Joseph Towsend, el reverendo ilustrado. Un viaje por España en la época de Carlos III

En 1786 el reverendo inglés Joseph Towsend cruzaba los Pirineos con el ánimo de recorrer durante quince meses la mayor extensión posible de España. Su libro de viajes muestra su particular visión de la España del XVIII y es considerado todo un clásico. Quizás el relato mas serio y detallado, anterior al famoso manual de Richard Ford.

 

Por Jos Martín

Bibliografía: Bibliografía: Boletín 24. Julio de 2006

En las dos décadas posteriores a 1770, una avalancha de viajeros europeos llegó a España con el propósito de recorrerla. Fruto de ello fue la publicación de más de treinta libros de viaje referidos a nuestro territorio. Lo español, ¿se había puesto de moda? Los que han estudiado en profundidad este fenómeno suelen señalar el cansancio de los viajeros ilustrados por el Grand Tour y la búsqueda de territorios más exóticos. Ya se notaba en el ambiente un cierto aire de romanticismo que chocaba frontalmente contra el viejo concepto del viaje, y eruditos y pre-románticos calzaban sus guantes para medirse en los primeros combates dialécticos (a veces fratricidas) sin darse cuenta de que ambos tenían razón: en el rincón derecho, el peso pesado Samuel Johnson, inglés defensor de las ideas antiguas que tomaban el viaje como una vía académica que sirviera fundamentalmente para el estudio y el conocimiento; en el rincón izquierdo, el joven escocés James Boswell, su biógrafo y amigo, representante de las nuevas tendencias. Johnson inicia el combate lanzando un gancho sensacional. “¿El paisaje? Una hoja de hierba es siempre una hoja de hierba tanto en un país como en otro. Si queremos conversar, hablemos de algo que tenga sentido. Los hombres y las mujeres son el objeto de mi estudio”. Boswell reponde con un crochet al mentón: “No puedo evitar el pensamiento de que Johnson muestre tal falta de buen gusto cuando se ríe de la grandeza salvaje de la Naturaleza”. Pero Johnson lanza un directo a su amigo y lo deja K.O. tumbado sobre la lona: “El mejor paisaje que un escocés puede ver es el camino que le lleva a Inglaterra”. Desde la grada, el fantasma de James Howel (que fue cortesano de Carlos I) aplaudía a rabiar mientras gritaba: “El viaje es una Academia en movimiento”.

Así estaban las cosas cuando en 1786 el reverendo Joseph Towsend cruzó los Pirineos con el ánimo de recorrer durante quince meses la mayor extensión posible de España. Había estudiado Arte en Cambridge, Medicina en Edimburgo y poseía conocimientos amplios de Geología, Paleontología y Conquiliología. Como buen calvinista, se mostraba más interesado por los datos estadísticos, por la pobreza y la riqueza de la gente y del terreno, por sus causas y consecuencias, que por describir sensaciones o llegar al corazón del paisaje y de su gente. En eso estaba plenamente de acuerdo con Edward Clarke, cuya misión era “recoger informaciones, datos y material relativo a la situación presente de España, puesto que ello podría gratificar mi curiosidad o resultar de utilidad para la gente”. Townsend no lo ocultaba. “Estos son los hechos; hagamos un alto para examinarlos, no como filósofos o químicos, sino como comerciantes y políticos”, escribía en el libro que publicó en 1792 y que tituló, para que no hubiera duda alguna, de esta manera: Un viaje por España en los años 1786 y 1787; con particular atención a la agricultura, manufacturas, comercio, población, impuestos e ingresos de este país; con anotaciones hechas al pasar por una parte de Francia. A pesar de su insistencia, el libro de Townsend “viene a ser como el canto del cisne del viajero dieciochesco –dice Blanca Krauel Heredia, profesora de la Universidad de Málaga–, pese a que nuestro reverendo confía demasiado en la credibilidad de los lectores”, y está considerado como un clásico, el más serio y detallado de los escritos antes del famoso manual de Richard Ford. Su lectura es amena y enriquece a quien lo lee si sabe distinguir el polvo de la paja.

Lo que sigue es parte del texto correspondiente al capítulo Viaje de Madrid a Sevilla, extraído del libro publicado por Ediciones Turner en 1988. bajo el título resumido de Viaje por España en la época de Carlos III (1786-1787). Ian Robertson, que prologa este libro, acaba su escrito con una frase de Townsend: “Fueron muchas las veces que me vi obligado a admirar la ilimitada generosidad de sus habitantes. Si expresara todo lo que siento, al rememorar su bondad, parecería adulación; pero me atrevo a decir que la sencillez, la sinceridad, la generosidad, un elevado sentido de la dignidad, y unos firmes propósitos del honor son los rasgos más prominentes y apreciables del carácter español”. Palabras que poco tienen que ver con el estilo racional de los viajeros ilustrados y mucho con la subjetividad y el sentimiento de los viajeros decimonónicos que le sucedieron.

DESDE MADRID HASTA ANDUJAR. RELATO DE TOWNSEND

Partimos de Madrid el 15 de febrero de 1787 en un coche de colleras tirado por siete mulas y llegamos a Aranjuez por la tarde.

Antes habíamos pasado por Valdemoro, una población que contiene mil novecientos treinta y ocho habitantes, dos conventos y una fábrica real de medias recientemente fundada por el ministro de Hacienda, que ha querido honrar así a su pueblo. Algunos de los cien bastidores que posee aún no han sido utilizados, y el producto que elaboran se encuentra muy mal tejido y resulta poco resistente, pues la estambre tiene sólo dos hebras y no está bien hilada. En esta fábrica un buen trabajador gana doce reales diarios, unos dos chelines y cuatro peniques y medio.

La posada de Aranjuez, que es propiedad real, es muy espaciosa, aloja cuarenta y cuatro camas muy limpias y cómodas, y renta cincuenta y cuatro mil reales al año a su propietario.

Al día siguiente pasamos por Ocaña, una población bastante grande que dista dos leguas de Aranjuez y nueve de Madrid. La habitan cuatro mil ochocientas ochenta y seis personas y mantiene cuatro parroquias y diez conventos. Como era demasiado pronto para descansar, continuamos nuestro viaje por espacio de cuatro leguas hasta llegar a La Guardia, donde, a pesar de que no es punto de parada habitual, encontramos un buen alojamiento. Todo el camino desde Madrid discurría por un territorio bastante llano, formado por un suelo arenoso asentado sobre una roca yesífera, en el que producen principalmente trigo y algunos olivos y vides. En este famoso territorio de La Mancha es natural que esperáramos encontrar molinos de viento, y de hecho los pudimos ver, tal y como imaginábamos, cerca de cada pueblo, donde los construyen para suplir la carencia de corrientes de agua con las que moler el trigo. No tienen bueyes, y sólo utilizan mulas o asnos para realizar sus tareas agrícolas.

Aunque La Guardia llegó a ser plaza fuerte y estuvo durante bastante tiempo ocupada por los moros, en la actualidad parece encontrarse al borde de la ruina. Los informes del gobierno indican que las alrededor de mil familias que la siguen poblando suman tres mil trescientos cuarenta y cuatro habitantes; pero lo cierto es que hay más de tres mil personas que reciben la comunión y unos ochocientos niños que aún no tienen edad para ello. Su única industria, la del salitre, es de escasa importancia, por lo que el pueblo es miserable y pobre. Las tierras están divididas en pequeñas parcelas, y el propietario principal es don Diego de Plata. Las rentas se pagan en trigo.

La iglesia es un edificio muy hermoso y bien proporcionado cuyos altares son en su mayoría modernos y desornamentados. En una de las capillas hay muchas y buenas pinturas de Angelo Nardi.

El sábado 17 de febrero pasamos por Camuñas, una miserable aldea de unas trescientas casas, y llegamos a las Ventas de Puerto Lapiche, después de haber recorrido veintidós leguas en los últimos tres días.

El territorio es llano, y el panorama hacia el Norte, extenso; pero antes de llegar a las Ventas ya habíamos perdido de vista las nevadas montañas que separan las dos Castillas. En condiciones atmosféricas favorables, y a una altura razonable, creo que pueden verse a más de cien millas de distancia. El suelo está construido por una arena suelta de cuarzo y se asienta sobre una roca granítica. Lo aran con un par de mulas o de borricos, y allí donde recibe el riego de las norias produce mucho trigo. El abundante vino es excelente. Lapiche es un pueblo miserable cuyos habitantes parecen medio muertos de hambre, a pesar de que sus cultivos nunca pueden quejarse de falta de agua, pues llegué a contar más de treinta norias en un espacio de unos setenta acres.

LA VENTA ESPAÑOLA

La venta es del tipo tradicional en España. Tiene sesenta pies de longitud y, si descontamos las construcciones adyacentes, no más de diez de anchura. En un extremo se encuentra la cocina, que es una campana de chimenea de diez pies cuadrados con un hogar en el centro rodeado por tres de sus lados por un banco que sirve a los arrieros para sentarse durante el día y dormir por la noche. Se abre a un establo en el que con simplicidad primitiva, y bajo un mismo techo hospitalario…
Ignemque lamemque Et pecus et dominos communi clauderet umbra

(Juvenal)

Junto a este edificio hay un patio con un pozo en el centro y un cobertizo para coches y carretas en un extremo. El dormitorio se encuentra sobre el establo por lo que, como es habitual, toda la noche oímos, o pudimos haber oído, el tintineo que producían las campanillas que llevaban nuestras mulas sobre la cabeza, y que sonaba al menos siempre que comían.

Antes de retirarnos a descansar concertamos con el cura una misa temprana. Aunque al principio exigía dieciséis reales, acabamos cerrando el trato en ocho. Si hubiera insistido, habríamos tenido que ceder, pues en un país católico es indispensable oír misa los días festivos, y no nos convenía pararnos en el camino. Desde Las Ventas descendimos a una dilatada llanura rica en olivos, trigo y azafrán, y cerrada por todos los lados por altas colinas. Después de recorrer ocho leguas llegamos a Manzanares. Todos los viajeros que transitaban por este camino iban bien armados; y de lo fundado de sus temores eran prueba tres cruces conmemorativas. Aunque era domingo, había muchos arados en funcionamiento. Los cultivos reciben allí el agua de numerosas norias.

Las casas de Manzanares, una ciudad de mil ochocientas familias y seis mil setecientos y ocho habitantes, son de barro, y las más pobres se encuentran casi desnudas. En la iglesia vimos cuatro buenas pinturas.

El castillo, una considerable heredad y los diezmos pertenecen as las orden de Calatrava, y los disfruta el infante don Antonio, que obtiene de ellos un beneficio anual de treinta mil ducados, tres mil doscientas noventa y cinco libras. Examinamos la finca y los graneros, y degustamos la rica variedad de vinos que produce. Creo que son los mejores de España sin excepción. Su sabor es similar al del mejor Borgoña, y su fuerza y cuerpo son comparables a los del Oporto más generoso. Después de elogiar este vino y agradecer al administrador sus amabilidades, continuamos nuestro paseo hasta el anochecer: y al regresar a la posada tuvimos la suerte de encontrar allí más de tres galones de ese vino, para consumirlo durante el viaje. Por desgracia, los dos cocheros pronto descubrieron su peculiar calidad, y con su ayuda terminamos en un solo día lo que estaba convencido duraría tres.

Salimos de Manzanares el lunes 19 de febrero por la mañana temprano y después de viajar durante cuatro leguas por la llanura llegamos a comer a Valdepeñas. El suelo, que estaba formado por una arena mezclada con grava y asentada sobre una roca de esquisto, produce algunos olivos, mucho vino y sobre todo trigo. Las norias están bien construidas y sus ruedas son de hierro y no de madera. En el camino pasamos junto a dos cruces monumentales.

A Valdepeñas le hace famoso la calidad de su vino, que se consume principalmente en Madrid. Cuando se abra la navegación hasta Sevilla, este y otros singulares caldos que produce La Mancha llegarán hasta Inglaterra, donde encontrarán gran demanda. En esta ciudad habitan siete mil seiscientas cincuenta y una persona.

Desde allí nos dirigimos a Santa Cruz, a partir de donde empezamos a subir entre quebradas colinas incultas hasta que llegamos a La Concepción de Almuradiel, donde nos alojamos. Esta pequeña aldea, que acoge a treinta y seis familias y fue fundada en 1781, es la primera de las nuevas poblaciones de Sierra Morena que encontramos en nuestro camino.

A cada colono se le conceden noventa fanegas de tierra en enfiteusis, y sólo tiene que pagar al rey el diezmo y doce cuartos, unos tres peniques, en señal de agradecimiento por la casa.

La libra de pan se vende a ocho cuartos y medio y la de carne de carnero a diez cuartos. No tienen carne de vaca. El vino cuesta dos cuartos el cuartillo, unos cuatro peniques el galón.

Santa Elena está poblado principalmente por alemanes. En los alrededores encontramos numerosas cabañas que en lugar de estar agrupadas se encontraban esparcidas por el campo, de acuerdo con el plan recomendado por el abate Raynal; pero pronto descubrimos algo que a éste parece haberle pasado desapercibido, y es que el hombre es más feliz en sociedad; y por ello se sustituyó este sistema de asentamiento por el de pueblos.

Aunque el territorio está muy cultivado, quedan tantos árboles que a cierta distancia parece todo él un extenso bosque. Aran con vacas. En un caserío vi perdices domésticas que se utilizan, al igual que ocurre con los patos, como reclamo. En las zonas más altas de la sierra encontramos granito, pero al descender reaparece el esquisto y se encuentra también piedra caliza y yeso.

Al mediodía llegamos a La Carolina, capital de estas nuevas poblaciones. Su fundador, don Pablo de Olavide, es un peruano a quien la protección del conde de Aranda le permitió ser primero síndico de Madrid, y más tarde, Asistente de Sevilla. Mientras ocupaba este cargo tuvo la idea de introducir la agricultura y los oficios en las montañas desiertas de la sierra, que habían estado dominadas durante siglos por la rapiña y la violencia. El problema surgió a la hora de encontrar colonos. Con un bávaro llamado Turrigel hizo un contrato para traer a sesenta mil campesinos; pero en vez de agricultores, envió vagabundos, que murieron o se dispersaron sin aportar nada a la empresa para la que, a fuerza de grandes gastos, habían sido reclutados.

Se invitó a colonos de todas partes de Alemania, y para favorecer la emigración se cedía a cada recién llegado, una vez que lo había solicitado, un lote de tierra, una casa, dos vacas, un borrico, cinco ovejas, otras tantas cabras, seis gallinas, un gallo, una puerca preñada, un arado, un azadón y otros artículos de menor valor. Al principio recibían cincuenta fanegas de tierra, cada una de las cuales mide diez mil pies cuadrados, y cuando las habían cultivado recibían otras tantas. Durante los diez primeros años se encontraban libres de impuestos, y después sólo tenían que pagar el diezmo real. Para evitar que las fincas se hagan demasiado grandes o excesivamente pequeñas, está prohibido a los propietarios traspasarlas al dueño de algún otro lote. Tampoco se les permite establecerse cerca de una ciénaga o de aguas estancadas.

El suelo de los alrededores de La Carolina consiste fundamentalmente en una arena asentada sobre una roca caliza o de yeso. En él se producen aceitunas, aceite, vino, seda, trigo, cebada, centeno, avena, guisantes, maíz y lentejas. Como no hay industrias, no pueden emplear a todo el mundo en alguna actividad provechosa, y ello hace que en estas nuevas poblaciones abunden los mendigos medio desnudos.

A unas dos leguas de La Carolina aparece Guadarromán, cada una de cuyas cien familias posee cincuenta fanegas de tierra. Se asienta sobre una suave pendiente situada al lado de un susurrante riachuelo, en un territorio fértil en el que se alternan los trigales con bosquecillos de encinas (…). Los habitantes son en su mayor parte alemanes, y su laboriosidad y sobriedad constituyen un motivo de prestigio para su país.

Andujar se encuentra en una llanura fértil y muy cultivada. Cuenta con seis mil ochocientas familias, cinco parroquias y diez conventos, y carece de industrias. El castillo, que se lo conquistó Fernando III el Santo a los moros en 1225, parece muy antiguo. Eran las cinco de la mañana del jueves 22 de febrero, y ya habíamos salido de Andujar, cruzado el puente sobre el Guadalquivir y entrado en un olivar, cuando todos mis acompañantes armaron sus pistolas y se apostaron junto a las ventanas, mientras un soldado también armado caminaba junto al coche. Los cocheros, por su parte, habían recibido la orden de detenerse inmediatamente si aparecía alguien. Creo que estas precauciones eran innecesarias, pues era bien sabido que íbamos armados; sin embargo, como ya se habían producido robos cerca de la ciudad, consideraron oportuno estar preparados. Cuando amanecía, el camino discurrió por un territorio más abierto, por lo que nuestros temores desaparecieron y mis compañeros volvieron a echar el seguro a sus armas.