La Rusia que contó Valera

Pedro Páramo

Bibliografía: Boletín 23 SGE. Marzo de 2006

Los grandes escritores españoles nacidos en el año 2005 tendrán siempre un recuerdo parco en celebraciones, porque la historia de la literatura española ha reservado esa fecha para conmemorar la edición del Quijote y homenajear a Cervantes. Por esta razón, el año pasado pasó sin pena y con escasa gloria el centenario de la muerte de uno de los grandes escritores del siglo XIX: Juan Valera. La originalidad de la obra más conocida de Valera, Pepita Jiménez, consiste en que la trama de la novela se arranca a partir de las misivas de un seminarista que cuenta sus amores por una viuda veinteañera; pero el genio del autor brilla con plena intensidad en una obra menos conocida: Cartas desde Rusia, calificadas por Manuel Azaña como “literariamente excepcionales”, que conforman un extraordinario libro de viajes.

Juan Valera y Alcalá-Galiano, nacido en Cabra (Córdoba) el 18 de octubre de 1824, hijo de un oficial de la Armada y de la marquesa de Paniega, fue él mismo un personaje novelesco zarandeado por las intrigas de los despachos políticos y los salones de la alta sociedad española de la segunda mitad del XIX. Culto, elegante, guapo, seductor, protagonizó turbulentos episodios amorosos. El más sonado tuvo lugar en Washington en 1886, cuando Juan Valera, ya sesentón, ejercía de ministro plenipotenciario en momentos de tensas relaciones entre España y los Estados Unidos, pues la administración del presidente Grover Cleveland alentaba a los independentistas cubanos. Al conocer que Valera había sido destinado a Bruselas y tenía que abandonar la capital federal, la joven Catherine Lee Bayard, hija del secretario de Estado, Thomas F. Bayard, locamente enamorada del escritor, se suicidó en la legación española. La vida galante de Valera, su ambigüedad ideológica, su ambición de brillo social dieron argumentos a muchos críticos para calificar al autor cordobés de frívolo y sin sustancia o que otros, como Armando Palacio Valdés, lo consideraran simplemente como un autor “de gracejo”. El escritor asturiano Manuel Lombardero publicó el año pasado, coincidiendo con el centenario, una semblanza del cordobés titulada con acierto Otro Don Juan, muy distinta de las hagiografías publicadas hasta entonces, en la que, reconociendo sus grandes méritos literarios, retrata un Valera mimado, superficial, egoísta, vanidoso, preocupado en su copiosa correspondencia por el cargo y el dinero.

Leopoldo Alas Clarín, que creía que el cordobés era el mejor literato español de la época, advertía también que “hablar de Valera es exponerse a no acertar”. Y verdaderamente de Valera es difícil discernir si fue un escritor aficionado a los cargos políticos como medio de ganarse la vida o un político que utilizó la Literatura para conseguir la gloria. Los méritos literarios de Juan Valera, novelista, dramaturgo, ensayista, articulista, traductor, académico de la lengua, introductor de Menéndez Pelayo en Madrid y animador de un joven poeta nicaragüense llamado Rubén Darío, han sido valorados de muy forma diferente según la época: la Literatura, como las demás artes, está sometida a las modas del momento. Lo que se puede asegurar con certeza es que Juan Valera, además de diputado y senador en varias ocasiones, secretario y consejero de Estado, también fue un activo diplomático. Comenzó en esta carrera en 1847 como agregado sin sueldo en Nápoles y luego como agregado de número en Lisboa, Río de Janeiro y París, antes de su viaje a Rusia en 1856 como miembro de la misión extraordinaria ante la corte del zar presidida por el Duque de Osuna. La correspondencia que desde San Petersburgo y Moscú envió a sus amigos, casi toda dirigida a su jefe, el también diplomático y escritor Leopoldo Augusto de Cueto López de Ortega, constituye la obra Cartas desde Rusia, para algunos “un monumento literario”, como el crítico Gregorio Morán, que, por otro lado, considera el resto de su obra “prescindible”.

CARTAS DESDE RUSIA

Las cartas rusas de Valera no se publicaron por separado de su Correspondenciageneral hasta 1950. Las ediciones que desde entonces se han hecho con el títuloCartas desde Rusia comienzan el 26 de noviembre de 1856 con la misiva de Valera a De Cueto enviada desde Berlín. Los representantes españoles se dirigían a San Petersburgo para reabrir la embajada de España en la capital rusa y reanudar las relaciones diplomáticas entre los dos países, rotas en 1833 al apoyar el zar Nicolás I al candidato carlista Carlos María Isidro como candidato al trono español. El nuevo zar, Alejandro II, acababa de reconocer a Isabel II como reina de España. El jefe de la misión, Mariano Téllez Girón y Beaufort Spontin, Duque de Osuna, Duque del Infantado, Grande de España, senador, mariscal del campo, que dilapidaría una de las fortunas más grandes de España, estaba dispuesto a hacer notar su llegada.

“Viajamos a lo príncipe. Paramos en las más elegantes fondas y tenemos coches, criados, palco en los teatros y cuanto hay que desear”, escribe el diplomático cordobés. Las Cartas desde Rusia contienen abundantes comentarios irónicos de Valera sobre el carácter y el comportamiento de su jefe y otros acompañantes, pero el aspecto que aquí nos interesa es el del viajero que registra, procesa y cuenta lo que ve y experimenta en una país extranjero. El donjuán Valera que está presente en toda la correspondencia, aparece ya en esta primera carta:

“Florentino Sanz y yo hicimos de Fausto y Mefistófeles con dos modistillas muy guapas y nos regocijamos en grande en una taberna… Allí las introdujimos en la cámara del vino, in cellam vianariam, y el nardo dio su olor”.

Los diplomáticos viajeros atravesaron Polonia –“Varsovia me ha parecido hermosa, pero triste como una esclava”– y Lituania. El paso del río Niemen helado impresionó tanto a los viajeros que entraron a pie en Kovno (hoy Kaunas) por miedo a morir ahogados si el hielo se hundía bajo el peso de los carruajes. El 10 de diciembre Valera envía su primera carta desde Petersburgo contando las peripecias del viaje desde la frontera lituana y sus primeras impresiones de la ciudad: “Esto es inmenso, inmenso, y por lo poco que he visto, me gusta más que París”.

Juan Valera se encuentra una Rusia de sesenta y ocho millones de habitantes, desmoralizada por la derrota un año antes en la Guerra de Crimea y con un nuevo zar dispuesto a apuntalar la monarquía absoluta rusa introduciendo reformas en el régimen feudal de servidumbre y favoreciendo a la burguesía. El 16 de diciembre Valera describe a su madre los lujos de una corte faraónica: el palacio de Tzarskoe-Selo, donde la embajada fue presentada al emperador Alejandro II, “es inmenso y rico, pero de un mal gusto y una extravagancia churriguerescos. Para llegar desde nuestro cuarto al salón en que nos recibió el emperador tuvimos que andar, siempre en línea recta, cuatrocientos cincuenta y siete pies, que mi compañero Quiñones, que es matemático, tuvo la paciencia de contarlos, y atravesamos veintiocho salones a cuál más lujoso. Los esclavos negros nos abrían las puertas de par en par cuando nos acercábamos”. En Tzarskoe-Selo asisten a una función dramática en la que representó el papel principal la actriz francesa Magdalena Brohan: “en la sociedad elegante habla aquí francés todo bicho viviente”, explica Valera. Meses después esta actriz sería objeto de la pasión desbocada de Valera y del cortejo amoroso de su jefe, el Duque de Osuna. El 23 de diciembre escribe a De Cueto: “Hemos visto el Palacio de Invierno, que es magnífico. Mucho jaspe, mucho dorado y mucha malaquita. Los retratos de los emperadores están en unos como altares. El cuarto donde murió el emperador Nicolás se enseña ahora con más respeto que en Jerusalén se podrá enseñar el Santo Sepulcro.”

LA PRIMERA IMPRESIÓN

La Rusia dorada de la corte, la de los aristócratas, la de los terratenientes y los altos funcionarios del gobierno es la Rusia a la que tiene acceso Valera. “Más general hay que príncipes, y los príncipes abundan por tal manera, que casi se puede afirmar que lo son la tercera parte de las personas que no se alimentan exclusivamente del abominable brebaje llamado kwas y de los nauseabundos puches negros y caldo de coles y sebo”, escribirá más adelante. El mismo Valera es consciente de que existe otra Rusia en el lado oculto del decorado que se presenta ante sus ojos. “El aspecto de San Petersburgo no puede ser más grandioso. No sé dónde viven los pobres, porque no se ven más que palacios, monolitos, cúpulas doradas, torres, estatuas y columnas. Las calles y plazas son inmensas. Innumerables coches y trineos cruzan en todas direcciones”. Sólo en una ocasión, el 11 de enero de 1857, cuenta el vértigo que le produjo asomarse al pozo de la miseria rusa: “Hemos estado en el cuartel de Inválidos, y no tiene mucho que ver ni de qué admirarse. Los pobres inválidos no lo pasan tan bien. Sin embargo, como de cualquier modo se vive, había muchos muy viejos, y uno entre ellos que había ya cumplido los ciento diecisiete años. Comen pan de centeno, puches negros y otras abominaciones, y beben kwas. Creo que de las cortezas del pan de centeno, que no pueden roer y dejan mordidas y combinadas ya con la salivilla, sacan luego el kwas, echándole agua para que fermente. ¡Estupendo brebaje!”.

Pronto Valera se dará cuenta de que el exotismo de Rusia y el desconocimiento del idioma –de lo que se lamenta en varias cartas– convierten a San Petersburgo en una ciudad incómoda para los extranjeros. “O los cocheros no entienden de números, o no hay números en las casas” –se queja–. “Las calles son tan largas, que pasa un día en recorrer una calle. Cada casa tiene su título particular, como los actos de los dramas románticos; pero a veces no se adelanta nada con saber el título de la casa, porque el cochero lo ignora… Ni le vale que le lleve usted en un papelito escrita en ruso la mencionada descripción. Los cocheros no saben leerla, ni los porteros tampoco”. Orientarse en un país con caracteres distintos en la escritura y altos índices de analfabetismo presentaba enormes dificultades que el escritor cuenta: “La carencia de letras hace que los rótulos o muestras de las tiendas, sobre todo en los barrios, estén en jeroglíficos, que sólo interpretan los del país, acostumbrados ya a descifrarlos… En casa de un comadrón y sacamuelas, por ejemplo, hay este cuadro: una mujer en la cama y un hombre con un instrumento quirúrgico en la diestra ensangrentada y con una siniestra mano presentando con orgullo algo como un chiquillo recién nacido. La escena está circundada de una aureola brillante de dientes y muelas con hipertróficos y retorcidos raigones”.

No obstante, los diplomáticos españoles recién llegados constituyen la atracción de San Petersburgo y Valera se muestra feliz por ello. “Cada día tenemos una comida y cada día vemos un nuevo y magnífico palacio”, cuenta el cordobés, que como buen amante de la buena mesa elogia los manjares que le ofrecen.

“El arte culinario ha llegado aquí al último extremo de perfección, y no puede usted imaginarse qué combinaciones tan sabias y qué inventiva tan acertada y fecunda forman y tiene los cocineros”. A él, que ha pasado un tiempo en Italia, le asombra la calidad de los helados rusos. “Los helados aquí son excelentes. Escuela napolitana, como en París, pero llevada a tal extremo de delicadeza, que ni en Tortoni ni en el café de Europa, en Nápoles, hacen tales helados como éstos. Los frutos, deliciosos; sobre todo, las uvas de Astracán. Y los vinos, los mejores del mundo entero, que vienen aquí para que esta gente se los beba”.

Juan Valera, que quizás pensara que viajaba a un país atrasado y aislado de la civilización, se sorprende ante el animado ambiente cosmopolita de la capital rusa. A corta distancia de Tzarskoe-Selo en otro sitio imperial, llamado Paviovski, el escritor acude en varias ocasiones a los grandes conciertos diarios dirigidos por el compositor vienés Johann Strauss hijo. “Aquí se dan un ciento de óperas y de bailes al año –escribe–, y no sucede como ahí donde el señor Uriés les tiene a ustedes embaucados con tres o cuatro, a lo más, para toda la temporada”. La comparación con el apagado ambiente de la capital de España aparece con frecuencia en la correspondencia del diplomático cordobés: “Hay mejores librerías y más libros franceses, ingleses y alemanes que en Madrid”, escribe en otra ocasión. “Las tiendas, hermosas y bien surtidas. Cualquier cosa, tres o cuatro veces más cara que en Madrid”, comenta en otra carta. No se le escapa al escritor la opinión que los rusos tenían de España. “Creen –dice– que hay muchos ladrones, una anarquía completa y ninguna esperanza de que un Gobierno cualquiera consolide y dure más de uno o dos años”. Pero impresión tan poco descaminada a la vez confería a los españoles una aureola de audacia y misterio muy apreciada por las damas. “Como estas señoras son tan románticas –explica Valera–, adoran a España, país primitivo, como ellas dicen, donde quisieran ir para que las cogieran los ladrones y las violaran, y para correr otras aventuras de no menos gozo y provecho”.

Las rusas causan una sincera admiración al galante diplomático cordobés no sólo por sus encantos físicos: “Las damas se visten aquí con tanto primor y riqueza como en París; pero no llevan la exageración de la moda, hasta el extremo que las damas de Francia. Aquí no se ven esos miriñaques monstruosos que por ahí se usan (…) Pero más aún que el oro y los diamantes, lucen aquí las damas su erudición y su ingenio. Los hombres de España, bien se puede afirmar que saben más que los rusos; pero las mujeres de esta tierra en punto a estudios, les echan la zancadilla a las españolas. ¡Válgame Dios y lo que saben! Señorita hay aquí que habla seis o siete lenguas, que traduce otras tantas y que diserta no sólo de novelas y de versos, sino de religión, de metafísica, de higiene, de pedagogía y hasta de litotricia, si se ofrece”. Al autor le llama también poderosamente la atención lo bien que mantienen las rusas su belleza en todas las edades, aunque denuncia un defecto generalizado en ellas: “Lo único visible que con facilidad se les echa a perder, y, por cierto, que es muy grande lástima, son los dientes; lo cuál proviene, sin duda de tanto confite y tanta chuchería como engullen”.

LA VIDA COTIDIANA DE LA SOCIEDAD RUSA

Además de las minuciosas descripciones de los lugares que visita y de la abundante información que proporcionan de la vida cotidiana de la alta sociedad rusa, lasCartas desde Rusia recogen datos sobre las relaciones comerciales con España, el carácter de los rusos, los escritores de moda que él lamenta no poder valorar por su desconocimiento del idioma, o las peculiaridades de la religión ortodoxa y su influencia en las costumbres populares. La fanfarronería individual y colectiva de los rusos irrita a Valera: “La vanidad y presunción de esta gente es inaudita, y entiendo que mira con desprecio a todas las naciones de Europa”, escribe en una carta, y en otra señala que “no hay majadero que no trate de hacer creer a usted que es un Salomón, ni don Pereciendo que no asegure que gasta al año veinte o veinticinco mil rupias por lo menos, ni teniente que no le cuente a usted sus hazañas y por docenas los enemigos que ha muerto en la guerra”.

En la carta fechada el 5 de marzo de 1857 Valera da cuenta a su amigo del cambio que la Cuaresma impone en la vida cotidiana de San Petersburgo. “La Cuaresma es aquí terrible –se queja–. No se ve un alma en las calles, nadie recibe en su casa. Todos están encerrados haciendo penitencia y tratando de elevar el alma a su creador por medio de oraciones, ayunos y vigilias que mortifiquen y domen bien las carnes”. “Los teatros están cerrados –añade– y adondequiera que va uno, le dan con la puerta en los hocicos”. Las temperaturas suaves que preludian la primavera incrementan la mortificación de los visitantes. “Ha venido el deshielo a poner las calles en un estado lastimoso. Aquí no se puede salir, a no querer nadar en un fango negro y nada aromático, y en coche va uno como picado por la tarántula, dando brincos y haciendo contorsiones horribles con el traqueteo y los sacudimientos que causan los baches en que se hunden los carruajes. Las ruedas hacen subir el lodo hasta las nubes y le salpican a uno miserablemente, embadurnándole la cara y convirtiéndole en un etíope si se descuida un poco”. Con la llegada de la Pascua, el ambiente se caldea: “El exceso de la alegría por la resurrección del Señor hace que muchísimos rusos de los más ortodoxos se caigan en estos días por esas calles como muertos o que, por lo menos vayan dando traspiés. Si no hubiese una causa moral para explicar este fenómeno –ironiza Valera–, se podría suponer que su verdadera causa es el aguardiente”.

El donjuán Valera se muestra sin artificios en la carta del 13 de abril, en el que cuenta su tormentosa relación con la actriz francesa Magdalena Brohan, la mujer más deseada de Rusia. “Los jóvenes del Cuerpo diplomático la adoran rendidos –cuenta Valera–; los inmortales del emperador la siguen cuando ella sale a la calle; las carnes de seis o siete docenas de boyardos y de príncipes y de stolnikosrebuznan por ella; en el teatro es aplaudida a rabiar y una lluvia de flores cae a menudo a sus plantas”. La Broham, sin embargo, se había fijado en el guapo joven diplomático español de ojos verdes que acompañaba al Duque de Osuna, otro de sus pretendientes, y le hace llamar para coquetear con él. Valera, que aceptó el juego confiado –“yo me creía ya un filósofo curtido y parapetado contra el amor”–, se vio atrapado por los encantos de la francesa, y ésta lo mantuvo en vilo durante varios días. “No pienso más que en este amor, y me parece que voy a volverme loco”, escribe. Los planes de la Broham no incluían una relación más larga ni más profunda y Valera, enfermo de pasión, se vio obligado a retirarse confesando a su amigo que “nunca consintió ella, por más esfuerzos que hice, en hacerme venturoso del todo”.

LA ESTANCIA EN MOSCÚ

En la última etapa de su estancia en Rusia, el 8 de mayo de 1857, Valera viaja en tren a Moscú, una ciudad que, a primera vista le asombra: “Hacía un tiempo hermosísimo, y no creo que por el mes de mayo hiera el sol la tierra de Andalucía con más fuerza que hería la de Rusia entonces… las cúpulas doradas, verdes, azules y rojas de las mil iglesias de Moscú me deslumbraban con sus resplandores; las campanas henchían el aire de sus sonidos argentinos, y las casas, los palacios, los templos, confundidos entre las masas de verdura, escalonados en el declive de las colinas y extrañamente agrupados con bien concertado y poético desorden, me causaban una impresión tan singular, que nunca, al llegar a ciudad alguna del mundo, la he sentido más extraña. Moscú no me parecía ni más grande que Roma ni más poético que Granada, ni más hermoso que Nápoles, ni más naturalmente rico y grande que Río de Janeiro; pero sí más original, más inaudito que todas estas ciudades juntas”. La amplitud del urbanismo moscovita le sorprende gratamente:“Todos estos paseos los hacía yo en carruaje –escribe–. Aquí no habría medio, como en Madrid, de hacerlos a pie, por económico que quisiera ser uno. Las distancias son enormes, gracias a los jardines inmensos, a las extensísimas plazas, a las hermosas alamedas y a la anchura de las calles”. El confort, inesperado al parecer, de los hoteles contribuye también a reforzar la buena impresión que la ciudad produce en el español. “Fuerza es confesar que las posadas o fondas de Moscú son excelentes, al menos en comparación con las de Madrid” –dice Valera–“y lo que hay mejor es cuartos amueblados con gran lujo, vestidas las paredes de ricas telas, en muebles, y vajilla elegantísimos y cuanto conviene a alojar confortablemente a un forastero de distinción que trae bien provisto el bolsillo. En Moscú se halla de todo; pero todo muy caro, singularmente para el extranjero, a quien la gente menuda trata siempre de engañar en todas partes”.

Dentro de los muros del Kremlin, el cordobés se siente como en el recinto fortificado de la Alhambra y no en otro lugar más solemne. Pero lo que realmente estremece a Valera es la catedral de San Basilio, edificio del que ofrece una pintoresca descripción: “Yo, al verlo, me creí trasladado por ensalmo al país de las hadas, al centro de Asia” –escribe–, “a alguna tierra casi ignorada aún y donde nunca puso los pies hasta ahora viajero alguno. No es la hermosura, sino la extrañeza, la que deleita, suspende y asombra, y hasta nos hace tener por hermoso lo que ciertamente no lo es. Lo que yo tenía delante de mis ojos era una pesadilla de arquitectura (…) Aquella cúpula parece una inmensa manzana cocida; esta otra, una piña o ananás; aquella torre, una zanahoria mayúscula; la de más allá, un rábano; los dibujitos pintorreados en el muro parecen incrustaciones de perejil y pedacitos de trufas y setas, y cabezas de alcachofas y de espárragos de jardín… La humedad que destilan de continuo, por dentro y por fuera, los muros de este edificio, que se diría que sudan en verano la nieve que han absorbido en invierno entre su yeso y ladrillos, contribuye más a darle el aspecto y apariencia de la mencionada gelatina à la printanière, que empieza a derretirse”.

Juan Valera cesó en su cargo de secretario de la embajada extraordinaria el 26 de mayo de 1857 y abandonó Rusia a primeros de junio. La correspondencia de Valera relacionada con su estancia en aquel país concluye con una carta enviada a De Cueto desde París el 23 de junio, que contiene en las últimas líneas un recuerdo para la Brohan, la mujer que le dio calabazas en San Petersburgo. El elegante estilo de Valera, lleno de observaciones agudas, de humor y minuciosas descripciones de las ciudades rusas y de la vida de sus habitantes ha hecho que algunos críticos, como Manuel Azaña, consideren sus cartas rusas como lo mejor de la literatura de viajes escrita en el siglo XIX, por encima de los libros de Blanco White, Ali Bey o Ángel Ganivet.