Texto: Lola Escudero

Boletín 78 – Sociedad Geográfica Española

Viajeros ilustrados. El viaje de España.

Maria Josefa de Pimentel fue la gran figura femenina del siglo XVIII en España. Inteligente, fiel a sus amigos y dotada de una gran curiosidad científica y artística que conservó hasta su muerte, a los 83 años, esta aristócrata retratada por Goya, fue una fiel exponente de su época. Mecenas de grandes artistas, anfitriona del salón más famoso de la ilustración madrileña, la Duquesa de Osuna fue protagonista indiscutible de un momento en el que España soñaba con ponerse al nivel de Europa. Viajó en contadas ocasiones y siempre forzada por las circunstancias (las mujeres españolas todavía no se habían incorporado a la moda del Gran Tour o los viajes románticos), pero dejó numerosas cartas y diarios en los que podemos seguir los pormenores de aquellos desplazamientos, no siempre felices.

Celebrity, influencer, famosa… así llamarían en nuestros tiempos a la IX Duquesa de Osuna, Maria Josefa de Pimentel, una mujer singular que vivió a caballo de los siglos XVIII y XIX y que representó a las mujeres españolas más avanzadas del llamado Siglo de las Luces. Fue probablemente la dama más interesante y sofisticada del Madrid de su época, anfitriona de tertulias y veladas literarias o musicales en las que reunía a lo mejor de la sociedad madrileña. A ella se deben también algunos avances de su época en los cuidados de los niños, como la vacunación de la viruela o mejoras en la lactancia, a través de la Junta de Damas, de la que fue presidenta e impulsora.

La Duquesa de Osuna fue además una gran coleccionista de arte, mecenas de Goya y de otros artistas y creadora de la primera biblioteca pública en la ciudad: su propia colección de más de 60.000 libros. En su palacio del Capricho, a las afueras de Madrid, creó un pequeño paraíso para recreo de los nobles, un divertiment que se hacía eco de las ideas ilustradas y de los sueños reformistas de una sociedad que aspiraba a reflejar las costumbres nobiliarias y la vida social de otras cortes europeas más avanzadas.

La Duquesa solo se alejaría de la corte en dos ocasiones: la primera, para seguir a su marido a Menorca y a París, y la segunda, cuando el ejército de Napoleón invadió España y se fue a vivir a Cádiz. No escribió diarios de viaje, pero sí abundantes cartas a amigos, intelectuales de la época y administradores, en las que daba puntual noticia de cuanto acontecía o encontraba en el camino.

LA DUQUESA DE OSUNA, ARQUETIPO DE LA MUJER ILUSTRADA

La visita al parque de El Capricho, en el madrileño barrio de la Alameda de Osuna, es la mejor forma de acercarnos, doscientos años después, a una época y a este personaje extraordinario: la IX duquesa consorte de Osuna, también XII Duquesa de Benavente y poseedora de otros veintitantos títulos por derecho propio, María Josefa de la Soledad Alfonso-Pimentel y Téllez-Girón. Este palacio y su correspondiente jardín fueron construidos entre 1789 y 1839 bajo las indicaciones de la propia duquesa en el noroeste de Madrid, como una finca de recreo para la familia, lugar de encuentro para aristócratas, intelectuales y artistas de la época. Allí se daban cita artistas como Goya, músicos como el compositor Boccherini, toreros, escritores, intelectuales o botánicos, y allí se debatieron las ideas más ilustradas y modernas de su tiempo. El abandono posterior del parque y sobre todo, del palacio, no hacen posible recrear plenamente lo que fue en su época, pero aún así, lo restaurado hasta el momento, en espera de que se culmine el proyecto de convertirlo en Museo de la Ilustración, nos permite hacernos una idea del espíritu de una mujer que, entre otras cosas, fue la primera en ingresar en la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País o en introducir los biberones en España.

En el Palacio se debatían ideas, mientras en el jardín se disfrutaban las tendencias de la época entre la alta sociedad, como las pequeñas construcciones “caprichosas” o “folies” que, siguiendo las modas del momento, fue incorporando la propietaria: la ermita, la Casa de la Vieja, el embarcadero, la isla, el fortín, el templete o el abejero, este último levantado para ver, a través de una cristalera, cómo trabajaban las abejas. El jardín se concibió como un teatro: para que todas esas piezas se fueran entrelazando y los visitantes se sorprendieran con su descubrimiento. Desde la entrada —donde aparecía el nombre con el que la duquesa bautizó su propiedad: El Capricho—, la aristocracia caminaba como si estuviera saltando de un cuadro bucólico a otro. De El columpio de Jean-Honoré Fragonard al de Goya, este último, por cierto, comprado por la duquesa. La relación entre el pintor y la familia de Osuna fue muy estrecha: la duquesa le encargó para la decoración del palacio, además del famoso retrato familiar, La gallina ciega, El conjuro y La merienda campestre. Y más tarde, los famosos y controvertidos cuadros de brujas.

Josefa Pimentel por Goya

EL VIAJE A MENORCA Y BARCELONA

El matrimonio de los duques fue de conveniencia, como era habitual en la época, pero resultó una unión feliz y respetuosa. Como era su obligación de noble, tuvo múltiples embarazos y también sufrió la pérdida de muchos de sus hijos de pocos meses o años, pero esto no le impidió ser una mujer fuertemente comprometida y con una intensa vida social y cultural, y acompañar a su marido cuando le fue posible. Como en 1782, cuando se le encarga al Duque de Osuna la defensa de Menorca, en manos de los ingleses desde hacía setenta y cuatro años. Mientras que él está en la isla, la duquesa sigue sola desde Madrid los avatares de la guerra, concentrada en la complicada administración del patrimonio y de la casa y empeñada en ser madre. En estos difíciles años con partos y sobrepartos, el duque, que ve en la amargura que está cayendo su esposa, la anima a viajar y a reunirse con él en Menorca.

En julio de 1782 se pone en marcha con una etapa hasta Barcelona, donde se aloja en la fonda de un hostelero aprovechado: se queja por escrito a sus amistades de la codicia del hostelero que cobraba cuatro reales de vellón por una botella de rosali de ratafía y del gasto del brasero que se cobraba aparte de la habitación. En Barcelona embarca hacia Menorca en una fragata maltesa que tardaría seis interminables días, en lugar que las 24 horas que tardaba un jabeque correo en hacer la misma travesía. Le da miedo el posible mareo, pero en el último momento, está tan desesperada, que se pasa de la fragata a un barco más ligero para poder llegar a Menorca cuanto antes.

Menorca la decepciona: la isla está destrozada por la reciente guerra y no encuentra allí los lujos y comodidades a las que está acostumbrada. Además, la vida en el fuerte donde está su marido resulta incómoda y monótona. Solo le salvan de la monotonía de la situación en la isla los cuidados de su marido y el trato afable de sus compañeros.

Por fin, a finales del 1782, son trasladados a Barcelona. En una travesía llena de peligros, en invierno y con el mar agitado, María Josefa no deja de rezar a la Virgen del Pilar. En enero ya están instalados en una casa de la calle San Pedro. Su llegada a la ciudad condal fue ampliamente celebrada en los periódicos de la época, como lo describe la condesa de Yebes en su libro sobre la condesa de Benavente. María Josefa destaca socialmente en esta ciudad próspera y en la que ya se va creando una cierta burguesía al calor del puerto: acude al teatro, a las vigilias y novenas y a todas las recepciones a las que le invitan con frecuencia. Por fin, un nuevo embarazo cambia las cosas y su ánimo, pero su esposo, dados los antecedentes, decide evitar el calor del verano barcelonés y la deja instalada en la casa de campo de un funcionario amigo, donde podrá disfrutar de jornadas de campo, lectura y tranquilidad. Allí lee a su querido amigo Iriarte o los versos de Meléndez, tan de moda entonces, o la admirada Ars Poética de Horacio.

En Barcelona da a luz a su primogénita Josefa Manuela y poco más tarde madre e hija vuelven, solas, a Madrid, mientras Pedro se queda en Barcelona. En los años sucesivos tendrá más hijos y se dedicará a ser una excelente madre. Alejándose de lo habitual en otras aristócratas de la época, empleó modernas técnicas de higiene con los niños, se esforzó en darles una esmerada educación con los mejores profesores, sobre todo de Bellas Artes y en todos sus viajes se hacía acompañar por sus hijos, que siempre le profesaron admiración y cariño.

Jean François de Troy – La lectura de Molière 1730

RUMBO A PARÍS

En 1798, Carlos IV (en realidad Godoy y Maria Luisa de Parma) envían (más bien destierran) a los Osuna como embajadores a Viena. Era un viaje complicado porque debían atravesar Francia con todos sus hijos y un importante séquito, un periplo entonces peligroso para el que era indispensable obtener un visado que estuvo a punto de no concederse porque corrieron rumores en París de que el futuro embajador había protegido a nobles franceses huidos de la Revolución. Aunque su destino final era Viena, los azares del destino convirtieron la pausa en la capital gala en una larga estancia de un año con regreso directo a España.

La duquesa relataría aquel viaje en cartas a su administrador y a sus amigos, con todo lujo de detalles de lo que ve y le llama la atención: un puente roto en el camino que debió sortear el carruaje, malas carreteras francesas con sus innumerables portazgos y las posadas que llegaban a costar hasta ochocientos reales diarios excluyendo los desayunos y la cebada para los animales. Aunque también habrá momentos agradables en el relato, como una tarde en la ópera de Burdeos. La descripción del viaje es una instantánea de cómo se viajaba en la época, en trayectos a veces intransitables que en ocasiones obligaban a salir de los carruajes y seguir un rato a pie. Y no solo en España. María Josefa, con su fuerte sentido patriótico, comenta “…habiendo pasado caminos horribles que por fortuna no son de España”.

Finalmente, el 5 de marzo, tras un penoso mes y siete días de viaje, llegaron extenuados a París, instalándose con todo boato en la residencia que los duques del Infantado tenían en París, una residencia que terminaría en manos de Talleyrand. París era en aquellos años un hervidero humano de toda clase de personajes singulares, de pícaros desencantados de la Revolución, de corruptos jacobinos y de españoles exiliados como Cabarrús y su hija. Este ilustrado de origen francés, había ocupado importantes cargos en la España de Carlos IV como consejero de Estado y Director de Banco Nacional de San Carlos, pero sus ideas marcadamente enciclopedistas le habían llevado a la cárcel y al destierro. Su hija Teresa era una joven muy inteligente que dominaba el francés, el italiano y el latín cuando llegó a París. Famosa por su belleza, se casó con el marqués de Fontenay en 1788 abriendo un importante salón donde recibió a los representantes de las nuevas ideas. La Cabarrús sería uno de los apoyos más importantes de la Duquesa en su estancia parisina. Instalados en París, los Osuna aprovecharon para visitar monumentos, encargar retratos y comprar libros. Cuenta María Josefa: «…estuvimos en Versalles antes de ayer y solo puedo decir que necesita muchos días aquello, para enterarse de su magnificencia. Somos muy pequeños ahí, y esto respira grandeza». También comentaba emocionada las nuevas máquinas que descubre en sus paseos por la ciudad, como la estenotipia inventada por la imprenta Didot, que facilitaba enormemente la impresión permitiendo publicar libros a menos coste. Los gastos en París se multiplicaban para el matrimonio, que no escatimaba en nada. Se sucedían las cenas, los teatros, las clases de baile y música para los hijos… pero el sueldo de embajador no llegaba desde España. Pedro Alcántara, siempre más realista que su esposa, se lamentaba en sus cartas de su ritmo de vida. «Mantenemos aquí tres coches, una mesa de diez y seis cubiertos, comida para una familia que se compone de cerca de treinta personas, ropa y vestidos de mi mujer, chicos, chicas y míos, asistencia de estos, alquiler de casa, teatros que son muy caros».

Para pagar todos los gastos, el duque tuvo que pedir créditos y vender joyas de la duquesa, pero, además, Viena le rechazaba una y otra vez como embajador por la coyuntura internacional. Tras muchos avatares, al Duque se le nombra inspector de los ejércitos del Rhin, un cargo mucho peor pagado, que considera un menosprecio a su categoría y que le obligaba además a separarse de su familia para defender un puesto militar de carácter irrelevante.

Los Osuna suplican entonces el permiso al Rey para regresar a España y vuelven lo antes posible, aunque se llevan de su estancia parisina numerosos amigos ilustrados, muchas lecturas y muchas influencias interesantes para la corte de Madrid. El conocimiento de la nueva sociedad que se estaba gestando en el Directorio y el Consulado en París, influirá en el resto de su vida. Llegan a Madrid en enero de 1800. Falta muy poco para que Napoleón invada España.

Los Duques de Osuna y sus hijos

                                               MECENAS Y ANFITRIONES

El duque de Osuna fue también un mecenas de la época, al margen de la obra de su esposa. Fue protector de muchos escritores, músicos y artistas. Fue miembro fundador de la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País 1775), de la cual llegó a ser presidente, y de la de Osuna (Sevilla). A través de estas instituciones canalizó gran parte de la ayuda económica que proporcionaba a la investigación y mejora de la economía (sobre todo agricultura y educación). Fue miembro honorario de la Real Academia Española desde 1787, y de número desde 1790, ocupando el sillón Letra T. En 1792 accedió como honorario también a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. El contacto de los duques con Francisco de Goya fue decisivo. Su primer encuentro fue para encargarle dos retratos individuales. Goya ya era conocido pero la protección de los Osuna, a partir de aquel momento, fue el espaldarazo definitivo para lanzar su carrera. Ellos le abrirían las puertas de muchos de sus amigos, e incluso de la Familia Real.

La implicación de los Duques en la cultura no se limitó a la pintura. Un ejemplo fue su biblioteca formada por muchos volúmenes heredados desde el siglo XV de todos sus antepasados y alimentada con muchísimas compras, sobre todo durante su estancia en París, hasta reunir la biblioteca más completa existente en la época en España. Incluía libros de todo tipo, entre ellos muchos prohibidos en España. Estaba en su palacio de la calle Leganitos, y decidieron abrirla al público. A la muerte de la duquesa en 1834 tenía más de 60.000 volúmenes.

Estamos en la época de los grandes salones y en Madrid, el más famoso fue sin duda el de la Duquesa de Osuna, que para la historiadora Carmen Iglesias representa la gran figura femenina del siglo, al reunir «nobleza, cultura, inteligencia, conocimiento de idiomas, encanto, fidelidad a sus amigos y curiosidad científica que conservó hasta sus últimos días y que dio lugar a que en 1834, a los 83 años y en vísperas de su muerte recibiese de París un telescopio que había pedido a sus proveedores». Sus actos no tienen ya tanto que ver con las obras de caridad como de propuestas liberales o ilustradas que la colocan en parámetros modernos y cercanos a la contemporaneidad. A su salón, que lograría sobrevivir incluso a los avatares de la guerra, acudían: Moratín, Don Ramón de la Cruz, Humboldt, Agustín Betancourt, Martínez de la Rosa, Washington Irving, el general Castaños, Mariano Urquijo, diplomáticos extranjeros, artistas, músicos, cómicos o bailarinas.

LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA Y EL VIAJE A CÁDIZ

En 1809, Maria Josefa Pimentel, ya viuda, haría el segundo gran viaje de su vida: el que le llevó a Sevilla y más tarde a Cádiz, donde seguiría mediante cartas con sus amigos el curso de la guerra con los franceses, una contienda que marcó trágicamente su vida y la de su familia. Claramente en contra de los afrancesados y partidaria de Fernando VII, había soportado la primera fase de la invasión en Madrid, pero cuando los franceses rompieron el frente español en Somosierra, decidió huir hacia el sur. En discretos carruajes, con escaso equipaje y reducida la servidumbre, puso rumbo con valentía a un destino más seguro, con sus tres hijas y nueve nietos. En una fría noche de diciembre, salió ocultándose en la oscuridad, salvando así a su familia. Dejó el pasado, sus palacios de El Capricho y de la Cuesta de la Vega, en el centro de Madrid, su fabulosa pinacoteca, su biblioteca y todos sus objetos de valor de aquellos palacios en los que habían Los duques de Osuna y sus hijos. Goya. 1788. Museo del Prado. sido tan felices. Lo único importante ahora era salvar sus vidas.

Cuenta en sus cartas como, una vez atravesadas las berlinas el temible desfiladero de Despeñaperros, se encontraron en medio de ese territorio con la constante amenaza de bandoleros en la zona, aunque sabía que muchos de ellos, como José María Hinojosa, El Tempranillo, colaboraban con la misma causa patriota en la que ella misma militaba. Decidió entonces esconderse en su enorme finca agrícola de Santa María del Bosque, pero supo que había sido ocupada por un violento guerrillero llamado Andrés Ortiz, que afirmaba por entonces «…que no había duques ni ricos, y que la tierra era de todos y debía ser repartida…»: No parecía el lugar apropiado para la familia y dirigieron los coches rumbo a Sevilla.

En la capital andaluza se había refugiado ya gran parte de la aristocracia madrileña y muchos funcionarios que no estaban dispuestos a colaborar con el invasor. Los Osuna se alojaron exhaustos por el viaje en casa de su parienta la marquesa de Armunia, Doña María Teresa de Silva Fernández de Híjar y Palafox. Unos días más tarde se encontraría con Lord y Lady Holland, viajeros británicos, que continuaban inexplicablemente su viaje por España a pesar de la guerra. Lord Holland, amigo de Jovellanos, seguía en los periódicos locales las vicisitudes de la guerra, mientras su esposa anotaba en su diario sus aventuras por la peligrosa España. Todavía estarían un año más viajando por el país.

La Duquesa estaría un año en Sevilla, viviendo ricamente gracias a los depósitos que el duque había dejado en la banca británica y que le llegaban puntualmente a pesar de la guerra. Vivió en primera persona el auge del liberalismo del que Sevilla fue cuna durante los primeros meses de 1809, como lo será después Cádiz. Pablo de Olavide había fundado en 1777 la Real Sociedad Patriótica, que tuvo su origen en la tertulia organizada por este ministro en el Alcázar, donde recibía a Jovellanos, al marino Antonio de Ulloa o al jurista Juan Pablo Forner. La presencia de la Junta Suprema Central favoreció el impulso ilustrado a una ciudad que a finales de 1809 comenzó a sentir la amenaza sufrida por otras ciudades españolas: el asedio francés. En febrero de 1810, los franceses ocuparon la ciudad y comenzó entonces la rapiña artística en Andalucía de mariscal Soult: muchas de estas obras están todavía hoy en los museos franceses.

Maria Josefa decidió entonces trasladarse a Cádiz, donde llegaban cada vez más refugiados y solo encontró alojamiento de alquiler en un destartalado piso de la calle Misericordia. Acostumbrada a vivir en grandes palacios, se sintió agobiada, pero pese a todo, sus años en Cádiz fueron muy felices y especialmente interesantes. Con el telón de fondo de la guerra, la vida seguía, tanto la personal (bodas, nacimientos…) como la intelectual y política. En la ciudad andaluza, el único bastión libre de franceses, vivió desde su piso alquilado como se fraguaba la Constitución de Cádiz, la Pepa, y participó en las tertulias de Francisquita Larrea, otra buena amante de todas las artes como la propia Duquesa.

De Madrid llegaban malas noticias: los soldados franceses habían destruido y saqueado sus tierras en Arcos, y sus palacios de Madrid y el Capricho se habían convertido primero en cuartel y luego en lugar de fiestas y francachelas de José I. El destrozo de su patrimonio no quedó únicamente en El Capricho. Para conseguir dinero, tuvo que vender muchos de los objetos que había conservado, entre ellos obras de Goya, pero no estaba dispuesta a renunciar a su alto tren de vida, incluso en el “exilio”.

Durante la Guerra, la duquesa contó con una eficaz red de comunicación con sus amigos, que le permitía estar al día, controlar desde la distancia sus tierras y su fortuna y estar al día de lo que pasaba en el resto del país. Pasada la guerra, Josefa volvió a relacionarse con muchos de sus antiguos amigos, pero nunca pudo perdonar a los “afrancesados” y a los que habían colaborado con la monarquía de José I. No hubo piedad para ellos y la elegante dama ilustrada se transformó en una defensora de Fernando VII y del absolutismo. Pasó el resto de su vida intentando recuperar el esplendor de todo lo que había perdido.

En 1914, emprendió la restauración de El Capricho, que volvió a ser un referente, con nuevas estatuas, monumentos y edificios, y volvió a llenarse de amigos. En casa de la duquesa se volvió a reunir la sociedad más escogida de principios de siglo en Madrid: diplomáticos extranjeros, escritores y artistas, y aquí se escuchaban los extraordinarios conciertos que ella continuaba organizando. Pero los tiempos eran otros y los problemas económicos acuciaban cada vez más. Pese a todo, la Duquesa y ahora también sus hijos y nietos, siguieron siendo una referencia imprescindible en la alta sociedad de la época. María Josefa murió en 1834, a los 83 años, cerrando así una época trascendental para España.

Vista aérea de El Capricho. Imagen cedida por el Ayuntamiento de Madrid.

BIBLIOGRAFÍA

La IX Duquesa de Osuna, una ilustrada en la Corte de Carlos III. Fernández-Quintanilla, Paloma. Ed. Doce Calles. 2023

Capricho. De Arteaga, Almudena. Ed. Planeta 2012

La condesa-duquesa de Benavente. Una vida en unas cartas. Espasa-Calpe, 1955