Jozef Israëls, relato de un viaje a España
Por Pilar Martino
Bibliografía: Boletín SGE Nº 21 – Especial Viajeros en Oriente próximo
El pintor holandés de origen judío, Jozef Israëls (1824-1911), miembro fundador de la Escuela de La Haya, vio cumplido en 1894 su deseo de viajar a España y visitar el Museo del Prado, tras varios años de frustrados intentos. La contemplación de las obras de los grandes pintores del siglo XVII español producirá en él una serie de pensamientos que comienzan con la admiración por la magnífica colección del Prado y por la abundancia de museos provinciales en España. También se sentirá sorprendido y atraído por las técnicas utilizadas y los asuntos pictóricos desarrollados en ese decisivo siglo de crisis política pero de gran riqueza creativa en lo literario y en las artes plásticas. Por otro lado, el pintor sentirá y mostrará en sus escritos un abierto rechazo y una ácida crítica sobre lo que observa en nuestro país, basados en la controversia secular entre el calvinismo y el catolicismo, poniendo en ocasiones de manifiesto la incidencia de la ideología en la crítica de arte.
Este artista holandés cuenta con obras en las grandes pinacotecas del mundo. Sin embargo, su presencia en las colecciones españolas, a pesar de la continua revalorización de su obra y el consiguiente aumento de cotización en las subastas internacionales –o quizá precisamente por esto–, se reduce a la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza. Jozef Israëls fue un artista admirado tanto por sus contemporáneos como por las generaciones más jóvenes de la época finisecular, entre ellos por su compatriota Van Gogh. Uno de sus incondicionales admiradores en Alemania fue Max Liebermann (1847-1935), miembro fundador del movimiento de la Sezession berlinesa, quien escribió la primera biografía sobre Israëls, publicada en 1909, aún en vida de este pintor.
EL RELATO DEL VIAJE A ESPAÑA
Del viaje que realiza a España, ya a edad muy avanzada, acompañado de su hijo Isaac, también pintor, y del poeta Erens, amigo de su hijo, escribe un delicioso relato, resultado de su intento por poner orden a las anotaciones y dibujos que había ido haciendo durante el recorrido por la Península. Había sido un viaje deseado hacía mucho tiempo. Ese anhelado encuentro de Israëls con el mundo meridional, la visión en primera persona del halo romántico de España y su imagen cultural entre los viajeros decimonónicos, se produce cuando cuenta con setenta años de edad. De España le fascina la pintura del genial Velázquez y su avanzada y novedosa técnica, pero, como buen holandés, siente rechazo por la Historia política y religiosa del Imperio español en la época de los Austrias. Esa dualidad le hace ver lo desconocido con ojo crítico, a veces ácido, y filtrar el encuentro con lo meridional a través de un velo de prejuicios propios del que no ha conocido al otro en primera persona. A medida que avanza su paso por España, su opinión va suavizándose y acercándose a la realidad; en resumidas cuentas, esos prejuicios se van tornando en juicios. A partir de ese momento, las descripciones de las imágenes de tipos humanos, costumbres, actitudes y paisajes las realiza bien como si mentalmente estuviese pintando un cuadro o bien las compara con obras pictóricas y escultóricas que conoce. No olvidemos que como miembro de la Escuela de La Haya, inspirada en la de Barbizon, es un enamorado de la pintura al aire libre, de los paisajes y de los personajes que los humanizan.
El texto de su relato adquiere así de forma paulatina un especial atractivo, lleno de imágenes a manera de vedutas literarias, que reflejan la transformación psicológica que se produce en Israëls cuando se encuentra con lo que hasta entonces solamente conocía por referencias de anteriores viajeros o por obras literarias de tema español. Antes de venir a España no solamente ha leído relatos de viajes, sino que, como hombre culto y erudito, ha leído, entre otros, El Cid de Johann Gottfried Herder (1744-1803), Don Quijote, seguramente en la traducción alemana de Friedrich Justin Bertuch (1747-1822) y, desde luego, muchas de las obras de Lope de Vega y de Calderón, autores a los que admiraba y que no olvidemos fueron muy pronto traducidos al alemán, lengua que Israëls dominaba, y representadas sus obras –especialmente las calderonianas– en el teatro ducal de Weimar. Por las referencias que nos ofrece Israëls en su relato, debió de estar al tanto de los fondos hispánicos de la biblioteca de la duquesa Anna Amalia.
El primer choque entre su mundo conocido y el imaginado por la lectura previa de diferentes obras, se va convirtiendo poco a poco en un abrazo cultural y la despedida de España, cuando el viaje toca a su fin, en una profunda melancolía, en un desgarro emocional del que sabe que, por su edad, difícilmente podrá volver a vivir todo aquello que durante el contacto personal con la otra cultura le ha llenado.
UN ITINERARIO CLÁSICO
El recorrido sigue el itinerario que otros muchos viajeros habían realizado con anterioridad, es decir, desde Irún hasta Cádiz pasando por Madrid –destino principal de su viaje– y desplazándose posteriormente hacia la costa levantina para dirigirse después hacia la frontera visitando algunos lugares de Cataluña. Israëls y sus dos jóvenes acompañantes entran en España por Irún, siendo ésta la primera parada ya en tierra española y el encuentro, inevitablemente comparativo, con nuestra gastronomía. En San Sebastián tienen su primera experiencia con el mundo de los toros; a continuación viajan a Burgos, cuyo paisaje le impresiona sobremanera por la soledad y dureza de sus formas, pero sobre todo se siente atraído por la maravillosa catedral gótica, ofreciéndonos en su descripción una simbiosis entre arte y paisaje. “[…] Las duras y agudas siluetas de las montañas se elevaban contra el aire gris como si se tratase de derrumbados castillos y torres, y algunas veces como el lomo de gigantescos animales. Cuando la línea se hundía, se elevaban en la lejanía otros picos montañosos y detrás de ellos otros más; inhóspitos valles desérticos era lo que mostraba este solitario paisaje bajo el cielo gris; el escenario de un drama diabólico […] frente a nosotros estaba la sublime construcción. Era sorprendente ver la diminuta ciudad a su alrededor y cómo se elevaban hacia el cielo las torres ricamente decoradas de la iglesia […] Uno no sabe hacia dónde debe mirar en primer lugar, se trata de una impresión grandiosa y sobrecogedora […]”
La tercera etapa española es Madrid, ciudad que para Jozef Israëls constituía, en realidad, el objetivo más deseado del viaje a tierras meridionales. Hacía años que ardía en deseos de contemplar, como ya hemos mencionado, las obras de sus admirados pintores y, entre ellos, especialmente las del más grande: Velázquez, al que quería confrontar con su amadísimo Rembrandt. “[…] un poco más allá, en esta misma sala, hay un muchacho a tamaño natural que habla; se trata de un bufón, tiene, creo yo, un pedazo de papel en la mano y está declamando. Sí, eso es lo que está haciendo, así de vivo y real parece, y extiende su mano para aclarar sus palabras con gestos. Es ancho, grande y está lleno de vida… ¡nunca había visto nada igual! […] No dibuja profundamente ni con exactitud, pero sí de forma grandiosa y exacta; no busca, no se esfuerza, no tira desesperado los pinceles y las sillas a su alrededor, sino que trabaja de forma seria y reflexiva […]”
A pesar de sentirse subyugado por el grande entre los grandes de los pintores españoles, no puede dejar de mencionar aquello que para él resulta más sorprendente de la vida madrileña, la noche. “La mayor singularidad de Madrid es la noche. Madrid parece no dormir nunca. Todo el mundo pasea y charla a las dos, tres de la madrugada en la Puerta del Sol”. El museo por un lado, y las plazas de toros, por otro. Tras la primera experiencia en San Sebastián, ahora acude a la plaza de Las Ventas. La imagen de la plaza es como si quisiera vivir, como personaje de los cuadros que admira, esas escenas. Se deleita con la fiesta nacional, el entusiasmo del público y la escenografía que envuelve a los protagonistas. “Cuando todavía se estaban oyendo los compases, aparecieron en un maravilloso desfile los participantes en la corrida vestidos de forma pintoresca, con chaquetillas festoneadas, pantalones de seda hasta la rodilla, medias de seda y zapatos planos […] El cabecilla del grupo, el espada, saludó a la corporación municipal y a la multitud que profería gritos de júbilo, y lanzó al aire la montera; entonces sonó la señal, un sonido de trompeta, y el primer toro salió al ruedo. Un momento de sensación como ese sólo lo puede ofrecer una corrida de toros […]”
Con la salida de Madrid, se inicia el trayecto hacia el sur, siendo la quinta parada prolongada en España la que hacen en Toledo. En esta ciudad vive una jornada dominical asistiendo en la catedral a misa. La impresión escenográfica que le produce el interior de la iglesia repleto de fieles y a pesar de no entender ni una sola palabra, le atrae de tal manera que se siente nuevamente parte viva de un cuadro. “[…] Realmente todo era lo apropiado para regalarnos esta maravillosa mañana dominical con la soleada alegría festiva que atravesaba todo este espectáculo, y yo pensaba que si viviese en Toledo iría todos los domingos por la mañana a esta iglesia. Todas las mañanas de los domingos me sometería con gusto a esta penitencia, la música, el incienso, gozaría de la maravillosa luz y me haría a la idea de ser un hombre piadoso”.
La sexta parada es la que tiene lugar en Córdoba. Obviamente es la mezquita la que centra la atención de su visita. “[…] Es una armonía de líneas a la que uno se tiene que acostumbrar y que surte en nosotros efectos maravillosos mientras nos despierta lentamente la admiración”. En la séptima etapa del viaje, Sevilla, vive la procesión del Corpus Christi. Para un centroeuropeo, educado en el rígido y serio ambiente calvinista, la explosión de color y música durante el baile de los seises en el interior de la catedral frente al cardenal le parece más que chocante, además de sugerente. Hace una minuciosa descripción de lo que ve, en la que es perceptible cómo, poco a poco, va arraigando en él la pasión por el sur, por su ambiente y su luz, por la espontaneidad de sus gentes y por las costumbres ancestrales.
Durante su visita al Museo de Bellas Artes de Sevilla, la desilusión frente a las equilibradas pinturas de niños de Murillo es manifiesta. Él precisamente, que tantos niños pobres había pintado al óleo y había grabado al aguafuerte, deseaba contemplar de cerca a esos pillastres murillescos. Sin embargo, el equilibrio y la dulzura de este pintor no le llenan, mientras que, por el contrario, la pintura de Luis de Morales, al que no conocía, al mismo tiempo que le produce una especie de rechazo por su dolor, le atrae irremisiblemente.
La octava parada será Cádiz, pero tan sólo como punto de embarque hacia Tánger para ver los escenarios reales tantas veces representados por algunos de los pintores franceses y españoles, como Eugène Delacroix o Mariano Fortuny, que se adhirieron a la corriente pictórica orientalista. A la vuelta de Tánger su viaje a las tierras meridionales está ya en el punto medio, en el fiel de la balanza que, poco a poco, se va inclinando a favor de la tierra española cuando hace comparaciones con la suya, poniendo de manifiesto cuán hondo habían calado en él las costumbres y, sobre todo, el carácter de los españoles. Inconscientemente se ha ido produciendo un cambio en él, como si padeciese una especie de embeleso por la tierra que ha cautivado sus sentidos. El barullo y la alegría de la feria de Algeciras le parecen una balsa de aceite y un remanso de buenas maneras cuando la compara con las fiestas populares holandeses. “[…] Era un alegre barullo el que ofrecía esta feria, la multitud se agolpaba en torno a los hechiceros africanos, cantantes italianos y humoristas; había vasitos con una bebida dulce sobre mesitas puestas bajo un gran toldo, y allí había también montañas de dulces. ¿Dónde estaba aquí el empujarse unos a otros y el detestable griterío que hacen de nuestras ferias un manicomio? […]”
La novena parada tiene lugar en Ronda, donde describe con maestría y delicadeza la impresión que le causa el paisaje: “[…]En una profunda quebrada entre abruptas rocas estaba situado el valle; grandes y anchas sombras cubrían los sinuosos senderos, el agua de la montaña se precipitaba con un leve sonido y trazando una brillante línea a través del oscuro valle. En ese momento apareció ante nuestros ojos un águila […]”
La siguiente pausa la hacen en Granada. Al entrar en el recinto de la Alhambra y ver el palacio de Carlos V, afloran en él los resentimientos históricos hacia los Habsburgo y el Imperio español. Aunque su amor por España va haciéndose cada vez más profundo al contacto con el paisaje, el pueblo y sus costumbres, no puede evitar algo tan arraigado en el holandés como la leyenda negra. que se extiende a los antecesores y a los sucesores de Felipe II. La visita a la Alhambra le desilusiona al no saber valorar la arquitectura hispano-musulmana, de manera que sus recuerdos de la estancia en Granada se centran sobre todo en lo paisajístico. Es indudable su sensibilidad para captar las bellezas del paisaje y su cromatismo. Granada es para él, antes que el palacio nazarí o el pintoresquismo del Albaicín, que recorren un atardecer de la mano de su guía gitano, los cambiantes cielos serranos, el paisaje de Sierra Nevada y la vega del Darro y del Genil. “[…] Allí estaba yo de nuevo en solitario; pero encantado de la belleza de aquel rinconcito de descanso, aún me entretuve un rato; la música del zumbido de las abejas, el canto de las cigarras y el silencioso susurro de miles de hojas sobre mi cabeza provocaron en mí tal clase de embriaguez que casi me acuna hasta el sueño. Me desperecé y regresé a toda velocidad al hotel; el sendero soleado estaba rayado como el lomo de un tigre, es decir con anchas bandas de sombra que se movían de un lado a otro, se unían de vez en cuando y se volvían a separar; pero cuando desde el elevado camino la vista se me desviaba a la derecha o a la izquierda, contemplaba en la lejanía las altas cumbres cubiertas de blanca nieve, a través de las cuales las mechas iluminadas por el sol serpenteaban como hilos de plata; en lo más profundo el paisaje adquiría colores rosa y cobre hasta llegar a las grandes pendientes que cambiaban cromáticamente por las enormes agrupaciones verdioscuras de los árboles y entre las cuales había por todas partes pequeñas o grandes casas, cuyas torrecillas y paredes encaladas destacaban claramente en aquellos terrenos ondulantes con sus oscuras manchas de sombra”.
A partir de Granada se inicia el viaje de regreso, con el siguiente recorrido: Madrid, Valencia, Tortosa y Barcelona. De nuevo en Madrid hace de cronista de la época relatando la honda impresión y tristeza que en el pueblo de Madrid había causado la muerte del torero Espartero. Aprovechan nuevamente para ir al museo del Prado y a la Biblioteca Nacional, otra de las visitas concertadas desde Holanda, pues no quería dejar de ver la colección de grabados, especialmente los de Durero y Goya. Vive también el cambio de guardia frente al Palacio Real y ve al jovencito rey Alfonso XIII, quien está presenciando desde una ventana del palacio el desfile y movimiento de la guardia.
Camino de su próximo destino, Valencia, sus recuerdos son literarios e históricos “[…] después una llanura interminable con molinos de viento, pero aquí están más hechos para luchar con ellos que los nuestros. Uno siempre piensa en Don Quijote cuando viaja a España, y tanto Sancho Panza como el caballero andante aparecen a menudo frente a nosotros entre la multitud”. Al llegar, por fin, a la ciudad mediterránea las palmeras, olivos, arrozales y, especialmente, naranjos y limoneros le parecen un milagro verdidorado de la naturaleza. Siguiendo sus afanes literarios, le extraña sobremanera que el escenario de las grandes hazañas del Cid no haya prestado la debido atención a uno de sus más insignes personajes: “[…] Este es el lugar de sus grandes hechos heroicos, que cuentan tantas leyendas y poemas; pero ni en las tortuosas y estrechas calles, ni en la plaza del mercado vi escultura alguna del Cid […]” Llegados a este punto, la forma de narrar de Jozef Israëls está claramente encaminada, a nuestro juicio, hacia la publicación del relato, pues ahora explica la gesta del Cid Campeador, casi como si tuviese a un grupo de espectadores holandeses y alemanes delante o estuviese intuyendo a cada futuro lector de sus andanzas por España; habla del caballo Babieca y de las leyendas en torno a la figura de Ruy Díaz de Vivar. En Valencia llega, finalmente, un pensamiento doliente sobre la separación de Europa por motivos religiosos. En la catedral de Valencia el hijo de Jozef ayuda a un monaguillo que está haciendo los preparativos para la misa y que por su baja estatura no llega a la altura del atril, ni de los velones. El agradecimiento del chico por la ayuda prestada le lleva a Israëls a hacer la siguiente reflexión: “Así fue como un hijo de la vieja Europa ayudaba a poner orden en la iglesia católica, y mientras yo veía ocupados a los dos jóvenes, pensé para mis adentros, qué absurdo es el que los hombres se enfrenten de forma tan hostil y lo hagan al servicio de un ser que nosotros los hombres aún no somos capaces de comprender”.
Barcelona es la última etapa de Jozef Israëls. En esta ciudad no puede por menos que sentirse atraído por el vaivén de la Rambla y la intensa actividad del puerto. Son los escenarios ideales para tomar apuntes de personajes y modelos para sus figuras, lo mismo que en las iglesias. Termina la estancia en Barcelona no como en otras ocasiones, absorto mirando un cortejo callejero, sino participando del movimiento humano como uno más. Y es ahora, cuando ya ve como algo normal todo aquello que le había sorprendido durante las primeras semanas de estancia en España, cuando llega el momento de regresar. Aún se apean del tren en Gerona para pisar una última ciudad antes de cruzar la frontera. “[…] Todos teníamos la sensación de haber cometido alguna injusticia, en el sentido de que ahora que nos íbamos sentíamos que no habíamos visto todo lo que deberíamos, es decir todo aquello que en nuestro camino había sido digno de ser visitado, y todo aquello por lo que habíamos sido tan felices al conocerlo y disfrutarlo nos pareció que no había sido suficientemente digno. ¿No resultaba curioso que precisamente ahora cambiase el tiempo? El cielo se encapotó, las nubes grises cubrieron el horizonte. Aquella soleada despedida de Barcelona se convirtió en una España triste y lluviosa al cruzar la frontera, de manera que parecía que solamente en España había sol y como si precisamente por ello, por abandonar el país, se nos hubiese obligado a volver a la gris rutina”.
Así termina la estancia española, con melancolía por no haber visitado más cosas y durante más tiempo, y con una llorosa lluvia de despedida. El diario de viaje de Jozef Israëls, su particular cuaderno de bitácora lleno de anotaciones y dibujos, constituye un punto más de apoyo para entender al otro, y pone de manifiesto la transformación interior de aquel que se interesa vivamente por lo ajeno y desea el contacto directo con lo extraño. Esa transformación va desde la primera extrañeza, pasando por la aceptación, hasta llegar a la admiración y el sincero cariño, de manera que, como decíamos anteriormente, la despedida supone un desgarro anímico. Pintor querido y admirado en Centroeuropa, halagado y honrado por propios y ajenos, vive experiencias de soledad y anonimato durante su viaje, de forma que tenemos a un auténtico Israëls sin posibles interferencias mediáticas. Su relato de viaje resume, además, las preferencias pictóricas de Jozef Israëls. Aunque no hubiésemos visto nunca una de sus pinturas o el texto no hubiese estado acompañado por algunos de sus bocetos y dibujos a lápiz realizados en su cuaderno de viaje, no nos quedaría ninguna duda de que Israëls era un pintor realista, que amaba el paisajismo y los retratos de personajes anónimos del pueblo. Tiene siempre una visión pictórica de las escenas para él novedosas, porque las ve como un asunto iconográfico digno de ser pintado.
Historias mortales son aquellas que forman parte de la concepción y ejecución de las obras pictóricas y que si no existe una documentación previa es difícil que el espectador llegue a captar cuánto hay de la vida y sufrimientos del propio pintor en la obra. El valor de este relato del viaje a España está, entre otros, en que nos acerca a lo más íntimo del pintor, a sus pensamientos escritos sin la intención –al menos inicialmente– de que alguien los leyese, y esos pensamientos se han acompañado de dibujos que tienen el valor documental de ser la imagen captada en primera persona por el pintor, aquello que él realmente vio y vivió y no lo que había leído sobre España.