La antigua ruta a caballo del té. Jeff Duch
El “Precioso Verde”: El Té.
Ante mí, la diminuta tetera de arcilla vertía sobre un vaso de cristal aún más pequeño un chorro de agua fangosa. El líquido, junto al calor que desprendía, creaba un arco de vapor en la atmósfera brumosa y sofocante del lugar. El té, de color cobrizo claro y sabor acre y terroso, pero dulce al mismo tiempo, desapareció en dos rápidos tragos, tras los cuales mi vaso fue llenado de nuevo con el térreo té Puer. Mi recia “anfitriona del té” vestía una túnica empedrada de tonos rojos brillantes, prenda común en su tribu, los Lahu, y manejaba con soltura las tazas y teteras. La preparación, el consumo y el atractivo de
este té han cambiado muy poco en el transcurso de los siglos. Todo lo que bastaba eran hojas de té, agua y sed. A mi alrededor, la espesa niebla atravesaba el verde intenso del denso bosque de bambú. Aquí, en los bosques situados justo en la frontera del Himalaya, tribus como los Dai, Lahu, Pulang, Wa, Hani y Bai llevan más de doscientos años cultivando, cosechando y bebiendo té. Desde este lugar, precisamente, el té se cargaba a espaldas de los mulos y se enviaba en viajes que lo transportarían a los cuatro puntos cardinales. Entre las nieblas protectoras de este rincón de Yunnan, hasta donde llegaba la memoria de sus gentes, el té siempre había crecido salvaje en su estado natural y se había tratado con una reverencia reservada normalmente a dioses y deidades. Al suroeste del imponente río Mekong, en la parte meridional de la provincia china de Yunnan, me encontraba en el mismísimo corazón de la tierra del té; un paisaje verde y ondulante de selvas tropicales, calor y brumas. La luz del sol apenas alcanzaba a penetrar en estas gruesas fortalezas de humedad, convirtiéndolas en un hábitat perfecto para los “árboles” del té, que exhibían varios metros de altura y tenían cientos de años.
La sinuosa frontera con Myanmar se hallaba próxima, al oeste, y el sur se abría hacia Tailandia. Me había desplazado justo a las afueras del pueblo de Menghai, cerca de una de las “seis famosas montañas del té” de Yunnan –el Monte Nano–, para explorar el origen geográfico de un té que durante más de mil años viajó por algunos de los paisajes más variados e intimidantes del planeta.
El té Puer, que se llamó así por la ciudad-mercado del sur de la provincia de Yunnan donde se compactaba formando tartas y ladrillos, puede presumir de ser uno de los auténticos “viajeros” de Asia. Envuelto en hojas y corteza de bambú, el té viajaba no sólo como mercancía sino también como tributo al sureste asiático y al noreste, hasta las antiguas capitales de China, aunque ningún viaje era más osado y espectacular que la travesía que transportaba el té a bordo de caravanas de mulas hasta los imperios tibetanos del Himalaya. Entre las feroces tribus nómadas de los Kham (Tíbet oriental), al té de esta región se le conocía cariñosamente (y aún hoy día es así) como Jia Kamo (té fuerte o amargo).
Durante más de mil trescientos años, el té se desplazaba casi 5000 kilómetros hacia el noroeste siguiendo una intrépida y peligrosa ruta, enfrentando tormentas de nieve, tierras plagadas de bandoleros, aludes y una de las orografías más remotas del planeta para llevar el té a los altiplanos más elevados del mundo y a uno de los pueblos de Asia más obsesionados con este brebaje: los tibetanos. Conocida por los chinos como “Cha Ma Dao” (la Ruta Ecuestre del Té), para los tibetanos como “Gyalam” (la Carretera Ancha) y para muchos de los comerciantes como la “Carretera Eterna”, esta ruta llegaría a su fin a mediados de la década de los cincuenta con la llegada de las carreteras pavimentadas.
La popularidad y la fama del té se extendían a las tierras más desoladas a través de esta ruta, y su importancia nunca remitió. Una de las leyendas de la introducción del té en el Tíbet cuenta que la planta llegó como parte de una magnífica dote ofrecida al rey Songtsen Gambo del Tíbet para su desposorio con la princesa Wencheng de la antigua dinastía china de los T’ang en el año 641 d.C. Aunque el té de Asia se convertiría en algo crucial para Occidente, la Ruta Ecuestre del Té seguiría siendo un misterio salvo para las tribus y los comerciantes que estaban directamente relacionados con ella. La Ruta de la Seda se conocía en todo el mundo gracias a sus enormes dimensiones y el contacto con los imperios occidentales, mientras que la Ruta Ecuestre del Té se mantenía oculta entre los pliegues y las cumbres de la montaña que la protegían, ofreciendo un suministro inagotable de té. Con el tiempo, a cambio de un aumento de la cantidad de té se ofrecerían fuertes caballos de guerra del interior del Tíbet, iniciándose un intercambio de bienes que duraría un millar de años.
Esta ruta legendaria, que consiguió mantenerse en secreto a Occidente durante un milenio, me había atraído hasta este lugar y era el camino que iba a recorrer a pie, a caballo, en coche, escalando y al que me iba a enfrentar durante siete meses y medio.
Mi deseo era la culminación de una obsesión que me había rondado la cabeza durante tres años consistente no sólo en trazar la ruta entera sino también en encontrar y documentar aquellos valiosos hombres y mujeres que habían viajado y comerciado por la Ruta Ecuestre del Té antes de su decadencia. Eran los recuerdos y las lenguas de estas sociedades las que conservaban y transmitían el conocimiento. Posados sobre picos y escondidos valles, sólo quedaban unos pocos ancianos que conocían la historia y los peligros de una ruta comercial que en su tiempo había dado (y quitado) tanta vida.
Mi propia adicción al té ya era un hecho demostrado, pues durante la mayor parte de la última década había vivido en Asia y en este continente no hay líquido más social y aceptado que el té.
Varias semanas después, me dirigía rumbo al norte, saliendo poco a poco de las húmedas nieblas y los santuarios tropicales del té del sur, pasando por la ciudad-mercado de Puer y adentrándome en los soleados valles de Nanjian y Dali. Aún más al norte, las tierras de las minorías étnicas de los Bai, Naxi y
Lisu daban paso al territorio no oficial de los Khampas (tibetanos orientales) y a mi patria de adopción: Shangrila. En este lugar las caravanas de té pasaban de manos para proseguir el viaje hasta Lhasa o más allá. Los mulos y los muleros se “sustituían” por equipos especialistas en la “alta montaña” y los intrépidos “lados” tibetanos se encargaban de continuar el viaje hasta Lhasa. Los lados recibían con razón este sobrenombre, pues en el dialecto khampa oriental el término “lado” significa “manos de hierro”. Esta descripción no dejaba dudas de las cualidades que debían de poseer aquellos que conseguían transportar las caravanas por la parte más ruda y peligrosa del camino: la ruta que atraviesa el Himalaya.
Occidente se hace piedra: El Himalaya.
Mi viaje hacia el oeste desde Shangrila, en el noroeste de Yunnan, hacia Lhasa contaría con la ayuda de un equipo de otros cinco montañeros tibetanos nacidos y criados en el lugar. Dos de ellos eran viejos amigos míos y los otros tres acudían con un pedigrí de montaña que garantizaba la confianza. La penosa caminata de dos meses hasta Lhasa a lo largo de la parte físicamente más exigente de la Ruta Ecuestre del Té requería almas fuertes y fiables. Menos de eso podía suponer la muerte.
Amplios trechos de soledad, la impredecibilidad de la Madre Naturaleza y los pasos y picos cubiertos perennemente de nieve pedían preparación, paciencia y voluntad. Transcurrido menos de un mes desde el inicio de nuestro viaje, el equipo se había reducido de seis a cuatro: la deshidratación y el agotamiento habían comenzado a hacer mella. En la antigua capital-mercado del Tíbet oriental, Chamdo los cuatro que quedábamos del equipo cortamos hacia el suroeste pasando por la gran cordillera Nyanqen Tanglha que separa el río Salween, una zona muy poco conocida y explorada de majestuosa soledad. Desplazándonos hacia el oeste por trechos de valles y por pasos de montaña por los que nadie había pasado durante décadas, dejamos la fortaleza de los Khampas para introducirnos en las tierras ocultas de las reservadas tribus nómadas de los Abohors.
Encontramos refugio en antiguas aldeas y entre comunidades de nómadas y cuando no había ni un alma a la vista nuestro cavilado sistema de tiendas a prueba de viento nos mantenía al amparo de los vendavales que inexorablemente nos golpeaban. Cada uno de nosotros transportaba un equipaje de 30
kilogramos rebosante de todas las revisiones que pudimos acopiar y, cuando podíamos, adquiríamos mantequilla, carne seca de yak, sal y pan de cebada de las tribus nómadas. Durante días seguidos, estuvimos desprovistos de mulas y guías, y dependíamos únicamente de las indicaciones de los lugareños. Viajar por encima de los 4000 metros durante semanas exigía racionar los víveres y las energías y, sin embargo, cuanto más avanzábamos, más reconocíamos los esfuerzos de las caravanas en el pasado. Algunas partes de la ruta eran meras lenguas de tierra que apenas medían un metro de ancho a lo más y a escasos centímetros de nuestros pies se extendían profundas gargantas de centenares de metros.
Muchos de los lugareños hablan incluso hoy en día de los “valles de huesos” que existen a lo largo de la ruta, repletos de los restos de mulas y hombres que pagaron con su vida el precio por atravesar este corredor comercial. En estas tierras remotas, los nómadas no habían perdido un ápice de su rudeza y comunicación directa y su hospitalidad fue completamente incuestionable, ya que abrieron las puertas de sus hogares a nuestra áspera y descarnada tropa. En las montañas, la lucha contra los elementos con frecuencia provocaba una empatía natural entre todos los seres vivos.
Encontrar a los antiguos comerciantes demostró ser una ardua tarea pues muchos de ellos se encontraban literalmente en su lecho de muerte durante nuestro viaje. Sus conocimientos, como muchas otras cosas en las montañas, se basaban en una experiencia real y, por tanto, eran fundamentales para comprender la vida a lo largo de esta ruta comercial. Esos eran los conocimientos que yo buscaba adquirir y transmitir de algún modo antes de que desaparecieran para siempre. Un viejo comerciante desgastado, que respondía al nombre de Jamba, nos profirió una advertencia sobre los peligros del viaje por la ruta que más tarde se demostrarían proféticos. El consejo que nos dio al iniciar la travesía de “vigilar dónde colocábamos los pies y la tracción en las traicioneras laderas de Shar Gong La (un paso nevado del Tíbet oriental)”, resonó en nuestros oídos cuando uno de los miembros de nuestro equipo perdió el apoyo sobre la nieve surcada por el viento en ese mismo paso, cayó y resbaló casi un kilómetro por la pendiente de 50 grados de la montaña antes de detener milagrosamente su caída (y salvar su vida) a escasos metros de precipitarse hacia una muerte segura por una garganta rocosa.
Al llegar a Lhasa dos meses después de haber salido de Shangrila (un periodo de tiempo inferior a un tercio de todo el que pasaría en la ruta completa), los cuatro lo celebramos brevemente, reconociendo los grandes esfuerzos que habíamos realizado durante la ruta. Sin embargo, a los dos días estábamos
inquietos por escapar de la gente y las estructuras cuadriculadas y regresar a la serenidad de los picos y a los incansables vientos y volver a formar parte de esos enormes paisajes que nos habían amenazado, pero que en última instancia nos habían guiado sanos y salvos a nuestro destino.
Más allá de Lhasa, la Ruta Ecuestre del Té se ramificaba en varios caminos que seguían al norte y al oeste para unirse a otras rutas comerciales que provenían de India y el Próximo Oriente. Un episodio concreto de nuestro viaje quizás resuma la esencia de la Ruta Ecuestre del Té mejor que ningún otro. Al llegar a un campamento nómada azotado por el viento semanas después de iniciar la expedición, le pregunté a nuestra anfitriona, de tez quemada por el sol, sobre sus ricos pendientes. Ella apuntó instantáneamente hacia el oeste por la Ruta Ecuestre del Té, contándome que hace generaciones una caravana llegó del este portando baratijas exóticas y que uno de sus antepasados hizo un trueque por los pendientes para regalarlos a su esposa. Desde entonces estos zarcillos habían pasado de generación a generación de una matriarca a otra hasta llegar a ella. A continuación, nuestra anfitriona me contó que la ruta era algo más que un simple camino comercial, que era un punto de unión con otros lugares, otras gentes y, por ende, otras ideas. Este elemento infravalorado de la Ruta Ecuestre del Té es el que ha perdurado: una ruta que unía y atraía a distintas gentes. Quizás, como muchos ancianos habían sugerido, era una “ruta eterna”. otras ideas. Este es el elemento de trasfondo del Camino a Caballo que todavía perdura: una ruta de acercamiento y unión. Quizá era, como muchos ancianos sugirieron, un “camino eterno”.