La España de los viajeros anglosajones

Por Lucía Villanueva

Bibliografía: Boletín SGE Nº 46 – Océano Pacífico

 

Un regalo para todos los interesados y curiosos: se trata de una exposición que podemos contemplar desde nuestra casa. El tema: la imagen de España a través de los viajeros de lengua inglesa durante los siglos XVIII, XIX y XX. Más exactamente, a través de sus escritos, sus grabados y litografías. Se lo debemos al Instituto Cervantes, que ha organizado los materiales estructurándolos según distintos aspectos de la vida cultural, política y social española, desde las costumbres, el carácter de hombres y mujeres o las instituciones. Este artículo es tan sólo una muestra de lo que podemos encontrar en la página web del Cervantes.

Más de cien los autores y bastante más de doscientos los libros a los que ya, a golpe de clic, podemos tener a nuestro alcance: se trata de la Exposición Viajeros en España que el Instituto Cervantes, con la colaboración de Google, inauguró el pasado 10 de octubre. Una exposición virtual que, en palabras de su comisario Alberto Egea Fernández Montesinos, “quiere dar a conocer los modos en que se ha representado España a lo largo de los últimos dos siglos”. La base bibliográfica está constituida por la colección de libros de viaje reunida en el Instituto Cervantes de Londres, donde se recogen obras de autores procedentes del Reino Unido, Estados Unidos, Irlanda, Canadá y Australia escritas entre 1750 y 1950.

Los contenidos (siempre siguiendo las palabras del comisario) están ordenados en bloques temáticos dedicados a distintos aspectos de la cultura y forma de vida españolas, y junto a los textos originales se pueden contemplar reproducciones de grabados, litografías y mapas. Como ayuda valiosísima se incluyen una serie de artículos escritos por expertos que analizan la importancia de las obras. De entre estos bloques temáticos hemos querido elegir, desde el boletín de la SGE, por razones obvias, el cuarto, dedicado al Viaje, como forma de aproximarnos a esta inmensa exposición y disfrutar de todo lo que nos ofrece.

 

DILIGENCIAS, TRENES Y ACÉMILAS

“Los viajeros del final del XVIII describen un país casi intransitable por las pésimas carreteras y las incómodas diligencias. De las duras jornadas a caballos se pasa a los primeros ferrocarriles según avanza el siglo XIX, que trae un gran desarrollo de las infraestructura” nos advierte, situándonos en la realidad, el panel dedicado al transporte en la España de entonces. Y se trata de una fiel síntesis de lo que escriben nuestros viajeros. Lady Louisa Tenison señala que tardó seis horas en desplazarse de Madrid a Toledo en 1853, y sobre las diligencias escribe el inglés Henry Blackburn en 1866: “El techo es una especie de almacén donde viajan de polizones el equipaje y las mercancías de los pasajeros, incluidas provisiones de toda clase, vivas y muertas. Cuando el resto de los asientos está ocupado, los pasajeros se hacinan en el techo, y a menudo pasan un rato entretenido tratando de mantener a raya la carga de baúles y cajones mientras la diligencia oscila de un lado a otro; cuando anochece, como se podrá imaginar, el combate se vuelve aún más emocionante”

Sobre la situación de los trenes y las estaciones ferroviarias comenta en 1870 Marguerite Purvis (que escribía bajo el nombre de Mrs. William Augustus Tollemache): “En España, si se desatienden los horarios, hay que ayunar durante horas, pues no es posible tomar nada en esas horribles estaciones. Los españoles se pertrechan de cestas con provisiones; y los viajeros ingleses harían bien en imitar su ejemplo. Cenar en Toledo habría interferido en nuestra visita turística; así que acordamos volver hasta Aranjuez y cenar allí. Este plan nos aseguraría comida y descanso, ninguno de las cuales nos habría esperado en el empalme de Castillejo.”

La misma Marguerite Purvis, sobre el trayecto de Granada a Bobadilla que le llevó cuatro horas, relata: “La carretera era ciertamente áspera y mala más allá de toda descripción. A veces teníamos que apearnos mientras nuestros conductores la reparaban con piedras de las cunetas, y luego nuestro cochero pedestre conducía a las mulas del horrible bocado mientras nosotros lo observábamos desde lejos y nos maravillábamos de que un muelle pudiera soportar semejantes tumbos o una mula aquel ejercicio de equilibrio.” Las cosas cambian radicalmente, todo hay que decirlo, en el siglo XX, y son varios los viajeros que, como el americano Thomas Moore, alaban la calidad de las carreteras españolas.

 

POSADAS, VENTAS Y CASAS PRIVADAS

La incomodidad, la lentitud, la falta de puntualidad y el hacinamiento en los medios de transporte son los aspectos más criticados por nuestros viajeros de lengua inglesa. De todos estos inconvenientes abominan sea cual sea el transporte elegido, trenes, diligencias, viajes a lomos de caballo o de mulo. Pero no son estos los únicos obstáculos que encuentran en sus diferentes recorridos. La precariedad de los alojamientos es otro de los motivos de sus comentarios y lamentos. “El alojamiento en estalaje era tan espantoso que solíamos hospedarnos en alguna casa particular, donde con alrededor de un chelín basta para compensar a nuestro huésped por ocupar su cama. Tuvimos buen cuidado de llevar con nosotros cierta provisión de vino y carne, precaución que un viajero difícilmente pasará por alto en su segunda visita a este país.”

Estas son las advertencias del británico John Armstrong, quien viajó por las Baleares en el siglo XVIII. Dentro de este capítulo de la hostelería destacan las famosas palabras de Richard Ford en su libro Cosas de España: “Las posadas de la península, con escasas excepciones, hace mucho que se dividen en las malas, las peores y las que ni ya siquiera admiten comparación.” Y no satisfecho con ellas vuelve a insistir en el tema: “Por cada uno que asaltan en un camino, a cien los asaltan en una posada […]. Es entre estos posaderos donde se encuentran los auténticos y peores bandoleros de España, pues estos personajes ilustres se encuentran por doquier pensando únicamente en cuánto pueden inflar sus cuentas con decoro” Pero la descripción de George Clark (contemporáneo de Ford) de la posada donde se alojó un día de 1850, es aún más brutal: “Las escaleras crujían, se daban portazos, los cuchillos producían un ruido estrepitoso, las mujeres hablaban a gritos y, lo peor de todo, una humareda de aceite frito y ajo llegaba a todos los rincones.” La falta de camas, la suciedad de las alcobas, la ausencia de cubiertos a la hora de la comida, el penetrante olor a ajo, el humo del tabaco, eran todas fuentes de disgusto entre los viajeros anglosajones que identificaban su propia forma de vida como la única civilizada, y tachaban de primitivas y un tanto salvajes las costumbres españolas. Más aún si a estos alojamientos se sumaba la presencia de huéspedes no invitados a la fiesta. Así describe Sir John Carr (1772-1832) su atormentada estancia en una venta de Cádiz en 1811: “Además de un numeroso ejército de chinches y pulgas, también una pequeña banda de mosquitos me hizo el honor de brindarme una serenata de zumbidos durante la mayor parte de la noche y me dejó tales muestras de agradecimiento por mi visita que, al levantarme sin haber apenas descansado durante el reposo y mirarme en un espejo para afeitarme, casi no fui capaz de reconocer mi rostro”.

Siendo como son este tipo de experiencias las más generalizadas, cabe señalar que algunos autores (como Nathaniel Wells Armostrong en 1846) comentan la aparición de nuevas ventas y posadas más limpias y amables. Son los casos de Samuel Widdrington en 1844 en Sevilla, el de Matilda Betham-Edwards (siempre con su séquito de cinco doncellas y diez baúles a cuestas) elogiando el Hotel Suisse de Córdoba, y el del mismo John Carr recomendando algunas casas particulares concretas en Cádiz, Algeciras y Málaga, con apostillas elogiosas hacia la hospitalidad española.

 

GUÍAS Y BUROCRACIA

Son muchos los viajeros que despotrican de los guías encargados de acompañarles por monumentos y ciudades. Suelen tacharlos de charlatanes sin sentido, poco preparados, y capaces de inventarse cualquier historia con tal de complacer a su cliente. Ellen Hope-Edwardes resume con gran sentido del humor en su diario de 1881-1882 la visita realizada por Sevilla en compañía de un guía: “Volvía a la fonda sin estar segura de si era Trajano o el Cardenal Wiseman el que había fundado la fábrica de tabaco, y a cuál de ellos había afeitado Fígaro” Otra opinión muy extendida (y eso no es patrimonio de los anglosajones por España sino de muchos otros viajeros por todo el mundo hoy mismo) es la querencia de los guías a citar nombres y fechas de forma desmesurada, mareando con datos que se pueden encontrar en cualquier libro y sin añadir nada a la hora de entender aquello que se visita y contempla.

Pero no es la a veces indeseada presencia de un guía lo que más preocupa. Los trámites burocráticos despiertan muy a menudo una comprensible indignación: “Más problemas con mi pasaporte antes de poder embarcar en el vapor con destino a Valencia –más engaños de los inspectores–, más ineficientes puestos aduaneros triplicados que fingen inspeccionar tanto si se entra como si se sale y son sobornados por innobles sumas de dinero”

Así resume su desdichada experiencia en 1853 el ingeniero británico George Cayley, y de un modo parecido se expresan viajeros de esa mitad de siglo, denunciando no sólo la ocasional confiscación de objetos sino la facilidad para obtener el favor de los guardias y aduaneros a cambio de algunas monedas. Esta hostilidad de los empleados en la administración hacia el otro, el extranjero, está relacionada sin duda con la mínima presencia de viajeros por España.

Nuestro país no estaba incluido en el Grand Tour que tanto dio a conocer Francia y sobre todo Italia, y los sucesivos gobiernos españoles no facilitaban precisamente la entrada de viajeros, ni su tránsito por sus tierras o su estancia. Los siglos XVIII y XIX se caracterizan en nuestro país por la ausencia de ese fenómeno del turismo que empezaba a desarrollarse por Europa. Algo muy distinto de lo que ocurriría en el XX, donde se consolida una industria floreciente y clave para el avance económico.

 

EXTRAÑOS LOS UNOS DE LOS OTROS Y VICEVERSA

Muchos son los testimonios de los visitantes foráneos hacia 1850 por Andalucía en los que se relatan anécdotas relacionadas con el asombro que producían en algunas poblaciones su presencia y sus objetos. Lady Louisa Tenison relata la perplejidad que causó en Grazalema su paraguas, y describe, sin poder comprender el porqué, la concentración de los vecinos ante su posada con el sólo objetivo de contemplarla.

Extrañeza mutua la del visitante y la del, llamémosle así, nativo. Hasta los comercios resultan chocantes para el viajero. En palabras del científico inglés George Dennis (1939): “Los establecimientos muestran muy escaso parecido con los del norte de Europa. Raras veces poseen escaparate, y generalmente se hallan abiertos al modo de casetas con una persiana de franjas azules y blancas que cuelga a la entrada para protegerlos del aire caliente y los rayos del sol. Una esquina de la persiana permanece a menudo arriada, por usar un término náutico, de modo que permite ver lo suficiente del interior como para informar a los viandantes de la naturaleza de los artículos que allí se venden.” Y muchos otros expresan su desconcierto a comienzos ya del siglo XX por la ausencia de bares, cantinas o tabernas excepto en Barcelona o Madrid. Una ausencia que ciertamente se subsanó, y con grandísima generosidad, tras unas pocas décadas. Y los turistas actuales se quedan a su vez estupefactos ante la abundancia de este tipo de establecimientos en todos los lugares de España.

 

ENGAÑOS Y VERDADES

Junto a la extrañeza y el asombro se producen las marrullerías de los nativos para de alguna manera engañar a los viajeros o al menos aprovecharse en algo de ellos. La misma Louisa Tenison cuenta cómo el mayoral de la diligencia intenta engañarla no devolviéndole el dinero que le correspondía. No se trata, por desgracia, del único caso. Entre todos destaca, por la importancia del personaje, lo ocurrido al vendedor de biblias George Borrow en 1842, camino a Finisterre. El guía, ya comprometido y pagado, le abandona en manos de su sirviente, asegurándole que él le conducirá a su destino. El sirviente, antiguo marinero, nada sabía de las rutas por tierra firme, y ante la indignación de Borrow, se confiesa incapaz de llevarle a sitio alguno. En definitiva, nada muy diferente a lo que los turistas españoles pueden contar de sus viajes por países menos desarrollados.

Una picaresca fruto muchas veces de la necesidad y la incultura. Al mismo tiempo, todo hay que decirlo, la misma picaresca, el aislamiento de nuestro país y los inconvenientes de su atraso, los gajes, en fin, denunciados por los viajeros constituyen precisamente el mayor atractivo para la mayor parte de ellos, lo confiesen o no. Es el caso de Marguerite Purvis quien con las siguientes palabras está expresando el sentir de otros: “España es probablemente el único país europeo que aún no ha sido invadido por los turistas. En tanto que las galerías pictóricas de Italia, Alemania e incluso San Petersburgo le son ya familiares a la mayoría de los viajeros ingleses, el Museo Real de Madrid, que alberga la que tal vez sea la mejor colección de cuadros del mundo, es relativamente desconocido”.

Aunque, al mismo tiempo, se puede percibir en estos viajeros la preocupación por el estado de nuestros monumentos artísticos e históricos. Louisa Tenison habla en distintas ocasiones de su espanto ante el derribo de edificios antiguos de gran valor y su sustitución por construcciones de ningún gusto. Y recrimina el robo por parte de los visitantes de fragmentos de ruinas como las de Itálica, aun justificando el delito debido el abandono en que se encuentran. El juicio de Richard Ford en este campo es implacable. El siguiente párrafo es una buena muestra de su mirada hacia lo español: “La Alhambra –la Acrópolis, el Castillo de Windsord de Granada– es ciertamente una perla de valor inmenso en la estimación de todos los viajeros de procedencia extranjera, pues pocos granadinos la visitan ni son capaces de entender el fascinante interés y la intensa devoción que suscita en el extranjero. La familiaridad ha alimentado en ellos la misma indiferencia con la que el beduino contempla las ruinas de Palmira, insensible tanto a la belleza presente como a la poesía y el romanticismo del pasado. Y la mayoría de los españoles, aunque no lleven turbante, muestran la verdadera carencia oriental de la facultad de la admiración y no piensan más que en el tiempo presente y en la primera persona del singular” Reproches, extrañezas, quejas, críticas. Los textos de los viajeros de habla inglesa durante estos siglos abundan en historias y anécdotas que desembocan casi siempre en opiniones negativas sobre las condiciones de su viaje. El innegable atraso de España con respecto a sus vecinos europeos se hace evidente y cada uno pone su empeño en demostrarlo en una gran variedad de circunstancias. Ahora bien, en ese mismo atraso, en esa cualidad de diferente reside, en definitiva, el motivo de su viaje. El estímulo por conocer un país anclado en el pasado, preso aún de unas costumbres ya extinguidas en sus tierras de origen, la curiosidad por contemplar y por vivir en un mundo sujeto a otros hábitos y modos son los que han empujado a estos hombres y mujeres hasta la España de las carreteras indescriptibles, las posadas mugrientas, los trenes impuntuales o los alimentos con eterno olor a ajo. Por nuestra parte, sus descripciones, sus relatos y su mirada nos ayudan a comprender mejor nuestra historia. Además de entretenido, que lo es, resulta muy esclarecedor leerlos. Y ahora están en la red a disposición de todos nosotros.

http://cvc.cervantes.es/literatura/viajeros/presentacion.htm