Tin Hinan, la viajera del desierto

Mil cuatrocientos kilómetros de ardientes arenas, una necrópolis custodiada durante generaciones en el corazón de Argelia y una historia transmitida oralmente desde hace mil seiscientos años son los ingredientes de película que acompañan la mítica figura de la reina Tin Hinan, la fundadora del pueblo tuareg. Su personaje se mueve grácilmente, como a lomos de un camello, en la resbaladiza frontera entre la historia y la leyenda.

El oasis de Tafilalelt, al sur del Atlas marroquí, fue, según las leyendas tuaregs, el lugar de donde partió Tin Hinan en algún momento en torno al siglo IV d.C. Con la escasez de datos concretos de que adolecen las historias contadas a media voz, el retrato de esta mujer se configura, sumando los pocos rasgos que se le atribuyen. Era alta y delgada, de raza blanca, de origen noble y conocedora del idioma y la escritura de los habitantes originales del Norte de África. Provenía de una de las tribus bereberes del desierto, una raza anterior a la colonización árabe que se extendía desde Egipto a las Islas Canarias, y no se sabe si escapó de su familia, si huyó de un matrimonio concertado, o si sobrevivió a una razzia sobre su clan. La leyenda no otorga valor a lo que Tin Hinan fue, sino a lo que sería, a la figura mítica en que el tiempo la convertiría, cuando, junto a su doncella Takamat, y a un puñado de fieles servidores, decidió emprender un viaje imposible por el desierto del Sahara, atravesando mil cuatrocientos kilómetros de ardientes arenas. Siguiendo antiguas rutas caravaneras y orientándose con ayuda de las estrellas, la comitiva se dirigió hacia el Este, hasta desembocar en las cercanías de Tamanrasset, una zona fértil de pequeños ganaderos y agricultores. No se sabe cuánto tiempo se empleó en realizar este viaje ni cuántas vidas quedaron por el camino. Las leyendas no tienen tiempo para detalles nimios. Si se cuenta, sin embargo, la llegada de Tin Hinan al oasis donde se establecería para siempre, a lomos de una camella blanca. El simbolismo tiene muchas más fuerza – y más magia – que la realidad.
La imaginación de los contadores de historias hace aquí su labor para llenar los huecos que a la historia le faltan. Tin Hinan o Tin Hinane, sobrenombre que literalmente significa en lengua amazigh “Ella, la de las tiendas” – probablemente en alusión a su origen nómada- decidió establecerse con su séquito en aquel valle recién descubierto.
A partir de ahí, su nombre pasó a traducirse metafóricamente como “la Madre de Todos” o “la Reina del Campamento”. No se sabe en qué momento ni de qué manera, la princesa recién llegada del desierto se las arregló para unificar a los distintos clanes de señores, vasallos, pastores y agricultores y dotarles de una identidad nueva y común, mediante el resolutivo método de enfrentarles, unidos, a una amenaza real y común: la invasión árabe. Sea como fuere y aunque las fechas bailan un poco, ya que la llegada de los árabes al Norte de África se cifra en torno al año 650 d.C, a partir de ese momento Tin Hinan se convirtió en Tamenoukalt, en idioma targui, la reina. Y la comunidad de pueblos nómadas, que extenderían su poder por todo el África central, sería el origen de los tuareg -vocablo que significa hombres libres, al igual que imazighen, la palabra con que los bereberes se designan a sí mismos. Los tuareg (rescatados del olvido por los libros de Vázquez Figueroa y la iconografía del París-Dakar) han conservado su identidad transfronteriza – su población se estima a día de hoy en tres millones – su lenguaje y su civilización. Aún hoy mantienen su rasgo más carácterístico, el uso del litam o velo azul, que les da un aire entre misterioso y principesco.
En la leyenda, Tin Hinan llegó al oasis de Tamnrasset con una hija, Kella, de cuyo padre nada se menciona, y allí engendró tres hijos más: Tiner, Takenkor y Tamerouelt, nombres con un significado totémico, pues representan diferentes animales del desierto. Su doncella Takamat, por su parte tendría dos hijas. Los tuareg del Ahaggar cifran su origen en aquellos antepasados comunes. Pese a la menor relevancia de la mujer en esta sociedad, la descendencia es siempre matrilineal, cosa que no deja de tener sentido. El historiador Johannes Nicolaison le concede a la leyenda el valor del mito que construye y preserva a una sociedad: aunque la historia real de los tuaregs es poco conocida, parece claro que las tribus originales de
pastores de cabras fueron dominadas en algún momento por pastores de camellos, de mayor importancia, de ahí el simbolismo de Tin Hinan, a lomos de una camella, y la importancia que este animal posee en la sociedad y con el imaginario de los tuaregs. Por otra parte Nicolaison ve en la historia de los descendientes de las dos mujeres, la clara intencionalidad de perpetuar la poderosa estructura jerárquica de la sociedad tuareg: los descendientes de la reina Tin Hinan siempre serán nobles.

Los descendientes de Takamat siempre serán vasallos, con esa combinación de respeto, cariño y autoridad que se le debe a una especie de hermana mayor. Si todo el mundo tiene claro de dónde viene, es más difícil cuestionarse el papel que a cada uno le ha tocado desempeñar.

CARA A CARA CON LA HISTORIA

El mito de Tin Hinan hubiera seguido siendo para siempre una historia con la que entretener a los viajeros frente a una hoguera, en las afiladas noches del desierto si no fuera porque hace menos de cien años, la leyenda se dio de bruces con la realidad. En el año 1925 una expedición militar francesa encontró un túmulo funerario, ubicado a unos cincuenta km. 250 kilómetros al NE de Tamanrasset y a unos de la cordillera del Tassili, en la frontera con Libia. El tiempo llegaría a conocerla como la necrópolis de Abalessa. Recién descubierto por los europeos, el lugar era, sin embargo, conocido desde tiempo inmemorial por los tuaregs, quienes lo habían convertido en un lugar de veneración y peregrinación hasta tal punto que se contaba que el targuí que pasara la noche al raso sobre aquel túmulo tendría sueños premonitorios que darían respuesta a sus preguntas. Para los tuaregs estaba claro que aquellas colinas de arena guardaban en su interior al antiguo palacio de la princesa Tin Hinan, convertido en su tumba.
Las excavaciones llevadas a cabo por el arqueólogo Byron de Prorok pusieron al descubierto varias salas vacías con muros de entre uno y cuatro metros de espesor. Finalmente centró sus investigaciones en una de las once salas que componían el monumento funerario, una estancia de cinco por cuatro metros de base y dos de altura. La sala estaba vacía, pero el suelo, cubierto por losas dejó al descubierto una cámara oculta bajo éstas, de unos 2,30 metros de longitud por 1,50 de altura. Esta cámara contenía el sueño de todo arqueólogo: un esqueleto
completo en excelente estado junto a un extenso ajuar funerario que permitiría una adecuada contextualización.
Las joyas y los restos de la vestimenta de cuero que acompañaban al cuerpo permitieron identificarlo como una mujer. Estaba tumbada sobre un lecho de madera y su rostro orientado hacia la salida del sol. En su brazo derecho llevaba siete brazaletes de plata y ocho de oro, en el brazo izquierdo. Sobre el pecho un anillo y una hoja doblada de oro. Su pié derecho se encontraba rodeado de bolas de antimonio, en el izquierdo llevaba cinco perlas de metal y piedras preciosas y a la izquierda de su pelvis se encontraron una treintena de perlas de diversos colores. La relevancia del tesoro funerario – solo en el museo de El Bardo se conserva un ajuar formado por más de seiscientas piezas- permitió hacerse una idea del prestigio y la relevancia del personaje que descansaba bajo las dunas de Abalessa. Junto a las joyas se encontraron una venus de estilo aurigniciense – símbolo de fertilidad – diversos objetos de cerámica y monedas romanas de oro con la efigie de Constantino I, acuñadas entre el 308 y el 324 d.C. Las características del conjunto funerario, el estilo de la cerámica, la antigüedad de las monedas y el análisis de los restos de carbono provenientes del lecho de madera permitieron datar entre los años IV y V de nuestra era, con escaso margen de error, el que se considera el hallazgo arqueológico más relevante del África sahariana.
Tin Hinan había renacido para la historia. El esqueleto fue exhibido por medio mundo, expuesto en nueva York y rebautizado como la Eva subsahariana o la Eva de los tuaregs. Por el camino algunas de las piezas del valiosísimo ajuar funerario se perdieron accidental o intencionadamente, y con ellas la carga de información que hubieran podido aportar. Los arqueólogos Prorok y Reygasse – quien llegaría a ser director del Museo del Bardo – catapultaron la importancia de aquel hallazgo, y con él se multiplicaron las teorías y se disparó la imaginación popular y literaria que, haciendo un giro hacia la ciencia ficción, hizo de Tin

Hinan, Antinea, una princesa superviviente del cataclismo atlante y reubicada en el Sahara como reina de una nueva casta de elegidos. Incluso una mentalidad científica, como la de Prorok – padre del descubrimiento – se dejó atrapar por esta posibilidad.

DE LA LEYENDA A LA REALIDAD

En 1968 un estudio antropólogico daba la razón a las primeras teorías: el esqueleto del Bardo pertenecía efectivamente a una mujer, de raza mediterránea, y de una sorprendente estatura, para la época – aproximadamente 1,75 m. de altura. Sin embargo, desmontaba otros mitos: la Tin Hinan rescatada de Abalessa, probablemente jamás había tenido hijos, lo que daba al traste con el mito de la “madre” de los tuaregs.
En la actualidad arqueólogos e investigadores esgrimen distintas teorías. La más “revolucionaria” es la de Adila Talbi, importante arqueóloga argelina, experta en el tema, que considera que los restos hallados en Abalessa, por sus características anatómicas pertenecen a un hombre, lo que desmontaría por entero el mito de Tin Hinan. Algunos médicos de ese país norafricano, confirman que efectivamente, la pelvis del esqueleto de Abalessa no parece femenina, o al menos – indican con cautela – con toda seguridad sería la de una mujer que no tuvo hijos. Las investigaciones aún no son concluyentes.
Para los tuaregs, sin embargo, la ciencia no puede empañar a la leyenda. La fe es capaz de resistir los embites de la razón y quizá por ello, cualquier anciano de la región del Hoggar argelino sea capaz de rebatir estas investigaciones y, con una sonrisa, desgranar la hipótesis que mantiene vivo el mito de Tin Hinan: la princesa se mezcló con los dioses para crear una raza nueva, de la que ellos descienden, historia que, por otra parte no deja de resultarnos familiar. Los depositarios de la tradición oral van un poco más allá y hablan de “hombres de gran altura, de pelo amarillo y ojos rasgados, venidos de las estrellas”. Investigación, mito, leyenda, e incluso ciencia ficción tienen algo que decir en la historia de Tin Hinan. Desafortunadamente, ninguna de las materias tiene todas las respuestas.
Y mientras, en el Museo de El Bardo, en Argel, el misterioso y principesco esqueleto encontrado en Abalessa sigue durmiendo su sueño eterno. Quizá el sueño de una reina nómada que rescató del olvido a una raza de pastores para convertirles en los príncipes del desierto.

Emma Lira es escritora y periodista, miembro de la Sociedad Geográfica. Ha resultado finalista del premio Fernando Lara con la novela “Tras el Agua Grande”, basada en el mito de Tin Hinan.