Via XXIV

La de Hervás cuentan que fue tierra de muchos osos y de muchos judíos, pero ahora sólo sobreviven los bosques en que aquellos triscaron y el hermoso barrio que albergó a los segundos: mundos deshabitados. Rodean el pueblo altas, sierras, salvo por el oeste, por donde se abre amplio camino el río Ambroz, y aunque talaron en los alrededores doscientos mil castaños, quedan aún frondosos arboledas que dibujan una paisaje verde, húmedo y acogedor. Hervás es pueblo de veraneantes y hasta tiene un buen hotel llamado Sinagoga, aunque está cerrado en esta época, cuando se acercan ya las nieves que adornan mucho el magnífico paisaje.. Hay bautizo al atardecer y la chiquillería grita y se pelea por monedas de peseta y de duro que un hombre joven siembra por el pavimento de la placita. Eche usté. Padrino; no se lo gaste en vino, cantan monótonos y alegres a su alrededor. El barrio cristiano es laberíntico, pulcro, muy animado y hermoso, y el único guardia urbano que controla el tránsito con mucha amabilidad sonríe ante las dificultades de los turistas para encontrar estacionamiento. Aun costado y en fuerte pendiente hacia la hondonada comienza la antigua alijama, considerada como una de las mejor conservadas del mundo. Sobre todo, está habitada, está viva. En un nuevo laberinto y entorno a una calle muy noble que se llama, con rótulo en castellano y en hebreo, de la Amistad Judeo-Española y que baja hasta el río, se teje el barrio de pasadizos, tunelillos, vías curvas y otras más amplias y derechas. Las casas son de piedra hasta su cintura y se alzan luego en entramado de cantos, adobe y troncos. Algunas defienden las fachadas con mantos de tejas o de madera, sobre las puertas de doble hoja. Cuelgan macetas de los muros, balcones y galerías, se proveen de agua fresca a las vecinas en una fuente pública y, al anochecer, se encienden unas farolas de luz amarilla que alumbran con romántica delicadeza los contornos de los edificios y el pavimento de canto rodado. Quizá no resulte muy cómodo el barrio para vivir, pues se venden o alquilan muchas viviendas. Hervás y Plasencia eran las ciudades de Castilla en que más judíos vivían el 1492, cuando se decretó la expulsión de los aproximadamente ciento cincuenta mil que poblaban el reino. En Hervás, judíos los más, dice un estribillo indudablemente viejo, pues no se ven ahora barbas rizadas, sombreros ni bonetes. Sólo el fantasma del judío errante se mueve lento por estas callecitas medievales, restos de su memoria, agitando las filacterias. –No se asombre demasiado el forastero, dice, que antes de Castilla fuimos expulsados los de mi raza de Cataluña, de Inglaterra(en 1290), de Francia (en 1394) y de muchos otros lugares. Aquí vivíamos…, pues como el resto de la gente vive en todas partes. Había judíos ricos, cobradores de impuestos, médicos y prestamistas con usura o banqueros, que fueron siempre una misma cosa, y otros vecinos menos acomodados que trabajaban como artesanos en oficios diversos, de zapateros, de sastres, de albañiles…, o labraban pequeños huertos de regadío. Desde los tiempos romanos estábamos en Sefarad y conocimos tiempos buenos y hasta privilegios grandes pero también épocas muy tristes y terribles persecuciones como las que ejercieron sobre nosotros los visigodos germánicos… Aquí vivíamos muchos, sí felices o desdichados, en concordia con nuestros vecinos y contentos de haber topado con un pueblo tan bello.
En la parte más baja –y pobre– del barrio, junto a un hermoso puente de piedra muy viejo, se desarrolla animado trajín agrícola y huele a estiércol fresco.
Arriba, al otro lado de los dos conjuntos urbanos bien soldados entre sí, la estación, más allá de un parque muy nuevo y frondoso, como casi todas sufre de apedreamientos y abandono. Jardines que sin duda fueron muy hermosos y regalados padecen de olvidadizo descuido y de patética incuria. Ni la carretera nacional ni la romana suben al cerro en que se asienta Hervás. La de la Plata Antigua busca el terreno llano, hacia el oeste; un labrador viejo recuerda aún que por allí pasaban muchos carros y mulos cargados de cacharro de alfarero para venderlos en el pueblo del norte. Varios cordeles partían de ese camino, hacia las Hurdes, hacia Granadilla… Las sierras grises, del Castellar, de Lagunilla, de Candelario, sustentan pacíficas nubes, inmóviles y solemnes como obispos gordos. Olivos y cerezos en el amplio valle, incluso palmeras florecidas alternando con encinas y las fértiles verduras de los huertos…
La Vía XXIV, que es como numeraron ala de la Plata los historiadores del siglo pasado, pues se dijo ya que los romanos daba a sus carreteras el nombre de los puntos de origen y de destino, no un número, sirve de calle en Aldeanueva del camino (muchos pueblos como este llevan nombre o apodo relacionado con la calzada)antes de ir apartándose progresivamente hacia poniente. No vuelve a hermanarse con la carretera hasta Cañaveral, unos setenta kilómetros más al sur, muy debajo de Plasencia. El ferrocarril, en cambio, sigue fiel y paralelo al asfalto. Olivos, encinas y alcornoques semidesnudos, de piel color cadmio, y otros orgullosos y frescos rodean la aldea de la Abadía, que se agrupa alrededor de un viejo castillo que fue más tarde abadía cisterciense y después palacio del duque de Alba. Se trata de una enorme finca que pertenece ahora a un conocido ganadero de Salamanca, a una mujer que se ha pasado toda su vida sentada mandando, según cuenta sin pelos en la lengua la mujer que, sola, atiende este inmenso edificio, currelando como una esclava y sin una buena palabra y todavía menos dinero. Aurora, como dice llamarse, lamenta la parquedad de la cosecha de aceitunas. Aunque tampoco le importa demasiado, porque son del amo, no suyas: solo que tampoco este año le subirán el jornal… El sólido palacio, aunque esté ahora dedicado a granja agrícola, guarda entre sus muros un bonito claustro mudéjar, esculturas romanas, jardines italianos arruinado y otras buenas riquezas.
Para llegar al esqueleto de Granadilla, a través de un paraje deshabitado, no hay indicaciones y la carretera está intransitable. Es vastísima región de colinas suaves, monte bajo y pinares, tierra de caza y de níscalos, vacía de personas. El embalse de Gabriel y Galán, que es el segundo o tercero más grande de España y está siempre lleno, prácticamente pegado a la de Valdeobispo, ha inundado la hermosa vega y llena de humedad el territorio. La ciudad de Granadilla fue desaloja da cuando se cerró la presa, pues quedó perdida en una península al borde de las aguas, medio comida por ellas, Destino trágico el de este pueblo hermoso, al que en 1492 le quitaron el nombre los Reyes Católicos para cristianar a Granada (a la que los nazaríes llamaban Garnata) y hace un cuarto de siglo le arrebataron los habitantes. Inútilmente conservaba parte de sus murallas árabes a tramos ahogadas, y una torre trebolada del castillo cristiano que fue el primero construido por el duque de Alba. Pero la mayor parte de las casas están hundidas, pobladas de matojos y culebras.
Guarda la plaza un tipo rubio y fuerte, hurdano de nacimiento, que viste una sudadera con el letrero West Man, dispone de un todoterreno en muy buen estado y juguetea con la llave de la pesada puerta de la ciudad, junto a una poderosa olma moribunda por la grafiosis, enfermedad que ya acabó, por ejemplo, con las de Aldea-nueva y Hervás. Vive solo allí y agradece la conversa y el entretenimiento. A ese fin franquea el paso y da informes mientras alimenta a un cordero lustroso y a un puñado de gallinas que comparten su soledad. En el buen tiempo, atiende y gobierna a los estudiantes que le manda el ministerio de cultura para que reparen los invencibles destrozos y holguen en paraje tan espectacular y delicioso. Cuando le asalta el aburrimiento, tiene la televisión a mano u muchos barbos y blablás que pescar en el pantano para sus condumios. Dice no tener miedo a la soledad ni a las brujas que, según leyenda, abundaban aquí-bastaba con mantener abierto en la iglesia el libro delos Evangelios para descubrirlas-ni a la nostalgia de los vecinos obligados a evacuar la ciudad, acogidos muchos en rincón del Obispo, diseminados otros por medio país… A veces intentan recuperar lo suyo, piden que dejen a sus cenizas reposar allí donde se formaron, se soliviantan y lloran y hablan en la radio, pero Granadilla exhibe su condena al lado del mar inmenso que abraza lejanas colinas y lame verdísimos bosques.
Cruzando esos solitarios parajes, encuentra el peregrino al viajero berciano Ramón Carnicer, no a su fantasma, sino su carne y sus huesos bien altos. Baja de Las Hurdes armado de frágil bastón y tomando apuntes para un libro muy completo y rico en el que está encerrando toda la sangre y toda el alma de Extrema-dura, la gran olvidada. Habla de las exiguas viviendas de Las Hurdes, construidas con lajas de pizarra, sin argamasa ni huecos de ventilación. Allí convivían hombre y animales, en una cerrada atmósfera de excrementos fermentados y paja podrida.
Ni mesa ni camas poseían hace cien años y tampoco conocían siquiera la rueda. El pan salían a buscarlo como mendigos los llamados panaderos, en largos viajes fuera de la región, y cocían luego los mendrugos rancios de varios meses para machacarlos y hacer con ellos una pasta que cocían de nuevo. Traína ropas viejas, incluso de muertos y apestados, con lo que inevitablemente se contagiaban… –Lo dicho, la maternidad anticipada a la plena pubertad, la consanguinidad, a menudo incestuosa, la alimentación desequilibrada e insuficiente, que llevaba con frecuencia a la “hambre aguda” paliada por el alcohol, otro de los males hurdanos; las aguas de Las Hurdes Altas, carentes, por su pureza, de los elementos minerales imprescindibles para el organismo y, en las Bajas (además de la contaminación procedente de las Altas), la existencia de charcas corruptas, fuente del Paludismo y de las lesiones hepáticas, engendraban una compleja patología donde lo más visible eran bocio, cretinismo, raquitismo, enanismo, y otras calamidades endémicas, no combatidas por médicos y boticarios porque no los había. Todo esto solo empezó a cambiar en realidad a partir de 1955, cuando se construyeron las primeras carretera, algunas escuelas y dispensario médico y se re lajó la tiranía de La Alberca sobre los hurdanos, pero todavía se descubren huellas de tan profundos y largos males. Especialmente en las alquerías, más pequeñas, pegadas como insectos a las rocas de pizarra, malvive la gente cuidando abejas pa ra aprovechar el polen, que secan lentamente al sol sobre una manta, y la miel, y pastoreando cabras hirsutas. La agricultura es casi imposible. Las Hurdes están a solo una veintena de kilómetros a tiro de piedra de Granadilla.

Jesús Torbado