Trenes de leyenda

Un recorrido por algunos de los trenes más famosos del mundo, aquellos que utilizaron los grandes viajeros de otras épocas y, aún hoy, alimentan los sueños y los espíritus ávidos de aventuras. Una selección de seis trenes legendarios, desde la India a Canadá, que permiten al viajero recorrer imponentes escenarios y trasladarse, por un instante, al pasado, con el confort del siglo XXI.

Para los grandes viajeros, las ventanillas de un tren son en realidad pantallas por las que discurren los más variados paisajes, espacios por los que se asoman personajes curiosos o por los que se vislumbran curiosas y evocadoras estaciones, vibrantes o somnolientas, según la hora y el lugar. Los vagones de muchos trenes del mundo son, en definitiva, palcos de honor para el viajero que intenta llegar a lugares remotos o atravesar continentes enteros.

El ritmo de vida a bordo de los grandes trenes resulta un poco trasnochado para la época que nos ha tocado vivir, pero quien se decide a probar la experiencia suele quedar atrapado para siempre por esta otra forma de ver el mundo, de relacionarse con la gente. Son horas y horas para descubrir lo que hay fuera de las ventanillas, pero también lo que hay dentro del tren: paisajes y paisanaje, a uno y otro lado del cristal.

La era de los grandes trenes, a finales del siglo XIX y principios del XX, nos dejó legendarios ferrocarriles, convertidos en muchos casos en inolvidables recorridos que hoy resultan especialmente atractivos para viajeros deseosos de conocer mundo y de comprobar, una vez más, que viajar no consiste en llegar a ningún sitio, sino en estar en movimiento.

El más famoso de los trenes históricos es sin duda alguna el Orient Express, que revolucionó el concepto del viaje a Oriente. Fue el tren de los grandes viajeros del siglo XIX y principios del XX, que lo aprovecharon para hacer más cómoda la primera fase de su viaje hacia el Este. El Orient Express coincidió también con el nacimiento del turismo, al que contribuyó enormemente. Este legen- dario tren, tras muchos avatares, ya no es ni el más exótico, ni el caro o el más lujoso del mundo.

Palace on Wheels
Un viaje por la India de los Maharajas

Viajar en tren por el Rajasthan, la tierra de los maharajás, es como un sueño de las Mil y una Noches, pero también es un viaje por la dura realidad del norte de la India. El Palace on Wheels es sólo uno de los trenes míticos que recorre la región, junto con el Royal Orient, diferente en su ruta aunque si- milar en el planteamiento. Este tren parte de Delhi todos los miércoles para realizar  un  circuito  de  diez  días,  eminentemente  turístico.  Se  viaja  por  la noche y se hace turismo por el día, y todo ello con todos los servicios más ex- clusivos que cabe imaginar. Los dos trenes son herederos del mítico Orient Express y recrean con todo lujo de detalles el ambiente refinado de los an tiguos colonos ingleses y el fasto de los maharajas. De las comodidades de nuestra época no han dudado en añadir algunas de las más placenteras: aire acondicionado, bar, restaurante con diversas modalidades de cocina y todo el confort de un hotel de primera. Cada vagón lleva el nombre de uno de los antiguos estados del Rajput y a él hacen referencia todos los decorados del interior, que resultan lo más extraordinario del tren, junto con el sofisticado equipamiento.  Todos  los  vagones  son  diferentes,  pero  unidos  por  un  hilo conductor que es la narración de episodios de la historia de la India a través de cuadros, tapices, grabados y sedas.

El viaje comienza en Delhi, tras haber visitado la capital de la India. El primer día del viaje se cena a bordo para emprender rumbo a Jaipur donde el tren es recibido con elefantes y música tradicional. Se visita el Palacio de los Vientos y el Fuerte Nahargarh y se almuerza en el lujoso Rambagh Palace. Jaipur es conocida como la Ciudad Rosa por estar construida toda ella en piedra arenisca roja. La visita a esta ciudad es clave para empaparse del espí ritu  oriental  de  la  India  y  de  sus sorprendentes aromas y colores. A lo largo del resto del viaje, el plan es siempre similar: visitas, comida en algún lujoso hotel-palacio y vuelta al tren para cenar y partir en ruta. Así, este palacio rodante pasa por Chittorgarh, Udaupur, con su magnífico palacio, el Fuerte de Ran- thambhor, su Reserva de tigres, Jaisalmer, una bellísima ciudad fortificada en medio del Thar, Jodhpur con sus fuertes y cenotafios reales, Agra con el   in- comparable Taj Mahal, y por fin, Delhi. Tumbas suntuosas, templos, palacios, mercados populares llenos de color, campos verdes, fuertes  impresionantes… componen el inolvidable mosaico del Rajasthán.

El programa del viaje incluye también experiencias singulares, como un safari en camello por el desierto del Thar o una cena en un campamento del desierto amenizada por música rajastaní. Desde el tren se aprecian los detalles que dan ese sutil encanto de la India del Norte. En las paradas se puede vivir más de cerca la cultura hindú, con su enorme variedad y eclecticismo. No es éste un viaje para aventureros, sino un placer para sibaritas que desean recrear el esplendor de una época ya pasada, y contemplar, como en una postal, las imágenes más bellas del país.

El Transaustraliano
Del índico al Pacífico, en línea recta

Desde Perth, en el índico, hasta Sydney, en el Pacífico, el Transaustraliano cruza toda Australia en un espectacular recorrido de casi 4.000 kilómetros. Como el propio país, este tren es también joven: la vía se concluyó en 1969, enlazando varios tramos que se habían ido tendiendo en el país desde 1850. Fue inaugurado en 1970 y desde entonces es un trayecto que todos los austra- lianos esperan hacer al menos una vez en su vida. Para los extranjeros resulta una forma magnífica y enormemente cómoda, de ver otra cara de este país- continente.

A lo largo de los tres días con sus tres noches que dura el trayecto, los pasajeros recorren tranquilamente una serie de paisajes muy poco poblados, con grandes contrastes y dimensiones majestuosas, como la llanura de Nullarbor, con el tramo de vías en línea recta más largo del mundo (462 kms.), o como las montañas Azules o los Montes Flinders.

La ruta del Indico-Pacífico es el resultado de una historia compleja, de la unión de otras rutas más cortas de anchos distintos que se construyeron a lo largo de más de un siglo para transportar los minerales hasta la costa. Por eso, esta vía ferroviaria enlaza todavía hoy numerosas ciudades mineras, como Kalgoorlie, el centro de la famosa fiebre del oro, o como Port Augusta, Port Pirie o Lithgow, que deben su existencia a la plata, el plomo o el zinc.

Lo más llamativo del Indico-Pacífico es el paisaje que discurre ante los ojos del pasajero, porque el interior es el de un tren moderno y muy funcional. No es en absoluto un tren de lujo ni recrea ningún ambiente histórico como otros trenes asiáticos y europeos, pero dicen de él que es el mejor tren del mundo. Su persona- lidad inconfundible convierte el viaje en una especie de peregrinación sobre raíles a la búsqueda del auténtico espíritu australiano.

El tren parte de la estación de Perth, un edificio moderno y poco romántico. Es un tren largo, muy largo, con coches-cocina, almacén, coches para el personal, vagones de primera y segunda clase, coches-restaurante, salón y club, además de una serie de plataformas para transportar los vehículos de los pasajeros.

La vida a bordo es un universo cerrado que invita al viajero a hablar, disfrutar, relajarse, sobre todo en el bar, que es el auténtico centro social del tren. El tren, a modo de crucero, atraviesa dos husos horarios diferentes sin que apenas lo notemos, mientras en el exterior, el paisaje de Australia pasa ante nuestros ojos. Para disfrutarlo mejor, en cada vagón hay una breve guía de la ruta y de su larga y compleja historia. La mayor parte del trayecto discurre sobre una vía única de forma que frecuentemente hay que parar para dejar pasar a larguísimos trenes de mercancías.

Estamos en medio de la inmensidad del desierto, tan familiar a los australianos pero toda una sorpresa para los europeos, una especie de mar de arena interminable donde, más que nunca, se puede comparar la travesía en tren con un crucero. Una noche más y salimos de la llanura de Nullarbor y el paisaje comienza a ser más variado. En Tarcooola se pasa por el enlace con otra línea mítica, la del Ghan, un tren de lujo extraordinario que desde Adelaida lleva hasta Alice Springs atravesando el Gran Outback. Estamos ahora en medio de un paisaje de colinas en las que aparecen incluso árboles, sorprendentes tras los miles de kilómetros de desierto. Poco a poco aparecen los montes Flinders en el horizonte, se pasa junto a la bahía de Spencer y por la cordillera de los Gawler hasta Port Pirie, donde ya es hora de bajarse de nuevo a dar una vuelta por una ciudad que parece sacada del salvaje Oeste.

A partir de aquí, el tren comienza a ascender entre colinas verdes de aire británico, salpicadas por bosques, pueblos, viejos puentes, estaciones de madera y jard nes en los que la gente juega al cricket.

Nos queda atravesar los montes Azules, la última barrera que nos separa de Sydney y del mar. Cruzaremos estos montes entre quebradas y torrentes, túneles y curvas con un magnífico escenario natural de fondo. Tras pasar los arrabales extensos que rodean Sydney, el tren entra lentamente en la terminal de esta ciudad, la más bella del Pacífico, tras sesenta y ocho horas de viaje panorámico.

Transcanadiense
Grandes paisajes del Atlántico al Pacífico

Moderno, de acero plateado, estilo años cincue ta…  así  es  el  Transcanadiense,  uno  de  los  tra yectos  míticos  para  los  amantes  de  los  grandes viajes en tren. Es uno de esos trenes en los que todos conviven mientras disfrutan del placer de los paisajes fugaces y panorámicos que se descubren por las ventanillas. Este tren es típico de los años anteriores a la aparición del transporte aéreo popular que sustituiría al tren en los inmensos trayectos transcontinentales. Su interior contrasta con su aséptico aspecto exterior y luce bronces bruñidos, cómodos sillones y cristalerías y cuberterías elegantes. Nada que envidiar al  Orient  Express  y  otros  trenes  históricos,  a los que supera en un aspecto: sus tres grandes coches panorámicos abovedados convierten la contemplación del paisaje en un placer casi cinematográfico. El llamado “Salón Bala”, por ejemplo, cuenta con amplios ventanales  y  con  una  cúpula  de  observación  muy  disputada  por  los pasajeros, sobre todo en ciertos tramos.

El viaje suele comenzar en Toronto pero es muy recomendable hacerlo un poco más atrás, en la costa Atlántica y concretamente  en  Halifax,  un  enclave  pesquero  que  nos  permite  conocer una de las caras más auténticas del país, la más amable y habitada, la de las costas atlánticas adornadas con pueblos de pescadores, y por supuesto la del Canadá francés, una sabia combinación
de la elegancia y la tradición europea y el espíritu joven y dinámico de

la nueva América.El Transcanadiense parte de Toronto entre bosques y lagos, ríos, pueblecitos y casas de fin de semana: estamos ante el Canadian Shield un paisaje agradable y levemente humanizado, cruzando las orillas septentrionales de los grandes lagos que se tardan en atravesar casi nueve horas. Al final está Sudbury, una ciudad minera dominada por una altísima chimenea que desvía muy lejos de allí los humos  sulfurosos  de  las  minas que  antes  caían  en  forma  de lluvia. Otro  de  los  puntos  significativos  del  recorrido  es  Sioux Lookout, ya dentro de los grandes bosques que dan paso a las praderas. Esta es sin duda el paisaje más típico de Canadá, con dimensiones poco familiares para los europeos. Para el viajero,  las  praderas  llegan  a ser aburridas, ya que se extienden monótonamente sobre miles de kilómetros por Manitoba y Saskatchewan. Pero una mirada atenta nos permite ver cómo la luz va cambiando y rizando los paisajes bajo el viento hasta crear una especie de mar relajante. Algunas granjas salpican la llanura. Son fáciles de distinguir por sus grandes silos de cereales pintados de rojo y ocre. Mientras el paisaje se desliza fuera, en el interior del tren la vida sigue, la gente se divierte, canta, entabla conversa- ciones y amistades y disfruta de la buena comida de a bordo elaborada cada día por un amplio equipo de cocineros.

El  tren  avanza  hacia  la  provincia  verde  y  ondulante  de  Alberta,  salpicada de ranchos donde pastan los grandes rebaños de ganado vacuno. Es el Far West  de  Canadá,  con  sus  cowboys  y  sus  indios,  que  aquí  pertenecen  a  la confederación  de  los  Pies  Negros.  Al  sur  quedan  los  sioux  y  al  norte  los Cree. Los indios canadienses no sufrieron tanto como los del oeste de Estados Unidos, pero también han visto limitada su vida nómada. Pasamos por Edmonton, capital de Alberta, una ciudad petrolífera, que centra su vida en el  West  Edmonton  Mall,  un  conjunto  de  cuatro  mil  tiendas  y  tenderetes, restaurantes, bandas de jazz, cines, espectáculos e incluso piscinas y pista de patinaje.

La siguiente parada es la estación invernal de Jasper, en las laderas de las Rocosas. Aquí bajan muchos pescadores y deportistas para disfrutar  del  Parque  Nacional  Jasper,  un  paraíso  para  el esquí, la pesca o el senderismo. El tren llega a Jasper a primera hora de la tarde y durante  una  hora  se  detiene  para  que los pasajeros hagan algunas compras. Nos queda todavía el tramo más espec- tacular del recorrido: el que atraviesa las Rocosas hasta Vancouver. No sólo hay lagos, montañas y bosques, sino incluso algún que otro oso muy cerca de las vías. Desde el coche-cúpula es todo un espectáculo el paso por el cañón Fraser, tallado a base de dinamita por miles de obreros chinos. Es un cañón formidable que se continua por el curso del Fraser arrastrando troncos hasta las modernas serrerías. Y por fin, Vancouver, una de las ciudades más bellas de la costa del Pacífico, llena de evocaciones históricas.

Transmongolicas
Atravesando el corazón de Asia Central

Los trenes míticos no tienen por qué ser lujosos.  Un  ejemplo  de  ello  es  el  Transmongolia  o  Transmongoliano,  que  atra- viesa los bosques de la taiga siberiana a lo largo de casi cuatro mil kilómetros. Es un viaje que nos lleva por un auténtico escenario de aventura, partiendo desde Pekín. El tren atraviesa cinco husos horarios y tarda un día y medio en alcanzar Ulan Bator, la capital de este enorme país interior que conoció sus tiempos de gloria con Gengis Khan, allá por el siglo XIII. Mongolia es uno de los pocos países menos turísticos del planeta, dominado por enormes y solitarios páramos que sus tribus recorren a caballo como los célebres jinetes de Gengis Khan que atemorizaron Asia y Europa durante decenios.

El Transmongoliano sigue la ruta de las antiguas caravanas del té que comenzaba en Pekín, cruzaba la zona oriental de Mongolia para después continuar hacia Moscú. También era éste el camino que seguían los correos imperiales a caballo, cambiando la cabalgadura en las postas. Cubrían esta distancia en cuarenta días. Este tren transmongoliano que hoy permite adentrarnos, más o menos cómodamente por el corazón de Asia, nació como un ramal del célebre Transiberiano. Su primer tramo, desde Zaudinsky (a 9 km de Ulande) hasta Naushki en la frontera de Mongolia, fue inaugurado en 1940, y cubría 280 kilómetros. Después seguiría hasta Ulan Bator, tramo que se completó en 1949 y hasta Pekín, atravesando el estrecho de Gobi, en 1956. En su construcción intervinieron chinos, soviéticos y mongoles, pero más de la mitad de su trayecto se encuentra en la República Popular de Mongolia y de ahí su nombre. Aunque no es un tren exclusivamente turístico, dos veces por semana incluye excursiones para los turistas.
El tren parte de Pekin por la mañana, atraviesa lentamente las llanuras de cereal al oeste de Pekin y cruza las montañas que han separado secularmente la China civilizada de la nómada y desconocida Mongolia, reforzadas por la Gran Muralla levantada para evitar las invasiones de los bárbaros y salvajes mongoles.

A pesar de todo, los mongoles invadieron china y fundaron dinastías en este país que luego serían sustituídas por otras llegadas del sur.

El tren se detiene brevemente en la estación de Qinglongqiao desde donde se puede atisbar la muralla antes de que el tren se introduzca en el túnel bajo la fortificación. Desde allí, el tren prosigue hacia el norte, camino de Zhangilakov, una ciudad de dos mil años de antigüedad situada en un tramo exterior de la Muralla y que fue la puerta de la ruta comercial entre Pekín y  Rusia.  El  tren  continúa  viaje,  siguiendo  el  curso  de  la  muralla,  hasta  la ciudad  carbonífera  de  Datong,  otro  lugar  estratégico,  esta  vez  en  el  lado interior de la muralla. A partir de aquí entramos en Mongolia Interior, una región autónoma que forma parte de China, en la que sólo el diez por ciento de sus veinte millones de habitantes son mongoles. Al anochecer hemos cru- zado ya todo este enorme territorio y estamos en Erlian, en la frontera con Mongolia Exterior.

Allí la paciencia se suele poner a prueba miembras se cambia de ancho de vía y durante unas horas hay que esperar en la estación mientras se hacen las operaciones ferroviarias. Cuando por fin se vuelve a bordo, se completan los trámites aduaneros y se recorren otros diez kilómetros hasta Dzamïn Udüd, la  frontera  mongola.  Por  la  noche,  el  tren  recorre  el  inmenso  desierto  de Gobi, poblado sobre todo por matorral, y el amanecer nos sorprende en los límites de la estepa. El restaurante a la hora del desayuno es otro, ahora mongol, que ha reemplazado al chino en la frontera. Las camareras lucen un modelo mongol, los refrescos tienen otras etiquetas y la carta es diferente, ahora con más carne y  menos  fideos.  Mirando  por  la  ventanilla  contemplamos  alguna  “gher” (tienda de los nómadas) y algún que otro jinete cabalgando por la estepa.

Casi a medio día llegamos a Ulan Bator, la antigua capital de Mongolia, desde donde el tren proseguirá su camino hacia el norte, a Siberia y después a Moscú.

Es el momento de adentrarse en la inmensidad de Mongolia, aunque más allá del trazado del transmongoliano no parece haber nada. El país es tres veces más grande de España, pero a simple vista no hay carreteras, no hay pueblos, no hay nada… o casi nada. Por eso es difícil imaginarse que aquí es- tuvo en otros tiempos el centro del mundo, desde 1211 hasta 1227, cuando Gengis Kan, como jefe de las tribus mongolas, atemorizó el mundo llegando su terrorífica fama a lugares tan remotos como Escandinavia, Egipto o Borneo. Pese al terror que impusieron los mongoles apenas han de- jado huellas de su presencia.

Desde Ulan Bator hay posibilidades de adentrarse a caba- llo o en todo terreno por la inmensa estepa para conocer la  forma  de  vida  de  los  nómadas  que  aún  viven  del pastoreo de su ganado de ovejas, cabras, caballos y camellos. Tras el paseo, el ferrocarril es casi un refugio de seguridad. El tren prosigue rumbo a Moscú, pasando por las ciudades mongolas de Darhan y Sühbaatar y cruza la frontera rusa por Naushki.

A partir aquí se extiende Siberia y el tren cruza paisajes, pueblos y estaciones hasta alcanzar la estación de Moscú. Son cuatro días de trayecto en los que da tiempo a entablar amistades, tan fugaces como los paisajes que desfilan por las ventanillas del tren.

Espacial Zambeeze
El tren de Cecil Rhodes

El tren victoriano que recorre Zimbabwe es el resto del sueño romántico del siglo XIX: el de Africa colonial dominada por las grandes potencias del mundo occidental, tal y como lo soñó Cecil John Rhodes, el padre de Rodhesia, hoy Zimbabwe. El ferrocarril es parte de lo que queda del proyectado e inacabado ferrocarril entre El Cabo y el Cairo, una excentricidad megalómana propia de la época colonial en el Oriente africano.

Su construcción es una historia llena de aventuras y anécdotas, ya que no fueron pocas las dificultades a las que se enfrentaron sus constructores, incluyendo los ataques de las hormigas que devoraban las travesías o el choque con elefantes. El tramo que ahora se puede recorrer se terminó a finales del siglo XIX y nunca llegó a cumplir su objetivo de llevar las mercancías desde el sur del continente hasta El Cairo. El primer tramo se realizó desde El Cabo a Kimberley en 1887, coincidiendo con el descubrimiento de las minas de diamantes. Esto fue lo que animó a Rhodes a buscar nuevas riquezas en nuevas tierras. Pronto el  ferrocarril cruzaba las arenas del Kalahari, en la zona oriental de Botswana, antes de meterse en Zimbabwe. Hoy ya no se puede hacer todo el viaje desde El Cabo hasta las cataratas Victoria, pero sí completar el recorrido cambiando de tren en las fronteras entre Sudáfrica, Botswana y Zimbabwe.

Este tren, convertido en el Especial Zambezee   (Zambezi Special) es un auténtico safari ferroviario a vapor, tal y como está concebido desde los años ochenta. Se puede viajar en la plataforma de la locomotora o cenar en el pa- tio de maniobras o comer mientras la carbonilla se va depositando   sobre la comida. Pero sobre todo, el Especial Zambezee recrea el ambiente de los años veinte en compartimentos de lujo mientras el tren va desde Bulawayo hasta las cataratas Victoria. Hay dos clases claramente diferenciadas: primera y segunda, con sus respectivos coches cama, y una tercera clase en la que los pasajeros duermen en bancos de madera. Está lleno de gentes que comercian entre Botswana y Zimbabwe.

En Bulawayo, la estación está llena de gente que intenta subirse al tren. Cuando la locomotora deja la estación, los rascacielos de la ciudad van quedando atrás, mientras se alinean por las ventanillas los barrios modestos con sus luces mortecinas. El tren traza una línea recta que pasa por el valle de Gwaii, un lugar de granjeros que está siendo abandonada poco a poco. Está ya muy próximo el parque nacional y lo advertimos por los apeaderos con nombres de animales: Isilwana (león), Ingwe (leopardo), etc. No podemos verlos pero los imaginamos más allá de las líneas del tren.

Aquí comienza uno de los tramos más atractivos para los aficionados a los trenes de vapor: son ciento doce kilómetros desde Gwaii hasta Dete, una recta impresionante que deja hacia el sur el Parque Nacional de Hwange, la mejor reserva de fauna de Zimbabwe. Toda la zona noroccidental del país está llena de cotos de caza, campamentos privados y áreas de safari y por supuesto, de los animales más representativos de la fauna africana.

Desde Dete hasta Hwange Town el tren atraviesa una región accidentada cubierta por monte bajo. Hwange Town es el centro de la zona de los safaris pero también un área de minas carboníferas que atrajo a la línea de ferrocarril. Amanece cuando ya estamos cerca de Matetsi, en un paisaje muy diferente al del día anterior. Estamos ahora en la sabana, junto a los bosques de teca. Es posible incluso ver animales, aunque es casi imposible ver a los leones, los reyes de la selva que sin embargo viven aquí.

Por fin, unas horas después, el tren llega a las cataratas Victoria. La estación consiste en un amplio edificio de estilo eduardiano sombreado con flamboyanes, palmeras y lilas. Es una entrada espectacular que conduce directamente al elegante hotel Zimbabwe y desde allí, atravesando vestíbulos y jardines, llegamos por fin a la gran maravilla natural de Africa: las cataratas, un rugido espectacular del río Zambezee cayendo a plomo sobre un abismo de cien metros. La nube de vapor que provoca hizo que los nativos conocieran el lugar como “el humo que truena”. Un sendero conduce a lo largo de sucesivas cata- ratas hasta el puente de ferrocarril que une Zimbabwe con Zambia, una ele- gante estructura que se terminó de construir en 1905 por orden de Rhodes, quien, sin embargo, no llegó a cruzar nunca su espectacular obra. El  hombre que dio nombre a la nostálgica Rhodesia murió en El Cabo en 1902 y el ferrocarril trasladó su cuerpo hacia el norte pero sólo hasta Bulawayo. Desde allí fue trasladado hasta las colinas de Mapoto que él mismo había escogido para ser enterrado.

El Eastern & Oriental Express
Un viaje por el Sudeste asiático al estilo colonial

El puente sobre el río Kwai es una referencia imprescindible para los cinéfilos, pero es un puente real, que hoy presenta un aspecto muy diferente al de la película. Atravesarlo, sin embargo, tiene la misma emoción y se puede hacer en uno de los más lujosos trenes del mundo: el Eastern & Oriental Express, gemelo asiático del mítico Vencia Simplon Orient Express. Es un tren casi literario, que revive otras épocas de esplendor colonial y que ha sido creado para que viajar por la Península Malaya sea un auténtico placer.

El tren parte de Bangkok y llega a Singapur, atravesando la larga península que ha sido escenario de numerosas epopeyas, entre ellas la de la colonización de los europeos y la independencia de estos países. Thailandia, Singapur y Malasia son tres países unidos por una geografía, por la historia y también por una línea de ferrocarril que ha trasladado personas, mercancías e ideas de norte a sur.

Cuando el Eastern & Oriental Express sale de la estación de Bangkok, desfilan ante la ventanilla los tristes “klongs” de las afueras de la ciudad, la residencia del rey y finalmente, los arrozales que se despliegan a modo de tapiz de un verde intenso y húmedo. En el interior del tren los viajeros se acomodan en un ambiente de elegancia y confort que evoca el glamour de aquellos viejos tiempos coloniales del Sudeste Asiático. En su vagón restaurante, el tranqueteo es casi imperceptible gracias a las maderas nobles que lo recubren y la luz de unas pequeñas lámparas ilumina tenuemente cada mesa cuando en el exterior comienza a anochecer. Uno de los mejores rincones del tren, junto con el bar- restaurante, es el vagón panorámico, con una gran terraza cubierta y abierta por los lados, para poder disfrutar plenamente de las vistas, los perfumes y los sonidos.

El Orient & Eastern Express es mucho más que un tren: es la forma más lujosa y exquisita de recorrer un camino que despliega, desde Bangkok hasta Singapur, más de dos mil kilómetros de paisajes diferentes y algunas de las ciudades más célebres de la península malaya. El punto final del trayecto está en Singapur, pero antes hay que recorrer de norte a sur la península atravesando Thai- landia y Malaysia pasando por las ciudades de Kanchanaburi, Hua Hin, donde se puede una parada para hacer una excursión por el río, cruzando el célebre puente sobre el Río Kwai, donde los pasajeros desembarcan para tomar una foto del tren en el puente.

Pasa después el tren por Pandang Bessar, en la frontera entre Malasia y Tailandia, por la isla de Penang, por Butterworth, el lago Bukit Merah, Kuala Lumpur y por fin Singapur. El tren no hace mucho que comenzó a hacer este trayecto evocador de aquellos otros que Thomas Cook en Berkeley Street, Londres, recomendaba a sus viajeros a finales de siglo: “Viajar en el expresso internacional entre Singapore y Bangkok, con excelentes coches restaurantes, salones durante el día, y coches cama comparables muy favorablemente con los servicios en Europa y América”. El Eastern & Oriental Express fue el primer tren de pasajeros entre Singapur y Kuala Lumpur hasta Bangkok que desde
1991 ha permitido realizar el recorrido completo de casi dos mil kilómetros, sin tener que cambiar de tren en Butterworth, en la frontera. Otra opción es hacer el recorrido en alguno de los trenes normales que siguen la misma línea ferroviaria, cambiando de tren en la frontera.

La historia de este tren es un poco la historia de la presencia occidental en la península malaya, allá por la última mitad del siglo XIX, cuando Malasia estaba bajo administración británica mientras que Tailandia continuaba siendo el reino de Siam, independiente, con sus propios monarcas y protegida de influencias exteriores. En ambos países, la llegada del tren supuso la modernización del país y una forma de extender el control del gobierno. El tren era utilizado por la familia real thailandesa para ir hasta su palacio de verano de Hua Hin y por los oficiales británicos y los plantadores de caucho en Malasia, que viajaban hasta sus complejos de vacaciones en Penang y en las tierras altas de Cameron.

Apenas se aprecia el paso por la frontera de Malasia porque continúan las amplias plantaciones de cocoteros, palmeras y plantas de caucho que cubren el estado de Kadah hasta llegar de nuevo a uno de los centros turísticos más visitados del Sudeste Asiático, la isla de Penang, que fue el primero de los asentamientos británicos en Malasia. Desde Penang hasta Kuala Lumpur, el tren atraviesa el estado de Perak, lleno de plantaciones, lagos y zonas mineras. Por fin, llega a la capital malaya, Kuala Lumpur, todo un alarde de modernidad y urbanismo ecléctico, que contrasta con los tradicionales estados circundantes que la separan de Singapur, como Johor, con sus plantaciones de palmeras y sus poblados típicos.

En el interior del tren, los días pasan casi sin darse cuenta, entre magníficas comidas y cenas, lujos ya perdidos en Europa y magníficos paisajes que des- filan ante nuestras miradas: pagodas doradas, campesinos en los campos de arroz dispuestos en terrazas inundadas que reflejan el cielo, mercados llenos de sedas luminosas y una jungla de intenso color esmeralda que nos invita a imaginar aventuras dignas del mismísimo Sandokan.