Nutka, otra vez

Un libro, una exposición y un catálogo nos acercan la olvidada presencia española en el noroeste de Canadá en la segunda mitad del XVIII

“El primer europeo en llegar a las costas de la actual Columbia Británica fue el navegante español Juan Pérez, en 1774. Le siguieron hombres de la talla del capitán de navío Juan Francisco de la Bodega y Quadra, el marino italiano al servicio de España Alejandro Malaspina, el marino y cartógrafo Dionisio Alcalá Galiano y el capitán de la Primera Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña Pedro Alberni, entre otros. Estos hombres dejaron su huella en Canadá, que podemos encontrar hoy en día a través de los innumerables lugares que llevan sus nombres, tales como la Isla Galiano, la Isla Quadra, Port Alberni o el Estrecho de Malaspina. Siendo yo de la provincia de Columbia Británica, siempre me ha asombrado la estrecha relación que mantuvieron nuestros dos países en esa época y el recuerdo indeleble dejado por las expediciones españolas en la historia de la costa oeste canadiense”.

Con estas palabras, escritas en un catálogo al que posteriormente me referiré, el actual embajador de Canadá en España, Anthony Vincent, da fe de un hecho que, no por histórico, parece menos olvidado por la historiografía, en especial la de habla inglesa, que ha conseguido rodear de leyendas de todos los colores la presencia española en América, hasta acabar con todo rastro de ella en lo que al norte del nuevo continente se refiere. Como muestra, valga el botón de que la Isla de Vancouver tuvo como topónimo inicial europeo el de Isla de Quadra y Vancouver, en homenaje a los dos hombres -el primero por parte española y el segundo por la inglesaencargados de establecer en 1792 los límites de soberanía de las monarquías británica e hispánica tras el Tratado de El Escorial (o San Lorenzo el Real) firmado dos años antes.

Un libro (“Nutka 1792. Viaje a la costa noroeste de la América Septentrional por Don Juan Francisco de la Bodega y Quadra, capitán de navío”) y una exposición con su consiguiente catálogo, al que antes aludí, (“Nootka. Regreso a una historia olvidada”), ambos editados el año pasado por el Ministerio español de Asuntos Exteriores, constituyen la hasta ahora última aportación española a la recuperación y reivindicación del papel de nuestro país en esa zona del Pacífico en el último cuarto del siglo XVIII, cuando aún España, con más voluntarismo que posibilidades reales, pretendía seguir considerando el gran océano como una especie de mar interior entre las Filipinas y América, al tiempo que, con el afán Ilustrado que impregnaba la época, intentaba la búsqueda del mítico Paso del Norte que comunicara Atlántico y Pacífico.

Nutka/Nootka/Yokuot, enclave en la costa noroeste de la Isla de (Quadra y) Vancouver, fue el primer lugar de contacto de los europeos con la costa oeste de Canadá, y a su nombre están indisolublemente ligados los de legendarios navegantes como el mencionado Juan Pérez, James Cook, Alejandro Malaspina, Bodega y Quadra y George Vancouver. Para España en particular, el nombre de Nutka tiene que asociarse también con el de la crisis o “incidente” que condujo finalmente a la firma del tratado de El Escorial con los ingleses y que a la postre, como señala en el libro el profesor Emilio Soler, supuso la constatación de que “el imperio español continuaba su lento declinar, secular, que marcaba su devenir histórico”.

Para comprender cómo se llegó a esta situación, hay que partir de unos años antes. La expansión española en el noroeste de América durante los reinados de Carlos III y Carlos IV fue motivada por la presencia rusa en el Pacífico Septentrional, que contaba con el respaldo tanto de la política de los gobiernos zaristas como de los intereses comerciales en pos del “oro suave” de las frías islas norteñas: las pieles de nutria, de lobos marinos y otros animales que reportaban grandes beneficios en los mercados de China y Asia Meridional. La necesidad de conocer el alcance de las actividades rusas en aquella zona, unida a las noticias que alertaban sobre el posible afán zarista por llegar hasta California, llevaron a España y Nueva España a encargar un viaje de descubrimiento a su piloto más avezado, el mallorquín Juan Pérez. Así, el 6 de agosto de 1774, la fragata Santiago avistaba el litoral de la que luego sería Isla de (Quadra y) Vancouver y dos días después anclaba en una rada a la que llamaron de San Lorenzo, años antes de que el marino inglés James Cook arribara a ella y la denominara Nutka. Pérez había conseguido de este modo no sólo abrir una nueva ruta y constatar la existencia de pueblos hasta entonces desconocidos para los occidentales, sino, lo que era el fin primordial de su expedición: certificar que, hasta los 55 grados, no había rusos en la costa.

Los viajes hasta esta última frontera de la exploración en aguas cálidas continuaron entre 1774 y 1793, con un hito en 1789 marcado por la ocupación de Nutka y el inicio del conflicto hispano-británico. Si antes de esta última fecha las expediciones españolas tuvieron como meta determinar el alcance de la expansión zarista, las posteriores irían encaminadas a buscar el hipotético Paso del Norte entre Pacífico y Atlántico, lo que España nunca llegaría a conseguir.

Fue precisamente uno de los expedicionarios de la primera época, Esteban José Martínez, quien tuvo una influencia determinante en el estallido de la crisis de Nutka, que, a la postre, significaría el canto del cisne de la presencia española en el oeste del actual Canadá. Martínez, al encontrarse en Nutka con varios navíos británicos, decidió tomar el puerto alegando el derecho de descubrimiento de Juan Pérez, al tiempo que apresaba algunos barcos ingleses. La crisis política desencadenada por esta acción se convertiría en un magnífico pretexto para que Inglaterra declarara la guerra a España en un momento en que la aliada de ésta, Francia, se hallaba inmersa en el proceso revolucionario. Tanto el ministro de Estado, conde de Floridablanca, como el propio rey Carlos IV fracasaron en su llamamiento a la reactivación del pacto con los franceses, por lo que España se vio obligada a claudicar ante las exigencias británicas, que quedaron formalizadas en el Convenio de San Lorenzo el Real (1790), que, como han constatado los historiadores, significó el reconocimiento internacional por parte del Reino de España de su aislamiento en política exterior y de su declive final como potencia mundial.

La expedición de límites que se organizó en 1792 para hacer efectivo este tratado supuso el punto señero de la presencia española en aquellas tierras. La amistad que surgió entre los máximos responsables de las partidas delimidoras, Bodega y Quadra y Vancouver, ha dado lugar, además, a toda suerte de interpretaciones, que en algún caso han alimentado una “leyenda rosa” en torno a ambos marinos.

A partir de ese momento, las expediciones hispanas se plantearon como objetivo el descubrimiento del Paso del Norte que los geógrafos de gabinete habían dictaminado que debía existir a cierta altura, sin que ningún expedicionario español lograra hallarlo. Por contra, las interpretaciones que se han dado acerca de la actividad y asentamiento españoles en el noroeste de América han incidido en que no formaban parte de ningún viaje comercial ni de ningún programa científico para revelar esa tierra ignota, sino que, antes bien, su único propósito era cercenar las acciones de otros países estorbando el libre comercio o el desarrollo científico. La victoria de la tesis inglesa en este sentido sobre la española terminó por borrar la fugaz y onerosa presencia hispánica en el noroeste americano, y Nutka fue, como ya hemos dicho, el canto del cisne de la misma.

No hay que olvidar, sin embargo, que las críticas no sólo llovieron desde la parte británica, sino que fueron alimentadas en algunos casos por los propios marinos españoles o al servicio de España, como Alejandro Malaspina. Vale la pena recordar sus palabras: “…pocas cruces solemnemente plantadas a veces en parajes que aún no sabíamos si eran islas o continentes, si eran o no habitados, alucinaron nuestras miras políticas con el agradable semblante de nuestras conquistas, y creyendo que no fuese necesario revalidarlas en un tratado, malogramos aún a la vista de la Europa esta pequeña utilidad de nuestros viajes y finalmente nos vimos en 1788 constituidos a emprender de nuevos las mismas exploraciones emprendidas en 1774 y ya por los señores Cook y La Péyrouse verificadas con el mayor suceso”.

(*) Periodista, jefe de la sección de Cultura del diario “Información” de Alicante. Miembro de la Sociedad Geográfica Española

Joaquín Collado