Diario Australia – Diciembre 2009

Diciembre 2009

Cabo Aflicción y Port Douglas. Noreste de Australia

Habituado ya a las largas distancias que he cubierto por carretera en Australia, acercarme a Cabo Tribulation se me ofrece como un paseo matinal, 150 kms. La carretera sigue paralela a la orilla. Me voy deteniendo en algunas playas. Fantásticas, solitarias, arena blanca, cocoteros… En Ellis Beach, me topo con los carteles informativos que advierten del peligro oculto que acecha a los insensatos que se les ocurra darse un chapuzón, fuera del área protegida por redes que impiden el paso de medusas. Pero es que, además de medusas, advierten que pueden llegar tiburones y cocodrilos. ¿Lograrán detener esas pequeñas redes que he visto a los monstruosos cocodrilos de agua salada o a los agresivos tiburones blancos? No soy el único que se plantea esas razonables preguntas. Hay pocos bañistas en el agua. Lo comprendo.

Tampoco son muchos los que llegan hasta la playa para broncearse. Australia, por su situación geográfica, cerca, relativamente, de la Antártida, se encuentra bajo el gran agujero de ozono, lo que significa menor protección contra los rayos ultravioletas. El país ha registrado en los últimos años un aumento de cánceres de piel. En las playas más frecuentadas, siempre hay un panel indicando el nivel de radiación de UV. Hay tramos de carretera, entre montaña y mar, en los que es imposible aparcar. Pero cuando se ofrece un pequeño espacio donde detener el coche, cerca de una playa, siempre, siempre, he visto el cartel de prohibición de bañarse, advirtiendo los peligros que conlleva. Unicamente se encuentran redes de protección en las grandes playas. En las pequeñas, solitarias, franjas de arena que he ido pasando, únicamente hay carteles de advertencia y algo muy importante para aquellos que, haciendo caso omiso de las indicaciones, se bañen y sufran el desagradable encuentro con una medusa: vinagre. Una botella de vinagre, llena, en un lugar bien visible.

En el camino a Cabo Tribulación, he pasado por Port Douglas, otro enclave turístico, más apacible que Cairns. Un pequeño pueblo, mil personas, con una larga y bellísima playa de arena blanca. Lujosos hoteles y restaurantes, para los más adinerados. Cruceros a la Gran Barrera de Coral. Doy una vuelta por el parque cercano a la playa. Asciendo una colina desde la que puedo observar, en toda su extensión, la línea costera. Hace mucho calor. Estoy empapado. En el alto, la brisa proveniente del mar me refresca. Uf. Qué suerte estar aquí, ahora, 27 de Noviembre, y no en la Costa Brava.

Dejo Port Douglas, siguiendo hacia mi destino del día. No se ofrecen muchas alternativas. Alguna playa. Llego al transbordador que cruza el rio Daintree, que da nombre a un Parque Nacional. Tengo suerte, mi coche es el último. Acabo de frenar, estacionándome en el lugar que me indican, y ya nos alejamos de la orilla. No puedo dejar de recordar los transbordadores de Laos que cruzan el Mekong. En minutos se preparan comidas, se venden refrescos, frutas… la plataforma se convierte en un centro de animación. Aquí, motores apagados, puertas cerradas, nadie puede descender del vehículo, durante el trayecto. Apenas se detiene el lanchón, baja la plancha, iniciándose el desembarco. El asfalto sigue en dirección norte. Estoy dentro del Parque. Selva tropical. Entre mar y montaña. La playa a mi derecha. Algunas subidas y curvas pronunciadas. Esto es turístico, no hay duda. Muchos hoteles anunciados a izquierda y derecha, pero… no los veo. Caminos que se pierden entre los árboles. Algunos desembocan en playas, Cape Kimberley, Cow, Alexandra, Noah, Thornton, todas de postal, sin rastro alguno, sobre su arena, de “civilización”. Algas secas, conchas, alguna hoja de cocotero… ¿Qué corrientes llegan aquí? Las playas africanas del este, reciben zapatillas de goma o plástico provenientes de Asia.

El camping que busco se encuentra cerca del Cabo, en un claro, rodeado de selva. Ya me he acostumbrado a los campings. Son cómodos, baños limpios, duchas con abundante, potente, chorro de agua, cocinas con quemadores y planchas de gas. Neveras para conservar refrescos, leche, carne, alimentos perecederos. Enchufes eléctricos para alimentar el ordenador. ¿Qué más necesito? En algunos, incluso, se dispone de acceso a Internet. Me he adaptado. Aparcado el Toyota bajo la protectora sombra de unos árboles, sigo el sendero que me lleva a la playa. Veo el Cabo Tribulación. El Capitan Cook lo denomino así porque su barco, el “Endeavour”, sufrió serias averías al chocar sus bajos con un arrecife sumergido. ¿Paraíso Perdido? Es lo más cercano que he visto. Podría serlo si sus aguas fueran transparentes y apropiadas para nadar. Una joven me dice que acaba de ver una ballena emergiendo a la superficie y unos segundos después ha vuelto a sumergirse. En esos dos o tres kilómetros de playa, me he encontrado con cuatro personas, dos de ellas, chicas, solas, tomando el suave sol de la tarde. Sí, es una playa preciosa, sin gente y –algo muy importante- totalmente segura. Sin riesgo de sufrir acosos o robos. Tal vez sea esto último lo que convierte Cabo Tribulación en un “Paraíso Perdido”.

Cooktown

En todos los folletos de la zona se recomienda a los conductores de vehículos 4×4 que, por lo menos una vez en su vida, cubran el recorrido entre Cabo Tribulación y Cooktown. 125 kms pasando, en su mayor parte, por el Parque Natural de Daintree. Esa pista se construyó en 1.968, con el fin de impulsar el turismo y dificultar el contrabando de mercancías y drogas. La población local está en contra. Se han aportado informes científicos demostrando el daño irreparable que causa el tránsito de vehículos a motor, sobre flora y fauna. Se han producido enfrentamientos, intentando paralizar las obras de pavimentación. Es más, he leído que probablemente esa ruta se cierre dentro de diez años. Con toda esta información, aumenta mi interés por llegar a Cooktown por la pista costera. Cuando se circula por una carretera que atraviesa selva, la visión se reduce. Sobre todo si el terreno, como en esta ocasión, no es llano. Subidas, bajadas, curvas, quedan encuadradas dentro de una monótona decoración: una pared verde, impenetrable.

Encuentro algunos pasos de riachuelos. Pueden llegar a convertirse en un obstáculo infranqueable, después de lluvias torrenciales. No hoy, que luce el sol en el cielo despejado. Todas las pistas que he seguido, hasta ahora, en este país, muestran una gran e importante diferencia con las de países menos desarrollados. Los pasos de ríos, como estos que me estoy encontrando, son seguros, si no hay corriente fuerte. El fondo es uniforme, sin grandes agujeros o rocas. En Africa, por ejemplo, antes de vadear un río, lo paso a pie, intentando comprobar por dónde debo cruzarlo. Esta ruta que sigo no tiene ningún peligro. Aún en época de lluvias, bastará con esperar a que descienda el nivel de los torrentes para pasar. Hay fuertes pendientes, superables por cualquier coche, no son demasiado largas. El primer tramo, 35 kms. es el que encierra esas pequeñas dificultades. Luego se suceden tramos asfaltados y de tierra.

A mediodía entro en Cooktown, junto al río Endeavour, elegido por el capitán Cook para reparar el barco de las averías sufridas cerca del Cabo Tribulación. Una roca, con una placa, señala el lugar exacto donde permaneció el buque, hasta que una vez reparado estuvo listo para navegar. Estas ciudades, pueblos, como Port Douglas, nacieron y se desarrollaron gracias a las minas de oro. En distintas épocas, en apartados lugares, alguien iluminaba su rostro contemplando el reflejo dorado de un pepita o de una porción de de ese polvo metálico. Se registraba la propiedad, corría la voz, llegaba gente de todo el mundo en busca de fortuna. Oro. En 1.874, estaban abiertos, en Cooktown, 94 pubs para saciar la sed de más de 30.000 personas. Muchos de esos trabajadores eran chinos. Se agotaron los filones, desaparecieron los mineros, se cerraron los pubs. Dos ciclones y una evacuación, durante la segunda guerra mundial, ralentizaron el ciclo de Cooktown. La energía necesaria para revitalizar el enclave llegó, a partir de 2.005, por la carretera recién asfaltada a Mareeba, en la meseta cercana a Cairns. Hoy la población de Cooktown se acerca a los 1.500 habitantes.

El camping en el que me he alojado se encuentra en un bosque de eucaliptos. Todo está cerca. Cuatro o cinco calles que se cruzan. Me cerco al “Business Centre”, según la indicación de un cartel, en una rotonda. La calle principal, con algunas tiendas, una gasolinera, hoteles y varios pubs. Entro en uno de ellos. Puertas abiertas para que se establezca una refrescante corriente de aire. Encargo y pago –aquí se paga en el momento de pedir- un filete con patatas fritas y una pinta de cerveza. Salgo a una zona, cubierta, al aire libre. Una raya amarilla separa la zona de fumadores. En esa zona no se puede comer, ni chucherías. Un grupo de fumadores, bebe cerveza, comentando un partido de cricket. Al lado, un grupo de fumadoras, bebe cerveza, come patatas fritas y se ríe gracias a los chismes que cuenta una de ellas. Es sábado. Descanso sagrado. Salgo del pub dispuesto a ver todo aquello que ofrece Cooktown a un recién llegado.

He establecido un itinerario, mientras tomaba café. Primero la montaña, para tener una visión general. Grassy Hill es un bloque de granito que obliga al rio Endeavour a describir una gran curva buscando su salida al mar. En lo alto un faro. Vista panorámica de costa, mar, interior y el pueblo, que no ha dejado de mejorar. Es muy agradable pasear por su parque cercano al río. Monumentos de distintas épocas recordando la arribada de Cook. Bancos, sombra, azulejos decorativos incrustados en un camino peatonal. Un calendario aborigen señalando, por meses, cuando y qué animales se deben cazar, para que no entren en peligro de extinción. Todo subvencionado por particulares. Un gran barco… musical. Para mayor regocijo de los niños, un barco con instrumentos musicales, micrófonos y amplificadores. El uso es gratis. Tiene limitaciones. Edad y horario. En un lugar destacado un cañón. Uno más, de los innumerables que se conservan en todo el mundo. Lo divertido es el cartel explicativo que cuenta que ante las insistentes peticiones del consejo de la ciudad, en 1.885, al premier de Brisbane, pidiendo armamento y oficiales para defenderse de un posible ataque ruso, les enviaron este cañón, construido en 1.803, tres balas, dos rifles y un oficial para disparar el cañón. Me he acercado al cementerio. Se divide en zonas por religiones. He obtenido un mapa, en el centro de visitantes, indicando las diferentes particularidades que pueden observarse. Nadie sabe por qué Elizabeth Cooper, de 26 años, que murió en 1.874 está enterrada en un lugar lejano, apartado. Otras preguntas sin respuesta se encuentran en la tumba de una mujer que falleció en 1.886. Nadie supo quién era ni de dónde venía. Era una mujer joven, europea, que vivía integrada en un grupo de aborígenes, a 60 kms. al sur de Cooktown. Se organizo una expedición para rescatarla. Hubo enfrentamiento. Se produjeron muertes. Ella fue herida. Fue trasladada por la fuerza al hospital. Se negó a tomar alimento alguno hasta morir. Una cruz, con un corazón. Flores.

De vuelta a Cairns

Para regresar a Cairns opto por la gran distancia, una vuelta por pistas, pasando por otro parque nacional, Lakefield. Nada especial. Pista algo ondulada, paso por algunos cauces de riachuelos. Me detengo en un antiguo asentamiento, Laura. Quedan en pie algunos edificios de plancha metálica. El pueblo se trasladó unos veinticinco kms. al sur. Todo ha cambiado en Australia a gran velocidad. Descubrimientos, asentamientos, exploraciones, granjas, minas, ciudades, comunicación… Estoy recorriendo los espacios abiertos de la antigua Laura, situada junto a un riachuelo, con cocodrilos. Soledad absoluta. ¿Qué antigüedad tiene esto? Sigo camino, cruzando pequeños pueblos, que vivieron épocas de mayor actividad. Oro y cobre. Me detengo en Mt Molloy. Pido una hamburguesa mejicana en “Lobo Loco”, famoso por ofrecer las mayores hamburguesas del norte de Queensland. No exagero. La que me sirven, mide unos 35 ctms. de altura. Quince de ellos. pan, lechuga, tomate, pepino, se quedan en el plato. Tengo suficiente con los veinte de pan, lechuga, tomate, queso, huevos fritos, carne. Llego a Cairns a media tarde. La recepcionista del camping recuerda mi nombre. Es como volver a casa. Saludo a la pareja coreana que desayuna y cena viendo, vía internet, un programa de televisión, en directo, un concurso disparatado. La gente no deja de sorprenderme. Vacaciones en Australia, guardando fidelidad a su programa favorito. Bebo unas cervezas con Messias, dentista brasileño, a quien visitaré el próximo año, en su país. Observo que sigue en su tienda la pareja canadiense que vendió su coche a unos jóvenes alemanes. Todo sigue igual. Es hora de reemprender viaje. Dirección sur. Se acabaron los palizones de carreteras solitarias. Me iré deteniendo cada 200 o 300 kms. Ya veré.

El parque Paronella

Quiero descender por la carretera cercana a la costa. Salvo que se me ofrezca algo muy especial, no pienso visitar el interior. He agotado el cupo de paseos por la selva, cataratas, cañones y ríos. La primera opción se presenta pronto. Parque Paronella. He visto unas fotos, parece interesante, algo distinto a lo visto hasta ahora. Sigo las indicaciones. 25 kms. entre campos de caña de azúcar, plantaciones de mangos y plataneras. Sigo la visita guiada –formamos un grupo de seis personas-. Interesante. Paronella, apellido catalán, que ellos pronuncian mal, como si fuera italiano, Paronel-la. Venden una idea romántica. El sueño realizado de José Paronella, un emigrante catalán, nacido cerca de Port de la Selva. La historia contiene suficientes argumentos para realizar un interesante documental sobre los emigrantes que aceptaron la llamada de Australia, a principios del siglo pasado. Resumo. José Paronella intentaba abrirse paso en la vida. Quería casarse con su novia y formar familia. Estaba dispuesto a trabajar duro. Había vendimiado en Francia. Le hablaron de Australia, la tierra del futuro. Le atrajeron las posibilidades que se ofrecían a hombres como él. No dudó. Prometió a su novia que volvería para casarse con ella, cuando lograra situarse y ahorrar algo de dinero. Primero trabajó en las minas. Desierto, sequedad, moscas. Queensland le ofreció un clima más húmedo, soportable. Cortó caña de azúcar. Ahorró. Nada de alcohol o mujeres. Se mantenía fiel a la promesa hecha antes de abandonar su pueblo. Empleó bien el dinero ahorrado. Abandonó el duro trabajo de cortar caña, dedicándose a la compra-venta de terrenos con plantaciones. Había emigrado en 1.913. Regresó a su pueblo once años después. Demasiado tiempo. Su novia se había casado, tenía dos hijos. El debía regresar a Australia con su esposa. Vale. Pragmatismo catalán. Todo queda en casa.

La ex novia se convirtió en cuñada. José se casó con Margarita, la hermana pequeña. El viaje de novios fue una larga travesía en barco hasta llegar a Queensland. Cinco años después, en 1.929, compró el terreno en el que se asienta el Parque Paronella. Durante años había ido planificando el proyecto. Sabía muy bien lo que quería. El terreno tiene tres niveles. En el superior, construyó la casa, en piedra, hoy museo. En el nivel intermedio, “El Castillo”, un edificio con un gran salón y escenario. Se utilizaba como sala de proyección de películas, representaciones teatrales, espacio para banquetes o como sala de baile. La iluminación variaba según el fin con que se utilizara. Ya por aquel entonces contaba con una esfera giratoria, recubierta de espejitos, que reflejaban luces de distintos colores. José incorporaba a su parque los avances tecnológicos a los que tenía acceso. En 1.933 compró una planta hidroeléctrica que cubría las necesidades del parque. La primera del norte de Queensland. Un río cruza el terreno. Un salto de agua entre niveles. La cascada fue bien aprovechada por José. En el nivel más bajo, jardines, pistas de tenis, zona de juegos para los niños, piscina natural junto a la cascada, mesas, bancos, fuentes, un edificio con cocina, bar y cabinas para que los bañistas pudieran cambiarse y dejar la ropa.

Cuando termina la visita guiada, vuelvo sobre mis pasos, llegando a todos los rincones del parque. Escaleras, edificios, mesas, barandillas, jardineras, puentes, todo fue construido con cemento, reforzado con trozos de vía ferroviaria. Debió ser un lugar muy agradable. José ofrecía a todo el mundo aquello que a él le hubiera gustado encontrar en los años más duros de su existencia. Incorporó un “Tunel del Amor”, que podían atravesar las parejas para llegar a un escondido rincón del parque con un pequeño salto de agua. Es fácil imaginar cómo fue el parque. Al anochecer se activaba el sistema de iluminación. Luces, focos, bien situados y orientados, convertían el Parque Paronella en un lugar especial, fuera de este mundo, donde cualquier sueño podía convertirse en realidad. Paseo por todos los caminos, alcanzo la zona más apartada donde se encuentra el bosque de bambúes. El parque está muy degradado por un incendio, en 1.979, y varias inundaciones. José falleció en 1.948, Margarita en 1.967. Sus descendientes vendieron la propiedad en 1.977. Según leo, José plantó 7.000 árboles. Arces, pinos, nogales, robles y los espectaculares Kauri, formando un pasillo entre esos altos árboles que llegan a superar los 1.000 años. Cuando todo lo que resta del Parque Paronella sea finalmente arrastrado por una nueva, devastadora inundación, cuando el bosque que lo rodea recupere la posesión, José Paronella sobrevivirá, diez siglos, gracias a las ordenadas y sobresalientes copas de la avenida de los Kauri, que plantó en 1.933.

Mission Beach

El área de Mission Beach es una larga franja de playa. Lugar de vacaciones. Las mismas limitaciones para nadar en el mar que en las otras playas que he visitado. Dos zonas, norte y sur, separadas por el cauce de un río. La zona norte más residencial, con villas, en su mayoría de alquiler. La zona sur con hoteles, centro comercial, restaurantes y bares. La temporada alta, según me informan, es de Junio a Septiembre. No llueve y hace menos calor. Estamos en Diciembre. Para mí, la temperatura ideal. ¿30º? El camping donde me instalo casi vacío. Puedo disfrutar de todos los servicios sin apenas coincidir con alguien. Internet funciona. Perfecto. Salgo a pasear para conocer la zona. Voy buscando las sombras. Son las cuatro de la tarde. ¿He dicho 30º? No. Tal vez 34º. Está bien. Al salir a la playa, delante de mí, la silueta en el horizonte de la isla Dunk. Oferta turística con parque natural incluido. Paseos por el parque, observación de aves, deportes acuáticos, buceo…No. He decidido seguir hacia el sur, desviándome de la costa, únicamente cuando tenga la oportunidad de ver algo muy especial. Veo tomar tierra a unos paracaidistas. Desde hace muchos años tengo ganas de saltar. Me gustaría experimentar esa sensación de volar, sin ayuda de ningún artefacto, que se logra en la caída libre, antes de abrir el paracaídas. Hace años, para lograrlo tenias que ir a clases, saltar varias veces, abriendo el paracaídas por una cinta enganchada al avión, hasta que un día te permitían que fueras tú quien abriera el paracaídas. Eso sí, inmediatamente después de saltar. Así poco a poco, si seguías disciplinadamente las normas, un día te permitían la caída libre, ya estabas preparado. Soy muy perezoso.

Un salto en paracaidas

Por aquel entonces, hace 33 años, vivía en Madrid. Los saltos se efectuaban en Sanchidrián, Avila, creo. Levantarte temprano, conducir 100 kms. Saltar desde torre, volar, saltar, plegar paracaídas, volar, saltar… “Continuaremos el fin de semana que viene”. Tenías que estar muy interesado. Con los años cambió. Sin ninguna clase ni experiencia anterior, puedes sentir la misma sensación, saltando en tándem. No te preocupas de nada. Por una causa u otra, pereza, indecisión, miedo… lo había dejado. Pero ha llegado el momento. Asignatura pendiente. Estoy en el lugar apropiado. Hace calor. Poca gente. “Ahora o no lo harás nunca”. Viene a recogerme una chica joven, conduciendo un microbús. En la terraza cubierta del centro de paracaidismo nos encontramos unas quince personas. Todos jóvenes, salvo yo. No preguntan la edad. Relleno un formulario aceptando los riesgos que acompañan un salto con paracaídas. Contesto las preguntas sobre estado físico, me peso (horror, he engordado cinco kilos, desde que llegué a Australia) y firmo. Sale un primer grupo. Quedo para el segundo. Pasamos dos horas viendo dvd’s de saltos y reportajes sobre la zona de Mission Beach. Llega el momento de subir al microbús para dirigirnos al aeropuerto. Música animada, movida, sonrisas de monitores y conductor. Hay que crear el ambiente adecuado. Los que van a saltar por primera vez, serios, mirando al horizonte, por la ventanilla. Me presentan a mi monitor, un croata, Sinno, con miles de saltos. Me explica como tengo que comportarme durante el salto, el vuelo y el aterrizaje. Antes de subir al avión me coloca el arnés. Me pregunta si me importa saltar el primero -somos ocho-. Le digo que me parece bien. Me aclara, que si saltamos los primeros, iremos al lado de la puerta, abierta, aire acondicionado natural. Los demás tendrán que soportar calor sofocante durante el vuelo, hasta que la avioneta alcance la altura prevista, 14.000 pies, 4.267 metros. Cuando me siento en el suelo del avión, Sinno engancha mi arnés a una barra lateral que impedirá que me caiga mientas nos dirigimos a la zona de salto. Prácticamente, con la puerta abierta, mi brazo derecho está fuera del avión. No me impresiona. He volado en varias ocasiones en helicópteros y avionetas, en una posición semejante, con la puerta abierta. Una joven, sentada en frente de mí, me fotografiará durante el salto. Ajusta la cámara, sonríe, me pregunta si voy bien. Asiento con la cabeza. Recuerdo situaciones semejantes que hemos visto en tantas películas. Luz verde, una milla para llegar al lugar previsto de salto. Luz amarilla, preparados, luz roja, salto. Cuando nos estamos acercando, Sinno aprieta las cintas. Estamos totalmente pegados. Sentado en la puerta, con las piernas fuera, tocando con los talones el fuselaje, esperando la luz roja, pienso… “Espero que no le dé un síncope a Sinno, nadie me ha explicado cómo se abre el paracaídas”. Miro hacia abajo. Volamos sobre el mar. “Si caemos en el agua -por algo llevamos en la cintura un chaleco salvavidas- los tiburones, pulpos y mil bichos venenosos que nos esperan ahí abajo, se van a dar un festín”. Impresiona mirar desde esa altura.

Pero, de verdad, no siento miedo. Me ha ocurrido igual que cuando, en un vuelo comercial normal, el avión empieza a moverse mucho. Miro por la ventanilla y compruebo que estoy muy arriba. Me intranquilizo cuando se mueve, estando cerca del suelo. “¿Ready?.Go”. Subidón de adrenalina. Sin apenas darme cuenta, estoy volando. Se alcanzan los doscientos kms. por hora. El aire te deforma la cara. Creía que un minuto se me haría eterno y pasa rápidamente. Incapaz de pensar en nada. Volando sobre el mar. La chica que me fotografía, delante de mí, a unos tres metros. El disparador lo lleva entre los dientes. Cada vez que muerde, una foto. No tengo sensación de caer. Faltan referencias de altura. El suelo es plano. Incapaz de calcular qué distancia me separa de la tierra. Tirón. Se abre el paracaídas. El monitor me afloja las cinchas para que me sienta más cómodo. Sinno me pregunta si voy bien, asiento. Da unas cuantas vueltas antes de descender. Hemos saltado los primeros y llegamos a tierra los sextos. En total deben haber transcurrido ocho minutos. Y ahora en este momento, tengo la sensación de que ocurrió hace muuuucho tiempo. Ya lo he probado. No creo que vuelva a saltar en mi vida, pero ya sé lo que es. Me ha gustado. Es más, si no fuera tan perezoso incluso disfrutaría practicando ese deporte. ¡Qué pena! Sólo un minuto.

Antes de abandonar Mission Beach, quiero tomar unas fotos de paracaidistas saltando. Imposible. Sol, lejanía y velocidad convierten mi propósito en algo irrealizable. Cuerpos tan diminutos en el cielo que sólo pueden ser vistos cuando dejan estelas de humo coloreado. En las demostraciones de salto conjunto, se lanzan con botes de humo, sujetos a una pierna. Azul, rojo, blanco. Esos puntos dispersos van uniéndose, hasta formar circunferencias, que se rompen antes de abrir los paracaídas.

Townsville y la costa hacia Brisbane

Sigo dirección sur. Me detengo en Townsville. Durante la segunda guerra mundial fue la mayor base militar de las fuerzas australianas y norteamericanas. Como la mayoría de las ciudades de este país, se extiende a lo ancho y largo. Sus únicos edificios altos se levantan en la zona central, barrio dedicado casi exclusivamente a oficinas y tiendas. Un alto peñón se alza dominando la ciudad. Encuentro el camping que busco en un área tranquila, cerca de la playa. El centro comercial más próximo se encuentra a unos cuatro kms. Tengo que comprar un alargo de cable eléctrico.

Voy caminando, así, a la vez que hago ejercicio, puedo observar mejor los barrios que cruzo. Me llama la atención una casa que sobresale del resto. Desde luego goza de vista sobre el mar. Sola. Ninguna otra la rodea. Se apoya sobre tubos de acero. Prueba irrefutable de aquí no deben sufrir temblores de tierra. No es aconsejable para inquilinos con vértigo. Después puedo comprobar que es habitual ese inusual emplazamiento. Las paredes de las colinas, rocosas, son escarpadas. Encuentro el centro comercial y el cable que buscaba. He llegado hasta aquí siguiendo la avenida principal, que transcurre por el interior. Para regresar sigo distinto itinerario. Me acerco a la orilla del mar. Encuentro el mayor centro de ocio de la ciudad, el parque que se encuentra entre la primera línea de edificaciones y la playa. Nuevamente he de reconocer los logros de esta sociedad, ejemplar en este segmento. Jardines, caminos, mesas, bancos, fuentes de agua potable, servicios, duchas, extensas zonas de baño, piscinas interiores, cercanas a la orilla, planchas de acero para cocinar, calentadas por electricidad… todo gratuito, limpio, cuidado, bien mantenido, respetado por los usuarios. Son conscientes de que lo público les pertenece. Se ha pagado con sus impuestos y siguen pagando por su conservación.

Abandono la carretera principal para acercarme a lugares apartados, escogidos por unos pocos para disfrutar de su tiempo vacacional. Nada especial. Playas solitarias, limpias, que varían sensiblemente según el ciclo de las mareas. Cuando empieza a caer el sol, busco un lugar donde pasar la noche. Se acercan las fiestas navideñas. Las vacaciones escolares suelen iniciarse a mediados de diciembre hasta finales de enero. Me encuentro en el estado, Queensland, con más lugares preparados para recibir turismo. Debido a esas circunstancias me encuentro en una situación extraña para mí. Hasta ahora he viajado por la Australia despoblada. Ahora estoy llegando a esa parte de la gran isla, la costa este, en su tramo central y sur, donde reside la mayoría de los australianos. Epoca de vacaciones. Todo el que puede, deja la residencia habitual y viaja. ¿Adónde? No al “outback”, el interior, desierto con nubes de moscas o inundado por las lluvias, hábitat idóneo para los mosquitos. A las playas. Justo por donde quiero ir. Veremos cómo sobrevivo.

Tengo que aclarar que el turismo interior “masivo” no tiene nada que ver con el que se sufre en España durante el verano. Las playas siguen prácticamente desiertas, en los restaurantes siempre hay mesa, en los campings plaza. Podría dormir en el coche en cualquier lugar, parque o calle solitaria. Así lo hace la mayoría de jóvenes europeos que pasan un año en el país, terminando su tiempo de estancia con un viaje alrededor de la isla, en una furgoneta preparada, que han comprado a buen precio. Podría hacerlo, pero no lo hago. Me he mal acostumbrado. Estoy habituado a la ducha con agua caliente, a la nevera que refresca mis bebidas, a la cocina donde preparo cómodamente mi cena y al agua corriente donde lavo los utensilios que he utilizado. ¿Aglomeraciones? Aún no las he visto. Sigo encontrando apartados rincones donde se recibe al viajero como si fuera un antiguo conocido. En Clearview, después de compartir una botella de cerveza con el propietario del camping, recorro la extensa playa, con la marea baja. Cuando suba, los árboles desaparecerán bajo el agua. ¿Turistas? Este es otro mundo. Aquí no hay nada que les atraiga. Soledad, arena, manglares… y la sabrosa cena, plato único, que ha preparado la esposa del dueño. Todos, ocho personas, comemos lo mismo. Exquisito.

He llegado hasta las Cuevas de Capricornio. Fueron descubiertas en 1.882. Hay posibilidad de seguir un recorrido “iniciático” de espeleología. Proporcionan mono, casco y linterna. Se pasa por estrechos pasadizos, llegando a salas de estalactitas, a otras con restos de coral. Hay que arrastrase, en ocasiones, mientras se sigue el laberíntico itinerario. En las cuevas se refugian miles de murciélagos. Su aleteo aumenta con la llegada de extraños que rompen con luces, movimiento y voces, su oscuro cobijo. Puede ser divertido, pero lleva su tiempo. Opto por la visita clásica. Un paseo por las cuevas más accesibles, iluminadas, con puentes, escaleras. En la más grande, la “Catedral”, el día de Navidad actúa una coral que magnifica la acústica de la gran cueva. En otro tramo, una hendidura, a catorce metros de altura, permite, desde el uno de diciembre hasta el quince de enero, a mediodía, la entrada directa de la luz solar. Reflejándola sobre una esfera de espejos, moviéndola, se crea un sorprendente efecto visual.

Hervey Bay y Fraser Island: de tiburones y averias

Cerca de Hervey Bay, se encuentra la isla de arena más grande del mundo, Fraser. 120 kms. por 15.Dunas de 200 metros de altura, selva tropical, lagos de agua dulce. Un lugar único que quiero visitar. Por supuesto atrae a gran número de visitantes, nacionales y extranjeros. Hay varias agencias que ofrecen los distintos paquetes de estancia, de uno, dos o tres días, con alojamiento, comidas, guías, transporte. Otras alquilan vehículos todo terreno, los únicos autorizados a circular por las pistas y playas de la isla. Tengo que conseguir un pasaje para el transbordador que me llevará hasta allí. También un permiso especial para el coche y otro para acampar en las distintas zonas públicas, con servicios, que se encuentran en distintos lugares de la isla. Los permisos pueden conseguirse por internet, pero… cuando lleno la casilla de nacionalidad, se abre otra pidiendo el nombre de la compañía que me ha alquilado el coche. El programador no contempló la posibilidad de que un foráneo quisiera circular por la isla de Fraser en su propio todo terreno. Termino acudiendo al puerto de embarque, a unos 30 kms, donde resuelven el problema. Una de cal, una de arena.

Sorpresa desagradable, no funciona mi compresor. Funciona el motor, pero no aumenta la presión. Si tengo que enfrentarme a pistas arenosas, prefiero poder contar con la ayuda del compresor, que puede ser útil en algún momento. Empiezo una peregrinación por talleres, tiendas de accesorios, coches 4×4 y caravanas. Un día en el que no resuelvo la contrariedad pero que me sirve para conocer la ciudad, larga y estrecha siguiendo la línea costera. He dado, a última hora de la tarde, con un taller, especializado, en el que se ofrecen a revisarlo. Para ello tengo que sacarlo del lugar en donde se encuentra, detrás del asiento del copiloto. Se colocó ahí, antes de incorporar el armario. No hay forma de acceder a los dos tornillos traseros. Logro liberara uno. La tuerca del otro esta encajada junto a un trozo de plancha. Imposible desatornillarla. Nueva excursión por talleres. El Australia he visto muchas personas mayores trabajando. En Europa estarían jubiladas. Aquí siguen al pie del cañón. Tal vez les cuesta un mayor esfuerzo inspeccionar un coche por debajo, pero no se esconden e intentan ayudarte cuando les expones tu problema. Doy con el taller adecuado. El jefe de taller, alto, pelo blanco, unos 70 años, termina de colocar unas pastillas de freno y me atiende. Comprende. Se desliza debajo del Toyota, sale, va en busca de una mini sierra eléctrica para cortar metal y, mientras yo desplazo y aguanto el compresor, secciona el tornillo. Costo: un euro con ochenta céntimos. Regreso al taller de los compresores. Es viernes. – “Vuelva el lunes a primera hora de la tarde. Intentaremos repararlo”.

Dos días y medio para pasearme por Herve Bay. Parque, entre playa y edificios. Me encuentro con un museo de un cazador profesional de tiburones. Sencillo, explicito. Fotografías, recortes de prensa, dos tiburones congelados, mostrando su terrorífica dentadura. Unas mandíbulas gigantescas, modeladas, siguiendo la escala lógica de medidas, partiendo de un diente fosilizado de un tiburón prehistórico. Una pared cubierta con noticias sobre ataques de tiburones o bañistas desaparecidos. Una foto junto a un monstruoso tiburón blanco y una nota explicativa en la que se informa que ese tiburón fue “cazado” en la zona en la que había desaparecido el primer ministro Harold Hold, la misma en la que habían desaparecido otras 119 personas en los últimos 17 años. Dos salas de visionado en las que se proyectan programas de televisión presentados por Vic Hislop, el “cazador de tiburones”. No pienso bañarme en el mar. Cerca del museo se adentra en el mar un puente embarcadero que se construyó en 1.917. 1.124 metros de largo. Servía para descargar en los barcos carbón y azúcar. Un tren era el transporte empleado entre tierra firme y los barcos. En 1.985 se ordenó su demolición. Una campaña ciudadana logró detener la destrucción del puente, salvando sus tres cuartas partes. El Ayuntamiento se hizo cargo de la reconstrucción y mantenimiento. Los ciudadanos aportaron además un 10 por ciento del coste total del proyecto. Hoy en día tienen 880 metros de puente que se adentra en el mar. Una distancia equivalente a la que separa, en Barcelona, la Diagonal de la Gran Vía, en el paseo de Gracia.

Desde las barandillas del puente lanzan los pescadores plomada, cebo y anzuelo. Las piezas capturadas pueden abrirse y limpiarse en mesas de acero, con grifo de agua. En general, todos los pueblos y ciudades que he visto en la costa este, ofrecen un ambiente relajado, tranquilo, seguro, donde la vida transcurre sin sobresaltos. No se oyen bocinas ni gritos. No he visto gente corriendo, salvo alguna persona que elige ese medio para mantener su buena forma física. Siempre aparece alguna excepción a la norma. En Hervey Bay se altera el silencio habitual con los gritos de los niños que juegan en el parque acuático. Entre chorros de agua que surgen del suelo o caen de lo alto, los más pequeños corren y caen. El suelo es de un material no resbaladizo, mullido. Entre julio y noviembre, las ballenas pasan por delante de Hervey Bay. Tiempo atrás esa migración repetida, año tras año, era aprovechada para cazarlas. Australia ha impulsado leyes proteccionistas para evitar la extinción de esos grandes mamíferos marinos. Hoy Hervey Bay ofrece, como en las reservas africanas, safaris fotográficos. Para asegurar avistarlas, e incluso acercarse a pocos metros de donde saltan, emergen y sumergen, la época ideal es entre julio y octubre. Tal vez esa sea la causa de que no aprecie actividad en el puerto deportivo, de donde salen los yates para avistar ballenas. Se encuentra cerca del camping en el que me alojo. Un lugar muy animado con mucha gente de paso.

Somos pocos, tres o cuatro, los que nos ubicamos en la zona de acampada. La mayoría utiliza los dormitorios compartidos o las habitaciones básicas con aire acondicionado. Los bungalows de madera, con salón, cocina, baño y aire acondicionado, suelen ocuparlos familias con niños. Los lugares comunes están bien dotados. Se ofrece desayuno austero gratuito. Los extras se pagan aparte. Por la noche un bufet ofrece distintas posibilidades a un precio muy asequible, Piscina, billar, televisión, internet (pagando). No deja de sorprenderme la dificultad de conectarse a la red. En los lugares donde existe la posibilidad el precio es elevado. Tres euros y medio la hora. Lento. Cuando la conexión es rápida pueden llegar a cobrar hasta cinco euros la hora. Supongo que en Sídney y Melbourne será distinto.

En mis largos paseos por la ciudad he comprobado que el medio preferido, por las personas de edad avanzada, para desplazarse es el carrito eléctrico con asiento. Protegidos del sol, por un toldo, los usuarios pueden recorrer grandes distancias. La velocidad máxima debe ser 10 kms. por hora. Suficiente para ir al supermercado, al cine, a un bar, a visitar a unos amigos o simplemente para desplazarse por el parque. Llegan al lugar a donde se dirigen, aparcan sus cuatro ruedas y ahí lo dejan hasta que llegue la hora de regresar. No creo que los roben, por lo menos en estos pueblos de la costa. Está tan extendido su uso que he visto, en un periódico, la foto de un grupo numeroso de jubilados, exigiendo el cumplimiento de algún derecho, todos en su carrito eléctrico. También sorprende el saludo habitual cuando se cruzan las miradas de la gente que pasa por al lado. Es un mero formulismo, pero agradable. Sonrisa y saludo, con leve inclinación de cabeza. En un determinado lugar, solitario, sobre unos árboles, cercanos a la desembocadura de un riachuelo en el mar, racimos de grandes murciélagos pendiendo de las ramas. En el momento que me acerco, se asustan y revolotean sobre mí. Tengo que alejarme para que se tranquilicen y regresen a las ramas desde donde contemplan el mundo cabeza abajo.

De “road trains” y mas averías

Antes de que me olvide, tengo que dedicar unas líneas a esos grandes camiones que únicamente pueden verse en Australia, los “trenes de carretera”. No creo que vuelva a cruzarme con ellos o a adelantarlos. Son utilizados habitualmente para transportar grandes cargas por las solitarias carreteras que cruzan el país en las zonas menos habitadas. Pueden llevar cualquier tipo de mercancía, aunque lo habitual sea ganado, mineral o combustible. Se utilizaron a partir de 1.948. El primer recorrido fue de Darwin a Alice Springs, cerca de 2.000 kms., trasportando 1100 bidones de aceite, de 200 litros. Antes de permitir ese viaje, por una pista no asfaltada, el camión tuvo que superar diversas pruebas, para garantizar su maniobrabilidad. Pueden llegar a tener un largo de 54 metros, camión y tres remolques, sustentándose sobre 84 neumáticos. He visto una antigua fotografía, muy deteriorada, en la que se muestra un camión con siete remolques, circulando por una pista, a una velocidad de 30 kms por hora, según indicación al pie. Impresiona cruzarse con ellos, por el gran frontal que exhiben, pero adelantarlos… tiene miga. Pregunta para los que habéis estudiado matemáticas y física. ¿Qué distancia se necesita para adelantar un camión, de 54 metros de largo, que circula a 100 kms. por hora, cuando la velocidad máxima permitida es de 110 kms. por hora.? Hay que sumar a esa distancia un espacio de seguridad mínimo de 200 metros, al iniciar y finalizar el adelantamiento. Yo ignoro la respuesta. Cuando veía una recta que se perdía en el horizonte, limpia de vehículos, me saltaba los límites de velocidad. Apretaba el acelerador hasta alcanzar la velocidad máxima de 140 kms. hora. Cuanto menos dure el adelantamiento más seguro es. Luego no hay que aflojar. El frontal del camión, con esos descomunales parachoques, anti canguros, ha de desaparecer del retrovisor.

Regreso a la hora señalada a recoger el compresor que han logrado reparar. Vuelvo a sujetarlo en el lugar adecuado. Una bolsa con botellas de agua lo inmoviliza, sólo he podido fijarlo con dos tornillos. Al día siguiente embarco el coche en el transbordador, marcha atrás, como hacen los primeros al entrar. Espacio mínimo, bien aprovechado, doce coches. Media hora de travesía hasta llegar a la zona de desembarco en la isla Fraser. Comprendo el motivo de la marcha atrás, al bajar un largo puente, enfrente del barco, hasta alcanzar una carretera asfaltada, la única de la isla. Sirve de comunicación entre los diferentes edificios que se levantan en un complejo de hotel y apartamentos. Encuentro la pista que conduce a un lago, espectacular según las fotografías que he visto. Ahí pasaré la primera noche. Hay que ascender por una pronunciada pendiente. Arena, con los grandes surcos que dejan camiones y autobuses. Conecto las ruedas delanteras para poder utilizar el sistema de tracción total. Cambio la palanca para utilizar el sistema y no se enciende el piloto verde que atestigua que funciona el sistema 4×4. Horror. Clavado en plena subida, con arena blanda sobre la pista. Con mucho esfuerzo, logro, marcha atrás y adelante, invertir la dirección. Ahora si es fácil. La pendiente es bajada y puedo regresar a la carretera asfaltada. Ignoro lo que ocurre pero no se activa la tracción con las ruedas delanteras. Pruebo varias veces pero no consigo que funcione. En esas condiciones he de dejar la isla. He de solucionar el incidente. No hay barco hasta mañana. En la isla no hay ningún taller y todo es muy caro. Aparco cerca del hotel. Paseo hasta la playa. Me acerco a un bar del embarcadero. Encuentro a Javier y Dani, dos españoles, biólogos, trabajando en Melbourne, que aprovechan una corta escapada para visitar la isla. Ceno con ellos. Duermo en el interior del coche. Al día siguiente a primera hora vuelvo a subir al transbordador que me devuelve a Hervey Bay. El Toyota es el único coche de este viaje a hora tan temprana. Durante la navegación, veo algunas aletas dispersas que sobresalen del agua. Delfines o tiburones. ¿Son negras las aletas de los delfines? Es sábado. Todo cerrado. Encuentro al mecánico que me cortó el tornillo del compresor. Está de cajero en la gasolinera del taller. Dedicación total. No le da importancia a mi problema. “Ven el lunes a primera hora. No te preocupes, funcionará”. Dos días más sin nada que hacer. Es un buen momento para leer “La Catedral del Mar”. De un tirón. La termino a media tarde del domingo. A las nueve de la mañana llego al taller. Cuando intento mostrarles que no se enciende el piloto de tracción a las cuatro ruedas, se enciende. ¿Qué pasa? Lo había intentado una docena de veces. Salgo, pruebo, una y otra vez. Descubro que, aunque no conecte las ruedas delanteras, puedo mover la palanca a la posición de 4×4 y se enciende el piloto. Algo está mal. Antes, si no conectaba las ruedas delanteras, era imposible variar la posición de la palanca. Vuelvo al taller, explico lo que me sucede. Miran, prueban y terminan diciéndome que no me preocupe, funciona la tracción total. Me larga una explicación que no comprendo. Les agradezco su atención, no me cobran nada. Regreso al camping. No me atrevo a probar el coche sobre arena hasta que no visite un taller oficial de Toyota, algo que tengo que hacer dentro de nada, ya que debo pasar la revisión de los 100.000 kms.

Podría apuntarme a un grupo, para visitar la isla Fraser, eligiendo la opción de dos días, una noche, todo incluido. Imposible. No hay plazas libres hasta dentro de tres días. Releo los folletos de la isla. Avisan que hay dingos, los perros salvajes, fuera de las zonas protegidas con vallas metálicas. Advierten que bajo ningún concepto se les de comida, querrán más. Que se vaya en grupo. Que se mantenga la distancia de cinco metros. Que no se les mire a los ojos, Que no se levanten los brazos. Que en caso de encontrarse uno, se retroceda lentamente. Nunca dar la espalda ni correr. Vale. No he venido a sufrir. Para completar la información, una pareja de alemanes me cuenta que por la mañana ha volcado un coche en la playa, al pasar una zona de arena blanda, muriendo uno de los ocupantes. Como hace tiempo que no llueve, las pistas están cubiertas de arena blanda, con grandes surcos, que dificultan la circulación. El cielo está cubierto. Sin sol, la isla pierde atractivo. Vale, vale. Demasiados avisos. Está claro, he comprendido. No tengo que ir a la isla Fraser.

Camino de Brisbane: Playas y vacaciones escolares

Sigo hacia el sur, camino de Brisbane, capital de Queensland. Llego a Maryborough, una antigua ciudad que mantiene en pie algunos edificios coloniales. En una esquina, frente al edificio de un antiguo banco, una estatua en bronce de Mary Poppins, un homenaje a su creadora P.L.Travers, que nació en el último piso del banco. Su padre era el director. Maryborough se levanta en el interior, junto a un río. Regreso a la costa. En Tin Can Bay, marea baja, paseo por el manglar. Un bar en donde todas las mañanas alimentan delfines salvajes que se acercan confiadamente. Zona de pescadores, lanchas entrando y saliendo del agua, por rampas. 4×4 hunden el remolque en el agua, cargan la barca, ayudándose de una polea manual. En pocos minutos, la embarcación está sujeta, el pescador listo para regresar a casa con las piezas cobradas. Otra playa, Rainbow Beach. Calor. No me atrevo a comprobar si funciona el sistema de tracción en las cuatro ruedas. Es una pena porque la playa, con marea baja, es una tentación difícil de resistir. La arena es dura, pero entrar y salir de la playa puede resultar difícil. Arena blanda con numerosos surcos profundos. Kilómetros de playa solitaria. Los bañistas, no más de treinta, se concentran en el espacio marcado, entre dos banderas. Un restaurante sobre el mar ofrece una extensa carta especializada en pescado. Podría quedarme aquí. Encuentro el único camping existente. Pregunto si tienen espacio. –“Duermo en el interior del coche”. Una mujer, madura, me mira detenidamente. Consulta el ordenador. Vuelve a mirarme y me pide 38 dólares, unos 24 euros. -“Es muy caro”, contesto. “Si, pero Vd. ocupa el espacio de dos personas, Es tiempo de vacaciones”. El camping estaba casi vacío. –“Comprendo. Es su negocio. Para mí es muy caro”. Pruebo en otra ciudad. Noosa Heads, peor. Aquí si está abarrotado el camping. Me ofrece un lugar en el aparcamiento, por 38 dólares. Estoy pagando las consecuencias de coincidir con el tiempo de vacaciones escolares. Salgo disparado, dirigiéndome al interior. Encuentro un pueblo vacío, Eumundi, nadie en las calles. Ceno en un restaurante tailandés, un tom yam de langostinos y un pollo con jengibre. Rico, picante. Lo echaba en falta. Duermo dentro del Toyota junto a un parque con servicios.

Cuando me despierta el calor, oigo el paso de varias personas. El aparcamiento solitario se ha ocupado completamente. Eumundi es popular en el área por su mercado. Prácticamente, Eumundi es un mercado con una calle y un parque. Entre el parque y la calle, ocupando un gran espacio, aparcamiento y mercado. Se intercalan los tenderetes que ofrecen artesanía local, con los que venden ropa, lencería, sombreros, refrescos, artículos recuperados de un desván. Masajes, al ritmo de flauta y percusión que, unos metros más allá, difunde una pareja, sonrisa beatífica, con aspecto, actitud y vestimenta, de haber recalado unos años en la India. Cerveza de jengibre, helados y mil detalles para el hogar. Me atrae la demostración de un vendedor ambulante que ofrece una milagrosa bayeta absorbente, de micro fibra, única, excepcional, que limpia todo rápida y eficazmente. No es comparable, por supuesto, a los vendedores callejeros que recuerdo, de mi niñez. Tiempo de carencias y escaso poder adquisitivo. Vendían cualquier cosa, de ínfima calidad, a bajo precio, gracias a sus dotes naturales para convencer a todos de que se encontraban ante una oportunidad única. El comprador durante un corto espacio de tiempo, el que transcurría entre el momento de la compra y el de llegar a casa y comprobar que había sido engañado, era feliz. No, no es el mismo tipo de vendedor, pero me trasporta a un tiempo lejano. Como entonces, no me resisto, Compro la bayeta mágica. No viene sola, la acompaña otra especial para recoger polvo y una más pequeña para limpiar cristales. Y no solo un juego, sino dos. Todo por 12 euros. Se las quitan de las manos. Varios músicos, situados estratégicamente, sin molestarse los unos a los otros, interpretan canciones y ofrecen sus grabaciones en Cd’s. No hay aglomeración. Acuden muchos posibles compradores, pero el espacio es amplio. No hay apretujones. Los precios son fijos, no se contempla la posibilidad de regatear. Dado que el precio de una hora de trabajo, como mínimo es de 25 dólares (16 euros), en vez de contratar a alguien que nos recuerde que se acerca Navidad, tiempo de regalos, se cubre un muñeco articulado, movido eléctricamente, con una traje de Papa Noel, barba blanca, campana en la mano derecha y un cartel en los pies que indica los días que faltan para tan señalada festividad.

Camino de Brisbane: el Australia Zoo

Si todo el mundo deja la ciudad para irse de vacaciones, el mejor lugar para mí será la ciudad. Llegaré a Brisbane donde podré visitar cómodamente todo aquello que resulte interesante o pasear por sus parques y calles sin sentirme agobiado. Buscaré un camping confortable, me desplazaré utilizando trenes o autobuses. Estoy cerca. Un último desvío, dejando la autopista, para acercarme a “Australia Zoo”, un parque especialmente recomendado que hizo popular Steve Irwin, un naturalista australiano mundialmente famoso gracias a su serie televisiva, “El cazador de cocodrilos”. Una serie poco convencional. En ella, Steve mostraba la técnica empleada para capturar cocodrilos, entre ellos los agresivos y peligrosos de agua salada, que se encuentran en el norte de Australia. Ataques rápidos de los que se escapaba velozmente. Conocía bien su comportamiento. Se había criado en un zoo, propiedad de sus padres, dedicado a cocodrilos y serpientes. Cuando tenía 29 años, paso a dirigir el zoológico que transformó completamente. Ofreció espectáculo. Se casó con una naturalista norteamericana a quien conoció durante la visita que ella realizo a la Fundación de la conservación de animales salvajes que lleva el nombre de Steve Irwin. Se casaron, tuvieron dos hijos, Los premios se sucedían, el “Australia Zoo”, con una superficie de 100 hectáreas, contemplaba un proyecto de duplicar el espacio para dar cabida a más animales de todo el mundo, cuando un desgraciado accidente, hace tres años, cortó la ascendente trayectoria de un hombre nacido para dar espectáculo, una joya para la televisión. Mientras rodaba una secuencia, para una serie de su hija, que tiene ahora 11 años, una raya látigo, sobre la que nadaba, clavó su espina, de 20 centímetros de largo, en su corazón. Muerte casi instantánea. Más de 300 millones de personas contemplaron, por televisión, el funeral que se celebró en el Zoo.

El complejo merece una visita. La entrada cuesta 35 euros. Los animales disponen de espaciosos habitáculos abiertos. Los animales peligrosos están cercados por una doble valla metálica o unos grandes cristales irrompibles, limpios, que permiten verlos, fotografiarlos, perfectamente. He empleado cinco horas en recorrer las distintas secciones del parque. En el mini estadio, ·Crocoseum”, con capacidad para 5.000 personas sentadas, bajo techado, se ofrece dos veces al día un espectáculo con aves y serpientes. Finaliza con la presentación de un cocodrilo, de agua salada. El cuidador le ofrece cebos que obligan al animal a mostrar todas sus posibilidades de ataque. Desplazamiento rápido, elevación sobre el agua, apoyándose en patas traseras y cola, impensables para un animal que parece pesado, lento. Es peligroso. En el zoo hay más de 2.000 animales. Estando representadas 200 especies, entre ellas elefantes y tigres. Los niños, sobre todo, se sienten atraídos por los canguros que se dejan acariciar mientras comen de la mano el contenido de unas bolsas que pueden adquirirse en tenderetes cercanos. Otros animalitos que atraen a todos los visitantes son los koalas, colgados de las ramas, dormitando. Se alimentan únicamente con hojas de eucaliptus que aportan baja energía. Además su digestión es difícil y lenta. Está prohibido fumar en el parque, fuera de las zonas especialmente reservadas a ese fin. Bancos, sombra de árboles, ceniceros. Hay que tener cuidado al caminar, pueden pisarse pequeños lagartos que se pasean libremente por los caminos, cerca de las zonas boscosas. En el Zoo trabajan 600 personas. Tiendas, restaurantes, bares, tren gratuito para llegar a las principales áreas por una calzada asfaltada, prohibida a los peatones. Parece que Steve Irwin pueda aparecer en cualquier momento. Sus fotos murales le mantienen presente. No he visto en sitio alguno, mención o recuerdo de su fallecimiento. La saga continúa. Su hija Bindi presenta una serie, canta y baila. En el programa de esta Navidad, se anuncia su actuación en el Crocoseum, después del número del cocodrilo.

Brisbane

Brisbane, capital de Queensland, es la tercera ciudad más poblada de Australia. Dos millones de personas, el 10% del censo del país. Encontrar el “Caravan Park” que busco me obliga a cruzar la gran ciudad. No dispongo de mapas detallados. Tengo que preguntar varias veces, hasta que encuentro a una persona que va en busca de su guía urbana y me señala el camino a seguir, mostrándome el mapa. 18 kilómetros por una gran avenida, cinturón de ronda, que me llevan hasta el barrio periférico donde está ubicado el camping, a doscientos metros de la carretera por la que he pasado una hora antes. Un lugar agradable, con buenos servicios y restrictivas normas. A las nueve de la noche cierran las cocinas, sala de juegos y conexión a Internet. Afortunadamente descubro una nevera en el exterior del recinto que utilizo y enchufes donde puedo conectar el ordenador. Decido quedarme unos días. Buen momento para plantar la tienda de camping que compré hace unas semanas. Es grande, puedo ponerme de pie, podrían dormir cuatro personas. La monto rápidamente. Es fácil. Ideal si voy a estar más de una noche.

Para acercarme al centro me sirvo del tren. La estación está algo alejada, unos dos kilómetros. Apenas me cruzo con otras personas. Algunas escuelas, desiertas, es época de vacaciones, viviendas y almacenes industriales con poca actividad. Igual a lo visto en otras ciudades. Lejos del centro, en los barrios alejados, apenas se ve movimiento. La mayor actividad se desarrolla en determinadas áreas, donde se concentran gasolineras, restaurantes, bares, agencias de viajes, dispensarios, centros comerciales, concesionarios de coches. Brisbane se extiende radialmente a ambas orillas del río del mismo nombre. En el centro, rascacielos, calles peatonales, grandes almacenes, animación. En los días que he dedicado a perderme por sus parques y calles, he soportado calor y lluvia. Temperaturas de 27 a 30 grados.

Leo que en España está llegando una ola de frío siberiano que hará descender los termómetros, en algunas comunidades, por debajo de los 20 grados bajo cero. Qué lejos me encuentro, estos meses, del hielo y la nieve. El curso del río dibuja sobre el mapa de la ciudad un cauce serpenteante. Hay puentes para vehículos, otros para peatones y ciclistas. Los más antiguos son mixtos. Junto a la orillas, un paseo prohibido a vehículos a motor. Hay quien lo utiliza como pista para mantenerse en buena forma física, corriendo o caminando rápido, o como agradable vía para llegar a los varios parques ubicados en distintos barrios. Puertos deportivos, bares y restaurantes, con vistas sobre el río. Al igual que en los pueblos costeros por los que he pasado, grandes estanques de agua para quienes apetece darse un baño, fuentes y saltarines chorros de agua para mayor diversión de los más pequeños, mesas, bancos y planchas para cocinar. He paseado por el jardín botánico sin más compañía que la de los cuervos, que rompen el idílico silencio con sus penetrantes graznidos. En fin, ya veis, nada especial. Una ciudad australiana más, cómoda, segura, buenos servicios, pero que en ningún momento me ha hecho abrir la boca de asombro o ha acelerado mi corazón al encontrarme ante algo excepcional. Lejos de todos a quienes quiero y aprecio, sin nostalgia, os deseo unas felices Navidades y, si os lo permiten, un próspero año nuevo.

Enviado desde Brisbane el 21 de Diciembre, 2009

Kilómetros recorridos 89.419