La Granada que contaron los románticos
Por Emma Lira
Bibliografía: Boletín SGE Nº 42
De manera pretendida o espontánea, la Granada de la primera mitad del siglo XIX atesoró en torno a ella una expectación sin precedentes. De la noche a la mañana, la ciudad andaluza se convirtió en refugio de pintores que ensalzaban la luz de la Alhambra, de escritores que recreaban escenarios de ensueño, de nostálgicos en busca de leyendas olvidadas, o sencillamente de viajeros extranjeros a la caza de experiencias. Entre los intelectuales europeos y norteamericanos, hubo un momento en el que, quien no había estado en Granada, no había vivido. La Granada turística de hoy tiene mucho que agradecer a aquellos primeros románticos que se enamoraron de sus palacios, sus paisajes y su herencia musulmana.
Una ciudad nacida en torno a un palacio que hace ochocientos años pretendió recrear la idea musulmana del paraíso; una fortaleza perdida capaz de hacer llorar a un sultán y respetada por los enemigos, rendidos ante su belleza… Granada atesoraba todos los ingredientes para convertirse en una ciudad de cuento, al más puro estilo de Las Mil y Una Noches, y la primera mitad del siglo XIX fue pródiga en viajeros nostálgicos en busca de escenarios fantásticos. Las ciudades modernas y las revoluciones liberales deja-ron tras de sí el eco de un pasado que se esfumaba y un puñado de intelectuales que buscaban un paisaje agreste, una historia tormentosa de la que enamorarse. La Andalucía de la época, racial y costumbrista, con contrabandistas y bandole-ros, precursora de una música que desgarraba el alma y heredera de una arqui-tectura y un pasado oriental que rozaba la leyenda, representaba el extremo opuesto de la Europa ilustrada y racional. Granada y la excitable imaginación de los románticos estaban destinados a encontrarse. ¿Quién fué el primero que “aterrizó” en aquella ciudad fortificada sobre coli-nas? ¿Quién llegó por primera vez a aquella extensión de casitas encaladas con alma de medina que se deslizaban hasta el Darro, a aquel escenario que parecía intocado por la historia? Las imágenes de Granada fueron probablemente el primer peldaño en la escalera ascendente que proyectaría la ciudad al mundo. Pintores como Girault de Prangey, John Frederick Lewis o David Roberts, en-104 / SGE contraron en Granada, y en especial, tras las derruidas paredes de la Alhambra, una fuente constante de inspiración. Cada uno pintó la ciudad a su manera; Roberts inundándola de una luz y un color que evocan en nuestras pupilas una estética oriental; Lewis, a través de sus personajes: majos, toreros, flamencos y bandoleros orlados de ojos fieros y grandes patillas; Prangey con trazos sobrios y afilados, resaltando el rostro más arquitectónico de la ciudad. Todos ellos recrearon la realidad, pero no la retrataron fielmente. Aunque a través de sus imágenes, a día de hoy podemos saber cómo era el Arco de las Orejas, el Puente del Carbón o el pilar de dos arcos de la Plaza Nueva, cada uno a su estilo buscó su reinterpretación de Granada, la exposición de su propia búsqueda idealista de la belleza y el exotismo. Así fue como la imagen de Granada se extendió por el mundo, idealizada, hermosa y expuesta, y a partir de ese momento, como afirma la escritora Carolina Molina, “nadie en su sano juicio deseó quedarse en casa, después de haber visto una imagen de la Alhambra”. Pero a esa Granada enriscada en su loma, orgullosa en sus viejas y desgarradas vestiduras musulmanas, bella y esquiva, le faltaba aún la voz. ¡Y qué voz!. Granada tenía mucho que contar. Granada conservaba reciente la magia de dos lenguas entrelazadas, el rumor del Darro o el Genil en sus callejas, el viento cargado de nieves del Sur que batía los patios de la Alhambra, antiguas leyendas murmuradas en susurros, o el canto del agua en los aljibes del Albayzin y en las acequias del Generalife… la ciudad parecía esperar a un trovador entregado que le hiciera los honores para regalarle su historia, sus leyendas y un universo pleno de fantasías. Y éste apareció bajo los ropajes de un diplomático estadounidense, curioso e inquieto, que llegó a nuestro país intrigado por su historia y que tuvo la oportunidad de vivir en el lugar que le fascinó desde el primer momento: la Alhambra.
LA GRANADA DE MR. IRVING
Hoy, y para cualquier de nosotros esa posibilidad no deja de ser un suelo romántico, pero en el año 1829, el antiguo palacio nazarí, lejos de sus murallas remozadas y sus espectaculares salones tallados de consignas religiosas en un idioma hecho de volutas ingrávidas, no pasaba de ser un solar ruinoso que daba cabida a mendigos, tullidos, buscavidas e inválidos en una suerte de “corte de los milagros”. Todos ellos recibían el dudoso honor de ser considerados “hijos de la Alhambra” y distaba mucho de ser el tipo de compañías a que Mister Irving estaba acostumbrado, pero en contraposición todos ellos destilaban un halo de realidad que junto a la magnitud histórica y artística de su entorno, cautivaron al escritor, quien, como un sultán reencarnado, vagaba por las estancias desnudas y pasaba las horas muertas observándoles o escuchándoles en su español cada vez menos precario. Así nacería, en 1832, la obra más famosa de Washington Irving y el texto al que más debe Granada, “Cuentos de la Alhambra”, un libro de relatos fantasiosos, en los que personajes reales se dan la mano con otros sacados de “Las mil y una noches”, y que inmediatamente se convirtió en una guía de viajes –e incluso una Biblia– para señoritos ricos y desubicados que buscaban una Atlántida a la que ensalzar. Granada poseía la cercanía –y la estabilidad política– de Europa, pero también ese toque asilvestrado, pasional y he-rético que fascinaba a unos intelectuales hambrientos de nuevas experiencias. Buscando ese algo que fascinó a Irving, a Granada llegarían nombres como Merimee, Teófilo Gautier, Alejandro Dumas, Laborde, Victor Hugo o Hans Christian Andersen, entre otros. Para todos, la ciudad y su monumento estrella se convirtieron en un mito, en una imagen encantada en la que recrear sus pupilas desde la lejanía de unas patrias propias que ellos percibían como frías y predecibles. Así, Granada, como todo lo que no se tiene, o lo que se abandona demasia-do pronto, se convirtió en algo admirado, deseado y recordado. Y ese halo de pérdida sirvió para que fuera aún más deseada a los ojos de los demás. Pero quizá fuese Teófilo Gautier el primer escritor que tratase de insuflar a esa Granada soñada un soplo de realidad. Gautier llegó a España en 1840 cautivado por los dibujos de David Roberts. Quizá por eso, la Granada que descubrió se le reveló en toda su crudeza, una vez limpia de la pátina del color y de la visión idealizada del pintor y se sintió obligado, por primera vez, a reflejarlo. “Debemos prevenir a nuestros lectores”, se atreve a advertir, “que podrían encontrar nuestras descripciones, aunque de una escrupulosa exactitud, por debajo de la idea que se han formado de la Alhambra, ese palacio fortaleza de los antiguos reyes moros, que no tiene en absoluto el aspecto que le da la imaginación (…). Por fuera no se ve más que gruesas torres macizas color ladrillo o pan tostado, construidas en diferentes épocas por los príncipes árabes. Por dentro, sólo una serie de salas y gale-rías decoradas con una delicadeza extrema, pero sin nada de grandioso” Gautier se adentra en la Alhambra, desvistiéndola de su halo seductor, observándola con criterio artístico y espantándose ante el abandono que asola sus estancias y ante sus los parámetros equivocados bajo los que –poco a poco– se orquesta su restauración. Su compatriota, Josephine de Brinckmann, quien viajó a España una década después, secundó su opinión y su espíritu crítico y denunció el tráfico existente que algunos extranjeros –él, desde su supremacía francesa afirma que ingleses– mantenían con los trabajadores de la Alambra, comprándoles trozos del estuco que se desprendía de las paredes. “Si el gobierno no aporta un serio y rápi-do cuidado a la restauración y al mantenimiento de esta obra maestra oriental – expondrá– en veinte años no quedarán apenas restos de la Alhambra”. Será un inglés, sin embargo, otro de los viajeros que más se preocupen por el bienestar del palacio nazarí. En su “Manual para viajeros por Andalucía”, Richard Ford compara la indiferencia que la Alhambra provoca en los granadinos, con la que los beduinos sirios sienten por las fastuosas ruinas de Palmira, ignoran-tes de su simbolismo y su significado. Quizá es el primer visitante ilustre, consciente del papel comprometido, que él, y otros tantos escritores, tienen a la hora de impedir la desaparición de la Alhambra. Ford, como Davillier expondrá por escrito, para vergüenza de generaciones posteriores, casos como el del oficial ca-talán Luis Bucarelli, quien vendió la armería y los mejores azulejos para sufra-gar una corrida de toros, el del espléndido jarrón con el que en 1862 se obsequió a una dama francesa –el mismo que los moros vencidos habían enterrado lleno de oro, si hacemos caso a las leyendas–, la puerta de bronce de la mezquita, que se vendió a peso de metal viejo, o las de madera de la sala de los Abencerrajes que se utilizaron para hacer fuego…
LOS PRIMEROS FOTÓGRAFOS
Y mientras surgen las voces que claman porque Granada recupere la belleza de que la historia le ha dotado y que la mítica romántica le ha atribuido, se revela un nuevo rostro por explorar. La aparición de la fotografía y su certero retrato de la realidad conquista a la par que el mundo, la antigua ciudadela nazarí, amenazando con despojarla de su magia. Gautier y Dumas ya han hecho algunos ensayos, pero serán Richard Clifford o Jean Laurent quienes busquen la perspectiva aún no reflejada, el ángulo imposible, la real y desnuda apariencia de una Alhambra desgajada, troceada por vandalismos, incendios y terremotos, desnuda en su blanco y negro, que se desvela entonces como un monumento en ruinas, despojado de su gallardía, que parece soportar en silencio el descenso hacia el olvido. Pero quizá esta nueva perspectiva, brutal y desgarradora, llegue en el momento adecuado. Los fotógrafos locales se lanzan a retratar las murallas de su Alhambra. La realidad se abre camino con más fuerza que cualquier denuncia escrita y la decrepitud de la fortaleza árabe llega a todos los rincones. Y quizá no sea casualidad que la Alhambra sea declarada monumento nacional el 12 de julio de 1870, un pri-mer paso para que –la friolera de 75 años después– en 1905, se cree la Comisión Especial de la Alhambra, a partir de ese momento encargado del mantenimiento y la conservación del monumento. Si podemos responsabilizar a ese organismo de la imagen que hoy en día conservamos de la Alhambra, no podemos por menos que reconocer la labor de pintores, escritores y fotó-Corral del carbón. Fotografía de J. Laurent. SGE / 109 grafos, no solo a la hora de generar una corriente internacional de sensibilización en torno a la antigua fortaleza mususlmana, sino, por extensión a la hora de “exportar” al mundo la imagen exótica, bellísima y agreste de una ciudad cargada de personalidad, de arte y de historia. Granada, vendida en grabados, relatos y fotografías, fue “víctima” inconsciente de la ma-yor operación espontánea de marketing que podamos constatar. A ella debe aún hoy en día su internacionalidad, su atractivo y los tres millones de visitantes que cada año recorren las estancias soñadas de la Alhambra. Po-demos extrapolar a la ciudad que lo alberga, la afirmación que el arabista García Gómez hace del palacio nazarí: “la Alhambra pervive porque la ha defendido la más adhesiva fuerza que radica en los seres humanos: la ha conservado el amor”. El amor, la admiración, la fascinación es por tanto quien ha conservado a Granada.
- Libros para entender mejor este período: La Alhambra que fascinó a los románticos, Cristina Viñes Millet. Noches en Bib-Rambla, y Guardianes de la Alhambra, de Carolina Molina.