La España de las aventuras de George Borrow
Por Ana Moreno
Bibliografía: Boletín SGE Nº8
GeorgeBorrow (1803-1881) podría parecer un personaje novelesco en sí mismo; sin embargo, ha pasado a la historia por escribir un relato de sus viajes que no desmerecería la mejor de las novelas de aventuras. Nacido en una familia de pocos recursos, estudió leyes con la intención de no ejercer nunca y terminó ganándose la vida gracias tanto a su predisposición a la aventura como a la increíble capacidad que tenía para los idiomas. Tras una juventud azarosa, descentrada y bastante apurada recaló en la Sociedad Bíblica británica (aunque era prácticamente ateo), donde empezó a trabajar en 1833. Después de un viaje apostólico de dos años por Rusia, entre 1833 y 1835, recibió el encargo de ir a España a difundir la Biblia “en estado puro”, es decir, sin notas ni comentarios críticos. Sus andanzas en nuestro país están relatadas en La Biblia en España. O viajes, aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la Península (1842). Su estancia en España, donde era conocido como “Don Jorgito el inglés”, cambió su vida y por ello tenemos los españoles una de las descripciones más frescas y hermosas de la España del siglo XIX.
Borrow estuvo en nuestro país desde los primeros días de 1836 hasta octubre de 1840. Entró en la península por Lisboa y su primer destino fue la capital de España, donde esperaba conseguir los permisos necesarios para imprimir y difundir la Biblia protestante. En su primer viaje, llegó a Madrid después de atravesar Extremadura. En su segunda visita entró por Cádiz y se dirigió a Madrid. Desde allí inició un larguísimo recorrido por el noroeste –Castilla la Vieja, Galicia y la cornisa cantábrica– para terminar de nuevo en la capital. Tras los muchos problemas que tuvo aquí, recorrió los alrededores (Toledo, La Granja, Segovia…) y volvió una vez más a Londres. Su tercera visita a España la dedicó a recorrer Andalucía y a cruzar el Estrecho de Gibraltar; tras una última y breve visita a Madrid, dejó definitivamente el país finalizando 1839.
El misionero inglés ambientó su relato en un momento muy particular de la historia española. Además de conocer a algunos de los hombres clave de la política, como Mendizábal, Istúriz o Alcalá Galiano, ya que tuvo que entrevistarse con ellos para obtener los permisos necesarios, sufrió la dureza de la guerra carlista, olfateó el ambiente de las calles y cafés de Madrid donde se fraguaban “fantásticos complots” y convivió con los transeúntes de los caminos españoles. Con todo ello construyó un gran fresco lleno de color y sentimiento sobre la España de la sociedad española de mediados del siglo XIX. No hay duda de que la descabellada empresa que le trajo a difundir la Biblia protestante al país más católico del mundo provocó buena parte de los rocambolescos episodios que nos detalló; pero muchos de esos sucesos debían estar a la orden del día en la España de entonces, cuando viajar era todavía una aventura. En el caso de Borrow la realidad se impone sobre la ficción y es rigurosamente cierto, aunque a veces cueste creerlo, que un inglés vino a nuestro país convencido de que la regeneración española pasaba por la lectura del evangelio de forma inteligente.
Los casi cuatro años que Borrow vivió en España los empleó en recorrer los caminos para cumplir su misión evangelizadora. Éstos, según la descripción del viajero, no eran más que polvorientas vías, “a veces carril, a veces senda” en los que era posible encontrarse con todo o casi todo. Borrow conoció algunos servicios regulados como el correo o la posta, y una red de carreteras y de diligencias más o menos eficientes; sin embargo, las consecuencias aún visibles de la Guerra de la Independencia contra los franceses y el efecto devastador de la guerra carlista llevaban el desorden y la incertidumbre a los desplazamientos. Un viajero no sólo sufría por el mal estado de los caminos. Borrow también conoció la peligrosidad del norte de España, feudo de los ejércitos carlistas, el aspecto desolador de Castilla, atacada por ambos ejércitos, la despoblación de los pueblos de la meseta, la serranía andaluza, literalmente infectada de bandidos, o la zona extremeña, tomada de tanto en tanto por grupos de gitanos quienes, aprovechando la situación de anarquía generalizada, “se habían constituido en facción”. Incluso llegar a las ciudades constituía una aventura porque los ejércitos de don Carlos presionaban sobre ellas, y “hasta las puertas de la ciudad llegaba el estruendo de la guerra y se oía la exhortación de los capitanes y el griterío del ejército”.
Para viajar por España nada más cómodo y seguro que la diligencia, según Borrow. Ajustar el precio y la manutención del guía y su caballo resultaba más barato y, probablemente, la soledad de los campos sobre un caballo español, el mayor de los placeres. Pero don Jorgito hubo de renunciar a esta opción muchas veces ya que en tiempos de guerra escaseaban los buenos caballos y sobraban los ladrones.
El descanso tampoco se hacía fácil. El mundo de las posadas, fondas y ventas que nos describió nuestro viajero inglés eran dignas herederas de la picaresca del siglo de Oro. En muchas ocasiones la venta, lugar de parada y descanso, no pasaba de ser “un inmenso establo, con una partición para cocina y un sitio donde dormía la familia del ventero”: un lugar que compartían personas y bestias y que arrastraban una pésima fama, ya que, según advirtieron al inglés, las ventas eran todo un nido de ladrones. El mismo reconoce que posaderos y guías estaban unidos “por una especie de espíritu de cuerpo” y eran el verdadero peligro de los caminos.
Por los caminos, Borrow se topó con personajes inimaginables y vivió las situaciones más disparatadas, como cuando fue detenido en Finisterre por un grupo de aldeanos que le confundieron con el mismísimo don Carlos; o cuando fue abandonado por su guía en Galicia; o cuando se encontró con un grupo de boyeros maragatos que ni siquiera sabían lo que era el Nuevo Testamento; o cuando se topó con el aterrado fraile que confundía las Escrituras con las obras de Virgilio, eso sin mencionar “las turbas de pordioseros inoportunos” que recorrían los caminos y mendigaban limosnas en las posadas “por las siete llagas de María Santísima”. Con todos ellos convivió, durmió, habló y viajó este curioso inglés que tanta simpatía despertó entre algunos intelectuales españoles.
Gracias a su condición, entre misionero y vendedor de biblia, se situó en un puesto privilegiado para retratarnos, con gran acierto, el mundo religioso, cultural, político y de las mentalidades de la España que tuvo ocasión de recorrer. Si contó con el rechazo de los círculos más ortodoxos también es cierto que se convirtió en un símbolo para los sectores más liberales, para los que Borrow era un emblema, el vehículo de propagación de unas ideas nuevas, modernas y distintas, una religiosidad madura que rompería el monopolio que ejercía el catolicismo oficial español. Entre sus traductores españoles se cuenta Manuel Azaña, que fue presidente de la segunda República.
Sólo eso: mientras la ortodoxia y el liberalismo se batían con el pretexto que este misionero hereje les estaba dando, Borrow construyó toda una España heterodoxa, oculta y prohibida, una España silenciosa y silenciada. Esta España mágica que late en las páginas de La Biblia en España es otro mundo, un espacio etéreo que entraba de lleno en la superstición, el mito y la leyenda. Animado por su carácter, demasiado dado a la magia y lo sobrenatural para ser un misionero convencional, y alentado por el mito español creado por la literatura, convirtió a nuestro país en un lugar único para vivir aventuras, un escenario donde se sucedían episodios de duendes, fantasmas y seres legendarios, uno de esos lugares donde el raciocinio ilustrado europeo no lo había barrido todo. Conoció personajes sorprendentes, como Benedicto Mol, que recorría el país buscando un tesoro encerrado en una olla de cobre; se entrevistó con un anciano inquisidor que le relató casos de brujería, delitos carnales y judaísmo e incluso llegó a traducir el evangelio según San Lucas al caló.
Todo este anecdotario vivo de cientos de páginas pone una nota de color y fantasía en el relato del viajero, que nos presenta un país entre alucinado y delirante; pero no se puede olvidar que la obra de Borrow también tuvo un trasfondo histórico verídico que la convierten en un testimonio muy valioso para todos aquellos estudiosos, o simplemente curiosos, de la historia de España. Además de ser viajero era inglés y esa doble condición, la de espectador extranjero entre españoles le convirtieron en un testigo privilegiado de la historia de España entre 1836 y 1840, muy abundante, casi vertiginosa, en acontecimientos. Leyendo a Borrow podemos recordar las frecuentes crisis ministeriales y los nombres de personajes como Mendizábal, Alcalá Galiano o el duque de Rivas, el intento de motín popular de la Puerta del Sol o las visicitudes de la reina regente María Cristina, protagonista de los sucesos de La Granja de julio de 1836. Aunque se declarase neutral y desinteresado por la política, no pudo mantenerse al margen de las sacudidas de la inestable vida política española caracterizada en aquellos años por los intentos revolucionarios seguidos de los frenazos contrarrevolucionarios.
Sintetizando el realismo pragmático típicamente británico con la desmesura propia de este excéntrico personaje, dado a la exageración y a la fantasía, llegamos a uno de los relatos más originales y divertidos que se han escrito sobre nuestro país. En un tiempo en el que predominaban los testimonios de los románticos empeñados en recorrer una España de mitos y sabor local nos encontramos con una narración que se sale de lo común para describir la aventura personal de un hombre que nunca dudó en meterse hasta los codos en los problemas y que consiguió, en pleno siglo XIX, desempolvar géneros olvidados como la picaresca o las novelas de caballerías, presentándonos a un nuevo caballero andante que recorrió los caminos españoles de todas las formas posibles (en diligencia, sobre un caballo, en mula, borrico…) para conocer y disfrutar de los españoles, los verdaderos protagonistas de su libro a los que describió sencillamente como “la masa viviente más extraordinaria del mundo entero”.
En 1842, en Londres, se publicó por primera vez este relato que se convirtió, casi inmediatamente, en un éxito editorial. Más de un siglo después, sus lectores nos seguimos conmoviendo ante esta España llena de personajes insólitos, paisajes de enorme belleza y dramas históricos excepcionales. Para cualquier amante de las cosas de España, pues, se hace casi imprescindible viajar en el espacio y en el tiempo junto a George Borrow por nuestra tierra “el país más espléndido del mundo, probablemente el más fértil y con toda seguridad el de clima más hermoso”.
Al abandonar España, Borrow consagró el resto de su vida a escribir sobre sus aventuras en nuestro país y algunos, aunque pocos, viajes que realizó por las islas británicas. El activo aventurero de nunca más dejó las islas. Envejeció en una casa de campo en Suffolk, donde vivía con su mujer, una viuda rica a la que había conocido en España. Dicen que tenía una cabaña en la que trabajaba, y que él llamaba “La mezquita”, donde almacenaba recuerdos y objetos variopintos de sus viajes. También dicen de él sus biógrafos que se paseaba sólo por los campos recitando poemas y cantando canciones en una jerga ininteligible; los niños del pueblo le insultaban llamándole brujo y gitano. Esto último siempre lo consideró un cumplido. Le gustaban los gitanos y éstos acampaban a veces en su finca y le recordaban las lejanas tierras hispanas que recorrió en su juventud y donde, dice, “pasé cinco años, que, si no los más accidentados, fueron, no vacilo en decirlo, los más felices de mi existencia”.