Etiopia: la resurrección del Padre Páez
El equipo de televisión que ha viajado recientemente a Etíopia, a las aún misteriosas tierras del Preste Juan, tenía como misión seguir las huellas de Pedro Páez, jesuita nacido en 1564 en Olmeda de las Fuentes, una localidad cercana a Madrid. El reto era abrumador, no sólo por la talla del personaje, sino porque toda su labor quedó sumida en el olvido, hasta que Javier Reverte, arrebatado por la personalidad del jesuita, inició una profunda investigación que ha dejado plasmada en su último libro que lleva por título “Dios, el Diablo y la Aventura”.
Había que reconstruir la historia y en avión, barco, coche y a pié nos dispusimos a rastrear lo que queda aún de su obra.
Dos intentos y 14 años costaron al jesuita español llegar a evangelizar las tierras etíopes. Y el propio Indiana Jones plalidecería de envidia ante la aventura que le tocó vivir. En su primer y frustrado viaje a las tierras del Preste Juan, Pedro Páez vivió la etapa más penosa de su vida. Prisionero en Dhofar, cruzó a pié y atado a la cola de un camello, la región de Hadramaut, en el Sur del Yemen, y el desierto de Rub’al Khali , “La habitación vacía”. Fué el primer europeo que probó el café, y desde luego, el primero que escribió sobre la estimulante bebida. Ingresó en la prisión para esclavos en San’a, en donde fué encadenado y en donde cada cierto tiempo se le anunciaba su inminente ejecución. Sirvió como galeote, encadenado por los tobillos, en una galera turca y Páez, con los consiguientes quebrantos de salud, consigue sobrevivir una y otra vez. Porque el jesuita, lejos de lamentarse o caer en la desesperación, aprovechaba las adversas circunstancias para aprender el amárico, la lengua etíope y el gue’ez, el idioma en el que están escritos los libros sagrados y crónicas reales etíopes . Páez sabía latín, portugués, hebreo, persa, árabe y algo de chino.
En 1603 Pedro Páez, ya en su segundo intento, consigue burlar el bloqueo turco y alcanzar la costa eritrea en la orilla sur del Mar Rojo. Subido en mula por terrenos frecuentados por bandidos, Páez llega finalmente a Fremona. Fremona no existe hoy en el mapa. La referencia que teníamos para filmar nuestro reportaje la señalaba al norte de Aksum, así que nos aplicamos a la tarea de encontrar algún vestigio de la misión y la tumba del patriarca Andrea de Oviedo, uno de los primeros jesuitas que llegaron a evangelizar el lugar. En Fremona nos encontramos con un humilde templo copto, que ocupaba el lugar de la antigua misión, y pegada a sus muros, un monje copto nos mostró la tumba de Andrea de Oviedo.
Aksum es la ciudad aristocrática etíope. Allí la miseria se hace más soportable, sus habitantes, nada pedigüeños, están investidos de una dignidad que les da su absoluta convicción de que son los elegidos dentro de un país elegido por Dios. Y es que las leyendas etíopes, recogidas en el libro “Gloria de Reyes”, afirman que su monarquía se inició con un romance en Jerusalén entre el rey Salomón y la etíope reina de Saba, que había viajado hasta allí para conocer al gran sabio. De aquellos amoríos nació un hijo llamado Menelik I, el fundador la dinastía de los reyes etíopes, que en un viaje a Israel robó el Arca de la Alianza del templo de Jerusalén . Esto ocurría unos seis o siete siglos antes de Cristo. Una vez al año los etíopes sacan en procesión su reliquia suprema y en fechas señaladas portan los tabots, que no son otra cosa que las réplicas de la auténtica Arca de la Alianza. Se trata de una ceremonia de una impresionante belleza plástica que comienza a las cuatro de la mañana, en una plaza de la ciudad y finaliza con la amanecida. Sermones, cánticos y rezos acompañan a la reliquia hasta que es depositada de nuevo en el templo. La línea divisoria entre la realidad y la leyenda no existe en Etiopía. El Aba Mokonem, guardián de los objetos sagrados nos contó que el Arca de la Alianza es invisible, que existe pero que no se puede ver “lo mismo que nosotros no podemos ver nuestros corazones”, y añadía con todo convencimiento que el Guardián del Arca no podía ser grabado en televisión porque desaparecía de la imagen con todo lo que se hubiera grabado hasta ese momento. “Probad si queréis”, nos decía desafiante.
A las afueras de Axsum existen unas fastuosas ruinas que los etíopes se empeñan en situar como una de las más importantes moradas de la reina de Saba y de su hijo Menelik I. Estas ruinas han sido restauradas recientemente y se puede apreciar muy bien el salón del trono desde donde la reina de Saba impartía justicia a su pueblo.
En el siglo IV después de Cristo Etiopía se convirtió al cristianismo copto pero todavía quedan algunos habitantes que se proclaman judíos. Son los “falachas” que habitan poblados cercanos al lago Tana. Unas estrellas de David y una herrumbrosa sinagoga indican que estamos en un territorio hebreo. El día que fuimos sólo había una judía que se apresuró a darnos con las puertas en las narices ante el descubrimiento de la cámara. En esta pequeña aldea venden una pequeña cajita de cerámica que, al abrirla, deja al descubierto las figuras del Rey Salomón y la reina de Saba en la cama.
El lago Tana fue atravesado por Pedro Páez en diversas ocasiones, tanto para visitar al emperador Za Denguel, el primero que convierte al catolicismo, y posteriormente, para ver a su amigo el emperador Susinios que tambíen se convierte al catolicismo, de la mano de Páez. El jesuita atravesó en más de una ocasión este lago frecuentado por cocodrilos e hipopótamos. Y lo hizo en tankwa, una pequeña y endeble embarcación hecha con hojas de papiro de usar y tirar, pues suelen durar unos tres meses. El equipo, que viajó en una barcaza y que tuvo muy cerca a los hipopótamos, pudo comprobar la destreza de los barqueros en fabricar una tankwa en unos veinte minutos.
Desde Bhar Dar , en donde buscamos y dimos con una casa atribuida a Páez , atravesamos el lago Tana de sur a norte y llegamos a Górgora con la intención de encontrar la iglesia palacio que Páez había construido para Susinios. Pedro Páez había dibujado los planos, diseñado las herramientas y trabajado como albañil en la obra. Existía una dificultad añadida al desconocimiento de si quedaba algún muro en pié, esta dificultad no era otra que la Górgora que había conocido Pedro Páez, estaba próxima pero no en el mismo lugar que la Górgora actual .
Llegamos a un lugar perdido en el tiempo, además de en el mapa, y una de las primeras criaturas que vino a nuestro encuentro fue una hiena, animal muy abundante en el lugar. Un lugar, tan hermoso como inhóspito y en el que para poder acceder a la ducha había que dedicarse a la caza de la tarántula. A la madrugada siguiente salimos a la búsqueda de la Iglesia Palacio de Susinios. Tras varias horas de camino vimos sobre una pequeña ladera las imponentes ruinas de lo que fue la iglesia palacio de Susinios. En pié, semiderrudas, todavía quedaban un par de torres, así como la estructura de lo que había sido una espléndida muralla devorada por la herrumbre y los matojos convetida en guarida de serpientes . Y en el centro, un montón de piedras cubrían lo que fue el cuerpo de Paez. Al fondo, el lago Tana. Fué, sin duda, el momento más emocionante del viaje .
El día anterior cuando nos dirigíamos a Górgora , en la Iglesia de Saint Stephanus, habíamos contemplado la momia de Susinios. La historia comenzaba a tomar cuerpo y a poder ser contada en imágenes.
Pero aún nos faltaba ir al punto en que el Nilo Azul entra en el lago Tana, seguir su recorrido a través del mismo y ver la salida. El Nilo Azul entra tan suavemente en el lago que la escasez de agua provocó el encallamiento de la embarcación. Las caras de pavor de los dos etíopes que gobernaban la nave nos hizo conscientes de la proximidad de unos hipopótamos nada ajenos a nuestra inmovilidad. Fueron unos minutos de tensión que el capitán sorteó con nerviosos e imperativos golpes de timón.
El Nilo Azul se deja caer con furia desde unas rocas. Son las cataratas de Tisisat, cruzadas por un arco iris que se va desplazando con la querencia de la luz. Pedro Páez las describe así: “Y teniendo andado como cinco leguas, llega a una tierra donde cae a pique por unas rocas, que tendrán de alto catorce brazas, y será necesario usar una honda para llegar con una piedra de banda a banda… Y en el invierno, por el golpe que da abajo se levanta el agua como humo en el aire”.
Nos quedaba, por último, llegar a las Fuentes del Nilo Azul. Nadie se ponía de acuerdo sobre dónde se encontraban. Las informaciones contradictorias se sucedían, así que nos aventuramos hacia las montañas de Sakala, a ver si , una vez más , la suerte, o tal vez la mano del padre Páez nos conducían al lugar.
Dimos con el sitio donde el Nilo Azul brota con más bríos nada más nacer, una especie de patio rodeado por un muro. El lugar era custodiado por unas monjes que se afanaban en poner orden en una fila de hombres, mujeres y niños, que portaban toda clase de vasijas con la intención de coger el agua sagrada que manaba de un ridículo chorrito. Los monjes nos informaron de que éste era un lugar sagrado y de que todo lo que se podía ver era la tubería chorreante, ya que el Gobierno había tapiado con cemento el brote del río, al objeto de que no se desperdiciara ni una gota del líquido sagrado. Repuestos de la desilusión, alquilamos unas mulas y nos dirigimos al gran promontorio que nos habían señalado como el lugar del nacimiento del río. Tras varias horas de escalada a lomos de las mulas, seguimos a pié y poco antes de llegar a la cima pudimos contemplar el descubrimiento de Páez en 1618, cuando acompañaba al emperador Susinios en una de sus numerosas expediciones militares. Y bajando la vista hacia un valle que por su esplendor nada tiene que ver con el paisaje africano, contemplamos los ojos del Nilo Azul. A la vuelta hacia Bhar Dar, ya oscurecido, nos advirtieron que tuviéramos cuidado con los bandidos, que apostados en los caminos, atracaban a los viajeros. No nos dió ningún miedo, ya que , en cierta forma, nos sentíamos protegidos. ¿El padre Páez desde el otro mundo, quizás.?
Los que conocen a Páez son auténticos fanáticos del personaje. Le ocurre a Richard Pankurst, un historiados inglés, la máxima autoridad en la historia de Etíopía, en donde vive y en donde ha impartido clases en la Universidad de Addis Abeba durante treinta años. Punkerst dice que Páez, además de un gran diplomático e historiador -como demuestra en su “Historia de Etiopía”fué el auténtico descubridor de Las Fuentes del Nilo Azul. Y se despacha con su paisano James Bruce, diciendo que le considera un tramposo que trató de ocultar las pruebas del auténtico descubridor de Las Fuentes del Nilo Azul , que no fue otro que el genial Pedro Páez.
Carmen Villodres