Desiertos más o menos desiertos

Desiertos más o menos desiertos desiertos hay muchos, desde los estrictamente geográficos, hasta los humanos, los espirituales o los desiertos figurados. El geógrafo Eduardo Martínez de Pisón nos descubre las geografías del desierto, desde las diferentes acepciones de esta palabra en el lenguaje cotidiano y científico, pasando por los paisajes del desierto (diversos y dispares), hasta las paradojas del desierto como cultura, que tiene como referencia esencial el elemento del que carece: el agua. Un viaje por los grandes paisajes desérticos de la Tierra y del espíritu.

Según la Real Academia Española, “desierto”, se refiere primero a lo que está despoblado, solo o inhabitado.

Puede ser una selva, por tanto, o un altiplano gélido o la cumbre de una montaña o las regiones polares o los mismos mares. O una calle, un parque, una casa que están o se han quedado vacíos, es decir, desiertos. El desierto es, pues, ante todo, un lugar sin gente. Y, en concreto, además, claro está, también según la RAE, lo que solemos llamar tácitamente con ese nombre en el lenguaje común y en el geográfico: un terreno seco, calificado por su intensa aridez, un “territorio arenoso o pedregoso, que por la falta casi total de lluvias carece de vegetación o la tiene muy escasa”.

 

LA NOSTALGIA DEL DESIERTO

También hay otros terrenos de escasa vegetación que no requieren ser áridos ni tropicales, por su latitud y altitud, su frío, su viento, su cobertura nival, glaciar o acuática. Son desiertos, pues, en cierto modo, y en otros sentidos no son lo que pensamos cuando pronunciamos esa palabra en el lenguaje común. Y hay lugares desérticos en sentido climático estricto donde el paso de un río produce unas vegas feraces y unos sotos frondosos, sin necesidad de lluvias. Pero además, por derivación, estar o quedar “desierto” puede también significar un premio o un concurso sin ganador, o una plaza de trabajo sin concesionario, o una subasta sin adjudicatario. Y, cuando nadie te escucha o cuando no te hacen caso se dirá figuradamente que es clamar o predicar en el desierto (vox clamantis in deserto).

Hay, por todo ello, desiertos humanos, desiertos físicos, desiertos geográficos por antonomasia y desiertos figurados. Hay además algunas acepciones usuales equívocas: cuando se dice que una región se “desertiza”, la primera referencia es que se despuebla; y cuando se escribe que se “desertifica” se trata de que, en dependencia de causas naturales y antrópicas, su vegetación retrocede sensiblemente o su suelo pierde, por erosión o transformación,  capacidad biológica, o se aridifican sus condiciones. También se usa “desertización” con un significado climático como cambio hacia la aridificación.

No obstante, ambos términos suelen manejarse con cierta indefinición y con ambiguos trasvases de significados. Hay un libro de López Bermúdez titulado con precisión: Erosión y desertificación, heridas de la Tierra. La desertificación es un riesgo, una crisis ambiental hacia la degradación de los sistemas naturales. Una ruptura de equilibrio, en lo natural y en la relación del hombre con su medio. El desierto, entonces, se sobrentiende como un enemigo.

Y además hay, con concepto muy distinto, desiertos espirituales.

No me refiero a la metáfora de “desierto intelectual”, por ejemplo (también “páramo”), para indicar la carencia o la escasez de vida cultural, sino a lugares alejados o simplemente apartados del poblamiento humano que, por su soledad, se ven como idóneos para una vida de retiro, contemplación y oración en la práctica religiosa. Lo mismo da que sean como el pedregoso desierto oriental egipcio, bien estricto, donde se aisló de modo ejemplar el asceta ermitaño San Antonio hacia los siglos III y IV, o como las arboladas Batuecas, en cuyo Santo Desierto de San José se instalaron los carmelitas. El también carmelita Desierto de Las Palmas es hoy particularmente activo en la propagación de la espiritualidad de este tipo de desierto mediante la experiencia religiosa del retiro monástico. Entre sus reflexiones institucionales se extrae aquella del desierto como una metáfora de significados contradictorios. Lo es cualquier lugar solitario y de naturaleza fuerte, pero especialmente lo será el desierto por excelencia, amplio espacio en la frontera entre la vida y el vacío: el desierto del pozo y la sed, del agua y la sequedad, del oasis y su espejismo, el del suelo duro e inerte y de la arena móvil. De la condición cósmica del ambiente, de la exigencia para la resistencia de la vida, de la maestría para la supervivencia, del horizonte siempre repetido, fugitivo e inalcanzable, del silencio y la belleza del paisaje, se derivan lecciones no sólo para el conocimiento sino para la experiencia espiritual. Es el desierto que acoge al asceta para la meditación y el rechazo de las tentaciones. Pero no hace falta incluso tal escenario: un prior del monasterio de Las Palmas escribía que el “desierto”, sólo entendido como retiro, es ya una experiencia de trascendencia en la soledad y la contemplación.

El desierto es, pues, terreno de enseñanza. Aprender de las soledades y del silencio. Théodore Monod pensaba que la experiencia del desierto educaba en los valores esenciales del territorio mudo, la resistencia, la sabiduría, el desprendimiento, el sentido de la belleza, la vinculación al paisaje. “El desierto es un educador severo que no deja pasar debilidad alguna”. “Regresaré”, añadía tras cada retorno. “El desierto es siempre nostalgia del desierto”. “El desierto ahora es un amigo”.

 

EL AGUA PERDIDA

En el cuaderno de notas del viaje a Zerzura por el desierto occidental de Egipto, que hicimos en el año 2004, tengo escrito que, más allá de la monotonía de pedregales, arenales, llanos y colinas al suroeste de El Cairo, el paisaje se abre entre cerros de gran belleza, ocres, blanquecinos, luego oscuros y finalmente blancos. En ellos los oasis esparcidos concentran a los hombres, particularmente a los mercaderes, entre soledades. Los oasis son paisajes constreñidos al agua, son sus frutos, y los barrancos secos incitan a imaginarlos cuando por ellos corrieran los ríos. El oasis, que es ahora lo limitado y forma en el mapa puntos aislados, hace que me pregunte: ¿se extendería antaño formando redes en estos espacios?

Más allá de Dajla (Dakhla en los mapas), hasta donde llegó Roma con sus vías, canales, arquitecturas y cultivos, termina la vieja historia y empieza la exploración. Aquí comienza un viaje a un lugar luminoso que no existe, que tal vez desapareció hace tiempo con el agua que lo posibilitó o que nunca fue realidad. Un viaje al mito del agua perdida en el oasis del pájaro “zerzur”, el vergel que sólo pervive en una borrosa memoria. El lugar oculto del que procedían gentes desconocidas y ganados en pleno desierto, la fuente donde abrevaban las caravanas. Los exploradores del siglo pasado encontraron barrancos con huellas recientes del paso de agua y cuevas con pinturas de cascadas, de ríos, de tribus, de nadadores, de reses y de fauna propia de riberas. Las leyendas fabulosas del oasis petrificado y de la ciudad resplandeciente acabaron remitiendo a la constatación de un cambio de clima y a la consiguiente pérdida de la clave vital, el agua. Las variables cadencias de la geografía, que en otras partes más benignas dan matices a la vida, están aquí en el umbral de la supervivencia.

Los mitos recuerdan con bellos relatos lo que los arqueólogos concretan en los pluviales norteafricanos y en las culturas neolíticas. La sensación es similar a la que produce la recuperación de la historia espectacular que desvelan las excavaciones de las ciudades enterradas y olvidadas en la asiática cuenca del Tarim, y con ellas el extraordinario trajinar de la antigua Ruta de la Seda. Algunos expertos en el arte rupestre sahariano remiten a viejas representaciones de faunas necesitadas incluso de agua abundante, como las de hipopótamos y elefantes, y a otras más modernas con menos exigencias, como las de jirafas, pero aún dependientes de tal clave. En razón de estos datos se ha hablado de una fase climática húmeda (“óptimo neolítico”) y de una evolución posterior de creciente sequía. El arte relativamente reciente acantonado con esas figuras en las mesetas y Gilf Kebir, desierto occidental de Egipto.

“Théodore Monod pensaba que la experiencia del desierto educaba en los valores esenciales del territorio mudo, la resistencia, la sabiduría, el desprendimiento, el sentido de la belleza, la vinculación al paisaje. “

Las montañas se explicaría como una prolongación local en ellas del “óptimo húmedo”, que fue más generalizado, por una inercia hídrica al mantenerse en su seno geológico una reserva freática y al introducir, por sus relieves y altitudes, variantes climáticas al ambiente general. La sucesión de hipopótamos, jirafas y dromedarios es, pues, la historia de tal desecación y también, en lo que le corresponda, la de su cultura. La montaña, como siempre, es el último refugio y, en ella, hoy, en el centro de una de las regiones más secas de la Tierra, las últimas acacias del valle del Gilf El Kebir o del Djebel Uwainat son un tesoro heredado en el desierto, la realidad tangible de la leyenda del agua perdida.

La historia climática del Sahara, por su amplitud, continentalidad y posición tropical, es, pues, bastante expresiva del carácter fluctuante del desierto. En una síntesis realizada por el profesor C. Criado se destacan desde el Pleistoceno inferior condiciones más húmedas que las actuales antes de los dos millones y medio de años, con sus favorables consecuencias hídricas y biogeográficas. A partir de entonces aparecieron episodios alternantes secos y húmedos.

En parte, los primeros parecen asociados a los periodos glaciares cuaternarios y los segundos a los interglaciares, aunque la tendencia reciente y actual a la aridez contradice esta correlación. En dicha alternancia pueden señalarse la fase húmeda de hace 350.000 años, la seca anterior a 125.000, y la que torna nuevamente a húmeda inmediatamente después, con fuentes, lagos y ríos, elefantes, rinocerontes e hipopótamos. Pero la aridez regresa en un ambiente más frío, ventoso y polvoriento hace 70.000 años, con reaparición de los rasgos desérticos hasta el final de la última gran glaciación en las regiones donde ésta pudo desarrollarse, desorganizando el avance de las dunas las anteriores redes hidrográficas. Sin embargo, aún hay fases húmedas o pluviales, por ejemplo entre hace 11.000 y 7.000 años, con nuevos lagos y ríos y con la fauna ya señalada, más otros animales propios del agua, como los cocodrilos. Siguieron los episodios, cada vez más contrastados con los pluviales, de aridez y despoblamiento crecientes, aunque con alguna inestabilidad, como fue una mayor pluviosidad en la fase histórica moderna conocida como Pequeña Edad del Hielo.

En fin, en este planeta, pese a las apariencias, no hay seguridad ni en la permanencia del desierto. No obstante, en tal desierto, el seco, por ser el lugar de la sed, la referencia esencial, aunque parezca paradójico, es el agua. La fuente, por ser excepcional, organiza desde su localidad extensos territorios vacíos y los itinerarios que los atraviesan, y el agua perdida en los tiempos abastece a los inmensos arenales de mitos sin caducidad. El hombre del desierto, sin haber cambiado drásticamente de lugar, no procede del desierto sino que se ha adaptado a él. Procede del lago y del río que le precedieron.

 

HAY DESIERTOS Y DESIERTOS

Sin volver a lo ya dicho, aunque sigamos ateniéndonos en el fondo a la diversidad de significados del término, también es cierto que, incluso ciñéndonos a los desiertos propios de la extrema aridez, las diferencias de paisajes son abundantes.

En el Sahara, por ejemplo, arenales con dunas, canturrales, plataformas pedregosas, mesas, montañas, desfiladeros, restos volcánicos, depresiones cerradas, valles secos, planicies, con cambios hacia sus bordes y con indicadores vegetales tornadizos. Por mencionar un contraste en lugar y en tipos, en el seco territorio iraní residen además paisajes como las misteriosas ciudades de piedra, que se asemejan a construcciones humanas de barro, abandonadas, entendidas popularmente como “ruinas” hoy perdidas en lo inhabitable, pero donde se habría residido en tiempos míticos, abiertas en realidad por el viento arenoso que da a los diversos estratos apariencias de casas de pisos, habitaciones sin tabiques y torres, cuyas figuras aparecen indefinidas en la atmósfera polvorienta y desenfocadas en el aire cálido del desierto. En otros lugares están, naturalmente, los mares de dunas, y en otro aun los “kawires”, acumulaciones pantanosas y estériles de lodos de costras salinas que quizá son el peor de todos los desiertos.

Alfons Gabriel distinguía entre desiertos moderados y extremados, o normales y superdesiertos, o grises y ocres, y entre desiertos de montaña y desiertos de planicie, a modo de “desiertos de roca, arena, arcilla, sal”, montañosos y tabulares. En el primer caso se suele partir de la cuantía y tipo de precipitaciones, pero también hay que introducir otros índices, como el de evaporación, que consume agua del suelo, o el del papel mecánico del viento y el de los tipos de escorrentías ocasionales y la acción química de la humedad, insistiendo además en el papel del agua como violento agente conformador del relieve, pese a su escasez. En el segundo caso, las montañas dan variedad local al desierto regional con sus divisorias, valles, roquedos, estratos, derrubios, mientras las planicies son el dominio del viento libre con áreas de dispersión y de acumulación de arenas. Pero de esta clasificación morfológica sencilla no se desprende la gran diversidad geográfica de los desiertos de las distintas partes del mundo. El desierto es un ambiente completo, un paisaje, una cultura.

Las tierras áridas (hiperáridas, áridas y semiáridas) del globo terrestre no alcanzan el diez por ciento de su superficie, repartidas en casi sesenta regiones, de tendencia aproximadamente meridiana en el oeste e interior de América y en el sur de África, y de extensión en banda paralela en África del Norte, algo de Europa, Oriente Medio, Asia y Australia, en su mayor parte como una franja casi desarbolada que separa los ámbitos teóricos de los bosques templados del norte de los bosques tropicales del sur. Los conjuntos mayores pertenecen así a amplias extensiones de África y Asia, correspondientes a una zonación climática latitudinalmente bien definida. Pero la zona muy estrictamente desértica significaría sólo el 7’5 por ciento de tales territorios. Luego, cada desierto es un lugar preciso y manifiesta su personalidad geográfica, con nombre propio: Atacama, Valle de la Muerte, Mohave, Sonora, Gila, Karroo, Namib, Kalahari, Victoria, Sahara (Adrar, Hoggar, Tassili, Tanezrouft, Tibesti, Líbico, del Nilo, de Nubia, Río de Oro…), Arabia, Mar Muerto, Neguev, Sirio, Lut, Kawir, Karakum, Taklamakán, Gobi, y tantos más que no caben en esta introducción, pero que sólo con leer su nombre convocan los espíritus de los grandes paisajes de la Tierra. Entonces, al conjuro, el geógrafo ha de tener preparado ya su equipaje para atravesar lo que este planeta tiene más rigurosamente de verdadero planeta, como son uno y otro los mejores que giran y giran enseñando tenazmente geometría alrededor del mismo sol. Los desiertos son paisajes de aquí que pueden competir, a su estilo, con los lejanos y variados que intuíamos y que sólo hace muy poco nos han empezado a enseñar sin fantasía a los terrestres Spirit y sus valientes compañeros: la familia desolada de los desiertos inagotables de nuestro sistema en el Cosmos.

 

TEXTO: Eduardo Martínez de Pisón