Viajar, conocer, informar
Reportera de TV en una larga lista de países, poseedora de los premios más prestigiosos del periodismo, incluido el de Comunicación de la SGE 2012, informadora siempre fiel a lo que ve y conoce, Rosa María Calaf nos habla de sus experiencias profesionales y vitales.
Una vocación temprana
Una mañana, a finales de junio de 1947, Evita Perón llegó a Barcelona para terminar su visita a aquella aislada España de Franco que la recibía embelesada y oficialmente agradecida. El traslado en coche descubierto desde el aeropuerto a la ciudad , recorriendo la Gran Vía -entonces, Avenida de José Antonio Primo de Rivera, por orden de la dictadura- coincidió con mi paseo diario infantil y ¡ la vi !.
“Flores en la cabeza“, “un coche muy grande”, “guardias”… así describí su tocado y la aparatosa comitiva a mi familia, según le divertía contar a mi padre. Yo tenia dos años recién cumplidos, hablaba sin parar a mi manera y , después de almorzar, solía ponerme de pie sobre la trona e ¡informar sobre mis actividades del día!.
La pasión por contar, parece, ya estaba ahí en algún rincón. Y, digo yo que no está mal ese polémico episodio histórico y tan singular personaje como inicio de mi actividad reportera con, incluso, su toque de información internacional… no en vano, siempre he mirado más hacia el exterior y me es imposible separar mi trabajo informativo del viajar.
Una de las primeras lecturas que me impresionaron, apenas saliendo de la infancia, fue la Odisea – de la mano de mi padre, un ávido lector-. Mis primeros recuerdos del mundo no provienen de apasionantes libros de aventura ni de sugestivas imágenes de cine, sino de los relatos de mi abuelo, gran viajero que no me contaba cuentos de lugares imaginarios y figuras de ficción sino vidas reales. Supo inocularme la curiosidad, enseñarme a no temer ni rechazar lo diferente y anteponer la empatía al miedo.
Reportera de TV en una larga lista de países, poseedora de los premios más prestigiosos del periodismo, incluido el de Comunicación de la SGE 2012, informadora siempre fiel a lo que ve y conoce, Rosa María Calaf nos habla de sus experiencias profesionales y vitales.
Nunca olvidé –y las tengo todavía- las cartas que, tras unas devastadoras inundaciones en Kerala, le envió a mi abuelo un amigo indio: con ellas aprendí, a temprana edad, que no todos somos iguales ni tan siquiera ante la lluvia. Se fue reafirmando el gusanillo de salir a ver por mí misma y explicarlo a quien quisiera oír.
Nunca consideré que el viajar es ocio, sino tiempo de plenitud. Te nutres de lo auténtico. Es la búsqueda de lo distinto. Te separas de lo conocido para descubrir lo que es ajeno. Te alejas de la certidumbre para adentrarte en lo imprevisto. Y eso es lo que debe hacer un corresponsal.
La búsqueda de lo distinto
He constatado coincidencias en puntos del planeta muy alejados entre sí, escenarios que se asocian y que muestran un ser humano que se adapta de forma similar a entornos similares. Dormitaba mientras circulaba por rutas de la cordillera central, en la isla filipina de Luzón, y, al despertar en un pequeño mercado rural, me pareció estar en Bolivia.
He visitado ciento setenta y ocho países de los cinco continentes y he podido disponer de casa puesta y vida cotidiana local en tres de ellos.
En el Nueva York de Ronald Reagan, su neoliberalismo económico como panacea y su guerra de las galaxias. En el Moscú de Mijail Gorbachev, que prefirió quemarse en su voluntad de reforma a claudicar y su perestroika-golpe de gracia a la Unión Soviética. En el Buenos Aires de Carlos Menem y sus privatizaciones a ultranza entre corruptelas, farándula e indultos a la dictadura.
En la Roma de un recién llegado Silvio Berlusconi prometiendo maneras ya, y enmarcado en la lucha de los jueces contra la promiscuidad de la política y los negocios. En la Viena como punto de partida hacia los Balcanes de Dayton y los países del este que habían derribado el muro. En el Moscú de Boris Yeltsin y su reparto a la oligarquía entre simulacros de democracia. En el Hong Kong del “Un país, dos sistemas” pactado por ingleses y chinos, y base para mí de avances económicos y sobresaltos políticos , armados y naturales en la región Asia-Pacifico. Y, por último, en el Pekín de la China Olímpica y omnipresente en el mundo, con el paso firme a la conquista del s XXI que pinta imparable.
Con esta reseña pretendo, simplemente, situar en el espacio y en el tiempo este relato que, creo, se me pide más como símbolo de la diversidad de “experiencias vividas” que como análisis geoestratégico en el que intente ser sesuda y exhaustiva.
Lo que será un salpicado de situaciones por el vivir cada día en diferentes puntos del planeta, requerirá hablar mucho en primera persona y se me hace raro.
Siempre he considerado que el periodista no debe ser el protagonista. Como corresponsal, me esforzaba en ceñirme a mi cometido de simple intermediaria entre personas y lugares distantes y distintos.
Pero, ¡salgamos ya de viaje!. Sin olvidar, de todas maneras, que no siempre “salí” igual.
Dificultades logísticas
Trabajaba a través del cine cuando empecé en 1970. Era necesario o bien traer las latas de película para revelar y montar, o bien enviarlas por avión. Consignadas o, con suerte, entregadas en mano a pilotos o azafatas. Siempre había alguien de TVE en Barajas esperando ansioso para recogerlas. Luego, fue el video. Las cámaras pesaban mucho, iban conectadas con cables a un magnetoscopio y a un equipo de sonido nada ligeros y poco manejables.
Sumándole las editoras , la iluminación, y la reserva de cintas, representaba moverse con unos 150 kilos de equipaje profesional.
Comunicarse por teléfono con España resultaba una pesadilla. Desde el desierto argelino tardé dos días en conseguirlo, esperando en una centralita telefónica a 45º a la sombra. Con frecuencia, ni siquiera era posible telefonear. Tampoco era sencillo hacer llamadas locales. Cuando ya se pudo enviar imágenes por satélite, era carísimo y era una guerra de nervios. Se tenía que reservar el tiempo de transmisión lo más cerca del horario del TD (telediario), compitiendo con los colegas de otros países. Por suerte, nuestro TD se emitía más tarde que los del resto de Europa. Había que acudir personalmente a un punto de envío que conectara con las estaciones terrenas satelitales, ya fuera una televisión local, una oficina de telecomunicaciones o un centro operativo temporal.
He perdido la cuenta de cuántas crónicas andarán perdidas por el espacio porque no llegaron a TVE. Y, ¡nunca se sabía qué o quién había fallado!. Los desplazamientos aéreos eran largos y complicados. Después, llegar a la noticia en coche era –y es- una prueba de paciencia, lumbares y valor. Todavía hoy creo que donde con más frecuencia la vida del reportero está en juego es en las carreteras y pistas de tantos países. Sin embargo, las dificultades logísticas y de todo tipo forman parte del reto. También, en su caso, los peligros. Pero, como la corresponsal mas veterana de TVE -como puntualizaba la web oficial- puedo asegurar que la mayor angustia es equivocarse, no entender bien lo que sucede, explicarlo mal.
Mirar cara a cara
En este mundo hay muchos mundos. He querido -y quiero- acercarme para conocerlos. A pie de calle. Mirando a los ojos a las personas.
Por eso, mis viajes con mayúscula han sido los sesenta mil y pico kilómetros en una furgoneta de reparto desde Barcelona a Ciudad del Cabo durante más de un año, en los 70. Los quince mil y tres meses por Australia ya en un vehículo todo terreno, hace cinco años. Los ocho mil por el cono sur americano, más otros tantos por Alaska y el gran norte canadiense. Y los treinta y dos mil en cuatro meses, el año pasado, desde Barcelona hasta Mongolia por Siberia, con regreso por Irán. No sólo me he fijado en la alta política, en la todopoderosa economía, en los juegos de poder, porque estoy convencida de que vale la pena escudriñar los recovecos de las culturas diversas y los rincones de la cotidianidad, sin lo que sería imposible entender lo demás.
Recuerdo un Banco japonés que ha convertido la que fuera su caja fuerte central, situada en el sótano de un imponente y céntrico edificio de Tokyo, en un huerto de cultivo hidropónico que cuidan estudiantes de agricultura. A la hora del almuerzo, invita a sus empleados a que bajen a recoger lechugas, tomates, zanahorias y se preparen buenas ensaladas. Bajan, naturalmente, en ascensor.
No podré olvidar lo que me sucedió al norte de Rhodesia, ahora Zimbabwe, cuando acudí con un misionero catalán a visitar al brujo de la tribu -“compartimos el mismo sector laboral”, me decía socarrón-..
Al llegar, intercambiamos saludos y, sin más, el africano se quedó callado unos segundos, me miró fijamente y le pidió que me dijera que “yo hacía muy bien en no comer carne porque hacerlo sería muy perjudicial para mí “. Efectivamente, ¡hacía años que yo no comía carne!.
Ilustrativa la experiencia vivida en el reino de Buthan, encaramado en el Himalaya, donde sus habitantes nunca habían visto nada distinto a lo que les rodeó durante siglos hasta 1999, cuando su rey autorizó que se instalara la televisión. Seis años más tarde, me contaban los maestros que tuvieron que aprender para después explicar, a pequeños y mayores, cuál era la diferencia entre la ficción y la realidad. Los flamantes televidentes no sabían distinguir entre una película en la que los actores interpretaban su muerte y un reportaje en el que las víctimas morían de verdad.
Me decían las mujeres cómo su forma de cocinar se había hecho menos elaborada, porque ya no se entretenían charlando en la fuente con las vecina, “enganchadas” como estaban a los culebrones producidos en la vecina India.
Me di cuenta de que el altar para las rituales ofrendas diarias, que tradicionalmente presidía la sala principal de la habitual vivienda de madera, había sido desplazado a un lado por el televisor.
Culturas y mujeres
Hacer del mundo mi hogar ha sido una gran fortuna , pero tratar la diversidad cultural no me ha resultado sencillo. Es, sin duda, una gran riqueza a preservar y respetar, sin embargo, qué complejo es marcar dónde el progreso benefactor termina y empieza la destrucción de culturas e identidades, mientras, por otra parte, es imposible defenderlas si chocan con los derechos humanos universales.
En Pakistán, me encontré ante una represión feroz de las mujeres en nombre de normas y costumbres propias.
Se las mata, se las desfigura con ácido, se las viola si desobedecen lo que manda el padre, el hermano, la norma consuetudinaria. Lo llaman delitos de honor.
Conocí a Muktar Mai, una muchacha de una pequeña aldea, no demasiado alejada de una ciudad, que había sido violada en grupo por varios hombres de un clan superior. A una chica de ese clan había osado acercarse el hermano de Muktar. La salvaje agresión contra ella fue el castigo decidido contra la familia “de acuerdo a nuestras leyes “, me especificaron los agresores con absoluta tranquilidad y un tanto desafiantes.
Este caso salto a la prensa internacional, y por eso hubo detenciones, un juicio, una condena ridícula, una indemnización, pero fue la excepción, me decían las activistas paquistaníes que luchan contra estos abusos y se lamentan de la impunidad total en la que suelen quedar. En la India, pese a la prohibición legal, se siguen abortando fetos femeninos y se abandona a las niñas. “Gaste ahora xxx rupias y ahorre mucho más después”, rezaba un folleto publicitario que lo que sugería era pagar un aborto para ahorrar la dote. Me lo entregaron por la calle en Chennai, a principios de los 80. Ahora no sería posible, porque desde 1994 está prohibido el diagnóstico prenatal del sexo y el aborto selectivo, pese a ello, se siguen practicando con normalidad.
La mayoría de los médicos con los que hablé de este asunto me admitieron, en privado, que no respetan la legislación porque propiciando esos feticidios creen ayudar, hacer un favor.
Dice un proverbio indio que invertir en una niña es como regar el jardín del vecino. Compré revistas que proponen pócimas mágicas para conseguir un varón, vi películas y series que reflejan la alegría por el nacimiento de un niño y la frustración por el de una niña. Se calcula que unos dos millones de fetos femeninos son abortados en la India cada año. Una práctica que engloba a todas las clases sociales, todas las castas, todas las religiones.
Ser mujer, una limitación y una ventaja
La situación de la mujer ha sido para mí un tema esencial. La perspectiva de género, una exigencia a la hora de informar. La he visto discriminada, oprimida, reprimida en mayor o menor medida en todas partes. Al mismo tiempo, siendo el sostén de las comunidades y el pilar esencial de la construcción social.
Se me pregunta muy a menudo si ser mujer me ha limitado a la hora de informar.
Por supuesto que sí. Los fundamentalismos religiosos, las sociedades patriarcales me han impedido entrar en determinados lugares, rechazado entrevistas, obligado a cubrirme, a no poder moverme sola.
En el Irán de Jomeini, uno de sus principales colaboradores, el ayatolá Rafsanjani, aceptó que le entrevistara, pero con la condición de no mirarle a la cara ni dirigirme a él directamente.
En Corea del Sur, aún bajo la dictadura en los años 80, fue un auténtico problema editar las crónicas en las instalaciones de la televisión coreana. Quien iba a hacerlo era mi operadora de cámara y montadora y ¡una mujer no podía tocar los equipos!
Sin embargo, mi condición femenina yo la he percibido como una ventaja. Me ha permitido entrar en el mundo de las mujeres donde me he enterado mucho mejor de la realidad. En los casos de violencia y abusos, ellas me han hablado abiertamente, sin reticencias ni temor. Hacer visible lo invisible, penetrar allí donde está el silencio, es lo que yo quiero, al igual que todos los periodistas. En el camino te asaltan la indignación y la impotencia.
La información como espectáculo
Tras el apocalíptico tsunami del 2004, yo estaba en el noroeste de Sri Lanka. Varios centenares de personas, que lo habían perdido todo, permanecían desde hacía casi dos semanas hacinadas en las aulas de una escuela, en cuadras, en almacenes de un pueblo que les había acogido como podía. Por fin, voluntarios italianos instalaron, durante tres días de ardua tarea, espaciosas y limpias tiendas de campaña, así como letrinas, duchas, cocinas y les trasladaron. Pero, al día siguiente, tuvieron que desmontarlas para que pudiera aterrizar en aquel espacio abierto el helicóptero de Kofi Annan, en su recorrido de inspección y saludo. El Secretario General de la ONU estuvo en tierra escasamente media hora.
A esta insensatez podemos añadir el cierre del aeropuerto principal o la ralentización de la descarga de la ayuda humanitaria, porque no paraban de aterrizar políticos extranjeros que recorrían los países afectados con mensajes solidarios y un grupo de periodistas para sacar la foto. En las catástrofes he visto aparecer lo mejor y lo peor del ser humano. Entrega y solidaridad, descoordinación y juegos de intereses. Los medios de comunicación buscan cada vez más lo que impacta que lo que importa. No me ha sido fácil lidiar con el fenómeno del espectáculo que se impone a la información, dejando a menudo la ética por el camino, y utilizando la estética cinematográfica del chaleco, el casco, el velo, la mascarilla, en muchas ocasiones, cuando no es necesario. Olvidando que si se utilizan sin serlo, se desinforma al añadir un elemento de tensión falso que empaña la veracidad.
El periodismo de guerra es, en ese sentido, de los géneros más delicados. He agonizado entre la estrategia manipuladora de los bandos, la necesidad de comprobar en la prisa y la inmediatez que impera hoy. Para mí siempre ha sido una obsesión el contexto y los antecedentes. No me parece bien glorificar el riesgo que corremos los periodistas. Es un gaje del oficio que tomo porque quiero. No hay por qué hablar de él ni considerarlo un mérito. En todo caso, lo es el de los periodistas locales que se la juegan a diario. Yo no me considero corresponsal de guerra sino una corresponsal que ha cubierto confrontaciones violentas, pero también mucho más que eso.
Informar de lo importa
Pude visitar Corea del Norte, el país más aislado y reprimido. Vigilados constantemente, nunca me dejaron preguntar a nadie que no estuviera preparado. Bandas femeninas de música de corte nacionalista en la calle para animar al trabajo, un llamado Palacio de los niños donde algunos elegidos dibujan, pintan, actúan, bailan, tocan a la perfección como inquietantes pequeños autómatas sin dejar de sonreír, las guarderías en las que ya empiezan a recitar de memoria la vida y logros del dictador, y un largo etc. para el asombro y la indignación. He conocido personajes de todos los ámbitos. Cené con Ernesto Sábato en su casa. Marcello Mastroiani fue mi amigo. Hablé con Juan Pablo II en el jardín del Nuncio en Camerún. Entrevisté a los primeros ministros europeos en los 80: Margaret Thatcher no abandonó su bolso ni por un instante.
Ha sido un privilegio vivir en directo la Historia de la que el periodismo es borrador, y disfrutar de una carrera que me ha permitido unir mis dos pasiones: viajar e informar.
En una guía que compré en Shanghai, se describe así a los españoles: “trabajan sin apresurarse. Entre las 13 h. y las 14. 30 las calles están llenas de gente que pasea y se detiene, una o dos veces, para tomar el aperitivo. Incluso los bebés están despiertos hasta las 10 de la noche. Pasan horas en la calle. No es de mala educación mirar a los demás. Escudriñar cómo visten y con quién van es pasatiempo general.
Las casas cuentan con persianas y una mesa cubierta con faldón que se llama “mesa camilla”. Suele haber un canario en una jaula en la ventana de la cocina”. Los estereotipos acechan. No hay mejor antídoto que conocer y explicar. En eso he estado, en eso estoy y en eso estaré mientras el cuerpo aguante. Mí casa, como decía Hemingway, no es para vivir, es para volver. No he vuelto todavía.