Viajes en el tren del futuro

los trenes de Alta Velocidad han vuelto a poner de moda el tren como medio de transporte. Pero no es la única revolución que transformará el panorama de los ferrocarriles del siglo XXI. Iñaki Barrón nos adelanta, a modo de ciencia ficción, cómo será viajar en tren a finales de este siglo. Mientras se acercaba a la estación, John se estaba asombrando de sí mismo. A sus casi cincuenta años, él, todo un hombre de negocios importante, iba andando a tomar un tren a la estación. En pleno año 2080, casi a finales del siglo XXI, se encontraba andando por las aceras de su ciudad limpia y silenciosa y no lo hacía por placer, para pasear, sino para ir a tomar un tren para un desplazamiento de trabajo.

Desde que los trenes volvieron a ponerse de moda para los viajes más o menos largos, estaba acostumbrado a viajar en tren, por supuesto siempre en su departamento privado, pero siempre accedía a las estaciones en un medio de transporte mecanizado. Aquella vez sin embargo había preferido caminar por la ciudad y rememorar a sus antepasados, en especial a su abuelo paterno, un antiguo empleado de una de aquellas compañías de ferrocarriles.

Siempre se preguntaba por qué el tren había sobrevivido. O al menos có- mo había sobrevivido de aquella manera.

Los pronósticos, desde hacía más de un siglo, vaticinaban que los trenes serían de sustentación magnética, que flotarían a escasos milímetros de las vías a velocidades casi supersónicas. Otras voces pretendían que los trenes “del futuro” servirían exclusivamente para transportar cargas y que los trenes de viajeros se  quedarían  solamente para nostálgicos, como una  reliquia  del pasado, al igual que había ocurrido en el siglo XX con los barcos. Algunos ilusos habían aventurado que los trenes seguirían siendo como lo habían sido siempre y viajarían cada vez más rápido hasta alcanzar velocidades similares a las del avión.

Sin embargo, como casi siempre que se hacen previsiones de futuro, todo el mundo tenía razón y todo el mundo se había equivocado. Los trenes de viajeros de finales del siglo XXI viajaban sobre vías como las de sus antepasados, sobre dos carriles, a velocidades elevadas, pero no supersónicas.

Lo que sí había cambiado al mundo desde hacía más de treinta años habían sido los coches, debido a los enormes perjuicios sociales que llegaron a causar (accidentes, contaminación, ruidos, estrés, tiempos perdidos) y sobre todo debido a la cuarta crisis energética que tuvo lugar un poco antes de la mitad del siglo. Hubo un momento en que la tecnología, el diseño y la economía del automóvil tuvieron que dar un vuelco total.

La primera revolución llegó con la electricidad. El desarrollo de acumuladores eléctricos de los entonces llamados “de nueva generación”, permitió la comercialización de automóviles eléctricos de bajo peso, altas velocidades y gran autonomía. Los motores de combustión interna no fueron nunca prohibidos, desde luego, pero dejaron definitivamente de ser comercializados hacia el año 2040. El cambio que ello supuso en la concepción de los vehículos, en el ruido de las calles, en las estaciones de servicio y sobre todo en la calidad el aire, fue espectacular.

En aquella ocasión el ferrocarril hizo un gran favor al automóvil, puesto que una gran parte de la tecnología desarrollada para el ferrocarril eléctrico desde los años sesenta y setenta del siglo XX, en especial toda la electrónica de tracción, fue posible aplicarla con éxito a los vehículos de carretera.

Sin embargo, la segunda revolución fue aún más impactante y consistió en la implantación, esta vez obligatoria en las vías principales, de la conducción automática. Lo que empezó siendo una ayuda a los conductores que se orientaban mal o que desconocían la geografía de su destino, el ya hacía años obsoleto sistema denominado “GPS”, se transformó en una herramienta indispensable para
la circulación.

La implantación y homologación de los DCA (Dispositivos de Conducción Au- tomática), orientados también por satélites y por sistemas de balizas fijas en los lados de las carreteras, fue obligatoria para todo vehículo sobre vías públicas a partir del año 2056, año en que se conmemoraba el centenario de su primer impulsor.

La transformación que estos dispositivos supusieron para la forma de vida de las personas fue espectacular, puesto que permitió en cualquier momento el acceso a un vehículo para una distancia corta y media, a prácticamente la totalidad de la población mundial. El cambio que produjo en el estilo de vida de las personas fue equiparable a los otros tres grandes cambios que le precedieron en el siglo anterior: la masificación del automóvil, la expansión de la informática y la introducción de los teléfonos móviles.

La imaginación de dos jóvenes empresarios españoles les había llevado a crear la CGTA (Compañía General de Transportes Automáticos), primera en su género que ponía un coche a disposición de cualquier usuario con un simple mensaje telefónico o informático. El cliente simplemente daba las coordenadas de dónde se encontraba y dónde quería ir, así como cuántas personas querían ir juntas y si tenían o no equipaje y los ordenadores de la compañía calculaban rápidamente las disponibilidades del vehículo adecuado. El resultado era una respuesta casi inmediata: “Usted tendrá un vehículo automático en la puerta de su casa en xx minutos. Le dejará en su destino en yy minutos más. Coste zz euros. Por favor introduzca los datos de su tarjeta de crédito”.

En pocos años el resultado había desbordado incluso a los propios creadores del sistema.

Decenas de compañías similares ofrecían servicios de transporte individualizado automático por precios módicos (en función del nivel de  confort  y  de  la  velocidad: a  más  rápido,  más  caro).  Las personas  propietarias  de  un vehículo  eran  rarísimas.  Los propietarios de coches eran en general empresas con muchos usuarios. Los talleres de repa- ración, estaciones de servicio, servicios de taxi y numerosas líneas  de  transporte  público habían literalmente desaparecido  o  se  habían  transformado para trabajar adaptados al nuevo sistema. Y desde luego habían desaparecido los atascos, una de las grandes plagas de hacía varias décadas.

Para  los  amantes  de  la  conducción  a  la  antigua  usanza, toda una gama de simuladores había  inundado  el  mercado. Desde  los  más  sencillos,  que se podían instalar en casa, hasta los más sofisticados, situados en centros de conducción deportiva, donde también se podían conducir coches como los de finales del siglo XX (eso sí, a precios desorbitados). Por supuesto, para acceder a uno de tales centros, había que solicitar primero los servicios de un vehículo automático.

Por eso la ocurrencia de John era aún más original. Su deseo de “tomar el “aire” y dirigirse andando a la estación con su maletín podía considerarse casi como un exotismo. Desde la automatización de los coches, los semáforos habían desaparecido de las ciudades. En los casos poco frecuentes de tener que
cruzar una calle por un paso de peatones, los coches detectaban la presencia y frenaban para cederles el paso. El camino hasta la estación le tomó poco más de media hora.

Las estaciones más o menos monumentales del pasado también se habían transformado. Las estaciones de las grandes ciudades de finales del siglo XXI eran de tamaño más reducido y mucho más numerosas, de tal manera que se podía tomar un mismo tren en hasta cinco puntos diferentes de la misma ciudad o de sus afueras (incluido el aeropuerto, por supuesto).

Un nuevo concepto de “estación terminal”, de uso exclusivo para servicios propios de los trenes, había hecho su aparición hacía cincuenta años. Desde mediados de los años 30, era inconcebible que los viajeros subieran o bajaran del tren en la misma estación que se realizaban operaciones como limpiar un tren, cargar las bebidas o cambiar la tripulación. Estas estaciones eran bastante extensas y estaban siempre en las afueras de las ciudades, donde el terreno costaba mucho más barato y donde no se molestaba a ningún cliente del ferrocarril.

Todas las estaciones disponían de una o varias sala de espera con cafeterías y pequeñas tiendas, un punto de información y acogida y las salas de preembarque. Las más frecuentadas disponían de un centro comercial y de ocio de tamaño adecuado al tránsito de viajeros que acogía. Algunas tenían hoteles y restaurantes. Prácticamente todas las estaciones disponían de accesos peatonales (apenas utilizados) así como conexiones con los transportes públicos “masivos”. Desde la implantación de los coches automáticos solamente habían sobrevivido los transportes públicos de gran capacidad, los antiguamente llamados metros y tranvías, muchos de los cuales disponían de motor lineal o de sustentación magnética.

John había obtenido toda la información sobre la oferta de trenes (compañías, horarios, tarifas, disponibilidades de plazas privadas) de manera inmediata desde su ordenador personal antes de salir. Por eso sabía que aún tenía tiempo suficiente para recargar el contenido de su libro electrónico antes de salir. La verdad es que también lo podía haber recargado en el tren, pero le apetecía utilizar los servicios de la estación, en particular la “librería electrónica”, en la que se podrían cargar numerosas novelas y obras de ciencia-ficción, un género muy de moda en aquella época, aunque casi nadie entendía los detalles que los autores pretendían describir.

Nada más entrar en la estación vio un aparcamiento de “lagoon”. Los “lagoon” eran pequeños robots (los había de varios tamaños) que de manera automática y silenciosa (y graciosa) acompañaban al viajero por la estación y llevaban los equipajes a los viajeros. El principal fabricante mundial de estos artefactos te- nía su sede en Malibú, cerca de Lagoon Beach, pero el nombre no venía de ahí.

El inventor de los “lagoon”, de origen vasco, quiso recordar al perro de uno de sus familiares, llamado “lagun”, que en euskera significa compañero, camarada o amigo.

El equipaje de John consistía en apenas un maletín de poco peso, pero le hizo gracia recordar la historia y tomó uno de aquellos chismes para su recorrido por la estación.

Sin embargo el exotismo que John quiso permitirse y no pudo fue el de comprar un billete. El billete como tal hacía ya varias décadas que había desaparecido. John pensaba entre divertido y nostálgico, que hubo un tiempo en que había coleccionistas de billetes de tren. En Barcelona, a mediados del siglo XX, a esta práctica se le solía llamar “Forondotelia”, en honor al Marqués de Foronda, antiguo director de la compañía local de tranvías y al parecer aficionado a las actividades del coleccionismo.

En las reuniones de la UIC, hacía ya más de un siglo, se había debatido largamente sobre el formato y contenido de los billetes de tren, con la intención de unificarlos con los del avión. Unos y otros (empezando por los de avión) fueron reemplazados por simples mensajes electrónicos indicando que el importe ha- bía sido cargado a la cuenta del viajero.

La espera no fue muy larga. El “billete” estaba ya confirmado en la pantalla de su teléfono-ordenador de bolsillo y le indicaba que en breves minutos debería dirigirse a la puerta de acceso a la sala de preembarque número 3. Las indicaciones de otro tiempo, mediante anuncios por megafonía e incluso las innumerables pantallas de “salidas-llegadas” que poblaban las estaciones y aeropuertos, habían desaparecido por completo. Cada viajero recibía la información que necesitaba en su propio idioma, a través de su sistema personal de comunicaciones.

La entrada a la sala de preembarque era una simple puerta, sin ningún tipo de control aparente. Solo aparente, porque en realidad un sumamente sofisticado sistema  electrónico controlaba   de haustiva a cada  viajero desde  antes  incluso  de su  entrada  en  la  estación.  Un  simple  “bip” apenas perceptible indicaba que el importe del viaje había sido cargado a la cuenta del cliente.

El  paso  de  los  trenes por  las  estaciones  era muy frecuente y los destinos directos eran muy numerosos, gracias a la modularidad de los trenes, que podían dividirse de manera automática en diversas estaciones. Los tiempos de parada eran muy reducidos, por lo que los procesos de embarque y desembarque se debían realizar en períodos de tiempo muy cortos y precisos.

Por ello los viajeros accedían, cinco minutos antes de la hora oficial de salida del tren, a una sala especial de preembarque, que estaba dividida a su vez en varias salas, correspondientes cada una a un vagón del tren (la antigua denominación de  “coche”  para  los  viajeros  y  “vagón”  para  las  mercancías  había  desaparecido  hacía  mucho  tiempo;  ahora  todos  los  vehículos  ferroviarios  eran “vagones”).

En  cuanto  el  tren  se  aproximó  a  la  estación,  las  salas  de preembarque quedaron cerradas y mediante unos dispositivos  hidráulicos,  unas  pasarelas  de  conexión se empezaron a aproximar lentamente al tren. En  el  momento  justo  en  que  el  tren  se  paró  completamente,  varias  pasarelas estaban  acopladas  a  sus  vehículos y  las  puertas  se  abrieron.  En apenas  dos  minutos  entraron todos los viajeros y el tren se volvió a poner en marcha, con el tiempo justo para que las pasarelas fueran retiradas con un pequeño y preciso movimiento.

Dado que la estación de nuestro amigo John era la última parada del tren en la ciudad, el tren aceleró de manera suave pero decidida hasta alcanzar en un primer momento los 250 km/h. Tras unos breves momentos a esta velocidad, una aceleración algo más delicada condujo al tren hasta los 550 km/h, velocidad de crucero que no descendería hasta llegar a su destino, a 2.000 kilómetros de distancia de allí.

Siempre se había preguntado John porqué los trenes aceleraban de esta manera, primero hasta los 250 km/h y luego hasta el máximo de la velocidad autorizada (que en realidad no era el máximo porque siempre había una reserva de al menos el 10 % más para recuperarse de posibles incidencias). Una de las veces que el “conductor” paso por delante de su departamento privado se lo preguntó y ello dio origen a una amena conversación con quien tenía la responsabilidad de conducir el tren hasta su destino.

Los trenes aceleraban primero hasta alcanzar una velocidad próxima a lo que un siglo atrás podía considerarse la “barrera del sonido” de los trenes y que solía definir lo que en su día se llamaba la “alta velocidad” (y que tanto dio que hablar durante varias décadas a los políticos de entonces). El motivo de detener momentáneamente la aceleración se debía a que a esa velocidad se sincronizaba el sistema electrónico de “inducción del silencio”. Este dispositivo equipaba a todos los vagones y consistía en una red de micrófonos que detectaban el sonido producido por los efectos aerodinámicos o de otro tipo y generaba en el interior del tren otro sonido tal que sus ondas se superponían y anulaban el efecto del verdadero ruido, dando como resultado un silencio total en el interior de los vagones.

Junto con las nuevas resinas que revestían el exterior de los trenes y que reducían la fricción del aire, este era uno de los inventos más revolucionarios que había incorporado la tecnología ferroviaria en los últimos decenios.

Su charla con el conductor se prolongó durante casi media hora y en ese tiempo John aprovechó para comentar algunos detalles de las tecnologías que utilizaba el ferro- carril en el pasado, en especial de la tracción vapor.

El conductor, Joseph, estaba encantado, porque él también era un aficionado a los trenes antiguos, aunque cada día había más dificultades para practicar esta afición, especialmente  por  los  problemas  para  encontrar  combustibles.

Durante el tiempo que duró la conversación de John con el conductor, éste tecleó varias veces su consola portátil de control. El tren se conducía a sí mismo de manera totalmente automática, pero el conductor debía de vez en cuando comproba varias funciones vitales, en especial el funcionamiento del ordenador principal de gestión del tren.

El departamento que John había reservado en este tren era muy confortable. Los trenes habían aumentado considerablemente sus dimensiones desde mediados de siglo (los demás medios de transporte lo habían hecho ya sucesivas veces, a finales del siglo XX) y hacía ya bastantes años que ofrecían unas características de amplitud y de confort similares a las de los barcos. El departamento ofrecía una mesa de despacho con un sillón de trabajo, dos sillas y un pequeño sofá. El espacio se completaba con un cuarto de baño privado.

La ausencia de cualquier traza de ruido exterior, tanto de la rodadura como del rozamiento del aire, la suave música que John había seleccionado y el servicio de restauración a la carta que un camarero le había servido al poco de salir, hicieron de su recorrido de cuatro horas una excelente experiencia. Durante ese tiempo tuvo tiempo para trabajar un rato y hacer un par de llamadas telefónicas personales. Mientras hablaba por teléfono recordaba divertido los comentarios de su abuelo, acerca de lo difícil que era ochenta años atrás, efectuar una llamada telefónica desde el tren sin interrupciones.

Una característica de los trenes de finales del siglo XXI era la enorme densidad de circulación que se observaba en casi todas las líneas de ferrocarril en el mundo. Ello era posible gracias a la automatización total de los movimientos, lo que permitía la circulación de trenes con intervalos increíble- mente reducidos, en ocasiones apenas unos segundos. Los antiguos sistemas de señalización ferroviaria, primero a base de señales mecánicas, luego luminosas y finalmente electró- nicos, desaparecieron a la vez que los conductores. Un sistema de ordenadores enlazados entre sí enviaban permanentemente y con completa seguridad y fiabilidad, las órdenes precisas que necesitaba cada tren para mantener su horario y sus parámetros de marcha en cada punto de la línea, a la vez que controlaba todos los cambios de agujas del recorrido y de las estaciones.

Las líneas de ferrocarril habían ido extendido su longitud de manera espectacular en los últimos decenios. A finales del siglo XXI, la red mundial de ferrocarriles superaba los tres millones de kilómetros, cuando un siglo atrás apenas alcanzaba el millón y cuarto y prácticamente todas las líneas tenían el mismo ancho de vía, lo que permitía una enorme variedad de destinos y de modalidades de viaje. Prácticamente todas las líneas disponían de cuatro vías, por las que circulaban todo tipo de trenes, en general todos a una gran velocidad.

Una característica de las líneas de ferrocarril de finales de siglo era la desaparición de todo tipo de cables, tanto de comunicaciones y señalización (todas las instrucciones y datos que debían ser transmitidos se hacían por radio) y las antiguas y célebres “catenarias” cuya función de suministrar energía a los trenes había de- jado de ser necesaria desde la incorporación de la nueva generación de baterías.

La limitación por ley a 100 kilómetros para los trayectos a recorrer por los vehículos automáticos de carretera y la limitación del tráfico aéreo a trayectos única- mente intercontinentales, había dado al ferrocarril una nueva vida, pero también había saturado muchos de sus trayectos.

Las compañías seguían usando como reclamo publicitario innovadores diseños de trenes, pero el problema, pensó John, es que los trenes no se podían ver. En las estaciones porque estaban siempre detrás de las mamparas y de las puertas de embarque. En pleno campo, porque los tapaban las paredes antirruido cuando no los túneles de protección del medio ambiente. Algún día tendrían que inventar algo para que el frontal espectacular de los trenes volviera a lucir y a impactar como antaño. En Europa existían numerosas compañías ferroviarias, aunque la gran mayoría eran empresas relativamente pequeñas y prestaban ser- vicios alrededor de las grandes ciudades. En larga distancia, había dos grandes operadores de trenes de viajeros y media docena de operadores de carga, que competían entre ellos por ofrecer un servicio impecable y lo más barato posible.

Sin apenas dejar tiempo para echar una cabezada, el tren se aproximó a su destino final. Inició una suave y continua frenada, hasta que se detuvo completamente en la estación. Nuestro protagonista descendió del tren por una de las pasarelas de desembarque y se dirigió al área de enlace de los vehículos automáticos.

El suyo estaba reservado automáticamente por la compañía ferroviaria desde la salida del tren de la estación de origen y él solamente tuvo que indicar el destino final, a través de la consola multifunción de su departamento.

Cuando se alejaba de la estación en uno de estos coches, de nuevo solo, pensó acerca de los viajes en tren. Después de casi tres siglos de existencia, el ferrocarril seguía estando allí y seguía asumiendo una parte muy importante, cada vez más, del transporte mundial. Además, el ferrocarril seguía ofreciendo libertad, más que ningún otro medio de transporte: durante su viaje, nadie había hecho la menor mención a ninguna consigna de seguridad ni nadie le había pedido que permaneciera sentado ni que se abrochara ningún cinturón de seguridad ni que se fijara dónde se encontraba los chalecos salvavidas.

Sin embargo reconocía que había sido un error por su parte el viajar aislado. Es verdad que necesitaba trabajar y resolver por teléfono ciertos asuntos, pero había “despreciado” una de las principales características que el tren, a pesar del paso del tiempo, había mantenido. La de facilitar la convivencia y la comunicación entre personas, mucho más que cualquier otro medio de transporte.

El viaje de vuelta lo haría en uno de los salones colectivos. Le saldría más barato y sobre todo le permitiría recordar cómo era realmente el ferrocarril de siempre.

 Iñaki Barrón de Angoiti es Director de Alta Velocidad y coordinador para América Latina de la Unión Internacional de Ferrocarriles (UIC)