El día 2 de julio tras desayunar levantamos nuestro campamento instalado cerca del río Pampaconas en Patibamba.
En aquella zona abundan los murciélagos hematófagos y comprobamos que alguno de nuestros caballos y mulas tenían manchas de sangre en el cuello y en el lomo porque habían sido atacados durante la noche.
De las más de dos mil especies de murciélago que hay en el mundo, hay tres que son hematófagos. Y una de estas especies abunda en algunas selvas del Perú. De noche descansando en el campamento junto a la hoguera se les ve volar, pero no atacan a las personas a menos que se queden dormidas en la selva sin mosquitero o tienda de campaña.
Muerden suavemente y lamen la herida provocando una hemorragia porque su saliva tiene propiedades anestésicas y anticoagulantes. Son peligrosos porque demás del debilitamiento que produce la pérdida de sangre pueden contagiar diversas enfermedades.
Uno de los caballos estaba lastimado en una pata, al parecer por haberse metido en el río apresuradamente asustado por el ataque de los murciélagos. Le aplicaron una inyección antiinflamatoria y le dejamos descansar.
Cruzamos el río Pampaconas por un precario puente de troncos construido por nuestros porteadores e iniciamos la ascensión por la margen izquierda del río por el precario camino que conduce a la casa de la familia Huamán.
De todo nuestro grupo yo era el único que conocía aquel camino. De los siete campesinos que nos acompañaban la mayoría había recorrido el camino entre Toroc y Chancavine, pero ninguno de ellos había cruzado nunca el río Pampaconas para ascender por la ladera izquierda del valle.
Este río es en aquella zona el límite entre un territorio transitado por muy poca gente y otro absolutamente despoblado porque desde hace unos años no vive nadie en toda la ladera izquierda de aquel valle.
Sabiendo que el camino estaba abandonado subimos con dos hachas y ocho machetes preparados porque que esperábamos encontrar el muchos árboles caídos.
Algunos troncos eran bastante gruesos y hubo que emplearse a fondo para cortarlos y apartarlos echándolos por el barranco y así abrir paso para las mulas. Nos ocupó especialmente la mula que llevaba el generador de electricidad. En varias ocasiones hubo que descargarlo para un paso difícil y volver a cargarlo.
Este recorrido no es muy largo pero nos llevó un buen rato por la cantidad de árboles caidos que estorbaban el paso.
Unos cientos de metros antes de llegar a la casa de la familia Huamán hay un gran derrumbe que yo había pasado ya varias veces. Lo conocí hace cuatro años cuando era muy peligroso cruzarlo. Una enorme porción de ladera de casi ochocientos metros de deslizó en época de lluvias hasta el río, dejando un enorme barranco de terreno muy inestable. Por suerte, con el paso del tiempo y el crecimiento de vegetación precaria, el terreno está algo más consolidado y se puede cruzar con menos riesgo aunque provoca todavía cierta aprensión.
La chacra de la familia Huamán conserva su belleza a pesar de que lleva varios años de abandono. Yo llegué por primera vez a aquel sitio en el año 1999 cuando con Nicanor Quispecusi, mi primer guía en Vilcabamba, y con Xosé Vidal Pan. compañero de los primeros años de expedición, nos internamos hacia el oeste del territorio rastreando los topónimos mencionados en las crónicas hispanas de la conquista para comprobar si aquel lejano Patibamba coincidía con las descripciones de los documentos del siglo XVI. Comprobamos que coincidía exactamente y en años sucesivos exploré la zona con distintos equipos de apoyo y nueve arqueólogos peruanos en expediciones sucesivas, hasta tener la convicción de que allí, tras aquella montaña, está Hatun Vilcabamba. Lo que nos disponíamos a demostrar con el sofisticado dron que transportábamos un una caja especial.
En la chacra hay dos modestas viviendas de piedra y un espacio para acampar que resultó cómodo después de limpiarlo con machetes. Hay plataneras, naranjos, limones, café, palta, colza y también pasto abundante para los animales. Aunque la selva avanza ya amenazante sobre algunos árboles.
Tras varias horas limpiando el sencillo canal abierto en la tierra consiguieron que volviera a fluír el agua junto a la casa. Al principio solo barro disfrazado de chocolate, pero pronto volvió a manar el agua pura que yo recordaba.
Cuando llegamos por primera vez a aquel lugar, hace ya veintitrés años, nos recibió con toda amabilidad su propietario, Leocadio Huamán, que vivía sólo con su hijo Jerónimo. Quien era entonces un adolescente que caminaba descalzo por la selva con su escopeta y durante nuestra estancia en aquel lugar nos sirvió de guía. Fueron varias jornadas abriéndonos paso entre la vegetación y explorando; que él aprovechó para cazar dos monos, el manjar favorito de la familia. En esta foto de hace veintitrés años se puede ver a don Leocadio limpiando los monos en la fuente para cocinarlos.
Allí disfruté en muchas ocasiones de la cálida hospitalidad vilcabambina y aprendí algunas reglas de comportamiento que son fundamentales en el mundo andino.
Recuerdo que un día don Leocadio, siempre tranquilo, me gritó muy alarmado en quechua. Nuestro guía Nicanor me tuvo que traducir el motivo, ya que estaba a punto de cometer un error que podría tener graves consecuencias para la familia. Iba a tomar agua de aquella fuente con una olla que había estado antes sobre el fuego. Y eso no se puede hacer, porque al mezclar dos elementos contrarios podría incluso secarse el manante.
No volví a cometer aquella equivocación, desde entonces se muy bien que en los Andes el agua se recoge siempre de la fuente con un recipiente que no haya sido nunca tocado por el fuego.
Años después don Leocadio se fue a vivir a Cusco y se quedó allí su hijo Jerónimo viviendo en soledad. Cada año, cuando llegamos a trabajar en la zona, abandonó brevemente su vida de Robinson en un paraíso natural para acompañarnos.
Hace cinco años encontró el amor de una pareja y esperaban un hijo, cuando ella se enfermó gravemente y murió de paludismo. Cuando la pena se junta a la soledad el dolor puede ser excesivo y Jerónimo dejó la chacra que tanto amaba para irse a trabajar lejos, parece que está en alguna de las explotaciones mineras que hay en Puerto Maldonado en torno al río Madre de Dios. Con la nostalgia de otros tiempos, contemplé la belleza de aquel lugar ahora tan solitario deseando que Jerónimo vuelva algún día a encontrar allí su hogar.
Nos aguardaba una dura jornada, para abrirnos para a través de la ladera y subir desde los 1.656 metros de altitud de nuestro campamento, hasta los 2.756 metros de altitud del lugar donde íbamos a operar el dron.
Preparamos todo para subir al día siguiente a lo alto de la montaña para iniciar la prospección con nuestro laser aerotransportado con dron.