Andersen: El viaje a España del rey de los cuentos

En 1862, cuando el autor de El patito feo, El soldadito de plomo y La sirenita se hallaba en la cumbre de su gloria, viajó a nuestro país y contó en un libro –Viaje por España– las impresiones que le produjeron las tierras y las gentes que habían estimulado su imaginación a lo largo de su vida.

 

Por Pedro Páramo

Bibliografía: Boletín Nº 20 – Sociedades Geográficas

El 14 de marzo de 1808 la española División del Norte, formada por quince mil hombres, desembarcó en Odense (Dinamarca), enviada por el rey Carlos IV a petición de Napoleón para fortalecer el bloqueo contra los ingleses, en cumplimiento de lo acordado en el Tratado de San Ildefonso en 1796. Un mes antes, Dinamarca, aliada de los franceses, había declarado la guerra a Suecia por negarse aquella nación a secundar el bloqueo a Inglaterra; la división española había sido destinada al país nórdico con un doble fin: prevenir una eventual invasión sueca de Dinamarca y sacar tropas españolas de la península Ibérica que podrían oponerse a la planeada invasión francesa. Las fuerzas de ocupación franco- españolas, mandadas por el mariscal Bernadotte, fueron recibidas con hostilidad por los daneses.

Pero mientras crecía día a día la desconfianza y el odio de la población hacia los franceses por su arrogancia y despotismo, la cortesía y el buen humor de los españoles ganaban la simpatía y el aprecio del pueblo danés. El recuerdo de la buena impresión causada por los soldados españoles se conservó de padres a hijos tanto tiempo en la isla de Fionia que, cien años después, el 14 de marzo de 1908, se conmemoró solemnemente en Odense el Centenario de aquel desembarco, en recuerdo y elogio de la conducta de los españoles durante su estancia en Dinamarca. Pero ninguno de los discursos de la celebración de aquel Centenario logró una carga emocional semejante a lo escrito unas décadas antes por el más universal de los escritores daneses, que tenía tres años recién cumplidos cuando llegaron los españoles a su ciudad natal.

“Un buen día, me alzó un soldado español en sus brazos y apretó contra mis labios una medalla de plata que llevaba colgando sobre su pecho desnudo -escribió Hans Christian Andersen en El cuento de mi vida-. Recuerdo que mi madre se enfadó mucho y dijo que eso era católico; pero a mí me habían gustado la medalla y el extranjero aquel, que bailara girando conmigo en brazos mientras lloraba; por lo visto él tenía niños allá en España. Vi cómo llevaban a uno de sus compañeros para ajusticiarlo. Muchos años más tarde, acordándome de aquello, escribí mi poemita “El soldado” (Soldaten), que traducido al alemán por Chamisso, se hizo popular en Alemania y ha sido incluido en las canciones militares alemanas como algo original alemán”.

España se convirtió en una obsesión que perduró durante la mayor parte de la vida de Hans Christian Andersen, el autor inmortal de cuentos que han despertado la ilusión en las mentes de generaciones y generaciones de niños de todo el mundo. Además de este recuerdo infantil, que rememora también en su Viaje por España, Andersen publicó varias obras relacionadas con la presencia de los españoles en Dinamarca, todas con anterioridad a su visita a nuestro país en 1862. En 1983 salieron de la imprenta Los españoles en Odense y Veinticinco años más tarde, dos de sus sainetes que sitúan la acción durante la estancia de las tropas de la División del Norte en Dinamarca. Entre 1835 y 1836 se representó en tres ocasiones su comedia ‘Separarse y volverse a encontrar’, en la que se recoge la agitación que provocaron los soldados españoles en los corazones de las enamoradizas jovencitas danesas. Dos años después escribió Lo hizo el zombi, un poema en verso sobre un esclavo de origen africano del pintor Bartolomé Murillo, llamado Sebastián Gómez, que durante las noches se dedicaba a retocar, y mejorar, la obra del maestro sevillano. En 1840, cuando todavía no había puesto los pies en España, publicó La Mora, tragedia romántica muy a la moda, ambientada en las guerras entre cristianos y musulmanes durante la Reconquista.

La imagen que Andersen tenía de España en ese momento era tan pintoresca que una escritora danesa amiga suya que sí había estado en nuestro país, Henriette Wulff, criticó la obra recordándole elegantemente a Andersen en una carta lo que éste había escrito años antes sobre España: “es algo que hay que ver, no puede describirse”. Más tarde, en otra misiva desde Portugal, Wulff le transmitió el deseo de un amigo: “le ruega que venga a aquí y que vaya a España, porque eso que usted escribe no es en absoluto España”. Más tarde, la nostalgia de lo todavía no visto llevaría a Andersen a escribir un cuento trágico que tiene como protagonista un niño español que nace por casualidad en Dinamarca y muere en aquel país sin conocer su procedencia: “Esta es una historia de las dunas de Jutlandia, pero no empieza allá, sino mucho más lejos, hacia el sur, en España. El mar es un camino entre los países; ¡imagínate, estar allí, en España!”Así empieza el relato.

El deseo insatisfecho de Hans Christian Andersen de visitar España, tantas veces expresado por el escritor danés en sus obras y en su correspondencia, está ampliamente documentado por la traductora Marisa Rey en el epílogo del Viaje por España, publicado por Alianza Editorial (1988). “¡Oh!, quién estuviese en España, es como para ponerse verde de rabia por no poder estar allí!”, escribe a su protector y amigo Edward Collin en julio de 1842. Cuatro años más tarde, al término de un viaje por Italia, llegó hasta Perpiñán y entrevió el país de sus sueños desde la frontera: “Mi pensamiento voló de nuevo a España, de la que tan cerca estaba, tan sólo a unas horas; dar un paseíto, nada más, lo di y al momento me hallé como Moisés, frente a la tierra prometida”, escribe en La aventura de mi vida. La situación económica de Andersen fue, al parecer, responsable en gran medida de la demora del viaje ansiado por el escritor. En aquella época era más fácil conseguir ayuda financiera para recorrer Francia o Italia que la atrasada España. La solución de los problemas económicos consumió mucho tiempo y energía del escritor danés durante su permanencia en nuestro país. En su diario, durante su estancia en Granada en octubre de 1862, anota cómo siempre se había dicho que viajaría a España si ganaba la lotería y cómo había podido cumplir su sueño al saber por su editor que la nueva edición de sus Cuentos Ilustrados le iba a reportar unos buenos ingresos. “Fue como si el cielo me hubiese llovido la beca para España”, escribió.

POR FIN EN ESPAÑA

El 4 de septiembre de 1862 Hans Christian Andersen atravesó la frontera franco- española por la Junquera. A sus cincuenta y ocho años, era uno de los escritores más populares de Europa. Dieciocho años antes sus obras completas se habían traducido a los principales idiomas. Entre 1844 y 1847 recorrió Francia, Alemania, Italia e Inglaterra recibiendo alabanzas, homenajes y condecoraciones de príncipes, aristócratas y artistas. En Londres comenzó su amistad con Charles Dickens, que duraría toda la vida. “Haga usted lo que haga, no deje nunca de escribir -le recomendó Dickens en una carta-, porque no podemos permitirnos el lujo de perdernos uno solo de sus pensamientos; son demasiado puros y bellos como para dejarlos encerrados dentro de su cabeza”.

Cuando pisó el territorio español, acompañado por Jonas, el hijo de su amigo Edward Collin, el éxito y la edad habían acentuado las neurosis de Andersen. Se decía de él que viajaba con una cuerda en el equipaje para escapar de un posible incendio y que tenía tanto miedo a ser enterrado vivo que siempre dejaba una nota sobre la mesita de noche en la que decía: “Sólo estoy aparentemente muerto”. Tenía muchos admiradores, pero ningún amigo íntimo. Se había vuelto tan vanidoso que irritaba a sus interlocutores pavoneándose de los honores que le habían concedido en todo el mundo. En su Viaje por España, Andersen expresa su decepción por la fría acogida de los notables españoles, pero pasa por encima del escaso interés despertado por su persona, del atraso y las incomodidades del país para manifestar la admiración que le producen las gentes sencillas que encuentra en los caminos, los pueblos y las ciudades.

España, su idealizada España, se le aparece en Cataluña como una caja de sorpresas. De su primera comida española escribe: “La mesa rebosaba manjares, fuentes de carne de todas clases, pescado cocido y pescado frito. ¡Excelente mesa de almuerzo en una España de la que se decía que no había comida que pudiera tragarse!”. En Barcelona, en la Fonda de Oriente de la Rambla de los Capuchinos, le aguardaba una cena “excelente”. A un viajero empedernido como él, la ciudad le deslumbra, le impresionan los grandes y lujosos cafés con todas las mesas ocupadas, que “parecían jactarse de su esplendor”. Más adelante añade: “En ningún otro país he visto cafés tan suntuosos como en España; el propio París se queda atrás en cuanto a lujo y buen gusto”.

En Barcelona tuvo su primer encuentro con la España tópica al asistir a un espectáculo taurino, una novillada. Nada de lo que ocurrió en el ruedo le causó una gran impresión -“ni un solo caballo murió; tan solo la sangre de dos toros había sido derramada”- pero sí el colorido y el vocerío del público pues había sido testigo de “cómo el regocijo popular se convertía en un frenesí”. Semanas más tarde asistió a un corrida en Málaga de doce toros, una carnicería que él abandonó en el sexto, después de ver cómo diez caballos habían sido despanzurrados en la arena. “Semejante espectáculo era ya casi imposible de aguantar; el sudor me corría por la punta de los dedos. ¡Es una diversión popular sangrienta y cruel! -concluye-. En esto coincidían muchos españoles. Aseguraban que no perviviría muchos años y que recientemente se había dirigido una petición a las Cortes solicitando su abolición.

De Barcelona, Andersen salió en barco para Valencia. Bajo un sol justiciero y un calor insoportable, recorrió sus calles llenas de tipismo “sin descubrir nada nuevo ni extraordinario”, salvo el recuerdo de El Cid, uno de los notables personajes españoles que, desde niño, poblaban su fantasía. Le llamaron más la atención los puestos de caracolillos que halló en la puerta de la Lonja que el propio edificio, cuya arquitectura le parece, simplemente, “extraña”. Al tercer día de estancia en Valencia, el escritor y su acompañante partieron en diligencia para Játiva y Almansa, donde subieron al tren en dirección a Alicante, ciudad que describe desapasionadamente. En el puerto alicantino había barcos daneses atracados y se encontraron con compatriotas por las calles. En el momento de partir hacia Málaga los viajeros se plantearon la disyuntiva de hacer el viaje por tierra o por mar.

El viaje en barco les obligaría a renunciar a Murcia, “la cual nos habían descrito como una ciudad de lo más interesante, donde encontraríamos vestigios árabes, veríamos gitanos y también los atuendos más pintorescos de España”. Finalmente, hicieron el viaje por tierra, “aunque había que admitir que las historias más terribles sobre atracos y desvalijos estaban asociados con esa ruta”. En Murcia, bajo los últimos calores del estío, Andersen se impresiona ante su magnífica catedral y presencia, por primera y única vez en el viaje, una procesión, que era, más propiamente, un entierro. En diligencia, los viajeros salieron al día siguiente hacia Cartagena para coger el barco hacia Málaga: “Jamás vi un paisaje tan asolado y agreste como aquel”, cuenta el escritor. Allí subieron al Non plus ultra, “una auténtica basura de embarcación española”.

LA IMAGEN DE ANDALUCÍA

La llegada del escritor a Málaga cambió el humor del escritor. “En ninguna otra ciudad española he llegado a sentirme tan dichoso y tan a gusto como en Málaga. Un propio modo de vivir, la naturaleza, el mar abierto, todo cuanto para mí es vital e imprescindible lo hallé aquí; y algo todavía más importante: gente amable”. Y en su diario anota “¡Aquí quiero que me entierren en caso de que muera en España!”, exclamé; pero el cónsul contestó acertadamente: “escriba antes sobre este hermoso país, no deseo yo ser el que le entierre aquí”. La ambigua sexualidad de Andersen se remueve en la capital malagueña: “Bueno, la Inquisición ya fue abolida en España. Mucho aquí ha sido abolido, y más que lo será; pero no los ojos de los andaluces. eso sería pecado mortal. Sería como apagar los luceros que en España brillan en el cielo y entre las pestañas de delicados párpados, no solamente a través del encaje de una mantilla negra, sino también en el niño mendigo y en la hermosa gitana que vimos vendiendo castañas. ¡Quién fuese dueño de su retrato! Ser dueño de ella sería pedir demasiado”. Málaga figuraba en el itinerario de los dos viajeros como el punto de partida hacia Granada, la ciudad que respondía mejor que cualquier otra a la imagen tópica de la España exótica que se había forjado en su imaginación. Les recibió una Granada engalanada para la visita de la reina Isabel II, y a esa ciudad dedicó Hans Christian Andersen más páginas que a cualquier otra en su libro Viaje por España. Pero las tres semanas que Andersen pasó en la capital granadina le dejaron un recuerdo agridulce, tal vez porque se sintió enfermo unos días, tal vez porque surgieron diferencias con su acompañante Jonas Collin, insinuadas en el relato de su viaje.”Tres semanas duraría nuestra estancia en Granada -escribe-, veintiún días de sol y de buena vida. Deseaba disfrutar de ellos, apreciar este regalo de Dios; y, sin embargo, mis recuerdos de Granada encierran más amargura que dulzor”. Más adelante, en su relato confiesa: “Granada, al igual que Roma, ha sido para mí una de las ciudades más interesantes del mundo; un lugar donde creí poder echar raíces y, sin embargo, en ambas ciudades me sumí en un estado de ánimo de esos que los afortunados menos sensibles llamarían morboso”.

El viaje continuó por Gibraltar y por Tánger, cuyo exotismo deslumbró tanto al escritor danés que, de vuelta a la Península, apenas encuentra algo destacable en Cádiz: “Me sorprendió por su extraordinaria limpieza, sus pintorescos edificios blancos y sus muchas astas de bandera -escribió-; por lo demás, nada digno de mención ofrecía al forastero”.

Todo lo que es indiferencia en Cádiz se convierte en entusiasmo cuando Hans Christian Andersen llega a Sevilla. Isleño él, exclama: “Aquí no falta más que el mar; si lo hubiese, Sevilla sería perfecta; la reina de las ciudades”. Al parecer, Sevilla responde a la perfección a la imagen de que España se ha forjado en su mente. Encuentra en ella el embrujo de las ciudades moras, se imagina al descubridor del álgebra, Al Geber, leyendo las estrellas subido a la Giralda, se encuentra en sus calles el fantasma de Don Juan Tenorio, disfruta de los cuadros de su admirado Murillo y él, que es un célibe viejo, desgarbado y sin ningún atractivo físico, acusa las puñaladas de los ojos de las sevillanas: “Ojos negros y bellos despedían centellas de poesía entre la multitud; las niñas eran preciosas. En el norte decimos: ‘los niños no deben jugar con fuego’, pues las niñas andaluzas, bien que juegan con él”.

Córdoba, perdido su antiguo esplendor, es para Andersen una “mala ciudad de provincia”, triste, de la que sólo elogia la mezquita-catedral. “La ciudad parecía sin vida, abandonada -escribe Andersen-. Tan sólo una dama, devocionario en mano, pasó por las angostas calles, camino de la vetusta catedral, gloria y maravilla única de Córdoba”. El escritor invirtió luego veintitrés horas para ir de la capital cordobesa a Santa Cruz de Mudela en una diligencia “tirada por diez mulas que, sin consideración a lo accidentado del camino, corren a velocidad de ‘vértigo”. Hasta Santa Cruz llegaba entonces la vía férrea que iba a unir Madrid con Andalucía, y en aquella localidad manchega Andersen y su acompañante abordaron el tren que les llevó hasta Madrid. La capital de España les recibió con una buena nevada.

El clima madrileño desconcertó a Andersen. “Soplaba un viento que yo mismo, que procedo de uno de los puntos cardinales del viento, del norte, encontré diabólico”. La ciudad de Madrid no le gustó a Andersen, “no tiene carácter de ciudad española, y mucho menos de capital de España”. “Madrid es para mí un camello derrumbado en el desierto -recuerda-; yo tomé asiento sobre una de sus gibas y oteé los alrededores, pero me sentía incómodamente sentado y el asiento salía muy caro”. Sólo se salvan el Museo del Prado, “merece la pena venir a Madrid sólo por eso”, y los espectáculos de ópera italiana a los que asiste; “pero habiendo señalado ésta y el museo, ya no hay nada más interesante o de mérito que contar”, escribe.

El frío madrileño que recibió a Hans Christian Andersen no era sólo físico. La presencia del escritor laureado y mimado por las coronas y la nobleza de media Europa, agasajado en París, Londres o Roma por los más grandes escritores del continente, pasó inadvertida en Madrid. Sus libros no habían sido traducidos al español y su nombre y su obra eran desconocidos por los escritores y el público madrileño. Después de varios intentos, logró ser recibido por el anciano Duque de Rivas y Juan Eugenio Hartzenbusch. Éste último, que hablaba alemán y tenía alguna referencia de Andersen, aunque no había leído ninguna de sus obras, le regaló sus Cuentos y fábulas en dos pequeños tomos dedicados que se conservan en la Biblioteca Real de Dinamarca. Pero ni Rivas ni Hartzenbusch asistieron a la cena homenaje organizada por el embajador de Suecia en una fonda y a la que asistieron algunos periodistas que no escribieron ni una línea sobre la estancia del afamado escritor danés. La vanidad de Andersen sufrió un duro golpe en el país de sus sueños, donde “nadie me conoce ni desea hacerlo”, escribió decepcionado en su diario.

Un viaje relámpago a Toledo, “lugar que de extraño modo despertó nuestra simpatía”, marca el punto de retorno del Viaje a España. A finales de diciembre de 1862, en medio de una intensa ola de frío que cubría de nieve la meseta y amenazaba con bloquear los caminos y la vía férrea, Andersen y su acompañante partieron de Madrid hacia la frontera francesa. A su paso por Burgos, los viajeros entraron en la catedral, pero la nieve y el frío les impidieron visitar la tumba de El Cid, uno de los héroes españoles del escritor danés. “¿Era esto estar en España? pensé. ¿Era esto estar en una país caliente?”, escribió de su cruce por la cordillera cantábrica. “El paisaje estaba envuelto en silencio, tan abandonado y tan frío como si, en lugar de ir por el camino de España a Francia, estuviésemos atravesando el paso de las montañas entre Noruega y Suecia” -cuenta más adelante. La costa del País Vasco, con el clima ya más templando, le reserva una sorpresa: San Sebastián. “Nadie nos había mencionado esta ciudad de modo especial, ni se nos había dicho que mereciese la pena de una visita larga, la cual sin duda merece -escribe-. Es una ciudad genuinamente española, con un paisaje maravilloso”.

El 23 de diciembre, en el momento de cruzar el puente de Behobia, Hans Christian Andersen se mostraba contento y satisfecho, “de tan buen humor como al volver de una fiesta en la que me había sentido feliz y me lo había pasado estupendamente”. Había cumplido su sueño: “El mapa nos muestra a España como la cabeza de doña Europa; yo vi su preciosa cara y no la olvidaré nunca”, escribió meses más tarde.

Pero lo cierto es que, su pasión por nuestro país se enfrío súbitamente después de conocerlo. Tras su libro Viaje por España, la misteriosa y poética España, caudalosa fuente de su inspiración, apenas aparece mencionada en sus últimas obras.