principales vías marítimas de aquel inmenso “mare nostrum” español. Durante más de dos siglos, por aquellas aguas transitaría el comercio de las especias, las sedas, lacas y porcelanas chinas, el oro y la plata americana, los bienes de lujo y las gentes y flujos culturales que alimentaron las dos orillas de América y Asia. Sin apenas presencia de otras potencias europeas que los estorbaran, los galeones de Acapulco y Manila, -según el sentido del viaje- se enseñorearon del océano más grande de la Tierra, compartiendo el honor de exhibir las enseñas de Castilla y Aragón con las naves portuguesas y luego holandesas, que comenzaron a desplazar a los lusos al declinar el poder naval de éstos.

Pero tratándose de territorios tan alejados y perdidos en el vasto océano, algunos de ellos tan grandes como la isla de Borneo o Nueva Caledonia, la colonización de todos ellos por el hombre blanco no se haría efectiva hasta mediados del siglo XIX, aunque una nueva exploración del marino inglés Dampier recorriera las costas de algunas de estas islas en los inicios del siglo XVIII, y finalmente a partir de 1774, fueran cartografiadas mucho mejor por su insigne compatriota James Cook, arquetipo del explorador de finales de aquella centuria, al igual que los franceses Louis-Antoine de Bougainville, Jean-François de Galaup, conde de La Pérouse, o el español de origen italiano Alejandro Malaspina.

El interés por explorar y conocer mejor todas aquellas tierras, espoleado por los avances científicos del Siglo Ilustrado, dio comienzo con la Guerra del Asiento, -o de la “oreja de Jenkins”-, entre España y Gran Bretaña, y la irrupción por primera vez en este escenario de la escuadra del comodoro George Anson, quien a consecuencia de su derrota se verá obligado a huir, acometiendo entre 1742 y 1743 su famosa expedición circunnavegatoria.

Tras su regreso a Inglaterra, enriquecido con el botín del apresado galeón de Manila, el marino publicó un memorial sobre su aventura titulado “The Voyage”, con el que dio a conocer las debilidades de nuestro sistema colonial y las escalas que habrían de cumplir cualquier nueva tentativa de invasión o exploración del “lago español”.

Anson miraba hacia el futuro en sus recomendaciones, señalando la conveniencia de cartografiar las Islas Malvinas, la Tierra del Fuego y la costa occidental de la Patagonia, para facilitar a otras expediciones el acceso a los Mares del Sur. El archipiélago de Las Malvinas, en el Atlántico Sur, y la isla de Juan Fernández en el Pacífico, eran las mejores escalas para abordar en tiempos de paz las empresas comerciales, como para las expediciones de castigo en caso de guerra. Pero no era Anson el único en darse cuenta del valor estratégico del Pacífico como pieza vital de nuestro dominio naval. También fue puesto de manifiesto por otras dos obras cruciales de la segunda mitad del siglo: la “Histoire des Navigations aux Terres Australes”, del francés Charles Brosses, publicada en 1756, y la no menos difundida de Alexander Dalrymple, “An Historical Collection of the Several Voyages and Discoveries in theSouth Pacific Ocean”, que apareció en 1770.

HACIENDO OÍDOS SORDOS

Años después, todavía se lamentarían algunos notables españoles del poco caso que se les había hecho a estos memoriales y a lo que describían respecto a nosotros, poniendo de manifiesto el descuido en que teníamos los puertos más útiles de América, desde el Río de la Plata hasta el Cabo de Hornos, continuando por las costas del Pacífico, el istmo de Panamá y la península de California, o haciendo hincapié en el despoblamiento de una isla tan fértil y templada como la de Juan Fernández, dominante de todas las costas de Chile y Perú, y de donde el capitán Woodes Rogers había rescatado al marinero Alexander Selcrag, inspirador del famoso personaje novelado de Robinsón Crusoe. A este respecto, resultaron proféticas las reflexiones del ministro e ilustrado conde de Aranda, quien en un informe de 1760 remitido al monarca Carlos III se pregunta: “¿Quéhemos remediado de todo lo que nuestros enemigos por bondad de Dios y malapolítica suya nos han manifestado con evidencia y a costa bien grande nuestra?,respondiendo…, “lo que conviene, pues en Europa no necesita el Rey de fuerzasterrestres, es que envíe muchas al otro mundo, que rueguen por él con rosarios deplomo. Que con muchos de semejantes intercesores le aseguro que haremos milagros”.

El tiempo le dio la razón, con la toma dos años más tarde de La Habana y Manila por las odiadas tropas británicas. De ahí que acabada la guerra de los Siete Años tras la firma de la Paz de París (1763), se llevaran a cabo las más importantes empresas marítimas de británicos, franceses y rusos en el área del Pacífico. En 1764, el almirante lord Byron, -abuelo del más reconocido poeta inglés romántico-, dirigiría su gran expedición a las Malvinas, que fue seguida de los viajes de Wallis y Carterer (1766); los de Bouganville (1763 y 1766); y finalmente, los tres viajes de Cook (1768, 1772 y 1776), que tendrán importantísimas repercusiones en toda el área de Oceanía, hasta el punto de lograr, hasta el día de hoy, el que la misma presencia española haya quedado injustamente desdibujada. Olvidando, por ejemplo, las expediciones que al mismo

tiempo el virrey del Perú mandó llevar a cabo al archipiélago de Tahití (1772- 1773), a la que siguió el descubrimiento y asentamiento español en Tautira (1774- 1775), y una tercera visita de la que se consiguió una abultada documentación científica y antropológica o descriptiva de la sociedad tahitiana (1775-1776).

¡QUE LLEGAN LOS RUSOS!

Pero no eran sólo los británicos y franceses los que se habían lanzado a la exploración del Pacífico, también los primeros establecimientos pesqueros rusos en las costas de Alaska completarían el nuevo reparto del mapa, sumándose a las amenazas que comienza a surgir sobre la hasta entonces indiscutida soberanía en aquel espacio geopolítico de la Corona española.

Las apetencias de los zares por Alaska habían comenzado con las primeras exploraciones del extremo oriental del continente americano por parte del marino danés Vitus Bering, quien puesto al servicio del zar Pedro I el Grande, las inició a partir de 1725, dando su nombre al estrecho que hoy separa Siberia de Alaska. Durante la segunda mitad del siglo XVIII, el ascenso al trono de la zarina Catalina II trajo consigo renovados bríos para las aspiraciones rusas en Norteamérica. El vizconde de la Herrería, embajador español en San Petersburgo, informaba en 1763 a Grimaldi, el ministro de Carlos III, de los avances de éstos por Alaska y el archipiélago de las Aleutianas, señalando que: “los rusos aspiran a crear una Nueva Rusia, a imitación de la Nueva España, en las tierras de Onalaska”.

El peligro que entrañaba la presencia de naves de aquella procedencia para nuestras posesiones en California, dejó de verse a partir de entonces como algo lejano en la Corte española, iniciándose una carrera por el descubrimiento, exploración y colonización de todas las tierras de la costa oeste norteamericana entre ambas naciones. Una empresa en la que igualmente acabarían participando los propios británicos. Y así, el dominio español se verá amenazado por una tenaza cuyos brazos manejan los eslavos por el Norte y los británicos por el Sur.

Los zares intentaban establecer una cabeza de puente en América tras expandirse por Siberia, lo conseguirán haciéndose finalmente con Alaska; mientras que el Reino Unido proyecta levantar factorías de pesca y curtidos de pieles en las costas del Pacífico, e introducir de contrabando sus productos manufacturados en cuantos puertos americanos pueda.

La colonización de las tierras altas de California fue el primer paso de la respuesta española para conjurar ambas amenazas. Y el conflicto final por la isla de Nutka su último episodio. Era el final del “lago español”, el océano que sólo habían surcado las naves españolas durante los dos siglos y medio anteriores, y que ahora se abría al poder marítimo de otras naciones más capaces que España para explotar sus enormes recursos. Con la era de las grandes exploraciones científicas se iniciaba el ocaso del “mare nostrum” español.

El conocimiento del cielo, cuyos movimientos ya eran medidos por los cronómetros, ayudaba a conocer mejor la Tierra, que se estudiaba más a fondo en todos sus fenómenos físicos y en sus productos de toda especie, incluidos los seres humanos. Un ansia y emulación exploratorias se había apoderado de las potencias europeas, y muchos navíos de pabellones diferentes al español surcaron el Pacífico por primera vez.