Boletín 49
Noviembre de 2014
Texto: Enric Sala
Fotos: National Geographic
El oceanógrafo y explorer de la National Geographical Society, Enric Sala, nos cuenta cómo y por qué ha dedicado su vida a proteger la vida marina y a salvar los océanos.
En los años 70 yo era un niño que crecía en la costa mediterránea de España absolutamente fascinado por el mundo submarino que Jacques Cousteau nos mostraba en la televisión.
Sus intrépidos buceadores, mis héroes, nadaban entre ballenas y se deslizaban entre exuberantes arrecifes de coral en los que abundaban meros y tiburones. Yo soñaba con ser algún día buceador del Calypso, el famoso barco del comandante Cousteau, para explorar mares lejanos y hacer un sinfín de descubrimientos a lo largo de mis viajes.
© National Geographic
Ya entonces esos mares llenos de grandes especies que yo veía en la televisión eran un mundo totalmente distinto del Mediterráneo de mi infancia. Al bucear en la Costa Brava, todo lo que veía eran erizos de mar y piscardos más pequeños que mi máscara de buceo. Que el mar estuviera vacío era algo totalmente natural para mí.
Ahora nos remontamos 25 años atrás. Yo era profesor en la Scripps Institution of Oceanography en California (uno de los centros más antiguos e importantes del mundo dedicado a la investigación sobre la tierra y los océanos), y me dedicaba a estudiar el impacto del hombre sobre el océano: sobrepesca, contaminación y calentamiento global. Al haber nacido muy tarde para ganarme un sitio en el Calypso, la vida me llevó al mundo académico, donde seguí desarrollando mi pasión por explorar el océano. Sin embargo, el entusiasmo inicial por entender el mundo a través de la ciencia se convirtió en frustración al ver que los lugares que tanto amaba iban perdiendo vida año tras año.
Estaba escribiendo la esquela de los océanos cada vez con mayor precisión. Era algo no solo frustrante sino rayano en la depresión. Me sentía como un médico que le cuenta a su paciente cómo va a morir, exponiéndole hasta los más mínimos detalles pero sin prescribirle un tratamiento. Era demasiado. Decidí entonces dedicar el resto de mi vida a ayudar a los océanos a recuperar su antigua salud y riqueza. Pero ¿qué era un océano rico? ¿Quedaba algún océano sano?
© National Geographic
Estas preguntas marcaron el comienzo de una larga serie de interrogantes que me planteé para encontrar las zonas vírgenes de los océanos que aún quedan y ayudar a protegerlas. En 2005, junto con un grupo de colegas biólogos marinos, organizamos una expedición a las Islas de la Línea, un archipiélago muy poco conocido de
islas de coral y atolones situado entre Hawai y el Ecuador. Del suelo oceánico surgen cinco islas de coral que son la cúspide de antiguos volcanes que cuentan con millones de años de antigüedad. Dos de esos atolones están deshabitados y no han sufrido el impacto del hombre. Allí vimos por vez primera qué es un océano sano. Todavía recuerdo mi primera inmersión en el Arrecife Kingman, cuando de las profundidades del mar surgió una docena de tiburones que nos rodeó y se acercó a curiosear en cuanto volvimos a sumergirnos. El fondo del arrecife era una exhuberancia de corales con delicados colores pastel, rebosantes de salud. Exactamente igual que los corales que Cousteau nos enseñaba por televisión. Todavía quedaban algunos lugares vírgenes en el mundo, en los rincones más remotos de los océanos.
Yo estaba decidido a encontrarlos y a trabajar con los colaboradores adecuados para estudiarlos, mostrárselos al mundo y servir de inspiración a los dirigentes de los países a los que pertenecen estos lugares en estado puro para que los protejan, convirtiéndolos en grandes reservas marinas, es decir en parques nacionales pero en el mar.
Este sueño acabó obsesionándome y fue el origen de mi proyecto Pristine Seas (mares limpios) (pristineseas.org)
© National Geographic
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En 2007 abandoné el mundo académico para dedicarme por entero a mi pasión.
En 2008 me uní a las filas de los National Geographic Explorers, y desde entonces he dedicado todos mis esfuerzos a proteger las zonas vírgenes que aún quedan en los océanos
Estamos a 6 febrero de 2009, me encuentro en la Casa Blanca, sentado a tres filas de distancia del presidente de Estados Unidos, George W. Bush. En ese momento el presidente firma la Declaración para crear el Monumento Nacional a las Islas Remotas del Pacífico, una inmensa reserva marina casi tan grande como el Reino Unido, que incluye el Arrecife de Kingman y el Atolón Palmyra, dos de los paraísos de coral que habíamos estado estudiando en 2005.
El texto de la Declaración del Presidente Bush ponía de relieve la naturaleza virgen de esos atolones de coral, y el hecho de que en esas zonas inexploradas los depredadores sean más grandes que las presas.
Nunca hubiéramos podido imaginar nada parecido si no hubiésemos emprendido la imposible tarea de organizar un viaje de investigación a atolones remotos, si no hubiéramos ignorado las recomendaciones de algunos colegas que nos decían que nunca íbamos a encontrar fondos para organizar tal expedición y si no hubiéramos sentido curiosidad por el mundo que nos rodea.
© National Geographic
Estos lugares vírgenes son el testimonio de lo único que aún no hemos destruido del mar. Son el testimonio de lo que antaño era natural, tan distinto de nuestros puntos de referencia actuales que solo conocen un océano degradado a causa de la sobrepesca, la contaminación y el calentamiento global. Estos últimos lugares vírgenes son absolutamente desconocidos para cualquier ser humano, excepto para las flotas pesqueras de larga distancia, que han empezado a fijarse en ellos porque ya han esquilmado casi todo los demás. Es preciso que los salvemos antes de que sea demasiado tarde, antes de que desaparezcan sin que nadie los haya visto.
Es posible proteger estos lugares ahora y preservarlos para siempre. Entre 2006 y 2009 Estados Unidos creó cuatro grandes monumentos nacionales marinos en las costas más salvajes del Pacífico; en 2011 Chile creó el Motu Motiro Hiva Marine Park, la reserva marina de “no pesca” más extensa del continente americano; Kiribati está a punto de alcanzar los 400.000 km2 de zona protegida en las Islas Fénix, y recientemente el Presidente Obama ha creado la mayor reserva existente en el mundo, más de un millón de km2 alrededor de las Islas Remotas del Pacífico pertenecientes a Estados Unidos.
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Cuando buceo en lugares vírgenes se desvanecen todas las preocupaciones del mundo de los humanos. Allí abajo me doy cuenta de que no somos más que una pequeña parte de un gran sistema viviente, una biosfera que nos proporciona riqueza y salud. Al fin y al cabo, la biodiversidad de los océanos es nuestro único modelo posible para el futuro. Depende de nosotros decidir qué océano queremos para el mañana: uno con aguas cristalinas lleno de grandes especies o uno lleno de microbios y medusas.
Boletín 49
Noviembre de 2014