El Atlántico de este a oeste
Jesus González Green
Tenemos un misterio dentro, afortunadamente, que cuando contemplamos el mar y recorremos el horizonte con la vista, nos despierta un deseo, más o menos irresistible según la estructura de cada uno, de ir hacia allí y perseguir esa línea inalcanzable que nos hace soñar, y descubrir algo o llegar a alguna parte impredecible; lo mismo nos pasa con las más altas cimas de las montañas, con los desiertos y ya vamos llegando al espacio y los planetas. A esa curiosidad natural le debe el hombre su progreso.
Quien pregunta por qué hacemos estas cosas ha perdido este instinto y no intentéis explicárselo; nunca lo entendería.
Un gran paso fue la conquista del aire, cuando a los hermanos Montgolfier, fabricantes de papel, se les ocurrió la idea de construir un pequeño globo para que subiera aprovechando la fuerza ascensional ¡del humo!
Nunca el genio del hombre obtuvo un triunfo en apariencia más brillante. El invento de la imprenta, tan fundamental, pasó desapercibido, tardó muchos años en conocerse y sólo llegó a ambientes restringidos, a algunos frailes y sabios; el mismo Colón murió sin saber que había descubierto América… Pero el vuelo del globo fue sensacional, se extendió como una exhalación por el mundo civilizado, que saludó el advenimiento de una nueva era que abría los caminos aéreos.
Personalmente creo que fue una injusticia y estoy convencido de que la paternidad es ibérica y pertenece al «Padre Voador», Bartolomé Lourenso de Gusmao, que se elevó en un globo de su invención delante de Juan V de Portugal y su corte en 1709, 75 años antes que los franceses, y recibió por ello seis mil reis; aunque según el historiador y jurista Joaquín Costa, el rey se enfadó cuando rompió una cornisa del palacio con un golpe de su «Passarola».
Más se enfadó la Inquisición, que lo pilló recién apeado y lo encerró por hechicero confeso y pacto con el diablo en un calabozo de techo bajo, donde, hábilmente interrogado, se retractó de su herejía. Negó todo, quemó hasta el último plano y huyó al Brasil para volver sólo a morir y enterrarse en Toledo.
Por este instinto investigador no es de extrañar que, en cuanto aprendemos a manejar un globo, el sueño que se nos despierta sea atravesar los océanos; otra cosa es que nos atrevamos, o que encontremos las circunstancias técnicas y económicas favorables.
Cuando Blanchard, que había atravesado en 1785 el Canal de la Mancha con el norteamericano Jeffries, fue a los Estados Unidos, enseguida fundó la Sociedad de Viajes Aéreos Transatlánticos con George Washington, futuro presidente, quien anunció:
–En adelante, nuestros amigos vendrán volando por los aires desde París, en vez de arrastrarse por el océano.
UNA CALAMIDAD TRAS OTRA
El primero en ahogarse en el empeño fue el aerostero profesor John Wise, de 71 años. Su sueño era volar a Europa; pero un inesperado cambio del viento llevó el enorme globo «Atlantis» al lago Michigan, donde naufragó en 1879. Murieron los dos tripulantes: Wise, ahogado, y el señor La Mountain, estrellado al caer desde más de mil metros al romperse la sujeción de la barquilla.
Tadeo Lowe fue el siguiente. Le sorprendió el estallido de la guerra civil americana cuando tenía todo preparado para el despegue desde Filadelfia.
Mi antepasado George Green planeó la travesía en 1836 valiéndose de un lastre flotante, especie de barca atada al final de un cabo de forma que, al despegarse más de la cuenta de la superficie del mar, le hacía bajar por el peso.
El primer intento de Este a Oeste lo hicieron cuatro británicos, Colin Mudie, su mujer Rosemary, Bushy Eiloart y su hijo Tim. Despegaron el 12 de diciembre de 1958 de Tenerife en el «Small World». Fue una travesía aeronáutica, pues volaron 1.200 millas hasta que una tormenta los obligó a amerizar; siguieron el viaje por mar en su fantástica barca-barquilla hasta llegar a Barbados el 5 de enero.
Le siguió José María Ansaldo, pionero de la aeronáutica española, que preparó su globo de helio en una playa de Gran Canaria. Había inventado un sistema para acumular aire como lastre –único elemento disponible en vuelo– metido a presión en un recipiente con un bombín accionado con pedales de bicicleta, que aumentaría el peso. Para liberarlo, sólo tenía que abrir la espita.
Cuando pienso en Ansaldo y comparo sus pobres medios con los que tuvimos mi compañero Tomás Feliú y yo en nuestra travesía –comunicaciones por satélite, conocimiento y asesoramiento permanente de la situación atmosférica, globo mixto de propano y helio construido con los materiales más modernos, como kevlar y nailon–, veo claro que no tenía ninguna posibilidad de completar la travesía, y comprendo la maniobra de un amigo, que le dio tal pasada con su helicóptero, que rompió la vela del «Canarias» y frustró el peligroso intento. Ahí esta retratado Ansaldo sentado en la playa, solitario, después de mandar irse a todos, llorando junto a su globo que se deshincha, recostado en la arena, convulsionándose como un cachalote herido.
Diez años más tarde, los ingleses y americanos comienzan a probar con los contra-alisios, y una tripulación con el británico Malcom Brighton, el norteamericano Anderson y otro piloto no identificado despegan con el globo mixto «Free Life», el 20 de septiembre de 1970 desde Terranova. A las 30 horas de vuelo, desaparecieron en una tormenta y nunca se halló resto alguno.
El 7 de agosto de 1973 lo intentó Bob Sparks desde Bar Harbor, Maine, con el «Yankee Zephyr», globo mixto de helio y aire caliente que terminó su vuelo a las 23 horas en una tormenta violentísima. Su relato parece exagerado: despertado por una catarata de agua que le inundó su «góndola», es impulsado por vientos verticales y heladores de incluso 200 kilómetros por hora, hasta los 20.000 pies para, a continuación, ser precipitado al mar a velocidad de vértigo, y volver a elevarse sin remedio en un sube y baja infernal en mitad de la noche. Por experiencia sé lo que es convertirse en una marioneta flotante a merced de las tremendas, invisibles, fuerzas de la atmósfera. Lo rescataron desmayado en el fondo de su barquilla flotante, abrazado a su barógrafo-testigo.
El nuevo intento fue el del coronel Thomas Gath, de 56 años, quien despega desde Maine el 18 de febrero con su «Light Herat», un racimo de globos de helio a alta presión. Desapareció en el océano. Yo estaba en el Telediario de TVE y fuimos a rastrear las Azores y Cabo Verde… sin éxito.
El multimillonario, y sin embargo mi amigo, Malcom Forbes, con el mejor, más costeado y mejor diseñado «Windborne», también un racimo de globos de helio, comienza su despegue en Maine el 6 de enero de 1975. Pero los dioses del viento no respetaron este formidable proyecto y lanzaron los globos peligrosamente hacia arriba cuando la cápsula no estaba asegurada aún; hubo que soltarla para salvar la vida de los pilotos.
La siguiente tentativa es la de Bobby Sparks, que ya había sido derribado en el «Yankee Zephyr», quien lo intenta otra vez el 21 de agosto de 1975 con el «Odyssey», también desde Maine. Parece que el fallo esta vez consistió en que se embarcó, de forma imprevista, su jefe de tripulación de tierra, un sobrepeso que hizo que volaran sólo 2:05 horas antes de caer nuevamente al mar.
El socio de Spark, Karl Thomas, le puso una vela nueva a la cápsula del «Odyssey» que bautizó como «Spirit of 76», y despegó el 25 de junio de 1976 desde la base naval de Lakehurst, en Nueva Jersey. A las 550 millas fue derribado por una tormenta y Thomas, rescatado por un carguero ruso.
El «Silver Fox» era un globo construido por el veterano Ed Yost con el que despegó el 10 de octubre de 1977 desde Maine; pero la dirección del viento cambió y comenzó a volver al centro del Atlántico, por lo que decidió amerizar. Consiguió llegar a setecientas millas de Europa, batiendo el récord mundial de distancia que tenían los del «Small World».
El 9 de septiembre despegó el «Doble Águila del Maine» con Maxie Anderson y Ben Abruzzo; pero el viento los llevó a Islandia, donde tuvieron la suerte inmensa de sobrevivir a una horrible tormenta. Otro cualquiera se habría jurado no subir de nuevo a un globo; pero ellos, destinados a la gloria de ser los primeros en alcanzar este sueño del Atlántico, volverían a intentarlo.
El «Águila» salió de Bar Harbor, Maine, el 10 de octubre de 1977, con los capitanes Reinhard y Stevenson, que cubrieron 220 millas antes de verse envueltos en una tormenta en la que se les perdió todo rastro.
El penúltimo intento corrió a cargo de Sir Donald Cameron, acompañado por Chris Davey, quien despegó el 26 de julio de 1978 desde San Juan de Terranova con el «Zanussi», un globo de helio rodeado por otro de aire caliente. A las 24 horas de vuelo, le explotó el globo de helio con el sonido de un cañonazo. El globo siguió volando con dificultad gracias al aire caliente; pero al quinto día tuvieron que aterrizar frente a un enorme «cumulonimbus» que les cortaba el paso. Estaban casi en las costas de Irlanda.
Por fin, el 11 de agosto de 1978 despegó el «Doble Águila» de la isla Presque (Maine). Estaba construido para volar a gran altura y navegar en la «corriente del chorro». Soltaron 1.750 kilos de lastre y a las 137 horas estaban sobrevolando Gran Bretaña; pero siguieron hasta las cercanías del aeropuerto parisino de Orly, cerca de donde aterrizó Lindbergh, y tomaron tierra el 17 de agosto, después de 137 horas y 6 minutos en el aire. El sueño del Atlántico se había cumplido.
En septiembre, mi amigo Joe Kittinger, que había saltado en paracaídas desde mil metros de altitud, puso la guinda a los vuelos americanos volando en solitario hasta Italia.
Conseguir estos dos éxitos había costado 119 años y nueve muertos.
DEVOLVER LA VISITA
El desafío estaba ahora en devolver la visita: hacer la travesía desde Europa a América, de Este a Oeste, con los vientos descubiertos por los navegantes portugueses y españoles: los alisios.
La diferencia es importante. Los vientos de la «corriente del chorro» que han traído a los aerosteros americanos son «limpios», rápidos, altos, por encima de la mayoría de los meteoros. Lo descubrieron los aviadores yanquis que venían a la guerra de Europa y lo aprovechó la aviación comercial para ahorrar combustible a su vuelta por el Atlántico Norte, gracias al empuje de ese «viento en cola» de hasta 250 nudos1. En cambio los alisios son vientos lentos, 23-25 nudos «mareros», cercanos al mar, donde están los meteoros.
El proyecto lo comenzó Tomás Feliú, antiguo alumno mío del que aprendí muchas cosas. Se puso en contacto con el físico José Luis Camacho, del Instituto Nacional de Meteorología de la Ciudad Universitaria de Madrid, y comenzaron a investigar con los datos reales de la atmósfera metidos en un ordenador. Cuando introducían una partícula flotante dentro del «río aéreo» que son los alisios, comprobaron que llegaba a América con una probabilidad de más del ochenta por ciento.
También dedujeron que el viaje había que hacerlo en los meses de invierno, cuando son más escasos los ciclones en las cercanías del Caribe.
En ese momento entré yo en el proyecto. Había tenido ese sueño, como cualquier aerostero, y ahora se presentaba la ocasión de realizarlo.
Para una aventura de este tipo es fundamental saber elegir a los que van a convivir juntos, si no un tiempo largo, con seguridad intenso, con momentos duros que ponen a prueba la capacidad de mantener la calma, de disimular el miedo, tan contagioso y tan destructivo, y de mantener el buen humor, porque al final se trata de una aventura voluntaria que se hace para vivir, no para sufrir.
La dificultad estaba –una de ellas– en despegar de territorio español, a ser posible desde Huelva, para repetir el viaje que hicieron nuestros navegantes exactamente 500 años antes; pero, en esos días fríos, los alisios estaban en la latitud de Cabo Verde y, desde Canarias, aún tendríamos que navegar setecientas millas al SO para llegar a la corriente.
Camacho podía interpretar las poderosas fuerzas de la atmósfera a través de su bola-pantalla de cristal, como un genio. Había escogido la isla del Hierro, la más occidental y libre de influencias de rebufos de las otras islas, y se sacó de la manga un recurso meteorológico para salvar la enorme distancia.
Nos expuso que cuando se aproximan un anticiclón, que gira en el sentido de las agujas del reloj, y un ciclón, que lo hace en sentido contrario, y se «conjuntan», hacen el efecto de un inmenso soplillo que lanza una corriente capaz de empujarnos esas setecientas millas y aun de desarmar el globo. De hecho los alisios se alimentan de estas inyecciones de aire frío. El problema es que esa conjunción, en ese mismo lugar, sólo podía ocurrir una o dos veces durante el invierno y duraba pocas horas. Había que estar prevenidos.
La primera vez no lo estuvimos. Nos cogió por sorpresa y por ello perdimos el cincuenta por ciento de nuestras escasas posibilidades.
Fue en el «Mar de las Calmas», para colmo, a poniente de la pequeña isla a donde nos fuimos después de los exámenes médicos pertinentes y de un intenso cursillo de supervivencia.
Aguantamos esa primera corriente, con el corazón temblando de esperanza y de temor; pero se nos vino encima con tal violencia que a punto estuvo de romper la delicadísima vela del «Ciudad de Huelva», como bautizamos al globo.
Estábamos instalando el enorme teléfono por satélite, vital para comunicarnos, cuando comenzó la ventolera; a pesar de todo intentamos enfrentarla y comenzamos a preparar la maniobra del hinchado, que a los pocos minutos tuvimos que abortar.
En este tipo de aventuras, el perder una ocasión suele ser fatal y, si se presentaba otra, cosa que ni el mismo Camacho podía asegurar, posiblemente sería la última.
Mientras tanto mudamos el campamento, recogimos las tres toneladas de equipo ya desplegado y nos instalamos en la Hoya del Morcillo, rodeados de árboles.
No dejábamos de mirar con temor la gran barrera de pinos encaramados en los bordes altos de «la Hoya», que habría que salvar en el despegue.
JAMÁS DESPEGAREMOS
Ahora sí estábamos bien preparados, y hasta tuvimos tiempo de aburrirnos en espera de la segunda oportunidad.
Se puede organizar una expedición minuciosamente, en cada detalle, y adelantarse a infinidad de contingencias; pero hay un elemento fundamental en estos quehaceres difíciles y farragosos: la suerte, esquiva y traidora, que casi siempre viene relacionada con la buena previsión y el planteamiento riguroso.
Y nos dio la espalda en el peor momento, el más crítico, cuando ya habíamos abierto la espita del gas para inflar, lo que suponía sobrepasar el punto de no retorno.
Estos globos sólo se hinchan una vez. El helio viene de Canadá hasta Barcelona, para allí ser trasladado a otro buque en demanda de Tenerife y, una vez más, a un pequeño trasbordador, que es el que entra en Hierro; llega a precio de oro.
La vela tiene una válvula de desgarre cuidadosamente soldada, que se abre –desgarra– cuando se ha aterrizado y hay que largar el gas. Vacía y rota, queda inservible (por lo que únicamente puede utilizarse una vez.)
Según el manual, el artefacto debía rellenarse en un máximo de cuatro horas.
Transcurridas ocho de ellas, empezamos a dudar de si «aquello» funcionaría. ¿Perdía la «válvula de escape», delicado mecanismo que deja salir una cierta cantidad de gas cuando se quiere descender durante el vuelo? ¿Era demasiada la altitud de la Hoya, o demasiado el frío de la montaña lo que hacía bajar la presión del gas? ¿Qué diablos pasaba? El viento, que debía estar ya empujándonos hacia Cabo Verde, comenzó a arreciar con violencia. El globo seguía con la papada fofa y daba tales tumbos que amenazaban estrellarse contra el suelo. Todos los hombres de la isla, ya amigos, tiraban de las maromas desesperados, tratando de controlarlo, cuando de pronto… ¡Zas!: la vela comenzó a rasgarse por el ecuador, abriendo una negra y siniestra herida que se agrandaba a cada arcada hasta dejar colgando más de media falda.
Nos quedamos paralizados, mirando aquel desastre, incrédulos. Aquello significaba el fin. El agotamiento de 24 horas de esfuerzo hacía de anestesia y, al menos yo, veía aquella ballena blanca, herida, como una cosa irreal, que ya no tenía nada que ver conmigo. Es más, no quería mirarla; me fui directamente a un coche y caí, ya dormido, en el asiento trasero.
No sé cuánto tiempo pasé allí, ausente de todo, hasta que me despertaron unos golpes en la ventanilla. Era Tomás; su pinta de huérfano desgraciado era sólo una apariencia. Venía, nada menos, que a proponerme el escalar a la cima del globo y repararlo, parchearlo, amarrarlo… como fuera.
Fue el momento culminante de la aventura, en el que uno está más débil y más perdido y tiene tentaciones de rendirse, de abandonar, cuando sólo el más fuerte puede seguir. Teníamos todo tan en contra que lo miré incrédulo, como a un loco; el globo se había roto, no había gas para un segundo hinchado, era el último coletazo de la corriente, de la última corriente, y José Luis Camacho había dado la orden de cancelar el despegue…; no teníamos nada, absolutamente, a favor. Pero él estaba hecho con la madera de los héroes e insistía, suavemente, en voz baja, y razonaba… Me di cuenta que yo estaba en el otro bando; contra mis propios principios me había rendido, y me avergoncé.
Más por amabilidad y por librarme de esta sensación de derrota, le di la razón y pusimos manos a la obra. Fue una inyección de energía que nos fue contagiando a todos, y ya subíamos y tirábamos y asistíamos nerviosos a la tragicomedia en la que… ¡el gran Manolo, señoras y señores!…, operario de la grúa del Cabildo, que habían sacado de una boda completamente apipado, realizaba una maravillosa exhibición agarrado a los mandos, acompañando los vaivenes vieneses de la vela y el viento, adelantado o retrasando a «El Indio» –José Cuffi– y a Cantalapiedra –el enviado de la FAI–, que colgaban como marionetas con los brazos extendidos hacia las fauces abiertas del globo dispuestas a tragárselos, como así pasó más de una vez en las pequeñas distracciones de Manolo por corresponder a los aplausos.
El globo, contra todo pronóstico, se reparó, se remendó razonablemente. Es verdad que no era la esfera contenedora del gas la que se había roto –esa reparación hubiera sido imposible–, fue sólo la falda que cuelga del ecuador de la esfera que sirve para mantener el calor de los quemadores, destinados a dilatar el enorme volumen y así perder densidad para subir. Estos globos no usan lastre.
Volvimos a la maniobra ya de madrugada; el viento se había calmado; sacamos el lastre usado para la preparación, pero el globo no subía. Quitamos más lastre, los dos tercios del agua potable, los paracaídas, la cuerda de freno, o rezón… El globo no se movía.
¡Parece de mármol! –gritó Tomás.
Sacamos casi toda la comida, y el globo no subía.
El inspector de la Federación Aeronáutica Internacional se acercó alarmado: Pero… ¡dejaréis algo dentro!
No había forma. No sé cuántas cosas más sacamos; elementos indispensables, estudiados durante meses, salieron de la barquilla…
–Nieves –le susurré al oído a una de nuestras ayudantes–, avisa a la fragata que seguramente tendremos que amerizar al otro lado de la isla. Estaba seguro de que la válvula de achique dejaba escapar el helio.
La maniobra correcta en un globo de gas es estabilizarlo, ponerlo «indiferente» flotando a pocos centímetros del suelo, y entonces sacar 30 kilos de lastre para que suba majestuoso hasta el nivel 1.000 pies –que son 300 metros– y dejarlo derivar ya con el viento. El quemador se utiliza ya una vez en vuelo, cuando tiende a bajar.
Pues aquí comenzamos a quemar.
–¿Quemamos?, pregunto a Tomás a gritos.
Sobre él rugía la lanza de fuego que ya introducía entre las faldas recién remendadas.
La gente miraba atónita hacia arriba con la boca abierta.
Por fin, el globo se elevó suavemente a las 04:10 horas del día 9 de febrero de 1992, liberándonos de la pesadilla terrestre.
BELLEZA PELIGROSA
El vuelo fue una maravilla de sensaciones y belleza, de navegación en silencio por los valles claroscuros de las nubes ribeteadas por la luz lunar, de amaneceres y atardeceres rojos en el océano inmenso, de soledad infinita, de flotar por encima del mar de cúmulos y estratos, de acostumbrar la vista a la luz de las enormes estrellas, y de entrar en las nubes, que refrescan la cara con su agua microscópica –donde se reflejaba el fantasma del globo, en la neblina– y producen una sordina al hablar. La travesía fue una mezcla de mar, nubes y cielo.
En determinados momentos en que navegamos dentro de la bruma, la soledad es tan desacostumbrada, tan agresiva, que tenemos que hacer un esfuerzo para no inquietarnos; no vemos absolutamente más que la nada, en la que estamos flotando. Falta la visión, todo es blanquecino, el mar sólo se adivina detrás del velo blancuzco de la neblina, y falta el sonido; no hay un eco, ni un rumor, y el grito más angustioso que pudiéramos dar no llegaría a ninguna parte, porque ni siquiera hay horizonte.
Esa mañana fue precisamente cuando apareció la gaviota, tan solitaria como nosotros, un fantasma de gaviota que vaga por allí hace al menos quinientos años.
–Aquí dijeron los de la carabela «Niña» que habían visto un garzao, y estas aves nunca se apartan de tierra, cuando más de veinticinco leguas.
La tormenta comenzó al ocaso del segundo día y duró hasta el alba. Ahí sentimos la insignificancia que somos a merced de la Naturaleza… Cómo se nos ponía el corazón en la boca al notar un pequeño latigazo de viento en la vela, o ver balancearse la manga… Éramos «nada», que subíamos empujados por la turgencia de las nubes, hasta dejarlas bajo la cápsula a 16.000 pies, para bajar otra vez, suavemente succionados por los rebufos, en la oscuridad total donde sólo podía verse la aguja fosforescente del altímetro que bajaba decidida, sin pausa, de los cinco mil metros, cuatro mil, tres mil, dos mil, mil, ya quinientos metros, cuatrocientos, doscientos… y podíamos oír el rugido del mar furioso, invisible de negro, tan cerca ya que una de las olas enganchó la antena colgante ¡a veinte metros! para dar un tirón a la barquilla. Fue una noche intensa.
En nuestra mísera situación, nos quedamos mirando el horizonte que clareaba, como si el alba que se extendía pálida y triste fuera una esperanza, la vida que volvía con la calidez del amanecer rojizo; bastó un débil rayo de sol sobre la esfera del aerostato para que éste recuperara también su fuerza y subiera por encima del mar de nubes, de las pequeñas gotas que aún caían, y nos llevara a otro mundo soleado y claro, reconfortante, donde nos encontramos más seguros.
Observamos la masa grisácea, claroscura, que se retiraba, como cuando al despertar uno ve alejarse todavía la pesadilla que nos ha hecho tiritar toda la noche.
Otra impresión fue la vida en el mundo frío y luminoso de las alturas, donde la falta de oxígeno daba una sensación general de irrealidad; nunca he vivido una realidad más irreal, de entrar en un mundo que no es el nuestro, con el corazón queriendo salirse del pecho y otro sabor de respiración.
El cerebro se nos iba embotando y todo perdía importancia. Lo crucial ahora estaba en ver a Tomás con su máscara de oxígeno, de la que colgaba una especie de moco que le daba el aspecto de pavo navideño, y en la risa tonta, contagiosa, que esto nos provocaba: borrachera seca y eufórica, peligrosa, rayana ya con la pérdida del conocimiento. El oxígeno fue uno de los lastres que dejamos en el suelo de Hierro.
La sensación final fue la llegada. En mi guardia aparecieron unas luces tenues, cálidas, parpadeantes por la distancia, o por la bruma, que desaparecían entre las nubes y volvían a aparecer a nuestra espalda –era el globo que giraba– llenas de misterio. Eran las plataformas petrolíferas de Trinidad Tobago.
–El Almirante, a las diez de la noche, vio lumbre, aunque fuese una cosa tan cerrada que no quiso afirmar que fuese tierra… Se vio una vez o dos, y eran como candelillas de cera que se alzaban y levantaban…
La primera sensación fue de alivio –habíamos conseguido completar la travesía–, pero enseguida vino otra de nostalgia –la aventura se acababa–. Ya sabíamos manejar completamente el globo, la situación atmosférica era favorable y llevábamos seis días viviendo en las nubes, toda una vida, y el saber que se concluía nos producía esa decepción.
Comenzó el espectáculo del delta del Orinoco, donde bajamos hasta rozar los árboles con la protesta ruidosa de loros y monos, para subir otra vez sobre este mar, que ahora era verde, de selva tupida como una moqueta. Estábamos tan agotados que nos perdimos. Tratábamos inútilmente de identificar los meandros de los ríos en el mapa, olvidando que teníamos la bola de cristal mágica que es el GPS.
Los habitantes del poblado de La Esperanza huyeron despavoridos, llevándose a sus hijos en volandas cuando se abrió el cielo y apareció el globo enorme que se precipitaba en la pampa cerca de sus cabañas. Cuando la cápsula dejó de arrastrase y revolverse, fueron apareciendo poco a poco, asomándose entre el verde y acercándose con la mayor sonrisa de que eran capaz sus dientes blanquísimos.
Eran las 14:20 UTM del día 14 de febrero, San Valentín. Habíamos recorrido 5.046 kilómetros. Y volado 120:10 horas.
Jesus González Green