El viaje del rey José Bonaparte por Andalucía

Por Emma Lira

Bibliografía: Boletín SGE Nº 48

 

La Andalucía de principios del siglo XIX era un territorio vasto y no muy conocido para el mundo. Algunos pioneros como Laborde habían vuelto contando las excelencias de una naturaleza feraz, un clima benigno, un patrimonio de herencia musulmana y una historia a caballo entre la realidad y la leyenda. Es por este territorio de ciudades blanquísimas, sierras escarpadas y costas infinitas por donde transcurrirá uno de los capítulos más olvidados de la historia, el viaje del rey José Napoleón Bonaparte, recorriendo los confines de un reino recién estrenado.

 

Napoleón Bonaparte, José I, no es un personaje especialmente bien tratado por la historia. Mucho más conocido en España por despectivos alias como Pepe Botella o Pepe Plazuelas, no era sin embargo ni alcohólico, ni tuerto ni jorobado, como le recrean los retratos orales del momento. Accedió al trono de España a instancias de su hermano, el emperador Napoleón, tras el vacío de poder y el caos dejado por la abdicación de Fernando VII, firmemente convencido de que, como ya había sucedido con la rama borbónica que sucedió a los Habsburgo, una monarquía extranjera podría dar un nuevo impulso al país. Pero quizá España no deseaba ser impulsada. El efímero reinado del rey José I estuvo marcado por el odio de su pueblo y el menosprecio de su hermano menor, a quien él reverenciaba.

José Bonaparte, según algunos historiadores, “reinó en el momento y sitio equivocado”.

De tradición ilustrada, albergaba ideas cultas y reformistas, y era un firme enemigo de la Inquisición, del despotismo eclesiástico y de los privilegios injustos de la nobleza. Abominaba de la violencia y era un amante de la historia, las artes y la cultura. Quizá por ello, y quizá a su pesar, se encontró emocionalmente involucrado con el potencial del país que le tocó en suerte. Jamás se atrevió a oponerse a su hermano, pero sí a manifestarle en reiteradas ocasiones que no deseaba ser rey por la fuerza de las armas, sino por el cariño de los españoles.

“No deseo una España avasallada – advierte – sino una España “hermana y amiga” de Francia”.

La presencia de un rey extranjero impuesto cayó como un jarro de agua fría sobre el caldeado ánimo de los españoles. Nombrado rey en junio de 1808, antes de finales de julio ya se dio cuenta de que su autoridad era nula. Si bien gozó de una cordial acogida en San Sebastián, Vergara, Vitoria y Miranda, era lo suficientemente inteligente como para diferenciar la actitud reverencial de las autoridades eclesiásticas y civiles, de la fría y recelosa de la población en general.

 

Destino Cádiz

Es en este contexto histórico, a comienzos del año 1810, cuando José I decide partir a recorrer Andalucía. Andalucía es una tierra deseada, un amplio territorio que ocupa media parte de España. La batalla de Ocaña, ganada el año anterior por las tropas imperiales, insufló cierta dosis de estabilidad a la Corona josefina. Quizá José I interpretara ese triunfo como una señal y pensara llegado el momento de expandir su deteriorado poder por el sur de la península Ibérica.

La empresa parece concebida al principio como una expedición militar, pues las tropas francesas reciben órdenes de concentrarse en los páramos manchegos, pero pese a encontrarse bajo el mando supremo del mariscal de Soult, es el propio José I quien opta por renunciar a las comodidades de su palacio y ponerse él mismo al frente de la gran marcha. El objetivo último es más político que militar: contrarrestar la iniciativa estratégica de los liberales que acaban de convocar las Cortes de Cádiz, cuestionando una legitimidad precariamente sustentada por el Estatuto de Bayona. La Junta Central, en su huída hacia el Sur, se ha refugiado en la ciudad andaluza, un enclave estratégico que supone la puerta de la península al mar y su comunicación con las provincias de ultramar.

Sin embargo, la composición de la expedición, de más de 60.000 hombres, revela un nuevo objetivo, más allá del político o militar. Entre las tropas del rey hay una amplia representación de civiles, del aparato administrativo y político del Estado, y entre ellos destaca una nutrida corte de asesores e intelectuales franceses y españoles. Estas incorporaciones revelan la intención de presentar el viaje ante la opinión pública con una perspectiva más amable que la de una simple ocupación territorial, una tregua pacífica en mitad de la guerra, una misión conciliadora en la que el monarca tendrá la ocasión de exponer de primera mano ante su pueblo sus planes para la modernización, en la que podrá mostrar la imagen que quiere ofrecer ante los españoles: la de un rey benévolo, dadivoso, reformista y sensible.

 

El país soñado

En la mañana del 8 de enero de 1810, el amplio convoy abandona Madrid por la puerta de Toledo, escoltado por la Guardia Real y dispuesto a enlazar con las tres divisiones del Ejército que esperan en La Mancha. Aún se desconoce tanto la duración del viaje como sus consecuencias.

José I tiene en mente visitar Andújar, Córdoba, Carmona, Sevilla, Jerez de la Frontera, el Puerto de Santa María, Ronda, Málaga y, por supuesto, Cádiz. No sabe que el periplo le llevará cinco largos meses, que jamás podrá entrar en Cádiz, y que en cada una de los ciudades recorridas se enamorará de sus paisajes, de la alegría de sus habitantes y, probablemente también, de la sensación de sentirse amado y aceptado, monarca, en definitiva, por primera vez desde su llegada a España.

En Almagro comienza su tarea “evangelizadora”, destinada a convencer al pueblo de su idoneidad como monarca. Allí emprende sus dos primeras reformas legislativas: la supresión de los privilegios de las Órdenes de Calatrava y Alcántara, y la creación de un colegio gratuito para niños pobres. El recibimiento es aún tibio y, pese a su número, la expedición teme la dificultad de cruzar Sierra Morena, dado lo abrupto del paisaje y el conocimiento que del mismo tienen las guerrillas españolas. Sin embargo el paso se produce sin incidentes. A poco más de veinte días de su salida de Madrid, el 26 de enero, José Bonaparte se encuentra a las puertas de la ciudad de Córdoba.

Se inicia aquí el sueño josefino. La municipalidad en pleno está reunida para recibir al rey y rendirle tributo a las puertas de la ciudad. Es la primera de una agradable sorpresa: el rey se ve conducido a través de un itinerario urbano de aire festivo. Es la primera vez desde que ostenta la Corona que una ciudad de la magnitud de Córdoba se le entrega con tanto entusiasmo. José I se permite albergar tibias esperanzas. Envía misivas a Napoleón regocijándose por el recibimiento del que es motivo, y que, en su opinión, marca un cambio de signo en la actitud de la población hacia “el invasor francés”. Como en un crescendo, la bienvenida y los festejos continúan reproduciéndose hasta la apoteósica entrada en Sevilla, donde miles de sevillanos lo vitorean entre el repique de campanas y las salvas de artillería. A partir de este momento, la expedición se despoja de su carácter militar para convertirse en un viaje institucional, y el rey continúa su viaje sin más asistencia militar que los tres regimientos de la Guardia Real, que le dan escolta, en una especie de misión catequizadora.

La cálida bienvenida de la ciudad hispalense no deja de ser sorprendente si tenemos en cuenta que hasta hace apenas unos días la ciudad era la sede de la Junta Central, la capital de la España Libre. No hay constancia de si el rey o sus asesores pensaron en ello, lo que sí refleja la historia es la abrupta interrupción del venturoso viaje, cuando tanto Cádiz como la Isla del León (San Fernando) se niegan a franquear las puertas de la ciudad “al invasor”, impidiéndole no sólo el diálogo cara a cara que anhela con los miembros de la Junta Central, sino, casi más doloroso, el paseo triunfal, el baño de multitudes que tanto necesita.

Sin resignarse, José I pretende someter a ambas ciudades con las palabras, allí donde las balas no han funcionado. Las distintas misiones políticas fracasan, tanto las que incluyen políticos como las de eclesiásticos españoles, y sus representantes son enviados de vuelta sin ser siquiera recibidos. José I decide proseguir el viaje y posponer la entrada en Cádiz. Tras la acogida en el resto de capitales andaluzas, está seguro de que la obstinación gaditana será solo cuestión de tiempo.

El sitio de Cádiz comenzará el 5 de febrero, contra una defensa de tan sólo 2000 hombres. Nadie imaginó entonces que se prolongaría durante dos años y medio, y que la derrota inflingida allí a los franceses precipitaría el fin de la ocupación francesa en España. Pero esa es otra historia Retrato del rey José I por el pintor de cámara de la familia Bonaparte, Jean Wicar.

El 26 de febrero el convoy parte desde Jerez de la Frontera hacia el oriente andaluz, y se vuelve de nuevo a la tónica anterior. La caravana va suscitando interés y entusiasmo a medida que avanza. El recibimiento por parte de la élite en las ciudades rivaliza en agasajo, pero ningún acontecimiento puede superar al tributado por la ciudad de Málaga. José I encuentra en el recorrido dos arcos triunfales y una muchedumbre enfervorizada que al grito de ¡Viva el rey! le arroja flores desde balcones y azoteas. André François Miot de Melito, ministro y consejero de José I, escribirá: “Si algún día José Napoleón pudo creerse realmente soberano de Españafue en ese momento”. Ni siquiera el alto clero desaprovecha la oportunidad de congraciarse con el régimen bonapartista. Por si acaso.

Pero también José I practica una política conciliadora de acercamiento al pueblo.

En su celo, incluso deroga la Pragmática Sanción de Carlos IV, que suprimía los festejos taurinos, y asiste a ellos, pese a la aversión que le causan, consciente de su importancia para la población andaluza. Pero no habrá solo corridas de toros. Junto a ellas, los municipios disponen de espectáculos teatrales, bailes de gala y suntuosas fiestas para agasajar a José I y que el monarca no eche en falta los lujos de la Corte.

 

El fin de un espejismo

El 27 de febrero la escuadra josefina, compuesta ahora por unos 2000 hombres, se ve obligada a pernoctar en El Bosque, entre Arcos de la Frontera y Ronda. La sensación aquí es agridulce, pues la población, escarmentada por las represalias por la muerte de 14 dragones franceses, había huido a la sierra, dejando a la comitiva, no solo sin recibimiento, sino forzada a alojarse por su cuenta en las poco más de 200 casas que constituían la humilde aldea.

Pero no fue tan solo la incomodidad de la jornada lo que cambió el ánimo del rey. Allí recibió la noticia del decreto imperial promulgado por su hermano días atrás. En él se disponían gobiernos militares franceses dependientes de París para Cataluña Aragón, Navarra y Vizcaya, al tiempo que se embargaban los productos y rentas de Salamanca, Toro, Zamora, Santander, Asturias, Palencia, Valladolid y Burgos, con objeto de compensar las innumerables pérdidas que el ejército desplazado en España costaba a las arcas francesas.

El enfrentamiento entre los hermanos Bonaparte por la labor de José I en España fue ya evidente desde la derrota francesa en Bailén, que Napoleón jamás le perdonó a su hermano. Pero esto iba mucho más allá. Napoleón incumplía los compromisos adquiridos en Bayona y, en su más pura línea de “las fronteras son rayas en los mapas que yo muevo a mi antojo”, se planteaba la desmembración de la Corona Española. No solo eso; para él, los avances diplomáticos de su hermano, las medidas de gracia promulgadas en Andalucía, eran percibidas como medidas populistas que buscaban la popularidad personal, en lugar de la sumisión del pueblo y el tributo económico que pudiese reparar los cuantiosos costes que la campaña militar suponía para el Estado francés.

El decreto de Napoleón supone un importante cuestionamiento de la gestión de José I, precisamente cuando este empezaba a vislumbrar cierta viabilidad en su reinado, y malograba tanto su labor conciliadora como las esperanzas concebidas a raíz del afectuoso acogimiento andaluz. Ante tal situación, que mutila su autoridad y anula los compromisos recién adquiridos que garantizaban una unidad de España en la que él creía, José piensa por primera vez ya en la abdicación. Sin embargo, lejos de volver a Madrid, optó por continuar su viaje andaluz. Admirador de la estética musulmana, se emocionó ante la magnificencia de Granada, visitó Jaén y volvió, una vez más, a Sevilla y Córdoba, quizá en busca del reconocimiento, de las sensaciones que había experimentado en esas ciudades. Pero ya nada fue igual, ni su predisposición de ánimo ni la acogida de las poblaciones, quizá informadas del decretazo con el que Napoleón planeaba dividir España y someterla directamente a París. Aquel viaje por Andalucía que había mostrado a José I una realidad distinta, el clamor y la alegría de un pueblo, unos bellísimos paisajes y un riquísimo patrimonio artístico se desvanecía. Nunca se había sentido tan monarca como en este momento, pero nunca volverá a sentirse así. A su regreso a Madrid, enfrentado a la realidad política y administrativa, entenderá que de alguna manera el viaje por Andalucía ha sido, como escribió Francisco Luis Díaz Torrejón, de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo, de Málaga, “el paraíso soñado de un rey desgraciado” y que quizá todo absolutamente todo, hubiese sido un espejismo.

Pero, ¿fue realmente así?, Antonio J. Piqueres Díez, en su obra El periplo andaluz del rey ambulante, y hablando a partir del libro que sobre el viaje del rey escribió Francisco Luis Díaz Torrejón (José Napoleón I en el sur de España. Un viaje regio por Andalucía), señala que este autor explica la aparente contradicción entre el ánimo popular y los recibimientos hechos al rey, porque éstos habían sido previamente organizados por los agentes afrancesados. La comitiva regia visitaba los pueblos por los que el monarca iba a transitar con unos días de antelación para tener a punto los preparativos que la presencia del rey requería. Espontaneidad aparte, los homenajes y demás muestras de obediencia y alegría habían sido concienzudamente organizados por los Ayuntamientos, sin cuyas ordenanzas la respuesta del pueblo habría sido, sin duda, menos afectuosa. Incluso el propio rey llegó a cuestionar en algunas ocasiones la sinceridad de las expresiones de fidelidad de las autoridades locales. No obstante, sus sospechas desaparecieron, al parecer erróneamente, al experimentar el aparente entusiasmo del pueblo. En cualquier caso, tras la guerra, la mayoría de las localidades, quizá avergonzadas de ese momento de “sumisión” no se sabe si forzada o espontánea, quiso borrar la memoria de los recibimientos otorgados al rey intruso, de tal manera que pareció como si el viaje de José I por Andalucía jamás se hubiese producido.

 

Descubrimiento del paisaje

Pero se produjo, y al margen de las consecuencias en el ánimo del rey, la expedición de José Bonaparte y el período de la ocupación francesa supuso de alguna manera el descubrimiento, o el redescubrimiento, del paisaje y el patrimonio andaluz. Las guerrillas, los bandoleros de la sierra, el misterioso y opaco mundo gitano dotaron a Andalucía de un halo de atractivo, con la dosis justa de peligrosidad.

El territorio andaluz, no transitado por ningún miembro de familia real española desde don Fernando de Antequera y su nieto Fernando el Católico en las viejas guerras contra los musulmanes, se daría a partir de este momento a conocer al público, convirtiéndose en uno de los paisajes de referencia del romanticismo europeo.

Introducir una dimensión estética en un paisaje supone visualizarlo como algo más que una fuente de ingresos, exige una mirada distanciada, culta, en tránsito.

Es esta mirada del otro, del extranjero, la que fue capaz de poner en valor por primera vez los atractivos que diferenciaban a Andalucía de Europa. A partir del exilio, tanto los propios franceses que formaron parte de la  expedición, como los afectos al régimen que tuvieron que abandonar el país, fueron elaborando la imagen de una región, de su patrimonio, de su idiosincrasia, de su obra artística, de tal manera que fueron capaces, quizá, de reconstruir esa Andalucía soñada del rey José I, para ponerla a disposición de los sueños del resto de viajeros románticos.

José Bonaparte probablemente jamás fuese consciente de lo que su expedición supuso para la imagen de Andalucía en el exterior. Jamás llegó a ser aceptado como rey, y abandonó España en 1813, junto a unas 12.000 familias, una importante pérdida para España no tanto por la cantidad, sino por la calidad intelectual de las personas obligadas a marcharse. Tachados de afrancesados, fueron condenados al destierro perpetuo por Fernando VII en 1814, al recuperar su trono, y habría que esperar a 1820, al golpe de Riego y al inicio del trienio liberal, para abrir de nuevo las fronteras a los exiliados.

¿Qué diferenciaba realmente a los afrancesados de los liberales para que José I jamás fuese aceptado y los primeros tuvieran que exiliarse?

Realmente nada o muy poco. Ambos perseguían el mismo objetivo: la destrucción de los abusos y el absolutismo; la pena era que lo hacían por caminos distintos.

Como señalaría en su obra “Memorias de un setenton” Ramón Mesonero Romanos, José I “no era tuerto ni borracho (.) y se manifestó profundamente afligido por la miseria del pueblo- Seguramente ese hombre erabueno (.) ¡Lástima que se llame Bonaparte!”.