La expedición de Cristóbal Colón
El 17 de abril de 1492, tras firmarse las Capitulaciones de Santa Fe, se tuvo que afrontar un grave problema: la financiación del viaje. Según lo estipulado, la empresa descubridora se planteaba como un monopolio entre Colón y los reyes. Estos, tras las cuantiosas cantidades empleadas para terminar la Reconquista, habían agotado su erario y no podían por sí solos sufragar los gastos de la armada, por mínimos que estos fueran. Al almirante correspondía pagar un octavo del coste total, estimado en dos millones de maravedíes, esto es 250.000 mrs.; la corona debía de abonar el resto. ¿Cómo se consiguió la inversión necesaria para realizar su viaje? Veámoslo.
Las joyas de doña Isabel
La historiografía tradicional ha sostenido que la reina fue el principal apoyo con el que contó Colón para poder realizar su proyecto descubridor. El pretendido ofrecimiento de doña Isabel, dispuesta a que con las joyas de su cámara se buscase algún empréstito por la cantidad de dinero necesaria, fue lanzado por don Hernando Colón, quien en la Historia del Almirante, la biografía que hizo de su padre, lanzó la pintoresca historia según la cual la Reina Católica propuso empeñar sus joyas para pagar el coste del viaje colombino. Una imagen sin duda muy bella que recogió gustoso fray Bartolomé de Las Casas –siempre ávido de adornar con bonitas anécdotas las noticias sobre la vida de su héroe– en su Historia de las Indias.
Es indudable que Colón debió de congeniar mejor con doña Isabel que con don Fernando, y no es difícil imaginar a la reina escuchando asombrada las propuestas del navegante, un hombre que debía de gozar de gran labia y un indudable atractivo personal. Pese a ello, la decisión de llamarlo para que se apresurase a regresar a Granada a fin de firmar en el Real de Santa Fe las Capitulaciones, hubo de partir de ambos monarcas. No es concebible que el resultado de una negociación, que había durado nada menos que siete años, fuera acordado tan solo por la reina. Otra cosa fue el texto de la Capitulación –cuya elaboración debió de ser sin duda laborioso y costoso de tiempo– que fue pactado y firmado por fray Juan Pérez, el representante de Colón, y Juan de Coloma, el eficiente secretario aragonés, por parte de los reyes.
Desconocemos quiénes intervinieron en la redacción de ese texto, tan favorable al almirante, que consagraba un monopolio entre este y los reyes.
Todo parece indicar que la enajenación de las joyas de doña Isabel es una leyenda que contrasta con la visión más generalizada que presentaron los primeros cronistas de la historia de Colón y el Descubrimiento. En efecto, mientras que los cronistas castellanos López de Gómara y Fernández de Oviedo no dudaron en afirmar que los dos reyes ayudaron a Colón por igual, los círculos catalanes e italianos se decantaron por don Fernando. Así, por ejemplo, Zurita no mencionó para nada la intervención de la reina, y Girólamo Benzoni, aun concediendo que doña Isabel fue quien primero se encandiló con la idea de Colón, afirmó taxativamente que fue don Fernando, una vez convencido por su mujer, quien tomó la iniciativa de ayudar al extranjero. Por su parte, Pedro Mártir de Anglería, que estaba ya en la corte cuando el navegante acudió en ayuda de los monarcas, escribió que Colón «propuso y persuadió a Fernando e Isabel [y] ante su insistencia se le concedieron de la Hacienda real tres bajeles». Ante estas y parecidas afirmaciones, López de Gómara se encargó de advertir: «Sospecho que la reina favoreció más que el rey el descubrimiento de las Indias; y también porque no consentía pasar a ellas sino a castellanos».
Por otro lado, como se ha señalado en repetidas ocasiones, la reina no podía pignorar sus joyas porque hacía tiempo que las tenía empeñadas a los jurados de Valencia como garantía de un préstamo concedido para financiar la guerra de Granada. La monarca podría no haberse acordado de ello en su charla con sus contadores, o quizá dispusiera de otras preseas libres de cargas, segunda opción que parece más lógica, ya que nos consta que le gustaban las alhajas a rabiar. Si fue o no un invento nunca lo sabremos, pero merecería que hubiera sido verdad.
Lo que sí es cierto, y está comprobado documentalmente, es que fue otra persona quien adelantó el dinero que debía aportar la corona, pero no de su peculio particular, sino de las arcas del Estado.
Luis de Santángel y la financiación de la corona
Luis de Santángel, hijo de conversos procedentes de Calatayud instalados en Valencia, fue elegido por don Fernando en 1481 para ser su escribano de ración, sin que por ello abandonara sus negocios particulares. Como legítimo descendiente de judíos, señaló M. Serrano y Sanz que “no sabía vivir más que junto a la tabla de cambiador o banquero y a la sombra del telonio”; por ello tuvo el buen olfato de adivinar un negocio prometedor en el proyecto que Colón acababa de presentar y decidió apoyarlo. Hábil negociador, se dirigió Santángel a la reina, más sensible a los argumentos colombinos, a pesar de que él era escribano de ración de don Fernando. Así, hizo partícipe a Castilla de unos derechos que, con idénticos argumentos, podía haber disfrutado la corona de Aragón. Tanto Hernando como Las Ca sas dan su versión de la entrevista que mantuvieron Santángel y la reina, ante quien se presentó el valenciano, aun sabiendo que su acción“excedía las reglas o límites de su oficio”, pero con ánimo de “notificarle lo que su corazón sentía”. Interesa destacar los argumentos del escribano, que señalan al unísono
tanto Hernando como Las Casas, describiendo una conversación inventada pero en la que hay un fondo indudable de verdad. En primer lugar, el negocio parecía tener buen fundamento y el almirante, hombre de buen juicio y saber, estaba presto a concurrir en el gasto y a aventurar su persona. En segundo lugar, y aun suponiendo que el viaje no diera el resultado previsto, la cantidad que Colon solicitaba era nada en comparación con las inmensas ganancias que se podrían obtener. Por poco dinero podrían los reyes quedar como magnánimos y generosos soberanos, al “haber intentado saber las grandezas y secretos del Universo”. Razonamientos típicos de1 judío mercader que veía claro el negocio mercantil y lo trataba, en consecuencia, desde el punto de vista financiero.
Pero había que añadir otro argumento más para tocar el alma sensible de doña Isabel: de ser cierta la teoría de Colón, sería inimaginable el número de ánimas que podrían convertirse a la verdadera religión. La reina, no pudiendo resistirse ante semejantes razones, llamó urgentemente al genovés y ordenó que se iniciaran los trámites necesarios: firma de las Capitulaciones y consignación del gasto necesario para realizar el viaje.
Con pasmosa facilidad se recaudaron los maravedíes necesarios para equipar las tres carabelas que Colón había pedido. El propio Luis de Santángel adelantó un cuento (un millón) y pagó además 140.000 maravedíes como anticipo de las pagas que, como capitán de la expedición, correspondían al genovés.
Un apunte del libro de cuentas del tesorero de la Cruzada en el obispado de Badajoz, del 5 de mayo, nos informa de la cantidad que la Corona empleó en el empeño. La partida en cuestión reza así: “que dio e pagó el dicho Alonso de las Cabezas…un cuento ciento cuarenta mil maravedíes para pagar al dicho escribano de ración en cuenta de otro tanto que prestó para la paga de las tres carabelas que Sus Altesas mandaron ir de armada a las Yndias, e para pagar a Cristóbal Colón, que va en la dicha armada.
Apenas quince días tardó el converso en cobrar de la contaduría real: los que transcurrieron entre el 17 de abril, cuando se firmaron las Capitulaciones y hubo de entregar el dinero, y el 5 de mayo, fecha de la orden de pago. Como sabemos, Colón siempre quedó en deuda con el valenciano, sin duda porque su prontitud en el préstamo puso en marcha la máquina administrativa y aceleró los preparativos del viaje. A Santángel escribió don Cristóbal, al mismo tiempo que a los reyes, anunciándole el descubrimiento de las nuevas tierras.
La participación de la villa de Palos
Faltaba por decidir el puerto de partida. En principio, Cádiz parecía el lugar idóneo. Sin embargo esa opción era inviable: su puerto no estaba disponible, dado que por entonces estaba aparejado para embarcar a los judíos que, según el decreto de expulsión dado en Granada el 31 de marzo de ese mismo año, debían abandonar el reino en un plazo que expiraba el 10 de agosto.
Pronto se encontró la solución: el puerto de Palos, que acababa de ser objeto de una condena por haber infringido el año anterior la prohibición de pescar al sur del cabo Bojador que, según el tratado de Alcaçobas-Toledo de 1479, impedía a los castellanos navegar más allá de esa línea. Al punto la corona impuso la sanción correspondiente, obligando a la villa de Palos a poner a disposición de la empresa el flete de dos carabelas, de un promedio aproximado de 60 toneladas cada una –a razón de 3.000 maravedíes por tonelada–, lo que suponía un coste total para los palermos de 360.000 maravedíes.
A Colón la medida, que tal vez él mismo aconsejó, debió de parecerle excelente. Palos vivía del mar, de la navegación de altura, y contaba con marinos experimentados, muchos de ellos conocidos suyos o amigos personales; además, estaba a poca distancia del monasterio de la Rábida, del que tanto apoyo había recibido desde su llegada a España siete años antes. En Palos, pues, se organizó la flotilla, gracias en buena parte a la participación del palermo Martín Alonso Pinzón, que supo convencer a los habitantes de la región de la viabilidad de la empresa.
Una firma comercial: la sociedad entre Cristóbal Colón y Juanoto Berardi
Hasta ahora, las cuentas están claras: la corona había aportado 1.140.000 maravedíes y Palos los 360.000 en que se valoró el flete de las dos carabelas. Faltaban, según el presupuesto, 500.000 mrs., medio cuento, de los que Colón estaba obligado a abonar 250.000.
Al igual que hiciera Las Casas, varias veces se quejó Colón amargamente de la tacañería de los reyes: “Sus Altezas para este negocio no le quisieron dar más de un cuento y a él fue necesario de proveer de medio”, lamento que repitió incluso en su testamento. Tenía razón al tachar a los reyes de poco generosos y de haber empleado una suma insignificante en el viaje que los haría dueños de inmensos territorios. Así pues, el genovés se vio obligado a poner en la empresa 500.000 mrs., justo el doble del ochavo que le correspondía. No cabe duda de que Colón no tenía fortuna personal para sufragar ese medio cuento. No parece verosímil que fueran los Pinzón, como sospecha Las Casas y sugieren algunos testigos de los Pleitos, quienes le prestaran el dinero; ni tampoco merece crédito la noticia de fray Antonio de Aspa, que asegura que e1 viaje fue financiado por tres genoveses, residentes además, en tres ciudades distintas: Jacobo de Negrón de Sevilla, un tal Capatal de Jerez y Luis Doria de Cádiz. A la razón que aduce J. Manzano –el ser un testimonio tardío– se añade el hecho de que Colón nunca tuvo relación con ninguno de estos tres personajes. Parece lo más razonable suponer que fuesen mercaderes italianos quienes le prestaron el dinero, ya que siempre acudió a ellos para hacer frente a sus necesi dades; y como dato curioso, conviene tener en cuenta que no existe ningún documento por el que se pueda comprobar que una persona que no fuese italiana le prestase dinero. Si Francisco de Riberol, Francisco Doria, Francisco Cataño y Gaspar Spíndola fueron quienes sufragaron su ochavo en la expedición de Nicolás Ovando; si los Pantaleón, Italián y Centurión eran los banqueros que adelantaban a sus hijos el dinero que necesitaban cuando se encontraba lejos de ellos, ¿por qué no iban a ser sus paisanos quienes le ayudaron en 1492? Si nunca recibió un maravedí de un prestamista español, ni siquiera cuando ya su posición podía considerarse boyante, no parece probable que en sus comienzos se viera auxiliado en sus necesidades económicas por otros que no fuesen italianos.
¿Quién, pues, le prestó los maravedíes que necesitaba? Hace ya años que aposté por el florentino Juanoto Berardi. Era Juanoto el factor que, al servicio de El Popolano, llevaba los negocios de los Medici en Sevilla. Una serie de datos pueden confirmar que ya en Santa Fe, o quizá con anterioridad, Berardi y Colón establecieron una relación no sólo de amistad, sino también económica.
Para ello hay que partir forzosamente de las últimas disposiciones testamentarias del florentino, efectuadas en diciembre de 1495. Su declaración nos informa, en primer lugar, de la fecha aproximada en que se establecieron las relaciones económicas entre ambos. Afirma en ellas Juanoto que llevaba sirviendo a Colón “desde tres años ha”, luego trabajaba para el genovés desde el año 1492, al igual que Amerigo Vespucci, recién llegado a Andalucía para trabajar bajo sus órdenes. Declaró Berardi, y éste parece ser el principal motivo de su confesión jurada, que Colón le adeudaba “por su cuenta corriente” ciento ochenta mil maravedíes, cantidad respetable que ha servido de base a los historiadores del Descubrimiento, desde A. Balleteros Beretta, para considerar que esa suma debía de ser el resto de la cantidad entregada por el florentino a Colón con motivo de su primer viaje a las Indias. Infortunadamente no existe ninguna prueba documental, ninguna letra de cambio, ni un solo pagaré que indique quién o quiénes pudieron adelantar el dinero que en tan poco tiempo tuvo que conseguir don Cristóbal para poner en marcha su proyecto. Pero, si no fue Berardi, ¿quién pudo prestarle el dinero? Nadie le reclamó ninguna cantidad por su ayuda en aquella ocasión: los requerimientos, muchísimos, que Colón recibió a lo largo de su vida se hicieron siempre por un motivo concreto: tal o cual marinero, por ejemplo, le solicita que le sean abonados sus salarios de un viaje determinado; Bernardo Pinelo le reclama una y otra vez cuentas o dineros que el primer almirante no entrega, pero absolutamente siempre por una causa conocida; el caso de esa deuda a Berardi, por el contrario, parece como si fuera clara y de todos sabida. “Solo por un entendimiento previo del genovés con el florentino”, escribe J. Manzano, “pudo Colón, carente de recursos económicos propios, ofrecer medio millón de maravedíes”. Parece muy razonable suponer que Colón, genovés y comerciante, que colocó siempre en primer plano la faceta mercantil del negocio, pudiera fácilmente convencer a Berardi de las inmensas ganancias que de su unión resultaría; y el toscano, embarcado ya en otras empresas descubridoras, estuvo presto a dar ayuda a su compatriota tan pronto como los reyes le concedieron la licencia para el viaje. Además, tengo la sospecha de que existía entre ambos una sociedad comercial.
Cuando Colón regresó a Castilla de su primer viaje, entró rápidamente en contacto con Berardi. El almirante, en vez de valerse de los genoveses, sus compatriotas, hizo los encargos de mayor importancia a los florentinos, dejando en casa de Juanoto tres de los nueve desdichados indios que había traído del Nuevo Mundo: solo seis lo acompañaron a Barcelona, donde solicitó y obtuvo de los reyes el permiso para organizar una segunda expedición de considerable amplitud. Pues bien, antes que a ningún otro, antes incluso que al arce diano Juan Rodríguez de Fonseca, su hombre de confianza en Sevilla, es a Berardi a quienes los monarcas encargaron, el 23 de mayo de 1493, aparejar para el segundo viaje una nao “de ciento cincuenta a doscientos toneles… e comprada la hagáis pertrechar e ataviar, e la tengáis presta para cuando vaya a la recibir el almirante don Cristóbal Colón, el cual irá presto e vos llevará e pagará los maravedíes que le costare e pagáredes”.
En esta ocasión Berardi aparece como factor de los reyes, sin duda alguna recomendado por Colón; además, a partir de este momento, el florentino intervino, en calidad de agente de don Cristóbal, en el avituallamiento de todas las flotas que se enviaron a las Indias; como señalaron los reyes en una carta a Fonseca, Juanoto estaba en el negocio “en nombre del almirante de las dichas islas, porque ha su poder para ello”. Las ganancias se prometían inmensas. ¿Pagó con esta recomendación Colón a su amigo que le había ayudado en momentos difíciles?, ¿irían juntos en el negocio? Me atrevería a dar una respuesta afirmativa. En todo caso, desconocemos la intervención económica total de Berardi en esta gran armada y el monto que pudo aportar el almirante de su ochavo en este su segundo viaje, que con una flota de 17 naves, el mayor convoy que se despachó en muchos años, zarpó de Cádiz el 25 de septiembre de 1493. En todo el gasto intervino Berardi, como se comprobó más adelante.
Cuando a finales de 1493 o principios de 1494 Bartolomé Colón, procedente de Francia, llegó a Castilla, adonde había sido llamado urgentemente por su hermano Cristóbal, es con Berardi con quien se puso en contacto: de él recibió las cuentas de la compañía y de él los aprovisionamientos necesarios para efectuar la travesía a 1as Indias, en abril de 1494. El comercio de esclavos, que Juanoto conocía tan bien como Bartolomé, hubo de estar presente en estas primeras y últimas conversaciones que mantuvieron, ya que Bartolomé no volvería a España hasta 1500, cuando ya había fallecido el florentino.
La llegada a Sevilla en marzo de 1494 de la flota comandada por Antonio de Torres, portador de un extenso memorial de Colón a los reyes solicitando las ayudas necesarias para la normalización de la vida en la nueva colonia, además de un buen número de relaciones y peticiones de particulares, obligó a Berardi a dirigirse a la corte. Allí, en Medina del Campo, se ocupó del despacho de las cuatro carabelas que en octubre devolverían a Torres a las Indias con el auxilio solicitado. Permaneció el florentino junto a los reyes ultimando los preparativos hasta el 16 de julio, fecha en la que regresó a Sevilla, como representante de Colón, para hacer las cuentas con un oficial de los contadores reales.
¿Olvidó Berardi sus propios negocios? Parece evidente que sí, ya que durante el resto del año dedicó su atención a resolver asuntos pendientes. En abril de 1495 regresaba de nuevo Torres de la Española con un importante cargamento de esclavos y algo de oro. Berardi solicitó la parte correspondiente a Colón por su ochavo y cargo en la expedición. Tan solo pudo recibir el ochavo del oro y los nueve indígenas enviados por Colón a su nombre para que aprendiesen castellano y pudiesen servir de intérpretes. Los restantes esclavos, tras las dudas reales acerca de la licitud de su enajenación, fueron devueltos a su tierra.
La compañía Colón-Berardi parecía funcionar a las mil maravillas. Juanoto, conocedor de la situación en el Nuevo Mundo, pergeñó un plan para abastecer la colonia que elevó en un memorial a la reina. En él se planteaban por primera vez los problemas acuciantes de la colonia y la forma de solucionarlos. Proponía el florentino un monopolio para ser él quien suministrase el flete de todas las naves que se dirigieran al Nuevo Mundo, asegurando que bajaría en mil maravedíes por tonelada el flete propuesto por cada competidor. No vio Berardi los resultados de sus proyectos indianos, ya que murió en Sevilla el 15 de diciembre de ese mismo año. En enero del año siguiente de 1496, zarparon cuatro carabelas que no llegaron a las Indias, pues naufragaron en el Estrecho el 8 de febrero dando al traste con el ansiado emporio comercial. Don Cristóbal había perdido a su amigo y factor y la compañía estaba en quiebra. De su liquidación se ocupó Américo Vespucci.
Tras la llegada de Colón a Cádiz en junio de 1496, de regreso de su segundo viaje, debió el almirante saldar con Américo las cuentas de la compañía que quedaban pendientes y entre ellas, aunque no nos consta documentalmente, la deuda que había contraído con Berardi; deuda que nunca en adelante será recordada, lo que indica, sin lugar a dudas, que fue abonada. Aunque Colón mantuvo siempre una buena relación con el florentino, éste no fue su factor en los siguientes viajes. En adelante el genovés tendrá que recurrir a otras personas para que le adelantaran los maravedíes que le correspondía poner en cada expedición, unos importes que variaban según la capitulación correspondiente, ya que para cada viaje se estipulaban distintas condiciones económicas.