La Biblioteca itinerante de Tombuctú

Llevan más de 500 años huyendo. Y lo hacen muy bien. Escaparon del cristianismo fundamentalista de un rey católico, y huyen ahora del integrismo islamista que asola Mali. El Fondo Kati atesora una valiosa colección documental sobre la vida de los andalusíes exiliados en el África Negra. Un hombre la rescató de Toledo en el turbulento siglo XV. Quinientos años después, otro hombre, uno de sus descendientes, la trae de vuelta para ponerla a salvo.

Año 1467. Ni América ha sido aún descubierta ni Granada conquistada, pero un aire de fanatismo religioso impregna la vida social y política de la hasta hace poco ejemplar ciudad de Toledo. El descontento y la delación sustituyen al antaño clima de convivencia. Alí Ben Ziyad, juez civil de la ciudad, musulmán confeso, y descendiente directo de los godos que se enfrentaron a Don Rodrigo cuando los musulmanes entraron en la península, prepara su equipaje con gestos precisos y carentes de nostalgia. Presionado por la intolerancia religiosa del momento se dispone a abandonar la tierra donde ha nacido. Parte rumbo al exilio, quizá sin imaginar que no volverá nunca. O quizá sí, porque con él lleva su tesoro más preciado. Libros.

Cuando parte rumbo al sur, el último descendiente de la familia Al Quati (Los godos) lleva un impresionante cargamento de libros. Durante generaciones la peculiar cultura hispanomusulmana ha debido impregnar las formas de vida de la familia de tolerancia y gusto por el saber. Por eso, Al Qati poseía una escogida selección de documentos escritos en hebreo, castellano y árabe. Textos religiosos, vidas del Profeta, algunos ejemplares del Corán, en cuyos márgenes anotaba sus impresiones ante el viaje, ante las noticias de la época, ante aquella nueva vida entre los “laluyyi” o renegados, como empezó a llamárseles entre los africanos. Una pequeña biblioteca particular, aumentada en su camino hacia el corazón de África, que acompañó a la familia de Ben Ziyad cuando cruzó el estrecho, cuando se asentó en Marruecos e incluso cuando decidió ir más allá, al confín Sur del islam, a aquel lugar mítico del que otros moriscos como ellos hablaban, una urbe rica, culta y sagrada, enclavada en el Sudán medieval y gobernada por el Imperio Shongay, Tombuctú.

Sería hacia fines del siglo XV cuando su hijo Mahmud comenzó a usar el apellido Kati, por corrupción del nombre familiar al-Quti. Para aquel entonces la familia ya se había ganado la confianza del nuevo soberano de la región, Askia Mohamed, un nativo de la etnia soninké y general del ejército, convertido al islam, que llevaría al imperio songhai a su máxima extensión, rivalizando incluso con los sultanes marroquíes. En aquellos años de esplendor, en los albores de la dinastía Askia, Mahmud Kati formó parte del cuerpo de juristas creado en la ciudad del desierto. Parece que allí se casó con una hija del Askia y reanudó la actividad literaria iniciada por su padre: tratados de derecho, astronomía, historia y crónica de viajeros, que suponían un detallado repaso de las gentes, lugares y costumbres del África subsaharia. Así fue cómo la biblioteca, como un ser vivo, siguió creciendo, alimentada por la curiosidad y el saber. Volúmenes de medicina, geografía e historia, escritos en árabe y en hebreo se fueron acumulando en el patrimonio de los Kati, creciendo a la par que la ciudad que la albergaba Eran los años de esplendor del reinado de Askia Mohamed, los años en los que Tombuctú se convirtió en la gran ciudad de la cuenca del Níger, el destino añorado de las caravanas que atravesaban el Sahara, el lugar obligado de visita de comerciantes y sabios islamistas. La fama de su inexpugnabilidad y su riqueza atrajo también miradas foráneas. Su primer visitante europeo sería un granadino llamado Hasan, a quien la historia ha pasado a conocer como León el Africano. Él sería quien, en 1520, le entregaría al papa León X la descripción de África más detallada que se había escrito hasta el momento.

La Alejandría del África Negra

Así se dio a conocer al mundo la existencia de Tombuctú, una floreciente ciudad en medio del desierto del Sahara, la capital intelectual del oeste de África, enriquecida gracias al comercio de oro, sal y marfil. Tombuctú, en bereber Tin Buktu, el lugar de Buktu, era para entonces la puerta del desierto, el punto de encuentro entre el África del norte y el Sahel, “el borde”, un lugar mítico para tuaregs y comerciantes norteafricanos. Su inaccesibilidad había ido dotándola, con el transcurrir de los tiempos, de un aura de leyenda y misticismo.

Para entonces, la Tombuctú soñada era una urbe sagrada, robada a las arenas y dotada de monumentos tan bellos como fugaces, labrados en el barro del sahel. Las espectaculares mezquitas de Sankoré, Djingareyber y Sidi Yahya volaron en bocas de comerciantes y peregrinos, y Tombuctú pasó, de ser origen y destino de las caravanas, a convertirse en el centro espiritual y de saber más importante al Sur del Sahara, la “ciudad de los 333 santos”, la Alejandría del África negra.

Pero Tin Buktu no fue siempre ni grande, ni bella, ni santa, ni sabia. Fundada por los tuareg en torno al año 1100 por su proximidad al río Níger, se convirtió en un puesto de comercio, durante la dinastía Mandinga y, con el tiempo, en la parada obligatoria de las tribus trashumantes que atravesaban el desierto del Sahara. Como todas las ciudades espejismo que nacen al calor del dinero, Tombuctú creció rápidamente, albergando diferentes etnias (shongai, fulanis, tuareg) y mimada por sus gobernantes como una favorita consentida. Sería el emperador (o Mansa) malinké Kankan Moussa el primero en exportar su fama.

En 1324 se anexionó la ciudad pacíficamente, y contrató al arquitecto granadino Ishaq es-Saheli para levantar la impresionante mezquita de Djinguereberer, que terminaría por imponer su estilo propio en las construcciones de carácter religioso de la zona.

Convertido al islam, el monarca quiso hacer de Tombuctú un centro de estudio y de expansión de la fe, y mandó edificar la prestigiosa universidad de Sankoré, a la que seguirían otras madrazas. En ellas, copistas de diferentes lenguas se dedicaron a la recopilación y traducción de diferentes textos antiguos, convirtiendo a la ciudad en el epicentro de una importante tradición escrita en el corazón de África, que sus sucesores, los monarcas shongay, se encargarían de mantener y acrecentar en los siglos XV y XVI. A este imperio floreciente en el África Negra llegarían los al Qati, en busca quizá de su Toledo particular.

En 1591, una nueva oleada de moriscos procedentes de España, y comandados por el almeriense Yuder Pachá, entra en Tombuctú. Obedecen órdenes del sultán de Marruecos y vienen para quedarse, pues Marruecos desea anexionarse el próspero imperio shongay. Los recién llegados se asentaron en la ciudad y se fusionaron con la población local, enriqueciendo su historia. Conservaron su idioma, una mezcla del castellano y del árabe, y con el paso del tiempo un gran número de términos castellanos pasaron al songhay. La cultura era un valor en alza, la compra-venta de libros era una actividad frecuente y apreciada, y Tombuctú, la ciudad donde Mahmud Kati engrosaba sus fondos bibliográficos sin conocer el destino que les esperaban, aspiraba a parecerse a El Cairo y La Meca. Ahora cuesta creer que la urbe polvorienta del color del desierto llegara en el siglo XVI a albergar más de 100. 000 habitantes, 180 madrazas y 25.000 estudiantes.

 

Perdida bajo la arena

Pero el destino de las ciudades, como el de sus habitantes, es caprichoso y mutable. Marruecos dominó la zona durante 200 años para después dejarla en manos de los franceses. Durante todo ese tiempo nadie fue capaz de encontrar las supuestas y fastuosas reservas de oro, y la ciudad radicalizó sus costumbres y penó con la muerte el acceso a los no musulmanes, encerrándose en sí misma. El comercio disminuyó, la tolerancia derivada del intercambio de culturas desapareció.

Los moriscos perdieron su hegemonía ante los bámbara, viéndose obligados a abandonar sus ciudades y oficios tradicionales para dedicarse a la agricultura, y se repartieron a lo largo de todo el Níger. Con cada uno de ellos, con cada rama de la familia, se fueron un puñado de libros, de documentos, un pedazo de su historia.

Quizá para conservar alguna pieza de una identidad común, pero también para evitar que la Biblioteca, en manos de una sola persona sin medios, terminase por desaparecer por completo. Los manuscritos y libros llegaron a Tombuctú con la familia Kati desde Toledo, y allí se conservaron durante cinco siglos.

Las duras condiciones climáticas y la falta de recursos arrastraron tras de si un velo de olvido, para extenderlo como un sudario sobre una ciudad que, poco a poco, despojada de su pasado esplendor, fue borrándose en el desierto para continuar viviendo en la memoria colectiva.

La localidad marroquí de Zagora aún alberga el cartel que guiaba a las caravanas cruzando el desierto “A Tombuctú, 52 días”, pero aquella Tombuctú ya no existe. La desertización, las tormentas del desierto, el desabastecimiento de agua, el colapso de sus estructuras históricas y la guerra han hecho de la ciudad una vaga sombra de lo que un día fue. Y como ella, aquella Biblioteca que había sobrevivido a la intolerancia religiosa, al viaje, al clima, al paso del tiempo y a los caprichos de los hombres fue difuminándose en el recuerdo, fragmentada, perdida, olvidada.

 

Una historia condenada a repetirse

Hasta ahora. O más exactamente hasta hace unos años. En la década de los 90 del pasado siglo, unos lejanos descendientes de Ali ben Ziyad, Diadié Haidara y su hijo Ismael Kati, decidieron rescatar del olvido los manuscritos de los que hablaba la leyenda familiar. Poco a poco, con paciencia de santos y minuciosidad detectivesca, recorrieron toda la geografía del Níger, aldea por aldea, hurgando en la memoria y en los rincones olvidados de cada pariente o amigo, hasta recuperar miles de legajos y manuscritos para reunificarlos de nuevo en Tombuctú. Sin embargo, cuando, terminada la tarea, los libros se instalaron en un edificio poco acondicionado que no era capaz de evitar su deterioro, Ismael Kati, decidió recurrir a la tierra de sus antepasados, España, en busca de ayuda.

Ante la indecisión de la Junta de Castilla-La Mancha, acudió al gobierno de Andalucía. Y así fue como, por un guiño del destino, en septiembre de 2003, la Biblioteca Andalusí de Tombuctú abrió sus puertas para albergar más de 3.000 volúmenes de uno de los legados culturales más importantes de los siglos XV y XVI. Entre ellos destacan las crónicas sudanesas del arquitecto Es Saheli, o un Corán ceutí grabado en oro, pero se calcula que hay unos 300 libros de autores andaluces, 100 de renegados cristianos, 60 de comerciantes judíos y el resto de temática variada (religión, ciencia, medicina, derecho, filosofía…), con información muy valiosa sobre las formas de vida de los españoles afincados en África subsahariana.

Sin embargo, poco podía imaginar Ismail Diadie que, tras la ingente tarea de recuperación, clasificación y mantenimiento de los documentos que han pasado a ser denominados Fondo Kati, estos se enfrentarían, una vez más, a una nueva amenaza. En el año 1988, la UNESCO declaró a Tombuctú patrimonio de la Humanidad, y decidió desarrollar un programa para frenar el avance de las arenas del desierto y proteger a la ciudad milenaria, pero en esta ocasión no ha sido la climatología, sino la caprichosa acción del hombre la que ha amenazado la biblioteca.

Y es que, en la actualidad, Mali está inmerso en una cruenta guerra. Después del derrocamiento del régimen de Libia, numerosos tuareg que habían defendido al líder Muammar Gadafi, regresaron a Mali pertrechados con armas y se alzaron contra el débil gobierno central. Este alzamiento coincidió con el golpe de Estado que las fuerzas armadas llevaron a cabo contra el presidente del país, Amadou Toumani Touré, que fue derrocado. Tombuctú, la tercera ciudad de Mali, pasó así a ser un punto en un mapa, el objetivo de la denominada “facción rebelde”, una amalgama de grupos islamistas armados, entre los que se encuentran Al Qaeda en el Magreb Islámico, el Movimiento para la Unidad de la Yihad en África Occidental (MUJAO), los fundamentalistas de Ansar Al Din y el Movimiento Nacional de Liberación de Azawad (MNLA). Hace apenas 3 años, en abril de 2012, este último grupo proclamó la independencia – no reconocida internacionalmente – del norte del país, Azawad, con una superficie equivalente a la de Francia. Pero inesperadamente, los guerrilleros de Ansar Dine (Defensores de la Fe) rechazaron la independencia de los tuareg y atacó no sólo a los grupos armados sino también a la población civil.

Un viaje de ida y vuelta, una nueva ida y alguna vuelta

Apenas 24 horas después de la caída de Tombuctú, Ismael Diadié, sentado frente a la sede de la Biblioteca Andalusí, recibió la visita de una pick up con cinco integristas a bordo. “¿Qué hay ahí dentro?”, preguntaron. “Libros y papeles, nada de valor”, “¿y dónde está el propietario?” Nadie confesó a los recién llegados que la persona por la que preguntaban está sentado frente a ellos. “Que nadie toque nada”, advirtieron amenazantes antes de partir. Diadié respiró aliviado, pero sabía ya que volverían, como sabía con absoluta certeza lo que tenía que hacer: huir. Dejar su hogar. Exiliarse huyendo del fanatismo religioso. Para salvaguardar junto a él, una vez más, una valiosa colección de documentos. Para cruzar con ellos el desierto y el norte de África escapando de nuevo de la intolerancia, de la incultura, de la destrucción.

En los meses posteriores a la ocupación de la ciudad, mientras Diadié dejaba su hogar en Tombuctú, huyendo del fanatismo religioso, y Ansar Dine informaba a la estupefacta opinión pública del inicio de la destrucción de los 333 mausoleos de la ciudad, por considerar estos lugares eran “contrarios al islam”, los baúles que albergaban los documentos, “la biblioteca judía”, como la llaman sus perseguidores, fueron sacados a escondidas y se llevaron a otras casas de la ciudad. Durante dos años los viejos papeles han permanecido a salvo, en secreto en otros pueblos de la región, una vez más dispersos, escondidos y guardados en baúles con plantas y hojas de tabaco que ahuyentan a las termitas.

Todos, salvo una pequeña muestra que quedó en la sede de Tombuctú para dar la apariencia de normalidad bajo la implacable custodia de Baba Pascal Camara, chófer y amigo personal de Diadié.

En enero de 2013, el Gobierno francés envió sus tropas para detener el avance de los islamistas hacia el sur de Mali. Las presuntas reservas de uranio en la zona probablemente “ayuden” a la intervención occidental más que un puñado de viejos libros. Pero aún no es el momento de que el Fondo Kati vuelva a Tombuctú.

Los documentos se encuentran en España. Han hecho el camino en sentido contrario y quinientos años después, la biblioteca vuelve al país del que salió.

Es temporal. No viene para quedarse. El fondo será digitalizado en su totalidad, por cortesía de la aseguradora DKV, quien ha ganado el premio de la SGE Iniciativa Empresa por esta encomiable labor, para inmortalizarlo y preservarlo así de la destrucción. Pero, además, sus documentos viajarán de forma contiuada entre España y Mali, dándose a conocer gracias al acuerdo alcanzado con las tres ciudades españolas que lo albergarán: Jerez, Tarifa y Toledo, de donde el Fondo salió hará pronto 550 años. Los manuscritos andalusíes, contagiados en Tombuctú del espíritu nómada de las caravanas, quizá pretendan seguir luchando contra el fundamentalismo de la única manera posible: viajando.