Joséphine de Brinckmann y sus “Paseos por España”
Por Ana Puértolas
Bibliografía: Boletín SGE Nº 70 – Clima. Tiempo. Historia.
Muy poco sabemos de la vida de esta mujer, y menos aún de su aspecto físico, ya que ninguna imagen nos ha llegado a través de los muchos tiempos. Valga señalar su origen inglés, su pertenencia a una familia francesa acomodada, culta y viajera. También subrayar la curiosidad que le llevó a conocer distintos países europeos por su cuenta y en solitario. Esa fue la manera en que decidió recorrer España durante los años 1849 y 1850. Sus deseos se habían ido formando gracias a la lectura de los románticos franceses en sus viajes por España, y estaba muy decidida a formarse una opinión propia de nuestro país a través de su propia experiencia y de los recorridos que encontramos en este libro.
Su actitud determinada y un criterio tan propio no eran muy comunes entre las mujeres de su época. Pero sin duda alguna Joséphine no era un ser común. De ella, de su formación, de su familia, y de su carácter nos habla María Luisa Burguera, la traductora y editora de este libro, en una introducción espléndida, que debe ser leída con atención y cuidado, pues nos proporciona las claves para conocer más y mejor a la autora del libro. Así, nos señala cómo el texto al que antecede es la recopilación de la correspondencia que Joséphine mantiene con su hermano, residente entonces en San Petersburgo, durante su viaje por nuestro país. Cartas reunidas todas bajo el apacible título de “Paseos por España” en las que comenta todas las incidencias de su recorrido, así como sus apreciaciones y observaciones personales sobre las personas con las que se relaciona en su camino, las grandes obras de arte que contempla y el paisaje con el que va tomando contacto. Aclarado el tono claramente epistolar del libro, lo mejor será que el lector se enfrente con algunos de los muchos “paseos”, apacibles y no siempre apacibles, descritos por su autora
SOBRE SU LLEGADA A ESPAÑA Y SUS PRIMERAS IMPRESIONES
“Y llegamos a Irún, la primera ciudad española; estamos a una hora de Francia y ya nada se le parece, nada la recuerda; todas las casas tienen balcones, las calles son estrechas y el aspecto de la ciudad es triste. Después de haber sufrido con resignación las molestias de la aduana, hicimos un almuerzo cuyo modo de cocinar español-francés parecía valer más que su reputación”. Y más comentarios que confirman la franqueza de su actitud viajera. Para lo bueno y para lo menos bueno.
“Tengo la pretensión, querido hermano, de no seguir los caminos trillados. Ello quiere decir que sólo te contaré lo que haya visto, y voy a confesarte ingenuamente que no he visto de San Sebastián la plaza mayor, donde cambiamos de caballos, y que es irregular y muy sucia…”
“Y llegó la noche; la luna iluminó la hermosa naturaleza, el cielo parecía diáfano, era por fin una verdadera noche española. Llegamos a Tolosa, de la que no te diré nada pues no tenemos tiempo más que para cena”.
Sobre su estancia en Burgos:
¡Cuánto siento la inhabilidad de mi pluma, querido hermano, para iniciarte en los placeres que yo sentí, para darte una idea de la obra maestra en la que no pude pasar más que cinco horas y que merece días enteros, pues creo que, cuanto más se la observa, más encantos se encuentra en ella!. La catedral de Burgos es gótica con alguna mezcla árabe, que se asocia maravillosamente, sin estropear para nada absolutamente. En el interior hay desgraciadamente añadidos del renacimiento en los que hay algo de mal gusto”.
Este párrafo, en el que la autora da a conocer sus criterios artísticos revela de forma transparente su formación y sus gustos, claramente enraizados en la atracción por el medievo, propia de los ambientes románticos en los que muy probablemente se movió, su distancia con respecto al arte de influencia árabe, y su abierto rechazo al arte renacentista.
UN MADRID DE PUEBLO Y CORTE CON EL MEJOR MUSEO DE PINTURA DEL MUNDO
Pasa Joséphine más de un mes en la capital de España, y se hace prácticamente imposible describir las muchas emociones que le fueron, por fases o incluso todas a un tiempo, dominándole. Su asombro ante la inactividad de una población que parece preferir pasear por la Puerta del Sol a trabajar, su crítica a la manera de vestir tan complicada de las mujeres acomodadas que recorren en coches de caballos el Prado. Su desconcierto al asistir a una corrida de toros y comprobar la emoción del público ante las habilidades del torero. El Palacio Real le es agradable y muy bien situado, si bien sus alrededores no se hacen acreedores de la grandeza de los reyes. De todo tiene una opinión y ante todo demuestra una curiosidad penetrante. Consigue, a través de sus muchos contactos en la capital, asistir a las tertulias más cultivadas, incluso a internarse en las salas más reservadas de la Biblioteca Nacional. Pero es sobre cualquier otra cosa el Real Museo el que más le enamora. Durante su larga estancia acostumbró a pasear por las salas dedicadas a la pintura española hasta convertirse en una auténtica devota del arte de Zurbarán, Murillo o Velázquez. Tantos párrafos dedica a Madrid en sus cartas, que se hace recomendable una lectura atenta y pausada de unas páginas que desprenden vitalidad y un gran afecto a esta ciudad.
LOS GUSTOS DE JOSÉPHINE
Como es habitual en sus cartas, y queda ya señalado, la autora no deja de mostrar su admiración ante los tesoros arquitectónicos que se encuentran en España. En Toledo, ante su catedral, en Segovia ante la suya, la de Sevilla, y hasta la de Córdoba, encajada como está en la antigua mezquita, cuyo valor no emociona en cambio a la viajera. La visita a los museos en todas las ciudades donde existen, le lleva también a ratificarse en su opinión tan favorable sobre la inmensa riqueza artística que guarda España, apenas conocida en Europa. Si bien no deja de señalar que el mal gusto se apoderó de un estilo (el renacimiento) después de Juan de Herrera:
“Desde final del siglo XVII y hasta finales del XVIII, vemos los edificios, sobre todo las iglesias, sobrecargarse con ornamentaciones pesadas; el greco romano toma el nombre entonces del plateresco. Los interiores de las iglesias se llenas de ejércitos de cristos, vírgenes, de santos, de todas las dimensiones, con profusión de colores de mil extrañas maneras, revestidos con trajes extravagantes” En cualquier caso, Sevilla enamora a la viajera francesa, colocándola al mismo nivel que Madrid y sus museos. El Alcázar le seduce de tal manera que, paseando por su interior, le parece estar en un palacio de Las Mil y Una Noches: “Nada más delicioso que las horas pasadas en este lugar, donde uno se cree entre las hadas, donde nada os distrae, donde se respira la atmósfera perfumada que viene de los jardines”.
LA FASCINACIÓN DE GRANADA
De camino a Málaga (siempre por caminos que apenas son senderos, acompañada de guías locales con los que mantiene una relación amable pero distante,), la parada en Ronda le deja el ánimo estremecido al contemplar el puente que tan sólo hacía menos de un siglo se había alzado para salvar, por todo lo alto, el precipicio en que la ciudad está construida. Una vez llegada a la ciudad, da cuenta de que toda la zona es altamente peligrosa, dada la abundancia de bandoleros en sus alrededores, algo que sus habitantes comentan. Parte de allí camino a Granada sin encontrar mucho que admirar en la ciudad que dejaba, algo muy diferente de las sensaciones emocionadas al acercarse a la ciudad nazarí, ya que, según sus palabras, se sintió “maravillada ante la primera visión de la vega, de sus campos tan refrescantes, tan regados, de sus umbrías tan magníficas” Desde la ermita de San Miguel la ciudad se le muestra de una belleza incomparable.
“…permanecí allí muchas horas en el más dulce y encantador de los éxtasis: me pareció que el cielo se iba a abrir para mí. El sol poniente rodeaba de una divina aureola el más poético cuadro que existe en el mundo; me parecía que el presente no existía y que aquel largo pasado de heroísmo y de gloria se desplegaba ante mis ojos”.
Y así prosigue, párrafo tras párrafo, a cuál más inspirado, dictados todos por la Católica, el Gran Capitán y Cisneros. No puede dudarse de su inclinación romántica y apasionada. Quizás sea esta ciudad, después de Madrid, a la que más líneas y atención dedica en su recorrido. Ya que, una vez en su interior, tras haber dejado atrás su mirador mágico de San Miguel, va deteniéndose barrio a barrio, desde el de Zacatín, en el que destaca sus calles estrechas, con pequeñas tiendas, que permanece tal y “como lo dejaron los árabes”; o visita el Moristán, un gran hospital, que, nos recuerda, “es el único que los árabes construyeron en España”; se acerca también “a la famosa plaza de Bib-Rambla, rodeada de bazares donde se instalan los ricos productos de Oriente”. Para enseguida acercarse a las “avenidas encantadoras donde la naturaleza y el arte parecen rivalizar para seduciros antes de vuestra llegada al palacio de las Perlas, al templo del Placer, a la Alhambra, que finalmente aquí está…” un lugar que visita con detenimiento y al detalle, como se comprueba en la forma minuciosa en que dedica largos párrafos a describirla. Asombrada, admirada, pero al mismo tiempo con espíritu crítico al señalar “Pero como también a mí (se dirige a su hermano), te dolería una cosa: el poco cuidado empleado por la conservación de La Alhambra”. Pero añade una conclusión feliz: “para gozar de este conjunto tan encantador sin entristecerse por los estragos del tiempo, hay que ir a pasar allí algunas horas de la noche durante un bello claro de luna”.
No se puede concebir una recomendación más romántica. La visita que realiza, siempre acompañada por su guía, por el Albaicín, le deja, sin embargo, mal sabor de boca, al encontrar las calles enormemente sucias y a sus pobladores, “en su mayor parte gitanos…andrajosos” y “…olía terriblemente mal.”
EL LARGO CAMINO HACIA LEVANTE
Tras atravesar parte de las Alpujarras, la viajera francesa se dirige a Almería “una ciudad bastante bonita de veintidós almas; está construida en anfiteatro y presenta un agradable aspecto”. Pasa de largo de todos modos en su afán por llegar desde Cartagena a Levante. Con una parada en Murcia, una ciudad que le parece risueña y propicia a la alegría y a la felicidad, con paseos que al atardecer se llenaban de todo tipo de gentes “burgueses y campesinos”, vestidos con sus mejores galas. Su catedral (un lugar de visita ineludible para nuestra viajera, dispuesta a conocer de primera mano los grandes monumentos de España) no le seduce como lo hicieron las otras catedrales, y señala “Su arquitectura es una composición de todos los estilos posibles”. El caso es que, a pesar de sus pegas a catedral, Joséphine pasó en Murcia tres días, “tanto más agradables cuanto un feliz azar nos hizo conocer al comandante de la guardia civil, al ir a pedirle el favor de una escolta para proseguir viaje” “Aquel hombre gentil y su familia (prosigue) nos hicieron los honores de Murcia con esa bondad llena de gracia que no se encuentra más que en la tierra de España”. De este modo, confiesa directamente “Murcia me agrada infinitamente; ella no encierra nada notable como arte, agrada por ella misma, pues su aspecto es del todo oriental, con el color tan blanco de sus casas, elevándose en medio del eterno verdor de su rica vega, rodeada de montañas rocosas y desnudas” Y añade para acabar el capítulo “En resumen, te lo repito, hay que procurar disponer de una semana para pasarla en Murcia”. (Y la autora de estas líneas sobre Joséphine de Brinckmann, se pregunta: en este gran agrado gusto y agrado hacia tal ciudad ¿en qué medida habrá pesado la compañía de aquel comandante de la guardia civil?). De Murcia, pasa por Elche, “pequeña ciudad toda blanca que viene a completar (con los palmerales) este cuadro tan oriental”, y desde allí, en tartana, se encamina hacia Alicante, donde recomienda visitar “el fuerte” y un par de iglesias y donde lo que más le asombra son los ruedos de las plazas de toros. Tras pasar y pasear por San Felipe, llega, a paso de carromato, a Valencia.
UNA VISITA CURIOSA Y EL CAMINO HACIA EL NORTE
En esta ciudad donde señala, “es una gran ciudad, tiene todo el aspecto, todo el carácter, y me dicen que todas las costumbres”, realiza una visita extraordinaria: tras hablar de sus murallas, sus monumentales puertas de sus calles y sus paseos, nuestra viajera se detiene a hablarnos de su “presidio”. Y lo hace de esta manera “los he visto en Italia, en Francia y en España, y es en Valencia donde he visto en el presidio no una prisión, sino un establecimiento que os interesa en lugar de una estancia infame que os causa horror”. Y tras relatar con minuciosidad la manera en que son tratados los reclusos, y los excelentes resultados obtenidos, acaba con esta conclusión “Te aseguro que que, cuando se va a visitar el presidio, si no sabe uno dónde está, si no se ve la fatal indumentaria, podría dudar de que esté en medio de una población de ladrones y asesinos: uno creería estar en el establecimiento más honesto y mejor mantenido del mundo. Aconsejo a todo extranjero que vaya a Valencia que no deje de visitar el presidio”.
Evidentemente no es éste el único espacio en Valencia que llama su atención. Sin embargo, me ha parecido relevante destacarlo ya que no es habitual entre los viajeros del siglo XIX por España conocer por fuera y menos por dentro unos establecimientos carcelarios.
De camino hacia el norte y lamentándose al pasar por la histórica y destruida Sagunto, llega hasta Tarragona, atravesando en una barcaza el río Ebro y plantándose en la que fuera importante ciudad romana. Se pasea por la ciudad alta, dando cuenta de los muchos restos del pasado, no excavados aún, que salen a su paso. Y, ¡cómo no! visita la catedral, examinando su gran retablo de mármol y deteniendo en todas sus capillas. Ya en tartana, se llega hasta el acueducto romano, y lamenta su pronta despedida de la ciudad, ya que sus días en España van llegando a su fin y aún le falta conocer algunas ciudades por las que declara tener mucho interés.
EL FIN DE VIAJE Y UN COMENTARIO APASIONADO
La primera y más cercana, Barcelona, donde admira, nada más llegar, sus murallas, y advierte con cierto rechazo y disgusto, las chimeneas de las fábricas y su industrialización, única en tierra española. Alaba la zona moderna de la ciudad, con sus calles más anchas y con aceras de baldosas, y se asombra ante la vestimenta de hombres y mujeres por las calles, que nada tiene que ver con la observada en las otras ciudades de este país, y mucho, si embargo, con la moda, más austera y gris, de Francia. El poco atractivo que le despierta la ciudad tiene que ver sin duda por no responder a la imagen un tanto pintoresca que ha podido contemplar en el resto de España.
Las últimas páginas las dedica la viajera escritora a Mallorca (“Nada más gracioso, querido hermano, más encantador, que Mallorca”) y, de forma un tanto apresurada, a su vuelta a Francia por Huesca, Sallent y Gabas. Deteniéndose, eso sí, en Zaragoza, para conocer la lonja y tres de sus iglesias: la catedral, la Virgen del Pilar y San Pablo. La catedral le parece magnífica, con sus líneas puras, respetuosa con las normas que la francesa respeta y admira, pese a a tener algunos toques platerescos de los que abomina. Sin embargo, la basílica del Pilar, “de estilo compuesto” le parece “falta de nobleza”, aunque no deja de mostrar su deslumbramiento ante la riqueza de la capilla de la Virgen y la gran devoción de los muchos fieles Antes de acabar este comentario sobre el muy curioso y revelador libro de Joséphine Brinckmann, quisiera transcribir un comentario sobre su propio viaje en la última carta dirigida a su hermano:
“En resumen, querido hermano, no podría repetir demasiado que un viaje por España está, a mi parecer, adornado con todas las seducciones, todos los atractivos. Hasta el momento no he visitado más que nuestro país, Italia y España, y yo siempre diría a las personas que en sus peregrinaciones buscan impresiones nuevas, a los que aman la observación y el estudio, yo les diría que mi preferencia pertenece a esta última”.