Perú a fondo
Antes del primer viaje hablé con otras personas que habían estado previamente en el mismo lugar al que me dirigía: Piura, al norte del Perú. “Es una ciudad en medio del desierto. La gente es muy cotilla, no hay más que un cine en malas condiciones, no hay librerías, casi ni carreteras… pero si yo pudiera, me iría contigo hoy mismo”, este tipo de comentarios se repitieron constantemente dejándome desconcertada: si el lugar era tal y como lo pintaban… ¿Cuál podía ser el interés en volver?
El primer vuelo que tomé desde la capital, Lima, hasta Piura, fue el principio de una serie de sorpresas que me acompañarían en todos mis viajes por ese país mágico donde se esconde aún el sueño de El Dorado. Mi asiento en aquel vuelo estaba ocupado por una señora vestida de negro que viajaba acompañada de otra mujer también de luto riguroso. Ambas miraban por la ventanilla absortas. No quise molestarlas y me senté en el asiento que quedaba a su lado. Una de ellas se volvió hacia mí emocionada y me grito: “mire, mire, señorita. Hice caso a su señal y vi pasar junto a nuestro avión el carrito de equipajes. “Es mi esposo, lo llevamos a enterrar a Piura”, me explicó la señora con una voz alegre. En medio del carrito de equipajes destacaba un ataud.
Unos meses después, en los primeros días de noviembre, viví la fiesta de las Velaciones de Piura, en la que los cementerios se llenan de vivos que llegan para celebrar junto a sus difuntos. Orquestas para quienes en vida amaron la música, comida para aquellos que en este mundo disfrutaron de la buena mesa, y conversación junto a todas las tumbas. Una alegría lejana de nuestra austeridad y dolor frente a la muerte, muy propia de un pueblo que ha aprendido a soportar todas las adversidades con resignación y alegría porque siempre, según ellos, hay que dar gracias a Dios ya que podría haber sido peor.
Peor, mucho peor, como el fenómeno de El Niño que destrozó todas las carreteras mordisqueándolas con su dentadura atroz de “churre” (niño) hambriento y malcriado, e inundó las viviendas de muchos peruanos. Sin embargo, en algunos caseríos del desierto, las lluvias de dimensiones bíblicas eran esperadas con ansiedad. En Belizario, una pequeña población en medio del desierto de Sechura, unos meses antes de El Niño de 1998, viví unos días en medio de la nada. No había luz, ni agua corriente, ni teléfonos, ni televisores… sólo arena, algarrobos, algunos chivos y un pozo de agua corrompida que no había sido renovada desde el anterior fenómeno lluvioso de 1983. Los pobladores del lugar miraban al cielo esperando las lluvias que dieran vida a la tierra, que engordaran a los animales y que alejaran las enfermedades contraídas por los parásitos del agua y las malas condiciones higiénicas de la sequía prolongada por casi 15 años. La vida pasaba lentamente por las pocas calles de Belizario, enredándose en las conversaciones cadenciosas y eternas de unas mujeres jóvenes que parecían viejas. Apenas había ancianos… la vida en los pueblos de arena es muy dura y 50 años son muchos en el desierto. Las noches eran inolvidables. Sin luces artificiales, las estrellas ofrecían su propio espectáculo a falta de televisión, de cine o de radiocasettes. En las mañanas, una multitud se agrupaba alrededor de los sacos de dormir en los que pasábamos la noche. Nos miraban extrañados mientras nos poníamos las botas, nos peinábamos o armábamos el trípode. Nunca supimos si nunca habían visto todo aquello o si lo extraño era que dos mujeres vistieran con pantalones vaqueros y botas… Todo era un misterio para nosotras y para ellos. Las casas de palos, con una sola habitación en la que convivía toda la familia con las gallinas, los cerdos y los insectos, permanecían abiertas todo el tiempo. No había ladrones… tampoco nada que robar. La carne y el pescado llegaban junto con el agua cada cierto tiempo. Se salaban y se colgaban para irlos comiendo con arroz. Duraban unos quince días, siempre rodeados de moscas y con mal olor. Recuerdo con especial claridad la última noche. Nos encontrábamos observando el cielo junto a la puerta de la casa del teniente alcalde de Belizario, cuando se encendió la luz de un candil y desde lejos nos llegó la voz de don Arcadio leyendo un pasaje bíblico del Apocalipsis. Lo escuchamos en silencio sobre aquel gran cementerio de arena.
La religiosidad del Perú es tan variada como sus habitantes. Una extraña mezcla de lo católico y lo profano se une para crear una fe ecléctica en la que cada detalle delata un fragmento de una rica historia de conquistadores y conquistados, de dioses vencedores y vencidos. En las Huarinjas, lagunas sagradas ubicadas en las inmediaciones de Huancabamba, en el norte de los Andes peruanos, el aire lleva las palabras mágicas pronunciadas por los curanderos o chamanes locales, más conocidos como maestros. Según los lugareños, hay más de 200 hombres dedicados a la magia en este lugar. La primera vez que vi, todo fue un engaño. Desde el chamán vestido con cazadora de cuero y tupé, hasta la ceremonia nocturna que fue un perfecto fiasco. Nos prometieron comida, alojamiento y algo de magia… pasamos hambre, frío, dormimos a la intemperie y lo único mágico fue la capacidad de nueve personas para compartir tres colchones con tres mantas que nos salvaron de las temperaturas bajo cero durante doce horas. La segunda vez fue completamente diferente. Un amigo periodista me llevó a casa de Juan Manuel, un maestro con excelente reputación. Sólo queríamos entrevistarlo, pero Juan Manuel dijo que para hablar de él debíamos conocer su trabajo. Nos invitó a quedarnos aquella noche… y aceptamos. Nos dieron unos colchones que colocamos en el suelo, bajo un techo lleno de animales disecados que tenían un aspecto fantasmagórico aquella noche. La “ceremonia” comenzó a las nueve con invocaciones a los difuntos, a los santos y a los antepasados “ingas” que dejaron sus espíritus protectores en las lagunas. El centro del ritual era la “Mesada”, un extraño conjunto de hierbas variadas, huesos, idolillos preincas, crucifijos, imágenes de santos, velas, espadas, perfumes y otros objetos. El maestro y sus ayudantes iban “shingando” por la nariz el Sanpedro, un licor macerado a base de un cactus que lleva el nombre del santo que tiene las llaves del cielo. El Sanpedro es una planta con propiedades alucinógenas que los chamanes conocen bien. El Sanpedro y el tabaco, los perfumes baratos y la lima, se confunden en el patio del maestro mientras la noche va avanzando. Los ayudantes nos escupen encima (literalmente) lima y observan a los participantes en el ritual para ofrecer a cada uno Sanpedro, tabaco o perfumes, dependiendo de la constitución y de la credulidad de cada uno. Después sacan unas espadas con las que nos sacan los malos espíritus mientras ellos “vuelan” con la ayuda del Sanpedro. Hace rato que yo había empezado a rezar repetidamente el Padre Nuestro y a preguntarme qué hacía en aquel lugar dejando que una espada se acercara a mi garganta y rodeada de desconocidos. Lo supe justo antes del amanecer, cuando el maestro me llamó a su lado y comenzó a describirme mi casa en España, mi coche, mi pasado… y a decirme cosas que sucedieron en los siguientes meses tal y como él las había dicho.
Al día siguiente lo entrevisté y nos despedimos. Aquel hombre conocía su destino, que seguramente es el mismo que el de su padre, su abuelo y todos los hombres de su familia, herederos de un don que los antiguos pobladores valoraban mucho y que los modernos explotan sin control como objeto turístico. Aquel hombre tenía la vista cansada y el cuerpo gastado por el alcohol y el Sanpedro. Muchas personas pasaban por su humilde hogar a diario. él sólo pedía la voluntad. Nunca había salido de su rincón del mundo. No le hacía falta. Estaba íntimamente unido a las lagunas que le daban su don y su fuerza. A su manera, era feliz. Para mí, conforme sus palabras se van cumpliendo, Juan Manuel se convierte en un misterio lejano, en una muestra viva de una tradición centenaria que no podemos entender y que a veces nos asusta. Una tradición que para él es tan natural que no necesita explicación alguna.
Mientras tanto, en la cercana ciudad andina de Huancabamba, la fiesta de la Virgen del Carmen congregaba a un gran número de personas. Una procesión pintoresca recorría sin descanso las calles desde el amanecer hasta la noche, durante cuatro días. Encabezaba la marcha la comparsa de los Diablicos con sus máscaras de colores y sus trajes de lentejuelas, danzando frente a la imagen de la virgen. Los seguían el Capataz (un demonio rojo de máscara impresionante) y San Miguel (un niño vestido de azul y blanco).
Ambos personajes luchan encarnizadamente encarnando el enfrentamiento del bien contra el mal. El cuanto día, frente a la iglesia, San Miguel vence, librando a la Virgen de las amenazas. Los estudiosos del folclore regional dicen que esta tradición nace de la suma de la tradición católica y de los rituales prehispánicos. Antiguamente existía un ceremonial profano en el que los pobladores se vestían con pieles de animales y danzaban representando partes de su mitología. La Virgen y el Arcángel, representantes de la fe católica, los vencen en esta fiesta que antiguamente fue una forma de que los pobladores de la zona aceptaran la nueva religión viéndola superior a sus viejas creencias.
En muchas ocasiones me había preguntado por qué una persona sube montañas o camina por años simplemente para alcanzar una meta. En Perú me encontré a lomos de una mula subiendo una montaña sin caminos. Fue un trayecto complicado en el que el grupo se desperdigaba en medio de la intrincada vegetación. En el corazón de los Andes, sola, debía confiar en el instinto y la orientación de una mula: linda lección de humildad. Mereció la pena. Al final del camino, después de cruzarnos con un rebaño de vacas que pastaba libremente, nos encontramos con las ruinas incas de Aypate. Una ciudadela casi desconocida que tiene un pequeño templo a la luna, un pozo de sacrificios, un aposento especial supuestamente del Inca y otros de uso aún desconocido. Construcciones incas sobre las ruinas de los Guayacundos-Ayahuancas, pobladores originarios de estas montañas. Un sentimiento de plenitud nos invade, algo inexplicable que da sentido al viaje intrincado y que llenará cada uno de los pensamientos que nos asalten rumbo al punto de partida.
Los Andes, con su vegetación espléndida y sus orgullosas cumbres rodeadas de nubes, compiten en belleza con los manglares en la zona norte del Perú. En Tumbes, los canales se abren paso entre el salvaje ímpetu del mangle que deja caer sus raíces sobre el agua y crea islotes ficticios sin suelo donde el único rey es él mismo. El manglar, recorrido en bote de madera, se va abriendo ante nosotros hasta llegar a la orilla ecuatoriana. Una frontera invisible, de agua, entre dos países que trataban de tenderle un puente a la paz que habían buscado de manera intermitente por muchos años.
La vegetación y la fauna en peligro de extinción por la mano del hombre. Los manglares amenazados por las langostineras y la ambición insaciable del hombre, y la fauna marina perdiendo terreno por las fábricas de la costa y la sombra temible de las plataformas de petróleo. Otro paseo en barca, esta vez confiando en la pericia de los pescadores de la zona, y pudimos disfrutar de una visión hermosísima. En las puntas rocosas de Sechura nos recibieron las manadas de lobos marinos. Los vimos salir de una cueva inmensa, zambullise en el mar y ocupar su sitio en un islote rocoso cercano a la costa. No se molestaron por nuestra presencia, creo que para ellos carecíamos de interés… otro golpe bajo a nuestra autoestima.
Todos los viajes por esta zona norte del país tienen en común la ausencia de información precisa y la sensación de aventura que lo invade todo. No hay mapas de carreteras (con frecuencia tampoco asfalto), ni señales… y preguntar a los lugareños es una pérdida de tiempo. La respuesta siempre es la misma: “Aquisito no más”, que tiene un significado tan amplio que al final no quiere decir nada. Y a pesar de las dificultades, de las malas condiciones del viaje, y de la falta de infraestructura, sigo viajando para llegar a lugares impensables donde encuentro siempre gente que da respuestas vagas y me abre la puerta de su casa para ofrecer lo que tiene, aunque después se quede sin nada. Es la hospitalidad en su máxima expresión. Puertas entreabiertas, olor a especias, a comida, a fruta exótica y madura, fachadas de colores vivos… alegría a raudales para un pueblo que vive día a día, que no hace planes, que disfruta de la buena mesa, de la conversación, de las reuniones y de la jarana.
Cualquier motivo es bueno para disfrutar de la vida. La trayectoria económica y política del Perú ha hecho que la mayor parte de sus habitantes considere el ahorro una pérdida de tiempo. Se vive el momento: cuando hay dinero se disfruta tanto como se puede, cuando no hay, se espera que “la plata” llegue pronto. Las cevicherías, restaurantes especializados en productos del mar, están siempre llenos. El plato típico del norte, especialmente de Piura, es el ceviche (escrito en cada lugar de una manera diferente). Se trata de pescado crudo, partido en pequeños trozos, que se deja macerar en limón (un limón pequeño y muy fuerte que deja el pescado blanco, como si hubiese sido cocido). Este plato también se prepara con mariscos, se acompaña siempre de música criolla y de cerveza, bebida que corre hasta en los malos tiempos. Durante El Niño escaseaban el pollo, las verduras, los productos de primera necesidad, pero nunca faltaron los cargamentos de cerveza en el puerto de Paita, ciudad donde murió Manuela Sáenz, la amante de Bolívar.
La ciudad de Piura fue la primera fundada por los españoles en el Perú. Conserva muy pocos edificios coloniales o republicanos y tiene una tradición errante. Pasó por cuatro fundaciones hasta llegar a su enclave actual. Las plagas, la falta de agua, los ataques piratas y otros males hicieron que la ciudad se fuera moviendo en busca de mejores condiciones de vida. Es una de las ciudades más importantes del país, aunque eso no sea decir mucho porque Perú está tan centralizado que después de Lima sólo quedan las migajas. La vida en provincias es complicada. Todo depende de la capital y las distancias son enormes. Para viajar de un punto a otro del país es necesario pasar por Lima, aunque no toque de paso. De Piura (en el norte) a Lima (en el centro) son casi catorce horas de autobús o bien una hora y media de avión.
Las calles de todas las ciudades están siempre llenas de gente. No importa si son días laborables o festivos. Las plazas suelen tener árboles conocidos como matabobos porque tienen unos enormes frutos que caen al suelo sin previo aviso. Forman parte del paisaje urbano: las plazas, los árboles y los paseantes eternos. Si ustedes me preguntan si la ciudad es hermosa, me veré obligada a reconocer que no lo es. Si quieren saber qué hace tanta gente en la calle, tendré que reconocer que seguramente estarán contando el último cotilleo. Si desean unas vacaciones planeadas y perfectas, tendré que admitir que este no es el lugar más adecuado, aunque tenga unas playas casi vírgenes, unos cielos hermosísimos y su gente sea tan amable que son capaces de hacer sentir a cualquiera como en casa… Y ya ven, sin quererlo, me encuentro como al principio de esta historia, diciendo que mañana mismo regreso a Piura, al desierto, a los montes de las lagunas sagradas… para ver si esta vez, finalmente, encuentro cuál es el secreto de su encanto.
Rebeca Pardo