Portugal
Acepté sin ningún esfuerzo la invitación para efectuar un viaje por tierras de Portugal. Amante como soy de la poesía de Fernando Pessoa y de la prosa cargada de lirismo del Nobel José de Saramago, qué otra cosa podía hacer que partir con la idea de descubrir, de sentir las tierras portuguesas, aunque los días fueran pocos. El espíritu de Pessoa, sus versos:
Después de todo, la mejor manera de viajar es sentir
Sentirlo todo de todas las maneras
Sentirlo todo excesivamente
me animó a emprender viaje con el sólo propósito de dejarme embargar por las sensaciones de su paisaje, su geografía, su historia, su cultura y sobre todo de su gente. Para ello sólo tendría que detenerme frente a monumentos, personajes, obras de arte y en suma ante aquellos rostros en los que se leyera una historia individual y colectiva que me revelase nuestras similitudes. El hombre ibérico, según Saramago, existe.
El comienzo de mi viaje no podía ser otro que Lisboa, en estas fechas de junio cuando los árboles de jacaranda importados de Brasil que tanto abundan por la ciudad tienen sus copas colmadas de flores violeta y púrpura. Los orígenes de Lisboa se pierden en la leyenda. Cuenta la mitología que fue fundada por Ulises y en la Odisea se hace referencia a ella; en el año 716 fue conquistada por los musulmanes a los visigodos, reconquistada con la ayuda de una flota de cruzados en 1147 y se convirtió en capital desde 1255. De su pasado romano permanece hoy el Castelo de Sao Jorge, fortaleza de tantas y tantas luchas, desde romanos, visigodos y moros.
Visto desde abajo, la vegetación casi lo esconde y es desde su mirador donde de verdad se aprecia cómo el Castillo domina la ciudad. Altivo y sólido, toda Lisboa se rinde a sus pies, la imagen del estuario del río Tajo y su encuentro con el mar es deslumbrante, el puente 25 de Abril, bautizado con este nombre después de la Revolución de los Claveles en 1974, enlaza las dos orillas y al fondo, la réplica del Cristo Rey de Río de Janeiro (1947-49) erigido para dar gracias por no haber participado en la II Guerra Mundial. Pero no sólo son éstos los monumentos que más llaman la atención, sino además la Plaza del Comercio, la del Rossío, los barrios de Chiado, Barrio Alto, Morería y Alfama, todos ellos con sus intrincadas calles y tejados, bajo los cuales se adivina la historia de esta ciudad y de sus habitantes.
Una vez fuera del Castillo, me adentro en el Barrio de Alfama dispuesta a perderme en la primera esquina, sus callejas y callejones están engalanados con toda clase de adornos multicolores realizados en papel, y en aquellos rincones que su tamaño lo permite los vecinos preparan mesas y cocinas donde degustar toda clase de especialidades culinarias típicas, desde sardinas asadas hasta arroces suculentos, regados con sus particulares vinos, más aún en su fiesta grande que se celebra el día 13 de junio. Camino por Alfama con la precaución de no resbalar por sus escaleras y pavimento que de tanto uso resultan como la cara de un espejo en donde el sol se refleja de una forma muy bella.
Fue Alfama el barrio en el que se asentaron los judíos conversos cuando en 1496 Manuel I, llamado el Afortunado y casado con una hija de los Reyes Católicos, ordenó la expulsión de éstos y de los moros que allí habitaban. El azulejo (del árabe azzullayga, azul/brillo) está presente en casi todas las fachadas de Alfama, aparece en gran medida en los principales monumentos portugueses y evoluciona desde unos orígenes moriscos en la Edad Media hasta ser considerado como elemento decorativo en el estilo Manuelino, a través del cual la historia de Portugal se nos presenta por medio de figuras y personajes. El azulejo aparece también en el art nouveau y en algunas de las realizaciones artísticas actuales.
Como uno de mis objetivos era someterme a Portugal y a su historia, mi primera visita monumental fue al Monasterio de los Jerónimos, la Torre de Belem y el Monumento a los Descubridores, los dos primeros testimonio de una época protagonizada por la nación portuguesa que rasgó los horizontes de la historia de Europa y del mundo.
Se debe al rey Manuel I la iniciativa de la construcción del Monasterio de los Jerónimos (edificado en 1502), amparado en los poderosos medios financieros de que disponía entonces la Corona portuguesa. En el siglo XV, Portugal, que estaba profundamente ligado a los descubrimientos y a la idea mesiánica del Imperio, creó un estilo ornamentistico único llamado Manuelino cuyos elementos decorativos están tallados en piedra e inspirados en el mar, como conchas, peces, cabos o corales, trabajo a veces finísimo que recuerda la filigrana como en un encaje imponderable.
A la entrada del Monasterio, a mano izquierda, se encuentra Vasco de Gama, el navegante que descubrió el camino para llegar a la India, y a la derecha, la estatua yacente de Luis de Camoes, el escritor que descubrió el camino para llegar a Portugal. A continuación se abre una amplia y bonita iglesia, rematada por una bóveda con nervios de monumentales dimensiones, sin arcos y apoyada en columnas extraordinariamente esculpidas. Parece un enorme casco de barco puesto del revés. En el coro se aprecian unos extraordinarios sarcófagos sostenidos por elefantes en los que reposan miembros de la Dinastía Aviz, don Manuel I entre ellos.
El claustro de los Jerónimos es de proporciones perfectas y en una de las galerías que conforman este espacio descubrí de forma casi accidental un pequeño monumento simbólico al poeta del mar y del cielo, que es Fernando Pessoa. En el estilo manuelino se unen elementos góticos, renacentistas y algunos símbolos destacados en la heráldica y en la religión, pero Saramago dice que “el estilo manuelino no sería lo que es si los templos de la India no fueran lo que son”. Es seguro que en las naves portuguesas iban dibujantes que de allí trajeron apuntes, esbozos, calcos que luego sirvieron de falsilla, porque un estilo tan denso como el manuelino es difícil que haya sido armado y equipado estrictamente a la sombra de los olivos lusitanos.
Frente al Monasterio de los Jerónimos, y recortada sobre el cielo y las aguas del río Tajo, se encuentra la Torre de Belem, una obra de joyería que difícilmente pudo servir para acciones militares defensivas, con su maravilloso mirador vuelto hacia el Tajo, lugar éste más apropiado para asistir a desfiles náuticos que para orientar el alza de los cañones. Erigida sobre una isla de basalto próxima a la orillla derecha del Tajo frente a la playa de Restelo, fue después del terremoto de 1755 cuando terminó amarrada a la ciudad. Se compone de una torre cuadrangular que recuerda las torres del homenaje de los castillos medievales y de un baluarte poligonal a cuyos lados figuran cúpulas en forma de brotes de plantas, elementos orientales que como dije están presentes en el estilo manuelino del que la Torre de Belem es claro exponente.
La esfera armilar, representación de la esfera celeste y las trayectorias de los astros mediante aros cuyo centro está ocupado por la Tierra, creencia ésta de la época de Manuel I, aparece en la balaustrada de la Torre y en muchos otros lugares como en el Monumento a los Descubrimientos (Padrao dos Descobrimentos), a pesar de ser ésta una obra reciente, ya que fue levantada en 1960 con ocasión de la celebración del Quinto Centenario de la muerte del príncipe Enrique el Navegante, quien aparece en la proa de esta carabela seguido de 32 personajes entre Santos, evangelizadores, reyes cartógrafos y descubridores, entre ellos Luis de Camoes, Cabral y Vasco de Gama. Hecha esta visita por los monumentos descritos, no cabía sino reponer fuerzas y probar los pasteis de Belem en la Antiga Confeitaria de Belem, pasteles de nata elaborados en esta casa cuya antigüedad data de 1837. También en esta pastelería me encuentro con azulejos en los que la historia de Portugal está representada con imágenes de Os Luisiadas.
Después del arte de la piedra, corresponde ahora acercarme a lo que Saramago llamó “paraíso antes del Pecado Original”, es decir, Sintra, y para ello hay que penetrar en la sierra del mismo nombre que rodea Lisboa junto con la de Estrela. Una vez tomado el desvío a la ciudad de Sintra, la carretera es sinuosa, estrecha y diríase que va ciñendo la Sierra como en un abrazo entre altísimos árboles, helechos de gruesos troncos y una inmensa masa verde que lo envuelve todo creando un microclima que hace que hasta las plantas delicadas crezcan y se conserven sin ninguna dificultad.
El Palacio da Pena, al final de una de estas rutas, corona la Sierra de Sintra y es un ejemplo de arquitectura romántica fruto de la realización de los sueños de un príncipe de Baviera, Fernando II de Sajonia-Coburgo. Ya en su origen tuvo algo de romántico, porque se dice que el palacio ocupa el lugar donde el rey Manuel I hizo levantar un convento para dar gracias por el éxito de la primera expedición de Vasco de Gama a la India, cuya flota avistó de vuelta un día en que el Rey se encontraba cazando por aquí. En el Palacio da Pena se pasa en pocos metros del estilo gótico al manuelino, del mudéjar al neoclásico y a muchas otras invenciones, pero destaca sobre todo su integración en el paisaje. La torre se enfrenta al gran torreón cilíndrico del otro extremo y todo ello sugiere una influencia gaudiniana que no es más que decir que tanto Gaudí como el ingeniero militar alemán que lo construyó, Von Eschwege, bebieron en las mismas fuentes exóticas.
El palacio aparece como un apéndice particular de la masa rocosa que lo soporta y la sierra de Sintra no sería la misma sin él. Desde lejos descubrí en lo alto el Castelo dos Mouros y si pienso en las maravillosas vistas de las que debe de gozar, creo por fin haber encontrado el escenario adecuado para el verso de Pessoa tantas veces recordado:
Al Sol siéntate. Y abdica
para ser rey de tí mismo.
Aunque se ven algunos símbolos míticos en el Palacio da Pena, es en la Quinta da Regaleira donde historia, símbolo y mito se agrupan. Situada en pleno centro histórico de Sintra, declarado Patrimonio Histórico por la Unesco, la Quinta es uno de esos lugares envueltos en misterio y enigmas aún sin resolver. Su último propietario, Augusto de Carvalho Monteiro (1850-1920), personaje de Coimbra que había amasado una inmensa fortuna en Brasil, mandó construir una mansión filosofal de inspiración alquímica con su correspondiente capilla y encargó la restauración de los inmensos jardines al arquitecto escenógrafo italiano Luigi Manini. Símbolos como la Luna, la Tierra y el Sol se encuentran repartidos por toda la finca junto a la cruz de la Orden de Cristo que fundó el rey Don Dinis en el siglo XIV y a la que se acogieron los caballeros templarios portugueses y, algunos otros europeos que huyeron tras las persecuciones iniciadas por el papa Clemente V.
Parece que Carvalho Monteiro levantó esta quinta para enaltecimiento del alma lusitana, tan abatida en aquellos tiempos, siguiendo el consejo de Pessoa sobre la mejor manera de levantar la moral que es “construyendo o renovando un gran mito nacional”. La exuberancia del estilo neomanuelino presente en cada fachada del palacio no deja lugar a dudas sobre esta teoría. Da Regaleira revive un pasado distante, abierto al paraíso perdido, y recupera doctrinas, creencias y mitos ancestrales así como otras corrientes esotéricas. Hay un inmenso conjunto de torreones que ofrecen bellos paisajes, terrazas dispuestas para la observación celeste y un pozo iniciático donde los caballeros templarios o de la Masonería realizaron a buen seguro sus ritos. En este Pozo hay una inmensa escalera en espiral y en el fondo al que desciendo una estrella de ocho puntas que me hace sentir como en el vientre de la Madre Tierra.
Sintra en extracto es la magia de entre-siglos, la añoranza del pasado, una composición artística que bien podría convertirse en ópera.
Después, realizo un interludio en Lisboa que aprovecho para pasear, mirar, y tomar una vez más sus tranvías, ya que éste es el mejor medio para llegar a lugares tan empinados como el barrio Alto, Chiado o Alfama, y entre mis descubrimientos hallo unos pequeños bares o tascas donde degustar un aguardiente llamado ginjinha que supongo debe de ser un respiro para los meses de invierno.
Llego a la ciudad de évora en la que la historia se percibe de forma sosegada. Cada siglo se identifica en un rincón, piedra o monumento. La Plaza do Giraldo, la más importante de évora, lleva el nombre de un caballero salteador que la conquistó en 1165 a los musulmanes atacando sólo una torre, pero creando tal desconcierto que los demás cristianos procedieron a entrar por el otro extremo de la ciudad, entre aquellas puertas de la muralla que se encontraban desprotegidas para hacerse con ella. Nunca más volvió a manos musulmanas.
Restos romanos se observan en el Templo de Diana y en la misma catedral que transitó al gótico en el siglo XV y al mudéjar en el XVI, con un aspecto grave, severo. La piedra parece un elogio a la inteligencia que quizá tenía uno de sus arquitectos, Martim Domingues, cuyo busto se encuentra en el triforio celoso de su obra. Cerca de la Catedral se encuentra la Iglesia dos Loios, propiedad particular, y más sorprendente que ésta es la iglesia de Nossa Senhora da Graça, con unos gigantes en su fachada que bien pudieran haber sido esbozados por Miguel ángel y que le confieren un aire enigmático por sus proporciones dentro del conjunto. El mismo misterior lo aprecio en la Capella dos Ossos de la iglesia de San Francisco al descubrir sus paredes recubiertas de huesos humanos alineados con tal precisión, tibias, fémures, cráneos, que me hace perder el significado emotivo. Sólo un letrero remueve mi interior:
“Nos ossos ovi estamos pelos vosso esperamos”
Luego, paseo por las arcadas de la Plaza das Portas de Moura y alrededor de su muralla en la que se han integrado viviendas y otros edificios como buscando cobijo ante las inclemencias.
La vuelta a Lisboa fue a través del Alentejo, región en la que el verde de los alcornocales y viñedos se mezclaba con el mismo azul celeste con el que Lisboa me sorprendió.
Hay ciudades que se ajustan a su propia piel y se levantan respetando claramente las elevaciones y declives del terreno que las sustenta. Como Roma, o San Francisco. Otras se empeñan en esconder las curvas de su suelo sin motivo aparente: pregunten a un madrileño cuál es la cota más elevada de su ciudad o si la calle Velázquez está a mayor altitud que la de Bravo Murillo, ello a pesar de que Madrid se levanta sobre terreno sinuoso, a veces abrupto, con colinas, vaguadas y valles que los edificios ocultan. No es el caso de Lisboa, ni mucho menos, siempre empeñada en mostrar sus altibajos, en potenciarlos, en salvarlos casi siempre con imaginación y arte como sucede con el elevador de Santa Justa que sube al caminante entre el hierro plateado diseñado por Mesnier de Ponsard desde la Rua do Ouro hasta el Convento do Carmo, en el Bairro Alto; o el tranvía de Gloria, o el de Calçada do Lavra, o los que llevan a Alfama desde la misma orilla del río Tajo.
La Plaza del Comercio, aquel Terreiro do Paço pensado por el marqués de Pombal tras el gran terremoto de 1755, iba a ser un enorme escenario que sirviera de centro capital dedicado a grandes celebraciones, ejecuciones públicas, cortejos reales o magnas bienvenidas a personajes llegados desde el mar, pero el pueblo pasó de tanto boato e hizo el centro de su vida en la Plaza del Rocío (aún se insiste en llamarla oficialmente de Dom Pedro IV), porque se acomodaba mejor al aire humilde, llano, bullanguero, que se respiraba en este pequeño vano rodeado de barrios muy queridos.
Parece cierto que la capital portuguesa es un asentamiento relativamente reciente. Lógico es que algunas embarcaciones de épocas remotas buscaran abrigo en el estuario; también se sabe que los fenicios llamaban a este lugar Alis Ubbo, que significa “la ensenada tranquila”, aunque el dato escrito más lejano es del siglo II a.d.C., y lo recoge el griego Estrabón en su Geografía, cuando habla de una población a la que señala como la más importante del Tajo. Los romanos la llamaron Olisipo, que derivó hacia Olisipona, luego, hacia el árabe Al Usbuna y, al fin, al cristiano Lisabona, el más cercano antecedente del nombre de Lisboa. Hoy es un espléndida ciudad considerada como una de las capitales europeas más bellas, cuyo centro ciudadano se sitúa en esa Praça do Rossio donde hubo corridas de toros hasta bien entrado el siglo XVIII, autos de fe, acontecimientos políticos y sociales, historias ciudadanas, pero sobre todo, vida, mucha vida que mantiene con terquedad en sus aceras teñidas a menudo con la herencia en negro de la época colonial, o al interior entre los muros que la rodean y conforman donde el lisboeta entra o sale como el dardo y se va a tomar un café tranquilo al Nicola, famoso desde hace dos siglos, o a comprar dulces y pastas en la Confeitaria Suiça como si fuera un ritual.
La Baixa, nacida del terremoto que asoló este barrio en 1755, constituye una muestra perfecta de arquitectura urbanística lineal; en el barrio de Alfama, un hormigueo continuo sucede todos los días, a cualquier hora, en la Rua Augusto Rosa y se bifurca por la Rua da Saudade, por Limoeiro, Sao Tiago o el Largo do Contador Mor para alcanzar los 111 metros del Castillo de San Jorge, el Castelo, y pisar la tierra original de la ciudad. Unos utilizan los tranvías y autobuses, otros prefieren hacer el camino a pie, culebreando en este sorprendente laberinto de callejas que a veces se vuelve kashba recordando su pasado morisco, parándose en miradores adornados por azulejos manuelinos que permiten excelentes vistas panorámicas sobre los tejados, en iglesias como la de Sao Miguel, en palacios sobre las antiguas murallas como el de Azurara, en mercadillos como el de Sao Pedro, y en tiendas, anticuarios, terrazas o restaurantes económicos reconocibles durante el mes de junio (incluso por un ciego) al olor de las sardinas. Otros establecimientos menos puristas ofrecen sardinadas todo el año porque así lo exige el turismo japonés y las guías que ellos llevan, peces pequeños, insípidos, inodoros que el oriental come con la misma expresión que adopta el sesgo de sus ojos ante una hamburguesa en Filadelfia.
Estas obviedades son conocidas y reconocidas entre el paisaje ciudadano de Lisboa. Más extraño es que alguien se dedique a rebuscar en el conglomerado urbano edificaciones modernistas, y las hay excelentes, pues tan sólo con asomarse a la Avenida da Liberdade puede contemplar algo de lo que hizo Cassiano Branco, Pardal Monteiro o Raul Lino en los años 30, por ejemplo, el Victoria Hotel, hoy sede del Partido Comunista Portugués, que superaba en elegancia a la grandiosidad del Eden Teatro y a la del Tivoli. No queda mucho, pero lo que permanece debe guardarse como joya en manos de platero.
Como sucede con casi todas las ciudades acuáticas (y Lisboa lo es, mal que le pese), ella siempre ha vivido de espaldas a su río. O al menos, viéndolo desde la altura, lejos de su cauce. Si los ricos venecianos huían con cualquier excusa a terra ferma para solazarse en sus magníficas villas situadas a orillas del Brenta, los nobles lisboetas construyeron hermosos y variados palacios en la tierra interior, los monjes, riquísimos monasterios con amplios claustros que eran por sí mismos un mundo en el que cobijarse, las órdenes militares, castillos fortaleza donde aunar por igual la cruz y la espada. No hace falta ir muy lejos, ya que en el barrio de Belén está la primera muestra de lo que antecede, su blanca y pequeña torre como de azúcar, el gótico y florido convento de los Jerónimos, que constrastan ineludiblemente con ese magnífico ejemplar del feísmo aparatoso que es el Monumento a los Descubridores. No protestó el lisboeta cuando Salazar levantó aquella tarta prima hermana de la Cruz de los Caídos en El Escorial, la estación ferroviaria de Milán o el monumento a Víctor Manuel II en la Piazza Venezia de Roma al que los italianos llaman “la Olivetti” si están de buen humor y “el gran meadero” si no lo están; tampoco elevaron su voz cuando se construyó un edificio de oficinas en el número 9A de la Avenida da Liberdade que sobrepasa en varios pisos la techumbre artística del Palacio Foz; sin embargo, se armó gran revuelo con el nuevo centro cultural situado a la izquierda de los Jerónimos, aunque en su arquitectura sea un edificio impoluto cuidadosamente resuelto tanto en el aspecto artístico como en el técnico, tanto en su exterior como al interior. Nada daña la imagen del conjunto jerónimo y si algo pudo haberse mejorado es su situación, llevándolo unos metros más allá, hacia el oeste, para darle mayor respiro espacial.
Desde el punto de vista del amante de la geografía, tal vez sea la sierra de Sintra el entorno más interesante de estas cercanías. Desde la ciudad que le da nombre se ve un continuo sube y baja coronado por el Castelo dos Mouros, esa fortaleza de moros que guarda a sus espaldas el Palacio da Pena entre montañas que están a un paso del mar. El esfuerzo común entre la Naturaleza y el hombre sabio por hacer de este paisaje abrupto un lugar placentero es realmente notorio, tanto que no se encuentra algo parecido hasta que uno llega a Alcobaça, mucho más al norte, localidad bañada por dos ríos que le dan nombre (el Alcoa y el Baça) y a medio camino entre los pinares de Leiria, en la costa atlántica, y el Parque Natural das Serras de Aire e Candeeiros. En un pañuelo de tierra se encuentran la abadía de Santa María, monasterio cisterciense cuyo primer levantamiento se realizó a fines del siglo XII, el de Nuestra Señora de la Victoria en Batalha y el extraordinario Convento de Cristo anexo al castillo templario levantado en Tomar por Gualdim Pais en 1160, todos ellos monumentos catalogados como Patrimonio de la Humanidad. Algo más sencillo, pero igualmente interesante es el monasterio de Cos, 14 kilómetros al norte de Alcobaça, edificado sobre una planicie en 1241, destruido severamente en 1834 y reconstruido en la primera mitad del siglo XX con tal mimo y exactitud que en 1946 se le dio el título de Edificio de Interés Público.
Carmen Martín de Lucas y Jos Martín