León Trotsky: visitante bajo sospecha

Por Pilar Mejía

Bibliografía: Boletín SGE Nº 45 – Los Jesuítas en la exploración del mundo

 

El 31 de Marzo de 1916, León Trotsky era deportado de Francia a España para que no extendiese más sus peligrosas ideas en el país. Las autoridades españolas tampoco le dejaron quedarse y fue deportado a Estados Unidos a final de ese mismo año. Su estancia en España fue corta, pero pese a ello, dedicó a nuestro país unas interesantes notas.

Bien cantó Gardel aquello de “siglo veinte, cambalache, problemático y febril”, qué acertado estuvo su autor que en 1934 describió lo que ya se veía venir y aun hoy sorprende. El siglo XX arrancó moviendo los cimientos de los grandes imperios y, en las sacudidas de los años siguientes, parece que incluso modificara la medida de los paralelos y colocara a España repentinamente más al norte. Con esa sensación se queda uno después de leer las notas de León Trotsky durante su breve estancia en nuestro país. “¿Para qué estaré aquí?”, se preguntaba el desconcertado viajero en el otoño de 1916, mientras avanzaba hacia el interior de la península ibérica en un tren proveniente de San Sebastián. “Esto no es Francia, sino algo más meridional, más primitivo, más tosco”, vagones repletos de gente que reía a carcajadas y, sobre todo, hablaba a gritos. Hay cosas que no cambian.

No entraba en los planes de Trotsky cruzar los Pirineos y apartarse de la realidad aterradora en la que se encontraba Europa. La Primera Guerra Mundial llevaba ya dos años acumulando muertos en las trincheras y desgastando la moral de más de sesenta millones de militares, una cifra que aun hoy cuesta asimilar. La contienda le había facilitado continuar el trabajo revolucionario que había dejado estancado durante unos años, escapar de la policía austrohúngara, trasladarse a Suiza y, a finales de 1914, a París, donde colaboró con la prensa en el exilio como Golos (La Voz), Nache Slovo (Nuestra Palabra), o en La Vie Ouvrière, diario de los sindicatos hostiles a la guerra. En poco menos de un año allí, participó y redactó el manifiesto final de la Conferencia Internacional Socialista de Zimmerwald (Suiza), precursora de la Tercera Internacional, pero diez días después de la firma de éste, el 15 de septiembre de 1915, Naché Slovo fue clausurado y Trotsky fue obligado a abandonar Francia. El 30 de octubre, y gracias a la presión de la embajada zarista, después de solicitar asilo en Italia, Suiza y Gran Bretaña, y sin apenas darle tiempo de recibir respuesta, fue conducido a la frontera con España, desde donde comenzó su extraño recorrido por tierra peninsular.

Con treinta y siete años, solo y con el espíritu revolucionario en plenitud, Trotsky emprendió un viaje que no sabía a dónde le conduciría exactamente, un viaje que le exigía algo que no soportaba y que la vida se encargó de obligarle a hacer: observar sin participar.

De esta manera pospuso la redacción de artículos revolucionarios en periódicos clandestinos, por la de una especie de diario sin pretensiones en el que apenas habla de sí mismo, pero en el que apunta las observaciones sobre el carácter de este pueblo cuyo idioma no entendía en absoluto y al que describió con imágenes que encontraríamos ahora en las ciudades del norte de África. ¿En qué momento los Pirineos dejaron de ser la frontera con Europa?

De San Sebastián a Madrid, después a Cádiz y por fin a Barcelona para partir rumbo a Nueva York, de donde regresará directamente a Rusia después de triunfar la Revolución Bolchevique. El itinerario que Trotsky realizó sin querer, y en gran parte a “cuenta del rey”, le permitió hacerse una idea de nuestra idiosincrasia, sobre la que traía bastantes prejuicios que no parece, opinión de quien escribe, haber superado en esta primera toma de contacto. “Cuando, al llegar a una nueva ciudad, una multitud de gente os arrebata la maleta de las manos y, al mismo tiempo, os proponen limpiaros las botas —un “limpia” por cada pie, comprar periódicos, cangrejos, cacahuetes, etcétera, podéis estar seguro de que las ciudad deja bastante que desear desde el punto de vista sanitario; de que hay mucha moneda falsa en circulación; de que en las tiendas cargan los precios sin piedad, y de que las chinches abundan en las fondas”.

Su entrada a través del País Vasco pudo hacerla con el alivio que le suponía la libertad, sin la compañía de los inspectores de policía que le habían acompañado, más bien, llevado hasta Hendaya, asegurándose, a pesar de las formas cordiales Los limpiabotas madrileños que tanto llamaron la atención de Trotsky. y agradable conversación, que se marchaba de Francia con sus ideas revolucionarias. En San Sebastián pudo disfrutar de poco más de veinticuatro horas en contacto con el mar, “un mar severo, pero sin malicias”, una naturaleza menos dulzona que en Niza: “hay más sal y pimienta, esto es mejor”, aunque al entrar en contacto con los lugareños, a pesar de la “variedad de colores y más gritos que allende los Pirineos”, la cosa se tuerce: “la indolencia domina por doquier. En las tiendas se regatea sin fin. Los tenderos son ‘tenderos con psicología’. Los Bancos están cerrados”. La España de la devoción, la mantilla, la capa, el grito, la carcajada y el chapurreo de idiomas le daba la bienvenida, pero “San Sebastián es una playa de moda, con precios dignos de la misma. Hay que ponerse a salvo”. Así que, voluntariamente, pone rumbo a Madrid.

Es difícil encontrar en las notas del diario de Trotsky algo de interés por el país en el que estaba entrando. La distancia con la que habla de lo que le rodea puede ser justificable por la incomunicación a la que está sometido por el desconocimiento del idioma: “Me encuentro por primera vez en una ciudad donde no conozco a nadie, ni nadie me conoce, literalmente nadie. Además no comprendo el idioma, y cuando me siento en un café y oigo el verbo rápido de la conversación española, no entiendo ni una palabra. Condiciones ideales para estudiar un país. Cierto es que no me preparaba para dicho estudio”. Pero sobre todo porque a los diez días de estar en la capital, su estancia libre y supuestamente inadvertida se convirtió en lo contrario al descubrir que desde Francia se había enviado un telegrama advirtiendo de la presencia de un “peligroso anarquista” que circulaba libremente por España, pero que, eso sí, debía ser tratado como un señor. Y sí, es verdad, ¿cómo se le puede encontrar el gusto a un país en el que a cada paso que se da se está siendo vigilado? De ahí que conozca España “a cuenta del Rey”, que tendrá que costear su traslado custodiado a Cádiz y luego a Barcelona, además de su billete a Nueva York, expulsado de Europa. Bastante tuvo en Madrid con “visitar”, como consecuencia de aquel telegrama, la Cárcel Modelo, de la que dice: “En ninguna parte he oído decir que existieran cárceles con celdas de tres categorías y dos de pago; pero al fin y al cabo, hay que reconocer que los burgueses españoles no hacen más que obrar con consecuencia. ¿Por qué debe existir igualdad en la cárcel de una sociedad basada en la desigualdad y dividida en tres clases: la poseyente, la desheredada y la intermedia?”. Como señor que era reconocido, Trotsky tuvo que abonar el importe correspondiente a la celda de primera clase, una que incluso contaba con un visillo para disimular las rejas:1,50 pesetas al día. Curiosas observaciones del ruso, que también se explaya hablando de los bancos madrileños mientras pudo conocerlos durante sus paseos en libertad: “Dos clases de edificios monumentales dominan en Madrid: iglesias y bancos. Los marqueses y los condes gastan una millonada en sus panteones familiares y encargan misas para el eterno descanso de sus almas. (…) Pero España no lleva la mayor parte de su dinero a las iglesias, sino a los bancos. Y en la lucha por el alma de España, los bancos levantan enormes edificios, templos de una suntuosidad aplastante. Su número es incontable, y alternan con las iglesias y los grandes cafés”. Es inevitable no hacer paralelismos temporales y pesar en ese alma perdida de la España actual…

El Paseo del Prado, el Hotel Palace sin clientes por la guerra, la Puerta del Sol donde “existe una verdadera fábrica para la limpieza del calzado”, el Palacio Real, la catedral de la Almudena en construcción, el Puente de Segovia (al que el guía insistente que lo acompaña contra su voluntad “elogia por sus comodidades para el suicidio”) y el Madrid de los Austrias, “viejo, sombrío, con edificios horribles por su incomodidad y el descuido en que se hallan”, forman parte de los recorridos que realiza por la capital y que le dibujan una imagen de la ciudad que, comparada con París, considera “una ciudad provinciana. Movimiento sin objeto, ausencia de industria, abundancia de devoción hipócrita; se guarda rigurosamente el aspecto exterior de las buenas costumbres. En las calles, la prostitución no salta a la vista como en las ciudades francesas. En los cafés, muy pocas mujeres; por las trazas, su presencia en dichos establecimientos está mal vista. Se toma mucho café, se bebe poco ajenjo. Los hombres permanecen sentados y hablan como gente que dispone de mucho tiempo. En los cafés no hay periódicos, hay que traerlos consigo, pero los cafés, al contrario que los de París, son enormes. Por la expresión de los rostros, se adivina una vieja raza, pero que se ha dejado decaer; en los músculos faciales, como en los del cuerpo, ausencia de tensión, como también ausencia de concentración en la mirada. (…) Por las calles circulan los asnos, cargados con grandes cestas en los costados y, balanceándose encima de las cestas, una campesina. Todo esto sigue igual absolutamente igual que en los tiempos de Dulcinea del Toboso y hasta de sus lejanos bisabuelos. A veces os despertáis con sobresalto, imaginándoos que se ha declarado un incendio. Resulta que están conversando bajo vuestra ventana. No disputan, sino que precisamente conversan”. En sus paseos sin embargo concluye que a pesar de todo, Madrid es una gran ciudad, que además, por su papel neutral en la Gran Guerra, “no teme a los zepelines”.

Después de su detención, que no arresto, por tener ideas demasiado adelantadas para España, Trotsky se convierte en un documento curioso para conocer con la ironía habitual de este revolucionario, y desde su experiencia, como se vivía en España durante la Primera Guerra.

Recorrió en tren media península, custodiado por dos policías que le recuerdan su salida de Francia y que compara así: “La cultura de los policías franceses es superior; a pesar de su incontinencia verbal, hay cuestiones sobre las cuales no expresan su opinión o a las que aluden en términos generales. Estos [los españoles] no tienen ningún principio, ni tan siquiera profesional que los contenga. (…) Uno de ellos se ofendió mucho cuando, al despedirme de la patrona de la casa de huéspedes de Madrid, le dije que los españoles eran unas buenas personas. Madrid es una buena ciudad; pero la policía española es mala. Protestó: ‘los de arriba, los jefes, son malos. Nosotros no somos más que soldados.’ Es indudable que él es capaz de cualquier villanía. Aplastaba las nueces con los dedos, como si éstos fueran tenazas. Lo mismo haría con un hombre”.

Atravesando la tierra de Don Quijote alaba el paisaje y apunta: “observo en el vagón la sociabilidad de los españoles, su amabilidad, su dignidad, su hombría de bien; pero al mismo tiempo, su suciedad: escupen en el suelo, arrojan papeles y colillas bajo los asientos, esto no es Alemania, ni Suiza, ni Francia tampoco…”. Otra vez esa imagen de ciudad africana, de paralelo que se desplaza al norte…. En los apuntes de sus peripecias por España, Trotsky incluye algunas conversaciones con lugareños que permiten ver la incoherencia de las opiniones, la bondad, la ingenuidad y la ignorancia de un mundo que se estaba destrozando al otro lado de los Pirineos. En Cádiz, y siempre vigilado por un policía que más bien pretendía ser su amigo (el ruso marcó rápidamente las distancias), tuvo la oportunidad de acercarse a algunas librerías y valorar el pasado glorioso de aquella tierra que fue el balcón de Europa. También allí recogió testimonios de la Gran Guerra en su faceta marítima, y desarrolló aun más desde su llegada a España, el don de la paciencia, matando el tiempo durante más de un mes bajo el cálido sol de una ciudad bella y un mar ajeno

al que conoció en San Sebastián, paseando entre palmeras, incluso escuchando el sonido de las polillas devorando libros envejecidos en las bibliotecas.

Trotsky reconoce el carácter cómico de su estancia en España y termina por adaptar esos días de espera y mezclarse. Descubre la zarzuela y cómo la ciudad gaditana se prepara para la Navidad. Toma apuntes históricos de los libros que descubre llenos de polvo, y entabla conversaciones con los pocos lugareños que se atreven con el francés. Así llega el día en que tiene que trasladarse a Barcelona (una “Niza, en un infierno de fábricas”) y tomar allí el barco que lo llevará por fin a Nueva York. Hará escala por los puertos de Málaga y Algeciras además del que se encuentra, pero España es así y tiene que coger el tren para ir al primer puerto.

Cuando vislumbra la ciudad americana, Trotsky escribe: “Arboleda de invierno, edificios de puerto, todo predice la gigantesca mole que por ahora se oculta aun en el amanecer brumoso. Aquí termina España”, y pone fin a unos apuntes que no habrían visto la luz sin la insistencia y posterior traducción al castellano de Andrés Nin, amigo del autor. En el prólogo, escrito en su destierro de Constantinopla en julio de 1929, el autor dice: “No viví en España como investigador u observador, ni siquiera como un turista en libertad. Entré en este país como expulsado de Francia y residí en él como detenido en Madrid y como vigilado en Cádiz, en espera de una nueva expulsión. (…) Pero si este librito puede despertar el interés del lector español e inducirle a penetrar en la psicología de un revolucionario ruso, no lamentaré el trabajo que ha hecho mi amigo Nin para traducir estas páginas escuetas y sin pretensiones.”

El siglo veinte estaba dando ya la vuelta a la historia y Trotsky, personaje de excepción en ésta, se encontraba a las puertas de volver a Europa y protagonizar uno de los grandes episodios del siglo.

 

n (Fragmentos extraídos del libro “En España. Diario de un viaje, 1916 – 1917”, Lev Trostky. Ed. Doble J, Aracena 2011)