Regreso al Nanda Devi. Un trekking sentimental

En octubre de 1978, el escritor y fotógrafo de viajes Francisco Po Egea realizó una travesía de cinco meses por el Himalaya, desde Cachemira y Ladakk hasta Sikkim, con la única compañía de un porteador. Una gran nevada le impidió llegar a la cumbre del Santuario del Nanda Devi (7.816 mts), el pico más alto y bello del Himalaya indio. Veintitrés años después, y para celebrar su 75 cumpleaños, el viajero regresó de nuevo a estos mismos escenarios dispuesto a conseguir su sueño. Este el relato de su viaje sentimental y de un trekking cargado de nostalgia.

 

“La montaña no es una apuesta, es una emoción”, Walter Bonatti

 

–Morning tea, sahib.

Las palabras me llegaron atenuadas a través de unas nubes algodonosas sobre las que descansaba rodeado de etéreas devadasis cubiertas de velos transparentes que danzaban frente a un Shiva orgulloso y satisfecho, mientras por sus largos cabellos fluían las aguas del Ganges. Nos encontrábamos a solo unas decenas de kilómetros de las fuentes del río sagrado y yo llevaba un par de semanas caminando por montañas y visitando templos decorados con escenas mitológicas de imágenes de dioses acompañados de sus voluptuosas sirvientas. No eran pues de extrañar mis sueños erótico-religiosos

–Buenos días sahib, su té –insistió Pemba, fiel a la tradición de la India británica, todavía perfectamente conservada en esta zona del Himalaya.

Ahora sí, me despedí de las bellas sacerdotisas y abrí los ojos. Las nubes blancas se convirtieron en el techo tiznado por el humo de anteriores huéspedes de la cueva donde habíamos pasado la noche, y el altar de Shiva, en la entrada luminosa de la misma.

–Está nevando mucho –dijo Pemba.

En efecto, por el irregular marco de la cueva se veían caer sin desmayo los copos blancos.

–Deberíamos irnos cuanto antes –añadió.

–¿Y no sería mejor esperar a ver si escampa? –refunfuñé yo.

–Si sigue nevando así y no llegamos pronto al Duranshi Pass, igual ya no podemos salir de aquí en todo el invierno.

Me incorporé de un golpe, medio cuerpo fuera del saco de dormir, y le miré sorprendido.

¿Me estás diciendo que tenemos que volver a toda marcha al puerto y a las puñeteras gargantas que cruzamos el otro día? ¡Pero si los monzones acabaron hace días!.

Sí, por eso. Esto ya no es una cola del monzón, sino las primeras nieves del invierno que deben de venir adelantadas. ¡Y quién sabe si van a durar solo hoy o una semana! –concluyó Pemba.

Era octubre de 1978. Estaba yo realizando, entonces, mi travesía de cinco meses por el Himalaya, encadenando trekkings y viajes en autobús o camiones, desde Cachemira y Ladakh hasta Sikkim, pasando por el norte de India y Nepal. Nos encontrábamos esa mañana en pleno Himalaya indio, dentro del santuario exterior del Nanda Devi, un círculo de montañas y picos afilados de más de 7.000 metros el cual, a su vez, encierra el verdadero santuario –en el sentido de lugar de refugio y protección-, otro nuevo circo de paredones inexpugnables presidido por el Nanda Devi. Este, con sus 7.817 metros, es el pico más alto dentro de India –el Kangchenjunga se lo reparte con China y Nepal–, uno de los más bellos, más aislados y el más cargado de leyendas. Su nombre significa diosa Nanda, una de las acepciones de Párvati, la esposa de Shiva.

Hasta 1934 nadie había puesto pie en dicho santuario. Lo hicieron los británicos Eric Shipton y Harold Tilman, y el pico no fue escalado hasta dos años más tarde por este último acompañado de Noel Odell. Desde entonces poco más

de una decena de escaladores habían hollado su cima y casi otros tantos habían muerto intentándolo. Mi propósito, entonces, era llegar hasta el borde superior del citado santuario, echar una ojeada a su interior y fotografiar la montaña a mi antojo. A pesar de no haberlo conseguido, conservo grandes recuerdos de aquel trekking por uno de los lugares más recónditos y bellos de Asia. Han pasado treinta y tres años desde aquel despertar en la cueva y nuevamente, desde la cresta de aquel difícil puerto, mientras contemplo a la diosa Nanda y sus bellos acólitos de cimas blancas, recuerdo aquella conversación y posterior aventura con mi porteador y gran compañero Pemba. Lo he conseguido. He vuelto hasta aquí. El 25 de octubre de 2011 cumplí 75 años –¡increíble pero cierto!– y para cele-brarlo, un mes antes, me fui a India para volver a recorrer aquellos parajes y lle-gar hasta el lugar del Santuario y la cueva en que dormí aquella noche anterior a la nevada. Esta vez no me he conformado con un solo acompañante, sino que he ido con guía, cocinero y dos porteadores; tanto por imposición de las autoridades que rigen la ahora Reserva Mundial de la Biosfera del Nanda Devi, como por mi propia seguridad.

 

DE DELHI A JOSIMATH

Acabo de llegar a Delhi, ocho de la mañana, escala en Doha de madrugada. Qatar airlines. Tripulación multirracial. Excelente servicio de las guapas azafatas, desde tailandesas a suecas. Pero, en estos momentos, solo pienso en el regazo de la diosa Nanda. Ella es el motivo de mi viaje.

Bárbara, mi mujer, se ha quedado preocupada, tanto que por primera vez, en tantos viajes emprendidos, me ha acompañado al aeropuerto. Cristina, también. Me ha llamado desde Stirling, donde estudia, cuando ya estábamos en el aeropuerto, para desearme buen viaje y ha añadido: “papi, te quiero mucho”; que quería decir: “ten mucho cuidado y ¡vuelve!”. Mi corazón responde: “No os preocupéis, no pienso abandonaros; sois lo que más quiero”.

En mi primer viaje a India, en 1977 –este es ya el quincuagésimo–, desde el aeropuerto a la capital todo eran campos, vacas, carros, algunos taxis Ambassador y familias acampando en las cunetas de la estrecha carretera. Ahora son autopistas llenas de barreras y policías, pasos elevados y un metro express supermoderno abriéndose paso entre los descampados a medio urbanizar y los edificios construidos por los “poceros” locales y otros promotores de mayor o menor rango. Tengo billete para el tren de las 11,30 a Haridwar , pero en lista de espera, nº 18. Mi vecino indio en el avión me ha tranquilizado. Con ese número seguro que me dan asiento. Reservan un montón para militares, políticos y demás vips. Un joven y alocado taxista me deposita en la estación del viejo Delhi con mi gorda mochila: saco de dormir, colchoneta inflable, lo mínimo de ropa (otro pantalón, dos camisas, dos mudas un jersey, par de guantes y rodilleras para los descensos), montón de medicamentos (tensión, infecciones, mal de altura, artrosis, diarreas, etc. ) una tableta de chocolate negro y 200 grs. de jamón ibérico; solo 12 kg. En la mochila pequeña llevo las dos cámaras, accesorios, papeles y las cien páginas, de las mil quinientas de la Footprint, dedicadas a Delhi y a la zona donde voy; en la bolsita cinturón, pasaporte, tarjetas y dinero. Además de ello, y a 35º, el grueso y viejo anorak de verdaderas plumas de ganso abrazado contra el pecho. ¡Me asfixio mientras asciendo las escaleras hasta las taquillas!.

Namaste. No problem”. Tengo asiento. Pero estoy agotado por el esfuerzo de subir las escaleras con toda la impedimenta. Tras preguntar a media docena de indios de los que me rodean desde que he bajado del taxi, consigo saber que la consigna está al otro lado de las vías. Voy hasta allí con un porteador para dejar la mochila. Ahora necesito cambiar dinero Tomo al taxista más espabilado camino del market, donde hay un banco, mas apenas iniciado el recorrido el honrado sujeto me dice: “Pero hoy es domingo, banco cerrado”. Hay un cajero en la estación, pero no funciona; otro en la otra punta. Solo da 2.000 rupias = 30 euros. Lo manifiesto al “securata” y éste, muy servicial, me enseña cómo sacar 13.000. Se lleva propina. Entre dimes y diretes, subidas y bajadas es la hora del tren. Recojo mochila. En el panel no aparece Haridwar. Pequeño pánico, pero me lo cuentan, es el Indore express, de donde viene; en mi billete pone Dehra Dun ex. Vagón de segunda, literas. Cuatro en cada compartimento y otras dos superpuestas entre el pasillo y la ventanilla. Tengo la de debajo. El convoy lleva ya dos días viajando. Restos de comidas, cristales rotos, cortinillas sucias y a jirones. Peor que hace treinta años, pues son los mismos trenes, los que dejaron los británicos pero mucho más viejos. Dormiría si no fuera por los chillidos y las correrías de los dos niños del compartimento de enfrente. ¡Maravillosa India!. En Haridwar me espera Rani, mi taxista contratado por Internet, hoy para Rishikesh; mañana para Josimath, la base de mi trekking, Es igual que el Ghandi de la película en físico y en amable agudeza. Rishikesh, por otra parte, es el supermercado de la espiritualidad desde que los Beatles vinieron a un curso de meditación con el gurú famoso del momento. Clases de yoga, meditación y danzas sagradas para indios y occidentales en busca del alma perdida enashrams, mitad hoteles, mitad templos, llenos de Sivas, tigres y espiras en los bordes del sagrado Ganges recién surgido del Himalaya. Y, en los últimos años, también, capital india del rafting. Mi hotel está junto al río, pero alejado del bullicio. Baño caliente, cena y a dormir. Llevo treinta y dos horas de tute. ¡Claro que eso no es nada para lo que me espera en el Nanda Devi!

A la mañana siguiente en marcha hacia Josimath. El paisaje es muy hermoso. La carretera discurre colgada de las empinadas montañas y a trescientos metros por encima del río. Bosques todavía muy verdes, monos saltando entre los árboles y las inevitables vacas –road inspectors las llaman los conductores indios– tumbadas o paseando por en medio del irregular asfalto. Hay pueblecitos de colores asentados en las laderas y templos blancos coronando las colinas. Mucho tráfico. Es la época del Yatra, la peregrinación anual a los cuatros templos situados en las cabeceras de los ríos que forman el Ganges. Pronto llegamos al primer desprendimiento que corta la ruta. Los monzones se han retirado hace solo unos días y sus torrentes destripan el terreno. Una pala mecánica arrastra hasta los bordes rocas y tierra mientras esperamos. Luego, todos a una, desde ambos extremos, quieren pasar primero. Camiones, autobuses, coches y motos se rozan y se quitan el sitio a golpe de bocina. Pero nadie se molesta. Josimath, después de treinta años, sigue con el mismo aspecto: despendolada en medio kilómetro de ladera abajo hasta el río. La carretera es su calle principal; solo que ha triplicado su longitud de una punta a otra. Tiendas y tiendas a ambos lados, una de cada cuatro vende móviles, al igual que en el resto de India, mientras camiones, taxis colectivos y resto de carruajes se abren paso entre la muchedumbre con el sonar de sus bocinas. Y todo muy pacífico. Al día siguiente en un taxi colectivo, diez personas en cinco plazas pero me ceden la ventanilla delantera, voy a Badrinath, uno de los cuatro templos más sagrados de India pues allí, a los pies del afilado Nilkhanta, nace el Alaknanda, uno de los citados ríos. Tras la visita al colorido y atiborrado templo y hacer sonar la campana de la entrada para que aleje de mí los espíritus malvados, me lanzo montaña arriba para probar mis piernas. Tras tantas horas de avión, tren y carretera, me encuentro ahora en mi elemento. Hay algunos shadus (monjes errantes) viviendo en chozas de piedra o bajo una roca coronadas por banderas rojas cerca del sendero. Intercambiamos saludos y sigo ascendiendo. Me siento todavía joven, pero he de reconocer que con mucho más esfuerzo. Como decía Picasso“Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida”. Por la tarde, Nandu, mi guía para el trek, viene a verme al hotel. Joven, sonriente, educado, moderno y con un inglés excelente. Muy buena impresión. Me cuenta la intendencia preparada para nuestra marcha por las montañas. Sigo aclimatándome a la altitud. Por ello al otro día me voy a Auli (3.000 m.), unas praderas encima de Josimath recientemente convertidas en una estación de esquí. Hace treinta y tres años subí a pie, pero ahora lo hago en taxi y me quedo a dormir una noche en uno de los hoteles, el situado más alto. Desde él he subido un par de horas más a través de un magnífico y solitario bosque, casi encantado, hasta una ancha pradera para hacer unas fotos del Nanda Devi pues “The Eternal White Divine Queen of Kumaon”, como por aquí la llaman, se ve radiante y maravillosa.

 

EL TREKKING

A la tarde siguiente el hermano de Nandu nos lleva en su cochecito hasta Winter Lata: una docena de casas en la carretera camino de la frontera con Tibet. De allí una hora y media de subida hasta Summer Lata; en rigor sus pobladores pasan la mayor parte del año en él. Casas de piedra con galerías de madera pintadas de azul. En un patio a cielo abierto encuadrado por varias de estas casas nos recibe Raghuveer Singh, el jefe del pueblo. Durante cuarenta años ha acompañado como guía o porteador a las expediciones por las montañas del macizo del Nanda Devi, pues este pueblo, a 2.370 metros de altitud, es la base de partida. Le pregunto por Pemba, el porteador que me guió en mi trekking de 1978. “Un tipo estupendo”, añado. “Se lo llevó la corriente del río, en 1998, cuando intentaba vadearlo”, me responde. Y me deja tan sorprendido como desilusionado. Me hubiera gustado mucho darle un abrazo. Lo siento, realmente. Le enseño ahora las fotos de una mujer joven y de un niño que tomé entonces; ella acarrea hierba; el niño, un fajo de leña sobre el hombro. Las fotos pasan de mano en mano pues se nos han juntado algunas mujeres. “Ella murió hace cuatro años de una afección cardíaca”. “Era muy buena y muy guapa”, me dicen. También reconocen al niño. “Vive aquí cerca”. Nos vamos a verlo y recibe con incredulidad su foto de cuando tenía cinco años. Entonces era una monada; ahora no parece él. A las ocho y media de la mañana emprendemos la marcha después de una visita al templo local, como no, dedicado a la diosa Nanda. Nos acompañan tres jóvenes porteadores, un poco excesivo me parece, pero luego comprobaré que llevan mucha comida y de peso. Me quieren tratar bien y ellos tienen muy buen saque. Uno hace de cocinero. Sendero fácil a través del hermoso bosque de encinas, rododendros y coníferas para comenzar, pero luego se empina bastante; lo peor son los escalones hechos de piedras grandes para impedir la erosión del terreno con las lluvias monzónicas. Sin embargo, me reencuentro con mis siempre queridas montañas y gozo de la belleza, de la soledad y de ese sentido de misterio que los grandes bosques salvajes proporcionan, con los claroscuros de luces y sombras creadas por los rayos solares, su profundo silencio y sus inesperados e inescrutables sonidos. Llegamos al lugar de acampada poco después de las 12 h., tras atravesar un ancho torrente por encima de las piedras puestas ad hoc. Podíamos haber llegado antes pero me he parado un buen rato con un par de belgas de unos 55 años, que viven en Laos, a cambiar impresiones. Me dicen que no han pasado de Lata Kharak –mi etapa de mañana– y que la última hora de subida se les había hecho muy dura. No se han atrevido a llegar hasta el Dharansi Pass pues uno de ellos tiene la tensión alta. Mi equipo me ha colocado la tienda en un promontorio herboso que sobresale de la ladera y ofrece un hermoso panorama sobre el río, casi mil metros más abajo, el pueblo y un amplio semicírculo de montañas. Ellos se acomodan en una cabaña medio derruida de pastores. Me tomo la tensión: 16,7/10,6, al igual que ayer tarde. Estoy para ir al hospital. Me tomo un Tarka y hago 20’ de ejercicios respiratorios. Me baja a 13/8. Me despierto a las seis de la mañana. La tensión me ha vuelto a subir. Tarka y ejercicios; pero no baja. No salgo del saco hasta las siete, hora en la cual me traen el desayuno. Unos huevos revueltos saladísimos que no puedo comer, cereales con leche, chapatis con mermelada y un par de plátanos. Salimos cerca de las nueve a causa de mi voluntaria parsimonia para recoger todas las cosas desparramadas por la tienda. Ascensión penosa, muy pendiente aunque seguimos por el bosque. Al cabo de un rato he de detenerme cada 50 metros a tomar aire. La altitud empieza a notarse. Paramos una hora para almorzar, chapatis con jamón y un tetrabrik individual de zumo. Sigo con la tensión muy alta y empiezo a preocuparme. Poco después de las dos de la tarde, tras los innumerables zigs-zags del camino llegamos a Lata Kharak, 3.800 m., novecientos de desnivel en cuatro horas. No está mal. Nos alojamos en una estupenda cabaña de madera con cuatro habitaciones totalmente desnudas, propiedad del Servicio Forestal, situada bajo la cresta justo en el límite superior del nivel de los bosques. Me tumbo una hora; hago mis ejercicios y ¡oh sorpresa! La tensión me ha bajado a 12/7. Parece que me estoy aclimatando muy bien a la altitud. Antes de cenar hablo con tres indios jóvenes de Bangalore, los otros habitantes junto con sus porteadores de la cabaña. Solo uno ha llegado con su guía hasta el Dharansi Pass; los otros se han vuelto ante las gargantas de Satkhula. Les han parecido peligrosas y estaban cansados. Hace un frío de narices. Ceno una sopita estupenda de cubito con verduras. Duermo totalmente vestido, con anorak y todo, dentro del saco. Lo mismo haré las noches posteriores. El día siguiente lo dedico a hacer una excursión, junto con Nandu hasta una cresta, límite del santuario exterior, desde la que se tiene un buen panorama de éste, de la profunda garganta del Rishi Ganga en el fondo y de los picos que la circundan. Durante buena parte del trecho no hay camino y hemos de ascender y descender por rocas y entre piedras, pero es un excelente ejercicio, amén de las estupendas vistas de las cumbres blancas de nieve del orondo Bethartoli Himal, las tres escalonadas del Trisul –el tridente de Shiva– y la pirámide del Nanda Devi, poderoso señor dominando a todas ellas. En total unas cinco horas a cuatro mil metros de altura. Volvemos a dormir en la cabaña, mi tensión se mantiene normal y yo dispuesto a la próxima jornada. De esta tenía un recuerdo muy alejado de la realidad. Ya el bosque ha termi-nado y el camino se abre paso entre altas hierbas rojizas, pedruscos y rocas al bies de la ladera hasta el paso de Jhandidar. Estamos, al igual que ayer, en plena montaña, solos con el cielo y las cumbres nevadas. Fotografío a contraluz, para que el sol haga semitransparentes sus pétalos, unos extraños lotos del Himalaya y, también, a los tres porteadores sobre una cresta con sus siluetas recortadas contra el cielo azul profundo.

Paramos una hora en el paso para descansar y comer. El Dunagiri a nuestra izquierda y la enigmática Nanda Devi al frente nos contemplan al final del desabrido paisaje. Las nubes comienzan, como cada día, a abrazarlos. Respiro con fruición. Por el momento aguanto. Cansado pero a gusto. Nuevamente una chapati gruesa y fría, dos patatas medio cocidas, frutos secos y un plátano cru-do, pues con este frío no maduran; menos mal que mi jamón ibérico arregla el condumio. Allí mismo empiezan las siete gargantas de Satkhula. No las recordaba tan ariscas. Cerca de un kilómetro, casi dos horas, de continuo sube y baja en torno a los 4.600 metros, atravesando gleras, ascendiendo rocas y salvando pasos sobre los precipicios con lajas de roca pizarrosa estratégicamente colocadas por los pastores de Lata. Recordaba los gozos del caminante pero había olvidado las dificultades de este camino. Aquí, en el trekking de 1978, presenciamos como se despeñaba un porteador de una expedición de regreso del vecino Dunagiri, en la que los dos sahibs norteamericanos habían desaparecido durante su escalada. Evoco aquellos momentos de angustia. El recuerdo de esas tragedias me acompañó entonces durante el azaroso camino de regreso entre la nieve. Pero hoy mis porteadores tienen el paso firme y yo soy consciente de mis limitaciones. No voy a ir saltando de piedra en piedra como una de esas cabras azules, bhara-les, que hemos visto pastando al subir.

 

Tras el paso por las gargantas, un largo y gradual descenso, nuevamente entre altos hierbajos y piedras desparramadas, nos conduce hasta el Dharansi Pass. Tras ocho horas de esfuerzo, estoy rendido. El sol y todas las cimas se han ocultado tras las nubes y éstas, incluso, cierran el fondo del estrecho valle. El paisaje se ha vuelto triste y el ardor de la mañana se ha convertido en un único deseo, llegar a esa mancha azul: la tienda, que los porteadores han colocado justo antes de la cresta que define el paso. Se levanta la neblina y el sol del atardecer calienta mis últimos pasos. Tras el consabido té, me siento en la puerta de la tienda. Gozo del espectáculo y de saber que lo más difícil ha pasado. La tierra es ahora roja, al igual que el cielo del crepúsculo. En un lento tirabuzón sube hasta aquí el silencio, acompañando a las nubes desde los lejanos valles del mundo, a hablar al alma, a enraizarse y permanecer, y con su frondosa copa a sombrear esta soledad querida mientras espero la cena, la noche y el reposo. La mañana del sexto día del trekking me encuentra bastante descansado. Mi plan es bajar hasta Dibrugheta, en el fondo de la garganta, y dormir en la cueva donde lo hice en 1978. Pero está prohibido acampar en el interior de la Reserva. Intento convencer a Nandu. “Los porteadores se pueden quedar aquí y bajamos solo tú y yo”, le propongo. Pero no se decide. Si un guardia nos descubre o las autoridades posteriormente se enteran, le retirarán su permiso de guía. Así que me conformo con subir hasta la cresta y fotografiar el entorno. Un espolón frente a mí tapa buena parte de la cara del Nanda Devi. Pero me siento colmado con estar frente a la montaña de mis sueños. ¡Ya nunca llegaré más cerca! ¡Quién sabe!. También en 1978 no pensaba volver. Creo que entonces no pensaba mucho en mi futuro, ni en nadie. Solo presente. Hacía poco más de un año había dejado mi trabajo “serio” y ni por asomo imaginaba en que mi nueva profesión iba a ser recorrer el mundo y contarlo con una cámara y una pluma. Si entonces no había dejado ataduras a mi espalda, ahora tenía los brazos de Bárbara y Cristina esperando mi regreso. ¡Era bonito pensar en ello!. Son más de las nueve cuando vamos a emprender el regreso. Creo que va a ser mucho trote volver hasta Lata Kharak. Casi dos horas que ya he estado yendo y viniendo y las ocho que quedan. Le pido a Nandu que él y yo acampemos a medio camino. Podemos llevar desde aquí cinco litros de agua y compartir la tienda. Ya encontraremos un sitio para plantarla. Los porteadores pueden seguir hasta la cabaña de Lata Kharak. De nuevo la dura travesía de las ásperas gargantas de Satkhula, a ratos envueltas en la niebla. Tras el paso de Jhandidar, como ya casi todo es descenso, decido continuar. Nuevamente, durante las dos últimas horas he de descansar, primero cada veinte minutos, luego cada diez. Cuando diviso las rocas coronadas por banderas de color naranja que anuncian la cabaña, algo más abajo, me siento un buen rato para despedirme de las grandes montañas. Pienso que envejecer es como escalar una de ellas, mientras se sube se van perdiendo las fuerzas, pero al llegar a lo alto, con la recompensa del panorama, tiene uno la mirada más libre, el espíritu, más sereno. Al día siguiente, de un tirón, descenso a través del bosque hasta el pueblo; luego hasta la carretera. Para llegar hasta ella, última aventura. Nandu toma un alcorce y nos encontramos encima de un muro con el suelo tres metros más abajo. El salta, pero yo no me atrevo. Mis sufridas rodillas pueden no resistirlo. Así que se pone de espaldas al muro y desciendo pisando sobre sus hombros y las palmas de sus manos. Poco después estamos en Josimath. Despedidas, abrazos y propinas para Nandu y su equipo. Y yo contento y orgulloso de lo realizado. Sin embargo, no estoy del todo satisfecho con las fotos de la diosa. No he tenido buenas luces, esas suaves y rosas o rojizas de amanecer o atardecer. Como en mi marcha me acercaba a la montaña por su flanco Oeste, no veía salir el sol pues eate amanecía detrás de ella y cuando finalmente aparecía, estaba demasiado alto, luces y sombras fuertes. Por la tarde subían las nubes de los valles y me la ocultaban. Así que ya bajando por el bosque he pensado: “he de volver en un próximo trekking para acercarme a mi amada por su flanco oriental.”. De todas formas, para impregnarse de la grandeza de una montaña, uno debe de contemplarla desde cierta distancia; para comprender su forma, debe de rodearla o al menos verla desde distintos ángulos. Para apreciarla, debe de observarla al amanecer y al anochecer, bajo el sol y bajo las nubes; bajo la lluvia y bajo la nieve. Me quedan todavía muchas visiones del Nanda Devi. ¿Vuelvo el próximo otoño? ¿O me espero a cumplir los ochenta?