Ramón Jiménez Fraile
Bibliografía: “Exploradores españoles olvidados del siglo XIX” SGE. 2001
La Historia es una sucesión, acumulación, de acontecimientos personales. Lo que a la postre se nos representa como devenir colectivo es, mirado de cerca, el resultado de precisos y más o menos deliberados actos individuales. Pocas empresas de la humanidad reflejan mejor esta idea como la exploración del Globo terrestre, en especial de la parte que mayor resistencia opuso a ser desvelada: el África negra.
Occidente protagonizó en África a lo largo del siglo XIX el último acto de su particular epopeya descubridora. Cada uno de los capítulos de esa singular novela de aventuras tiene su protagonista: hombres y mujeres empujados por un irrefrenable impulso que perdieron la salud y hasta la vida, pero raramente la ilusión, con tal de resolver un enigma geográfico o conocer una tribu «salvaje».
Para España, el siglo XIX fue, de principio a fin, un siglo de mutilación territorial, de degradación interior y de aislamiento. Aún y todo, algunos españoles contribuyeron a la exploración del África negra, en los territorios de la que fuera Guinea española, actual Guinea ecuatorial. El personaje que mejor encarna este episodio es el vitoriano Manuel Iradier y Bulfy, cuya figura ha eclipsado a otros españoles menos conocidos pero que también sintieron la atracción fatal del «continente tenebroso».
Iradier quedó marcado de por vida por el encuentro que, cuando tan sólo tenía 18 años, mantuvo en Vitoria, a primeros de junio de 1873, con el reportero del «New York Herald» Henry Morton Stanley. Dos años antes, Stanley había estrechado la mano del Dr. Livingstone al borde del lago Tanganika (« Dr. Livingstone, supongo ») como colofón a una expedición promovida por su periódico. El reportero pudo así experimentar en sus carnes el oficio de explorador… y odiarlo: «No creo que yo esté hecho para ser explorador africano. Detesto este lugar de todo corazón. Raramente me siento bien, salvo el día que he tomado quinina. Las angustias de esta vida son fatales para los nervios. Los negros crean un montón de problemas; son demasiado ingratos para mi gusto.»
Quien sí tenía capacidad de sacrificio para emprender tamañas empresas, así como la necesaria dosis de genial locura para ver más allá de los montes de su País Vasco envuelto en la insensata contienda carlista, era Iradier, el cual expuso a Stanley un plan consistente en atravesar África de sur a norte, desde el cabo de Buena Esperanza hasta Trípoli. De haberlo hecho, Iradier, y no Stanley, se habría convertido en el mayor aventurero de todos los tiempos. El corazón de África -la inmensa cuenca del río Congo del que se desconocía el curso- figuraba aún en blanco en los mapas.
Según consta en las actas de « La Asociación Eúskara La Exploradora », fundada en 1868 por el vitoriano con sus compañeros de instituto, Stanley calificó el proyecto de Iradier de «grandioso y realizable». Añadió que la edad del vitoriano era «la más conveniente». La conversación pasó enseguida a aspectos concretos:
Iradier – ¿Qué más puede hacer falta ?
Stanley – Dos cosas importantes: dinero y dinero.
Iradier – He calculado en veinte mil duros el presupuesto de gastos.
Stanley – Es suficiente dada la organización que usted da a la expedición, ¿pero cuenta con ellos?
Iradier – Espero que el Gobierno de España y las sociedades científicas del país me lo faciliten.
El reportero, cuya expedición en busca de Livingstone había costado 8.000 dólares de la época, conocía para entonces suficientemente bien España como para saber que el joven estudiante enrolado como voluntario en las filas liberales con el que estaba reunido nunca obtendría esos apoyos. Bastante tenía España con sus conflictos internos y con tratar de conservar Cuba, también en guerra, y Puerto Rico. España tampoco estaba en condiciones de rentabilizar Filipinas y ni siquiera había invocado derechos históricos sobre el norte de Borneo, al tiempo que los demás países europeos se abalanzaban sobre los últimos rincones aún «disponibles» del Planeta.
Convencido de las escasas posibilidades que se le ofrecían al joven vitoriano si éste persisitía en su empeño de explorar África, Stanley hizo gala de su proverbial pragmatismo:
Stanley – ¿Por qué no empieza usted la expedición por el Golfo de Guinea frente a las posesiones de España?
Iradier – Temo que el clima comprometa el éxito de la empresa y al pensar así me apoyo en recientes catástrofes.
Stanley – ¿Y si no pudiese usted reunir los veinte mil duros que necesita?
Iradier – Entraría al interior por el Golfo de Guinea para lo que me basta con veinte mil pesetas.
Stanley – ¿Alcanzaría usted el Océano Índico?
Iradier – No. Mi pensamiento es llegar a los grandes lagos vistos por Burton y Speke.
Stanley – Si usted quiere apreciar un consejo de un viajero africano, realice primero este pensamiento, que después yo le garantizo que encontrará los recursos que necesita para llevar a cabo su gran obra de exploración.
Año y medio después de mantener esta conversación, Iradier, recién licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Valladolid, desdoblaba ante los socios de « La Exploradora » el mapa de África sobre el que Stanley había dibujado a lápiz el contorno conocido de los grandes lagos, incluida la parte del Tanganika que había recorrido junto con Livingstone, y anunciaba su intención de seguir los consejos del intrépido reportero: «Yo me aburro en este país; la guerra es lo único que sería capaz de prorrogar mi marcha, pero esta guerra es fratricida, no obedece al honor mancillado sino a la ambición. Esta noche haré la última guardia, cambiaré el Remington por los útiles geográficos y partiré.»
Fue, pues, la presencia de Stanley en Vitoria como corresponsal de la guerra carlista lo que daría pie a las exploraciones de Iradier en Guinea, decisivas para la presencia española en el África negra. El traspaso nominal a España de esos territorios, que los portugueses consideraban suyos desde que los descubrieron en el siglo XV, también había sido fruto de una carambola.
El Tratado de San Ildefonso del 11 de marzo de 1778 sirvió para que los gobiernos de Carlos III de España y María I de Portugal resolvieran un embarazoso conflicto entre ambos países que había surgido en Sudamérica. En virtud de ese tratado, España devolvió a Portugal la isla de Santa Catalina, en el litoral brasileño, y la Colonia de Sacramento, territorios que habían sido arrebatados por España a Portugal en represalia al ataque por parte de los lusitanos a una división naval española fondeada en Buenos Aires. A cambio, Portugal declaró ceder a España, para desesperación de cartógrafos y diplomáticos futuros,
«… la isla de Annobón en la costa de Biafra, con todos los derechos, posesiones y acciones que tiene a la misma isla, para que desde luego pertenezca a los dominios españoles del propio modo que hasta ahora ha pertenecido a los de la Corona de Portugal, y asimismo todo el derecho y acción que tiene o puede tener a la isla de Fernando del Pó en el Golfo de Guinea, para que los vasallos de la Corona de España se puedan establecer en ella, y negociar en los puertos y costas opuestas a la dicha isla, como son los puertos del río Gabaón , de los Camarones , de Santo Domingo, de Cabo Fermoso y otros de aquel distrito».
En resumidas cuentas, a la soberanía sobre las diversas islas e islotes de la zona, España añadía el derecho de pleno y libre comercio en la franja costera que va desde la desembocadura del Níger hasta el cabo López, situado al sur del río Gabón, con facultad para disponer de los territorios comprendidos entre esos dos puntos.
El interés de España por estar presente en el África negra radicaba, además de contar con escalas en la ruta a Filipinas, en poder practicar directamente la trata de negros que iban a parar a las colonias americanas, terminando así con la dependencia respecto a compañías inglesas, portuguesas, francesas y holandesas especializadas en ese comercio. Hasta entonces, los intentos por parte española de participar a escala industrial en ese lucrativo negocio habían fracasado. La ambiciosa compañía «Gaditana de Negros», fundada en 1765, quebró siete años más tarde debido a la ausencia de «factorías» españolas en suelo africano.
Para tomar posesión de los nuevos territorios españoles, zarpó desde Buenos Aires el conde de Argelejos al frente de una expedición compuesta por dos compañías de Infantería, veinte artilleros con su oficial, dos capellanes, dos cirujanos, obreros y un empleado de contaduría con cien mil duros para obsequios a los «naturales» y gastos diversos. Por si los «naturales» no aceptaban de buen grado los obsequios, la expedición disponía de veinte cañones de hierro de diferentes calibres, doscientos proyectiles de hierro fundido, cien botes de metralla, treinta fusiles, cien quintales de pólvora, cuarenta mil cartuchos de fusil y dos mil piedras de chispa.
La ceremonia de cambio de bandera en la isla de Fernando Poo tuvo lugar el 24 de octubre de 1778. No hubo salvas de ordenanza para evitar que los indígenas huyeran despavoridos al interior de la isla. Menos huidizos se mostraron los habitantes de Annobón, tres mil de los cuales estaban dispuestos a entrar en combate con los nuevos propietarios de la isla, por lo que los actos protocolarios fueron aplazados. Para entonces, la expedición de Argelejos había registrado ya cuatro muertos y más de setenta de sus miembros estaban en la enfermería. Sólo era el principio de lo que les esperaba a los españoles en una región conocida como «la tumba del hombre blanco». La expedición llegaría a contabilizar trescientos setenta muertos, incluido el propio conde, a quien sucedió en el mando el teniente coronel de Artillería Joaquín Primo de Rivera. Ninguno de los supervivientes escapó a la enfermedad y la desesperación. La colonia de la Concepción fundada en una ensenada de Fernando Poo resultó ser un fracaso. A falta de otros víveres, los colonos subsistían a base de «caldo de mono». Un sargento y cuatro cabos se amotinaron y arrestaron a Primo de Rivera a quien condujeron a São Tomé, con el consiguiente abandono de la colonia.
Al tiempo que los españoles se retiraban del Golfo de Guinea, los británicos empezaron a ocuparlo. El pretexto oficial lo hallaron en la instalación en Fernando Poo del tribunal contra la trata de negros creado a raíz de la abolición oficial de esa práctica. Fue el capitán Sir Richard Owen quien fundó, en 1827, la ciudad de Clarence, posteriormente Santa Isabel para los españoles, la actual Malabo.
Los británicos permanecerían en Clarence hasta 1832, fecha en que los «depósitos» («Stock de Coque» que diría Hergé, el padre de Tintín) de esclavos liberados fueron trasladados a Freetown, en Sierra Leona. Algunos de estos esclavos permanecieron en la isla y sus descendientes son los actuales «fernandinos».
La desidia oficial española por el estado de sus posesiones en el Golfo de Guinea y la suerte de sus habitantes se vería compensada a lo largo del siglo XIX por una serie de iniciativas individuales. Uno de los primeros españoles que llevó a cabo labores de reconocimiento de la región, que bien deben ser consideradas de exploración, fue el Dr. Marcelino Andrés, el cual recorrió en 1831 y 1832 la costa de Guinea y visitó varias islas. En 1834, remitió al Gobierno un informe en el que hizo constar la importancia estratégica de Fernando Poo. Dos años más tarde, el también español José de Moros estuvo en Annobón, donde comprobó que la isla estaba gobernada por el negro Pedro Pomba, el cual, al igual que los demás isleños, pensaba que era súbdito portugués. A raíz de sus expediciones, José de Moros y Juan Miguel de los Ríos publicaron la obra «Memorias sobre las islas africanas de España: Fernando Poo y Annobón», que fue premiada por la Sociedad Económica Matritense.
Pero ninguna de estas iniciativas haría cambiar de opinión de las autoridades españolas en cuanto a la utilidad de los territorios de Guinea. En 1841, el Gobierno español se planteó entregar a Inglaterra Fernando Poo y Annobón, con todos sus territorios anexos, a cambio de sesenta mil libras esterlinas necesarias para hacer frente al pago de los intereses de una deuda contraída con los ingleses. La propuesta de venta llegó a ser firmada y el Gobierno británico la aceptó de manera oficial. Lo que no estaba previsto era que el parlamento español hiciera fracasar el proyecto. Eran tiempos en los que el honor y su aliada la oratoria primaban sobre cualquier otro tipo de consideraciones. En el transcurso de una sesión que un historiador ha calificado de «pirotécnica», las Cortes decidieron que España no podía renunciar a sus derechos sobre esa parte del África negra, aunque ningún parlamentario supiera donde situarla en el mapa. La voz cantante la llevó el vitoriano Pedro de Egaña, varias veces ministro y presidente de la Diputación Foral de Álava, quien descargó su furia contra quienes pretendían abandonar territorios patrios «por un puñado de libras esterlinas».
La frustrada operación tuvo, al menos, el mérito de atraer la atención de la opinión pública española hacia la exploración del África negra, un asunto que fascinaba al resto de los europeos pero que había tenido nulas repercusiones en España:
« Ábrase el mapa –señalaba «El Correo Nacional»– y se verá que la isla de Fernando Poo está cerca del Ecuador, en el ángulo más entrante de la costa, mirando al Atlántico. Es decir, que ocupa la situación más cercana a todos los mercados, y especialmente al poderoso país de ‘Tamboutou’ (sic), tan célebre por las infinitas expediciones de caravanas que a él se han hecho de medio siglo a esta parte, y más famoso y apreciado aún después de la interesante descripción que de él nos ha dejado el apreciable e intrépido viajero francés M. Caillié. (…) La clave del Níger está en Fernando Poo; el que tiene Fernando Poo tiene la boca del río; el que tiene la boca del río tiene la posesión del comercio interior. No hay uno que haya visitado aquellos remotos parajes que no asegure que la cuestión de la civilización de África depende del Níger; que el Níger es el instrumento necesario de aquel gran comercio y de aquella poderosa civilización que va a desarrollarse de una manera tan prodigiosa.»
A raíz de la decisión de las Cortes y a la vista de la actitud hostil de los británicos hacia los escasos españoles instalados en la región (a Pedro Blanco le habían quemado la factoría a partir de la que «reinaba» sobre el río Gallinas), el Gobierno español envió al Golfo de Guinea al capitán de navío Juan José Lerena al mando del bergantín de guerra «Nervión». En Fernando Poo, Lerena reafirmó la soberanía española sobre la isla, aunque, a falta de españoles adecuados, se vio en la obligación de nombrar gobernador al inglés John Beecroft, el cual sería substituido tras su muerte en 1854 por el holandés James B. Lynslager.
En Corisco, Lerena comprobó con satisfacción que la población de la isla y las tribus del país del Muni estaban en conflicto con los ingleses, a los que acusaban de no pagarles por sus mercancías. Con la ayuda del lugareño Boncoro, quien se ganó así la condición de rey de Corisco, Lerena, sentado en la playa bajo una palmera, reunió el 15 de marzo de 1843 a quinientos cabezas de familia procedentes de las tribus Mohoma, Cumbe, Bapuku, Mazango, Vico, Valengue y Venga, los cuales le expresaron el deseo de aunar fuerzas en torno a los españoles contra los ingleses.
« El señor Lerena -señalan las crónicas- les preguntó si querían reconocer por su reina y soberana a Doña Isabel II, y ser todos ellos españoles desde aquel momento, a lo que unánimemente contestaron a una voz y sin vacilar gé, gé, gé, que quiere decir en aquellos idiomas sí, sí, sí. Entonces, se les repartió tabaco en hoja a los hombres, cigarros puros a las mujeres, y a todos se les dio aguardiante en copas de cristal.»
Lerena regresó a España convencido de haber incorporado a la Corona un territorio africano tan grande como el territorio peninsular español. Para facilitar futuros contactos con los nuevos españoles de color, se trajo consigo a dos krumanes de unos veintidós años llamados Kir y Yegüe. Los dos indígenas se encontraban navegando en un cayuco cuando Lerena les atrajo hacia su bergantín y se ganó su confianza a base de obsequios. Fueron bautizados el 1 de mayo de 1844 en la capilla del Palacio Real de Madrid, por lo que les cupo el honor de ser ahijados de pila de Isabel II. Inciaron la carrera militar como cabos y una vez devueltos a África ejercieron de sargentos de milicias en Fernando Poo. La historia de Kir y Yegüe, que bien merece ser rescatada del olvido, se asemeja en muchos aspectos a la de los jóvenes africanos Kwasi y Kwame que llegaron en 1837 a la corte holandesa, donde fueron bautizados y se integraron en la sociedad de tal manera que se convirtieron en amigos de la familia real; una historia narrada por el escritor Arthur Japin en su «best-seller» internacional «El negro con el corazón blanco».
En 1845 visitó las posesiones españolas en Guinea la expedición dirigida por el capitán de fragata Nicolás Manterola, de la que formaba parte el cónsul general de España en Sierra Leona Adolfo Guillemar de Aragón, autor de un informe sobre la colonización de Fernando Poo. Una de las consecuencias prácticas de la expedición de Manterola fue consolidar los negocios de dos comerciantes de origen menorquín, Baltasar Simó y Francisco Vinent, muy activos en la región.
En 1855, una nueva expedición, la encabezada por Manuel Rafael de Vargas, coincidió en el tiempo con los «ensayos de colonización» llevados a cabo por el misionero Miguel Martínez Sanz, prefecto apostólico de Corisco y sus dependencias. El misionero contribuyó a un mayor conocimiento en España de sus posesiones africanas mediante la publicación de «Breves Apuntes» relativos a Corisco.
También relevante fue la obra «Apuntes sobre el estado de la costa occidental de África y principalmente de las posesiones españolas del Golfo de Guinea» publicada en 1859 por José Joaquín Navarro, secretario del capitán de fragata Carlos Chacón, el cual tomó una serie de decisiones de alcance, entre ellas la de entregar carta de nacionalidad a un hijo de Boncoro, Boncoro II, establecido en Cabo San Juan, al norte del estuario del Muni. Chacón asumió el cargo de gobernador de las posesiones españolas en Guinea, poniendo fin al ejercicio de este cargo por parte de extranjeros.
En 1859 se produjo la llegada a Fernando Poo de ciento veinte campesinos procedentes del Levante español que se esperaba impulsaran la colonización de la isla. Pero no recibieron ningún tipo de ayuda, ni siquiera alojamientos.
«Se construyeron chozas en la campiña, figurándose que podían hacer allí lo que en la huerta de Valencia -señala un libro de principios del siglo XX-; se dedicaron desde el primer día a faenas agrícolas sin pasar por una previa aclimatación que, por otra parte, no habría sido necesaria si se hubiesen instalado en el interior; se alimentaron mal; cebáronse en las frutas del país; y sucedió lo que no podía a menos de suceder: las fiebres se desarrollaron en ellos con gran violencia, hubo algunas defunciones, apoderose de los demás el pánico o la nostalgia y se dieron a la fuga, volviendo todos menos cinco a la Península , donde esparcieron tales alarmas y dieron tales informes de la isla que de entonces data la leyenda de insalubridad de Fernando Poo.»
Al desdichado episodio de los campesinos levantinos conducidos a Guinea por cuenta del Estado, bajo el mando del brigadier D. J. de la Gándara , se refería probablemente Iradier cuando habló a Stanley de las «catástrofes» de esa región. De poco serviría que, en noviembre de 1868, los líderes de « La Gloriosa » ofrecieran cincuenta hectáreas gratuitas y otras ventajas a todo español que se instalara en Fernando Poo. A falta de colonos voluntarios, las posesiones españolas acabarían confirmándose como destino fatal para deportados, circunstancia que no ayudó precisamente a mejorar la imagen del lugar. Una primera remesa de deportados llegó a Fernando Poo en 1861, por decisión de O’Donnell. Al año siguiente empezaron los envíos de Cuba: doscientos cincuenta negros, avanzadilla de otros muchos cubanos, negros y blancos, sobre todo a raíz del «grito de Yara» de 1868. Las posesiones españolas de Guinea serían lugar de deportación hasta 1920, fecha en que llegaron a Fernando Poo, según cuenta Julio Arija, «once detenidos en Barcelona como indocumentados peligrosos que, encarcelados en la isla, fueron muriéndose uno a uno».
En la década de 1860 varios españoles llevaron a cabo en la región estudios de tipo geográfico, entre ellos Joaquín Pellón autor de doce tomos en folio manuscritos, acompañados de un mapa.
Los trabajos científicos de Pellón serían el preludio de la obra exploradora de Manuel Iradier, el cual, tras abandonar Vitoria a finales de 1874 y pasar una temporada aclimatándose en Canarias, llegó a Fernando Poo a mediados de 1875, donde recibió desalentadores informes de las autoridades de la colonia:
« No tenemos recursos ni para pagar a los trabajadores de color; a los empleados y marinos se les da un socorro; el hospital está en ruinas, hay que hacer grandes gastos y España nos tiene olvidados por completo. En enero retiramos el destacamento de Elobey; Corisco casi se llama isla inglesa y en cuanto a Annobón, sus naturales se han debido olvidar del nombre de España y de los colores de su bandera.»
Iradier, que viajó acompañado de su esposa Isabel y de su cuñada, instaló su base de operaciones en Elobey Pequeño, un islote sin agua potable de 920 metros de largo por 400 de ancho situado en la desembocadura del Muni. Entre junio de 1875 y enero de 1876, llevó a cabo junto con su fiel ayudante corisqueño Elombuangani la exploración del país del Muni, una experiencia de la que dejó constancia en su libro « África », uno de los mejores relatos de exploración escritos en lengua castellana.
En el transcurso de una de sus expediciones, la que le llevó a la punta septentrional del litoral, conoció al tercer miembro de la dinastía de los Boncoro, el cual había sido llevado a Madrid y había besado las manos de Isabel II en testimonio de sumisión y respeto:
« La casa que habita este jefe de cabo San Juan se diferencia de las de las demás en que tiene una ventana de construcción europea con cristales de colores. La puerta, que también es europea, perteneció al desgraciado ‘MacGregor’, buque inglés que naufragó en la entrada de la bahía de Corisco y que fue asaltado y robado por las tribus ribereñas.
Cuando entré en la choza encontré a Boncoro III haciendo una red de pescar, que no dejó de las manos a pesar de la sorpresa que le produjo la inesperada visita. Me dijo que se alegraba mucho de verme en cabo San Juan, pues le habían dicho que era médico y podía curarle una enfermedad del estómago que venía padeciendo desde hacía mucho tiempo. Además, tenía gran cantidad de goma elástica que esperaba le comprase.
Cuando terminamos la conferencia y me hallé fuera de la choza real le recomendé a Manuel Boncoro que borrasen las letras « W.C.» talladas en la puerta del palacio, que era la puerta del retrete del ‘MacGregor’.»
Una de las aventuras más palpitantes que protagonizó Iradier en el país del Muni fue la que vivió con los fangs, a los que designa en sus escritos como ‘pamues’, temidos por sus prácticas caníbales. Anticipándose dos décadas a la viajera británica Mary Kingsley, Iradier se adentró en un territorio controlado por los fangs con el pretexto de mercadear con ellos, pero movido por el afán de conocerles y comprender sus costumbres. Le constaba que estaban descontentos de los blancos porque estos evitaban venderles sus mercancías. También sabía que pocos días antes de que él llegara a la región el rey Ba había cortado la cabeza a tres esclavos debido a que uno de ellos había roto un vaso de vidrio. Los fangs no tenían fusiles, pero sí flechas que mataban más pronto que las balas. Del rey Ba sabía que era hombre de valor temerario y que las numerosas heridas recibidas en combate le habían hecho creer a él y a los suyos que era inmortal. Los cadáveres de sus víctimas y de los condenados a muerte iban a parar al pueblo siempre presto a organizar un festín, «reservándose él la cabeza y los testículos que come cocidos y condimentados con gran cantidad de guindillas picantes que abundan en el país».
El 27 de noviembre de 1875, Iradier entró en contacto directo con fangs, a los que observó con todo detalle:
« El color de la piel es más claro que el de mis gentes. Su peinado, en mechones, y su tipo general no me deja duda de que son los hombres que busco. Al verme se detienen por un momento y les saludo. Saco media botella de caña y les obsequio. Me invitan a pasar a su aldea, que está próxima. Ésta se compone de unas cien chozas, de las que salen todos sus moradores a ver al hombre blanco.»
La curiosidad de los indígenas dio paso a una creciente hostilidad, por lo que Iradier optó por abandonar la aldea en la que empezaba a sentirse prisionero. En el trayecto de regreso a la costa se las tuvo que ver con el jefe del poblado Ibai que despedía un olor repugnante a aceite de palma con el que se había untado el cuerpo para repeler los mosquitos.
« Me presenta una mujer que padece del ‘yemba’ (hechizo) y le doy hipecacuana. Después me vuelve a presentar otros varios pacientes, a los que despacho sin ceremonia. Aún no ha salido el último de ellos cuando el pedigüeño jefe me dice que será mi amigo si le doy una medicina para producir resultados que no puedo consignar porque ofenden a la moral. El repugnante viejo me ofrecía como premio una botella de palma. Contesto agriamente a su petición y, creyendo el reyezuelo que mi negativa depende del poco valor de su oferta, se atreve a proponerme un acto escandaloso.»
En sus narraciones, Iradier alterna la descripción de escenas de una belleza sublime o referencias a los más nobles sentimientos con crudos episodios como el del poblado Ibai.
Uno de tantos pasajes de sus escritos que da cuenta de su sensibilidad a la hora de captar el sentir de los habitantes del país del Muni es la narración de una ceremonia fúnebre en honor de un bapuku muerto de fiebre perniciosa que ocupaba, en Aye, una choza contigua a la suya:
«¡Yembo! ¡Yembo! ¿Dónde estás? -decía una de las viudas-. La muerte te ha arrebatado. ¿Para qué he de traer la leña y el agua si tú no estás en la casa? ¿Para qué he de afilar esta espina con la que te quitaba las niguas? Tú traías las gomas del bosque; tú has cazado el elefante; nunca has temblado al mar; a fueza y a valor nadie te ganaba. Gracias a ti, nunca faltaba tabaco en nuestras pipas, ni telas en nuestros cuerpos, ni collares en nuestras gargantas, ni brazaletes. Bebíamos el ron cuando te lo pedíamos. ¡Ah ! ¡Yembo! ¡Yembo! Eras bueno entre los buenos, valiente entre los valientes, generoso entre los generosos. ¿Qué va a ser de mí sin tenerte a mi lado? ¿Iré sola a pescar? ¿Para quién? ¿Para mí? Yo quiero ir a verte. ¿Quién te arrascará la espalda? ¿Quién te quitará los mosquitos?»
Iradier huyó siempre de los prejuicios de la época acerca del primitivismo de los negros y destacó sus virtudes allí donde las había. De los krumanes de la costa, la etnia a la que pertenecían Kir y Yegüe, dijo que eran «altos, fuertes, sobrios y trabajadores; su color es más bien bronceado predominando en alguno de ellos un tinte amarillento característico. El desarrollo de sus músculos es tal, especialmente el bíceps, tríceps y los pectorales, que da a su conjunto un aspecto varonil digno de ser copiado por un hábil pintor».
En su afán por «conocer lo desconocido» en todas sus facetas, completó sus observaciones antropológicas, geográficas, botánicas y faunísticas con todo tipo de detalles de la vida cotidiana: «El pene es más largo y más delgado en el africano. El acto del coito es de mayor duración.»
En cuanto al asunto de la antropofagia, que tanto excitaba la imaginación de Occidente a raíz entre otros de los escritos de Du Chaillu sobre los fangs del actual Gabón, Iradier precisó que en el país del Muni, fronterizo con Gabón, había dos pueblos caníbales, los pamues (fangs) y los palatitos, «que no se satisfacen con matar a sus semejantes para comerlos, sino que devoran los cadáveres y aun compran los muertos de otras tribus». Si cabeza y testículos eran bocado de rey, la nobleza se reservaba el pecho y los brazos, dejando al pueblo todo lo demás. «Así, estos salvajes, comprendiendo perfectamente las funciones que ejecutan los diversos órganos del cuerpo, atienden a ellas al distribuir sus despojos entre las diferentes categorías sociales.»
Para su tranquilidad, un indígena con dotes de «gourmet» al que conoció le confesó que la carne del hombre blanco era amarga y no tan sabrosa como la del negro, cuyo gusto era parecido a la de cerdo.
Pese a las enfermedades que contrajo y los percances (robos, ataques de fieras…) de los que fue víctima, Iradier salió vivo del país del Muni y se desplazó con los suyos -su mujer, su cuñada y su hija Isabela nacida en Elobey- a Fernando Poo, donde continuó su obra exploradora.
En el transcurso de una expedición ascendió al punto más elevado de la isla, denominado actualmente Pico Basilé, de tres mil metros de altura, donde encontró dentro de una botella el testimonio de la presencia del célebre capitán Richard Burton, quien después de sus aventuras en busca de las fuentes del Nilo con Speke había sido nombrado cónsul británico en Fernando Poo.
Si bien creía que con las desgracias vividas en el país del Muni había pagado el obligado tributo del hombre blanco a África, la enfermedad y la muerte ensombrecieron la vida aventurera de los Iradier en Fernando Poo. En noviembre de 1876, la pequeña Isabela murió a causa de las fiebres. Ante el nuevo embarazo de su mujer, que había ejercido en la isla como maestra interina de niñas, decidió que ella y su cuñada se desplazaran a Canarias donde esperarían su regreso.
«No quedé solo. El recuerdo de mi hija me perseguía por todas partes. Antes estudiaba itinerarios, levantaba planos del curso de los arroyos, coleccionaba insectos, seguía con interés las indicaciones de mis instrumentos meteorológicos. Después no supe caminar sino en un mismo punto. La tumba de mi Isabela, situada al pie de un gigantesco caobo, me atraía con irresistible acción. El recuerdo de ella me absorbía.»
Iradier permanecería en Fernando Poo hasta finales de 1877. Una carta suya fechada el 1 de mayo de 1877, inédita hasta la fecha, que remitió a sus amigos de « La Exploradora », refleja mejor que ningún otro documento el estado de ánimo y las ambiciones del joven vitoriano por aquel entonces:
«Hoy he sabido que Europa va a poner en juego todas sus fuerzas para explorar el interior del África y si en este concierto general no pudiera yo figurar, si perdiera la ocasión que se presenta (…) no podría menos que calificarme tibio en mis empresas. (…) Lleno de emoción, fuerte unas veces escudado con la esperanza y débil otras por confiar en mi compañera inseparable ‘la desgracia’, pero lleno siempre de la fe religiosa que a toda grande empresa debe acompañar, cojo la pluma para expresaros como me sea posible en lenguage humano los grandes deseos que tengo, la impaciencia justa de que estoy lleno, en una palabra, el anhelo, la ilusión a ser nombrado de la expedición que España mande a este continente.
No sé lo que me sucede, queridos amigos. Las horas pasan con una velocidad vertiginosa, no tengo ganas de comer y todos los acontecimientos de mi vida se me presentan en confuso panorama: el incendio en Camarones [del material inflamable que transportaba en un barco], la disentería en Ukumbaguba, el naufragio en Aye, los delirios de la fiebre, el envenenamiento en Elobey, la noche que pasé enterrado en lodo en las montañas de Fernando Poo, y mil y mil dolores, mil y mil fatigas, cúmulo inmenso de emociones, cuadros sublimes sin más testigos que Dios y las selvas, perdidos para el mundo pero que han encontrado en mí un dulce albergue endureciendo mi alma y ablandando mi corazón.
¿Mi viaje a África ha sido una prueba a la que se me ha sometido para saber si soy digno de descubrir sus misterios? ¡Ah, queridos amigos! Si a mi lado estuviérais me veríais temblar ciertos momentos, pero es el temblor de la madre cuando le anuncian que su hijo a quien creía muerto vive todavía. Tiembla temiendo que sea mentira lo que se la dice. Tiemblo yo temiendo no alcanzar lo que deseo precisamente cuando lo estoy alcanzando.»
A su regreso a España, en diciembre de 1877, comprobó que el África negra seguía importando muy poco en su país y que alguien que él conocía bien se le había adelantado en el descubrimiento del «continente tenebroso».
Mientras Iradier estaba en el Golfo de Guinea, Henry Morton Stanley, viniendo de la región de los grandes lagos, había logrado, en el transcurso de una nueva hazaña periodística, ser el primer occidental en recorrer el curso del río Congo. Stanley acabaría dejando el periodismo para ponerse al servicio del rey de los belgas, Leopoldo II, el cual estaba ansioso por hacerse con el trozo más grande y jugoso del pastel africano gracias a su implacable mercenario.
Los demás países europeos tampoco anduvieron a la zaga. Francia encontró en el italiano nacionalidado francés Savorgnan de Brazza al individuo adecuado para competir con Stanley por el control de la región norte del Congo. Por parte de Alemania, sería el médico militar Nachtigal el encargado de consagrar la presencia germana en Camarones (Camerún).
Mientras esto sucedía, Iradier se desesperaba ante la imposibilidad de encontrar apoyos en España que le permitieran regresar a un lugar que tanto le había dado y a la vez arrebatado.
En plena campaña para recabar fondos, recibió en 1880 una entrañable misiva de Pedro de Egaña, el mismo que había logrado, gracias a su verbo, que España no se desprendiera de sus posesiones en Guinea : «Viejo soy y poco valgo ya, pero me es altamente simpático el sentimiento que usted persigue, y si no pareciera inmodestia casi estaría autorizado para declarar que me cabe gran parte en que pueda hoy realizarse ventajosamente por los españoles una expedición al Golfo de Guinea.»
El esperado impulso vino finalmente de la Sociedad Geográfica de Madrid, fundada en 1876, la cual alertó en 1883 a «las fuerzas vivas de la nación» de la necesidad de reaccionar ante «la rapidez con que la raza sajona se dilata por el Planeta, ocupando a toda prisa o preparando la ocupación inmediata de los últimos territorios que todavía quedan libres en África, Asia y Oceanía, y comprometiendo el porvenir y hasta la existencia de la raza española».
Iradier no quería en modo alguno participar en la vorágine colonizadora, pero los proyectos promovidos por la Sociedad Geográfica a través de la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas creada al efecto por iniciativa de Francisco Coello y Joaquín Costa le permitieron regresar, en julio de 1884, al Golfo de Guinea al frente de una exigua expedición. El objetivo de la misma era ocupar el máximo terreno posible con arreglo a los derechos históricos derivados del Tratado de San Ildefonso. Acompañado del médico asturiano Amado Ossorio, del notario Bernabé Jiménez, del cabo de Marina Antonio Sanguiñedo y de un puñado de autóctonos, a duras penas logró afirmar la soberanía española del país del Muni en el momento justo en que los alemanes se precipitaban sobre el territorio viniendo desde el norte y los franceses desde el sur.
El 20 de diciembre de 1884, Iradier, « destrozado, enfermo, con el estómago perdido, con el hígado infartado, víctima de una fiebre cotidiana », enviaba desde Santa Cruz de Tenerife a Francisco Coello, el cual participaba en aquel momento en la Conferencia de Berlín en la que Occidente se estaba repartiendo África, el siguiente telegrama:
«Obtenido Sociedad catorce mil kilómetros cuadrados territorio interior frente Corisco incluso Sierra Cristal. Pactado diez tribus. No posible más en latitud por evitar conflicto internacional en longitud por fiebres. País gran porvenir. Ossorio queda estación con recursos.»
La expedición de Iradier preservó para España el país que él tanto amó y cuyos habitantes aceptaron la soberanía española en gran medida debido al buen recuerdo que les había dejado a su paso en 1875. Pero, para Iradier esta expedición significó el final de su aventura africana al serle reprochado que no hubiera alcanzado los objetivos fijados.
«Si no son españolas las costas del Camarones e inmediatas -se defendió Iradier-, no se debe al retraso de los expedicionarios ni al retraso de la Sociedad de Africanistas, sino al de esta Nación y sus representantes, que no han sabido despertar en las diferentes ocasiones en que les hemos llamado con sobrado tiempo y desinteresado afán.»
Ossorio, a cuyos trabajos se sumó el gobernador de la colonia, Montes de Oca, permaneció aún casi dos años en territorio guineano. A su vuelta a la Península se enzarzó en una ridícula polémica con Iradier, al parecer por celos relacionados con el libro «África» que el vitoriano había publicado en 1887.
Iradier acabó por desentenderse de los asuntos guineanos y ni siquiera fue invitado a formar parte de la Comisión delimitadora de fronteras constituida a raíz del Tratado del Muni firmado el 27 de junio de 1900 en París que puso fin al contencioso entre España y Francia por el control de la región. Moriría en 1911, en los pinares de Balsaín, Segovia, a donde había acudido tratando de recuperar la salud quebrada desde su paso por África y ansioso de reencontrase con los árboles, sus mejores amigos. Un guiño del destino hizo que fuera enterrado en la Granja de San Ildefonso, a un paso del lugar donde se inició el vínculo de España con Guinea.
Iradier, Ossorio, Montes de Oca, Jiménez y Sanguiñedo no fueron los últimos exploradores españoles del siglo XIX en Guinea. Sus trabajos tuvieron continuidad en los llevados a cabo, en la parte continental, por los también españoles Bonelli, Valero y Bengoa. La isla de Fernando Poo fue asimismo explorada por Sorela, quien fue recibido por Moca, el jefe indígena más importante de la parte sur de la isla. Igualmente exploraron esa región los misioneros Juanola, Albanell y Sanz.
Fueron los padres Juanola y Albanell quienes se adjudicaron, en diciembre de 1895, el último hallazgo de importancia en la isla, el del lago al que pusieron por nombre Loreto, de forma oval, más pequeño que el Biaó pero mucho más interesante y bello. Una vez más quedó demostrado que cada exploración, por incierta e insólita que parezca, conlleva su parte de sorprendente y gozoso descubrimiento.