Texto: José Miguel Viñas
Boletín 70 – Sociedad Geográfica Española
Clima. Tiempo. Historia.
Son muchos los relatos sugerentes que nos brinda la historia de la ciencia, en los que se entremezclan los personajes que la han ido protagonizando y las circunstancias particulares en las que tienen lugar los descubrimientos e hitos que marcan su cronología. En el caso particular de las ciencias atmosféricas, hay infinidad de historias poco conocidas, que se convierten en un interesante recurso para popularizarlas, lo que puede ayudar a situar en un contexto adecuado cuestiones tan de actualidad como el cambio climático.
Como divulgador científico especializado en Meteorología y ciencias afines, a menudo recurro a la historia en mis artículos, libros, conferencias o intervenciones en los medios de comunicación, ya que, con el paso de los años, he ido comprobando cómo esas narrativas que nos trasladan a otras épocas captan la atención del público, facilitando la asimilación de cuestiones más técnicas y exigentes, que necesariamente aparecen cuando se divulgan las ciencias de la atmósfera. Aprovechando la generosa invitación que he recibido de la Sociedad Geográfica Española para participar en este número 70 de su Boletín, comparto a continuación tres pequeños relatos históricos que en su día publiqué, y que confío, querido lector, que le resulten entretenidos e interesantes.
LOS PRIMEROS PARAGUAS**
La palabra umbrella, con la que los anglosajones llaman al paraguas, arroja pistas sobre los orígenes de este útil artilugio. Alude al término latino umbra, que significa “sombra”. Un singular personaje inglés, y principal artífice de que el uso del paraguas se popularizara –Jonas Hanway (1712-1786), al que luego nos referiremos–, acuñó la palabra; ya que, aparte de “parar el agua” (protegernos de la lluvia), el susodicho elemento proporciona una pequeña sombra. Esta es la función que cumplen los parasoles o sombrillas, que son los antepasados de los citados paraguas.
El parasol fue inventado en la antigua China, pero no tenemos certeza del momento exacto de su aparición. Algunas fuentes apuntan al siglo XI a. de C, sin precisar más detalles. Sabemos que en tiempos de la dinastía Tang –entre los siglos X y VII a. de C. – las sombrillas ya se habían extendido por Corea y Japón. La más antigua que se conoce es la que apareció en la tumba del primer emperador de China unificada Qin Shi Huang (259 a. de C. – 210 a. de C.), formando parte del espectacular conjunto escultórico del ejército de terracota. Una de las figuras está subida a un carruaje tirado por cuatro caballos, y lleva acoplada una enorme sombrilla. La referencia escrita más antigua que se tiene de los parasoles aparece en el libro de ceremonias llamado Zhou Li. En este tratado sobre burocracia y teoría organizativa del siglo II a. de C. se explica que en los coches imperiales debían colocarse esos artefactos para proteger del sol y las inclemencias meteorológicas a los usuarios, y, además, se ofrece una detallada descripción sobre su forma, las varillas, y el bastón. De los primeros parasoles hechos con seda y caña de bambú se pasó a los de papel aceite. En el siglo I, los chinos empiezan a disponer del paraguas-parasol plegable, precursor del actual, que no empezó a usarse en Europa hasta el siglo XVIII. En China tuvo que transcurrir también mucho tiempo hasta que su uso se extendió entre la población, lo que no ocurrió hasta la llegada al poder de la dinastía Ming, en la segunda mitad del siglo XIV.
Si bien en la época clásica, tanto griegos como romanos (solo la población femenina) usaban ya las sombrillas, principalmente para protegerse del sol –aunque en la antigua Roma las empezaron a usar como paraguas, aplicando una capa de aceite al papiro del que estaban hechas, para hacerlas impermeables–, todavía tuvo que transcurrir mucho tiempo hasta la aparición en Europa del paraguas plegable, convirtiéndose, además, en un artilugio de uso universal, empleado tanto por hombres como por mujeres.
Paraguas.
Paraguas.
Lago Baikal (2010)
En Francia, durante el reinado de Luis XIV, un fabricante de carteras parisino llamado Jean Marius, inspirado en los paraguas plegables asiáticos, tuvo la feliz idea. La palabra umbrella, con la que los anglosajones llaman al paraguas, arroja pistas sobre los orígenes de este útil artilugio. Alude al término latino umbra, que significa “sombra”. Un singular personaje inglés, y principal artífice de que el uso del paraguas se popularizara –Jonas Hanway (1712-1786), al que luego nos referiremos–, acuñó la palabra; ya que, aparte de “parar el agua” (protegernos de la lluvia), el susodicho elemento proporciona una pequeña sombra. Esta es la función que cumplen los parasoles o sombrillas, que son los antepasados de los citados paraguas.
El parasol fue inventado en la antigua China, pero no tenemos certeza del momento exacto de su aparición. Algunas fuentes apuntan al siglo XI a. de C, sin precisar más detalles. Sabemos que en tiempos de la dinastía Tang –entre los siglos X y VII a. de C. – las sombrillas ya se habían extendido por Corea y Japón. La más antigua que se conoce es la que apareció en la tumba del primer emperador de China unificada Qin Shi Huang (259 a. de C. – 210 a. de C.), formando parte del espectacular conjunto escultórico del ejército de terracota. Una de las figuras está subida a un carruaje tirado por cuatro caballos, y lleva acoplada una enorme sombrilla.
La referencia escrita más antigua que se tiene de los parasoles aparece en el libro de ceremonias llamado Zhou Li. En este tratado sobre burocracia y teoría organizativa del siglo II a. de C. se explica que en los coches imperiales debían colocarse esos artefactos para proteger del sol y las inclemencias meteorológicas a los usuarios, y, además, se ofrece una detallada descripción sobre su forma, las varillas, y el bastón. De los primeros parasoles hechos con seda y caña de bambú se pasó a los de papel aceite. En el siglo I, los chinos empiezan a disponer del paraguas-parasol plegable, precursor del actual, que no empezó a usarse en Europa hasta el siglo XVIII. En China tuvo que transcurrir también mucho tiempo hasta que su uso se extendió entre la población, lo que no ocurrió hasta la llegada al poder de la dinastía Ming, en la segunda mitad del siglo XIV.
Si bien en la época clásica, tanto griegos como romanos (solo la población femenina) usaban ya las sombrillas, principalmente para protegerse del sol –aunque en la antigua Roma las empezaron a usar como paraguas, aplicando una capa de aceite al papiro del que estaban hechas, para hacerlas impermeables–, todavía tuvo que transcurrir mucho tiempo hasta la aparición en Europa del paraguas plegable, convirtiéndose, además, en un artilugio de uso universal, empleado tanto por hombres como por mujeres.
En Francia, durante el reinado de Luis XIV, un fabricante de carteras parisino llamado Jean Marius, inspirado en los paraguas plegables asiáticos, tuvo la feliz idea de implementar los complicados cierres metálicos que usaba en sus complementos a las pesadas y rígidas sombrillas que en aquella época usaban las clases altas para protegerse del sol y de la lluvia, pero que su gran envergadura y peso dificultaba su uso. Cuando llovía, los caballeros se protegían con sombreros de ala ancha y grandes capas y las mujeres tapándose con las capas de los varones, lo que limitaba mucho la movilidad, ya que esos elementos no protegían lo suficiente para evitar acabar con la ropa empapada. El paraguas de bolsillo de Marius, muy ligero y capaz de llevarse en un bolso o colgado a la cintura, fue una auténtica revolución.
Inventado en 1705 y hecho con tafetán impermeabilizado, el avispado artesano se presentó en el Palacio de Versalles con su ingenioso paraguas, buscando el aval del monarca, que quedó impresionado con él, otorgándole un privilegio real (lo que hoy en día equivaldría a una patente), que establecía que desde el 1 de enero de 1710 y durante un período de cinco años, su “sombrilla plegable de bolsillo” se convertía en una marca registrada en Francia. El citado privilegio establecía una gravosa multa para todo aquel fabricante que tratara de comercializar ese tipo de paraguas. Marius tuvo el monopolio durante el lustro 1710-15. Tras una eficaz campaña publicitaria, las ventas se dispararon entre la alta sociedad francesa, no siendo hasta finales del siglo XVIII cuando el paraguas plegable definitivamente se popularizó.
Colón.
Feria de hielo.
Foto Viñas Hiroshige. Lluvia repentina sobre el puente Shin-Ohashi y Atake, 1857. Museo Brooklyn
Carro de guerra. Soldados terracota. China
Colón.
EL HURACÁN QUE SE CRUZÓ CON COLÓN***
Cuando Cristóbal Colón (1451-1506) afrontó el reto de circunvalar la Tierra, tratando de llegar a las Indias (Asia) navegando hacia el oeste, quería demostrar algo que cuestionaban muchos por aquel entonces, y que, paradójicamente, siguen algunos poniendo en duda en la actualidad, que no es otra cosa que la redondez de la Tierra. Nadie hasta ese momento (1492) había osado aventurarse más de la cuenta en el “mar de las tinieblas”, que según el imaginario popular de la época terminaba en una gran cascada que se precipitaba en el abismo. Una persona ilustrada como Colón tenía claro que al dirigirse hacia el oeste no llegaría al fin del mundo, pero con lo que no contaba era con descubrir un nuevo continente –América–, ni con tener que capear con fenómenos meteorológicos desconocidos hasta ese momento para él.
A pesar de ser un experimentado navegante, Colón no sabía que en el Caribe hay huracanes, de características muy distintas a las de las borrascas que daban lugar a los temporales a lo que se había enfrentado numerosas veces en sus travesías. En los cuatro viajes que hizo al Nuevo Mundo –entre los años 1492 y 1504–, solo en una ocasión uno de esos huracanes se interpuso en su camino, pero tuvo la capacidad de anticiparlo y esquivarlo, gracias a lo que previamente le habían contado los taínos, que era el pueblo indígena que ocupaba por aquel entonces la región antillana, con los que Colón mantuvo distintos encuentros. A los 51 años de edad, Cristóbal Colón, a los mandos de una flota de 2 carabelas –la Capitana y la Santiago– y 2 naos –la Gallega y la Vizcaína–, inició su cuarto viaje, partiendo de Cádiz el 9 de mayo de 1502. Tras hacer escala en las islas Canarias, el día 25 de ese mes partió del puerto de Maspalomas, al sur de Gran Canaria, y puso rumbo a las Antillas, ayudado, como en los viajes precedentes, por los vientos alisios.
El 29 de junio la flota llegó a Santo Domingo, en la isla de La Española. Los días previos, navegando ya por aguas caribeñas, Colón fue constatando que se aproximaba un huracán. Sabía por los taínos que se trataba de un fenómeno natural particularmente peligroso y supo leer en el cielo y en el mar cómo se iba manifestando.
Aquellos nativos empleaban el nombre fonético jurakán –que los conquistadores españoles convirtieron en la palabra “huracán”– para referirse no solo a los ciclones tropicales que ocurren en aquella región, sino a cualquier tormenta o tempestad.
En su mitología, todos estos fenómenos atmosféricos violentos eran creados y controlados por la diosa Guabancex, que era una de las formas de identificar a la deidad del caos y el desorden zeni. La forma más común de representar a Guabancex es con una cara furiosa y con los brazos extendidos de manera similar a los brazos espirales de un huracán. Los taínos eran conocedores de una de las singularidades de los huracanes, que no es otra que el patrón de vientos rotatorios que engendran a su alrededor mientras se van desplazando. Este hecho lo conocía Colón gracias a ellos, y le ayudó a su llegada a La Española.
El huracán venía pisándoles los talones a las cuatro naves de Colón, cuando, aquel 29 de junio, el almirante vio la necesidad de buscar refugio en Santo Domingo. El recién nombrado gobernador de la isla, Nicolás de Ovando y Cáceres (1460-1511) le prohibió entrar en el puerto, a pesar de que Colón le dijo que se acercaba un peligroso huracán. El gobernador andaba esos días con los preparativos de una flota de 30 barcos que partirían de forma inminente para España, cargados de valiosas mercancías y con esclavos. No solo impidió que Colón y sus hombres desembarcaran en la colonia, sino que hizo oídos sordos a la advertencia del almirante. Ante esta situación, y tras observar –con acierto– que el huracán se dirigiría hacia el norte de la isla, Colón tomó el mando de la flota y fue bordeando La Española por el sur, dirigiéndose hacia su parte occidental, buscando un lugar donde poder protegerse lo más posible del huracán.
Esa decisión que Colón tuvo que adoptar a toda prisa fue acertada y, con casi total seguridad, les salvó la vida. Aunque la furia de los vientos huracanados y el oleaje que acontecieron el día siguiente –30 de junio– llegó a soltar el anclaje de las naves, lograron resistir los duros golpes asestados por el huracán, consiguiendo finalmente agruparse todas ellas en una cala. Mucha peor suerte corrió la flota que el mismo día 29 autorizó a partir Nicolás de Ovando. Santo Domingo quedó arrasada y el huracán se encargó de hundir 25 de los 30 barcos, regresando 4 de ellos muy dañados al puerto y solo uno, el Aguja, logró llegar a España. En aquel triste episodio fallecieron más de 500 marineros españoles y un número indeterminado de esclavos. La pericia e inteligencia de Cristóbal Colón impidió que esa cifra de víctimas fuera todavía algo mayor.
CUANDO EL TÁMESIS SE CONGELABA****
Entre los siglos XVII y XIX, coincidiendo con algunos de los inviernos más crudos de la Pequeña Edad de Hielo, el río Támesis a su paso por Londres no solo se llegó a congelar, sino que se formó una capa de hielo lo suficientemente gruesa como para poder celebrar sobre ella las llamadas “Ferias de Hielo”. La primera se remonta al año 1608 y la última a 1814. En dicho período hay documentadas un total de cinco de esas ferias, organizadas por los barqueros del Támesis para obtener unos ingresos extras.
Han sido muchas más las veces en que el citado río, en su tramo londinense, se ha llegado a congelar de forma importante. Desde 1400 hasta 1841 –año en que el antiguo puente medieval de Londres fue demolido y reemplazado por el actual (el famoso Tower Bridge, con sus dos torres)– se contabilizan 26 inviernos en los que el Támesis se convirtió en una pista de patinaje. Desde entonces, el río se ha llegado a congelar también en alguna otra ocasión –la última más destacada durante el invierno de 1962-63–, pero ahora esos episodios son más esporádicos y no alcanzan la magnitud de antaño. Esto es así no solo por tener inviernos menos fríos, sino también por el cambio que introdujo en la dinámica del río el cambio de puente.
Antiguamente, el cauce era más ancho, menos profundo y el agua fluía más lentamente. Cuando llegaban los rigores invernales, el puente medieval, con su hilera de ojos y con una serie de muelles adosados a sus pilares, favorecía la acumulación de bloques de hielo, lo que obstaculizaba el paso del agua ligado a las mareas. El resultado era un río predispuesto a formar rápido la costra de hielo.
Los gélidos inviernos en que esa costra era particularmente gruesa, el río pasaba a convertirse durante unos días en la principal atracción de la ciudad. Allí, sobre su superficie helada, en el tramo que va entre el puente de Londres (actual London Bridge) y el de Blackfriars, se ubicaba la feria: toda ella dedicada al entretenimiento. Se celebraban carreras de trineos y de caballos, exhibiciones, bailes, sonaba la música y se montaban un sinfín de tenderetes donde se vendían todo tipo de cosas, incluidos los recuerdos de la propia Feria de Hielo, como tarjetas impresas allí mismo, que certificaban esa curiosa circunstancia.
El período más frío documentado en Inglaterra se produjo durante el invierno de 1683-84, cuando el río Támesis se congeló por completo durante dos meses seguidos, alcanzando la capa de hielo casi los 30 cm de espesor en el tramo londinense.
La Feria de Hielo que se celebró aquel invierno fue posiblemente la más concurrida y popular de las cinco que han tenido lugar hasta la fecha. El escritor y jardinero inglés John Evelyn (1620-1706), aparte de describir todo lo que aconteció en aquella feria, también se refirió a las terribles consecuencias del frío tan extremo que se vivió aquel invierno: “Las aves, los peces y los pájaros, y todas nuestras plantas y verduras exóticas que perecen universalmente. Muchos parques de ciervos fueron destruidos (…) Londres, debido a la excesiva frialdad del aire que obstaculizaba el ascenso de humo, estaba tan lleno de vapor fuliginoso [lleno de hollín] del carbón de mar (…) que difícilmente se podía respirar.” Las fuertes heladas comenzaron el 20 de diciembre de 1683 y se prolongaron hasta el 6 de febrero.
Fue en el siglo XVII cuando la Pequeña Edad de Hielo vivió su momento álgido. En esa centuria se produjeron diez inviernos crudísimos, en los que el Támesis se cubrió de una gruesa capa de hielo, frente a seis en el siglo XVIII y solo uno en el XIX. Este último invierno fue el de 1813-14, y propició la celebración de la última Feria de Hielo del Támesis. Comenzó el 1 de febrero y duró 4 días. De aquella feria destacan dos extravagancias: la primera, el elefante que caminó sobre el río pasando por debajo del puente de Blackfriars, y, la segunda, un libro de 124 páginas titulado “Frostiana o una historia del río Támesis en un estado congelado”, que una impresora llamada George David compuso e imprimió en su puesto de la feria.
* Es físico, trabaja como meteorólogo en Meteored y también es consultor de la Organización Meteorológica Mundial. Tiene un amplio bagaje como divulgador de las ciencias atmosféricas, tanto en medios de comunicación (RNE, COPE, La 2, Antena 3 Televisión…), como a través de sus numerosas publicaciones, conferencias y su página web www.divulgameteo.es). Es uno de los socios fundadores de ACOMET (la Asociación de Comunicadores de Meteorología) y autor de ocho libros sobre el tiempo y el clima. Su perfil en redes sociales es @Divulgameteo.
** (Publicado originalmente en www.tiempo.com el 25 de enero de 2020).
*** (Publicado originalmente en www.tiempo.com el 24 de octubre de 2019).
**** (Publicado originalmente en www.tiempo.com el 15 de febrero de 2018).