Diario Bangkok – Jornada del 01 al 26 de septiembre 2009

Hice un alto en el viaje el 12 de Junio pasado. Deje el coche en Bangkok, volé a España, vía El Cairo, donde permanecí una semana. Dos meses en Barcelona y Madrid, una semana más en El Cairo y… de nuevo en Bangkok. Recogí las piezas que había solicitado en el concesionario, para sustituir, en algún momento, las dañadas en India y Laos. El motor arrancó como si lo hubiera dejado el día anterior. Carretera dirección sur. El 21 de Septiembre zarpa de Singapur el barco que transportará el Toyota hasta Australia. Tengo muchos días por delante. Me detengo en Prechuap Khirikhan. La casa de Sue, “Garden Guest House”, en donde me había alojado unos días, a principios de junio. Es el lugar idóneo para vaciar el interior del coche, limpiar, reordenar, abandonar libros y mapas que ya no necesito, hacer inventario y prepararme para afrontar la rigurosa inspección que deberé pasar al cruzar la aduana de Perth, cuando desembarque el coche en Australia. He leído relatos de otros viajeros contando la experiencia. Tengo espacio, agua y tiempo. El único inconveniente es la época. Aquí, durante estos meses, la diferencia es que llueve todo el día o llueve todos los días. Limpieza a fondo. Lavar ropa y fundas. Lo más laborioso hacer desparecer hasta el último resto de barro de zapatos, zapatillas, botas y planchas de desatasco. Sé que a pesar de la meticulosa limpieza, los oficiales de aduana australianos me obligarán a un lavado exterior del coche que deberé pagar. Caro. Qué le vamos a hacer. Todo sea por preservar el equilibrio ecológico de la isla-continente. Cinco días de sol a sol. Es un decir, ya que las nubes lo han ocultado casi todo el tiempo. Desayunos en la casa, comidas y cenas cerca del mar en alguno de los varios restaurantes que se encuentran en el gran paseo paralelo a la línea costera de la bahía. Si la primera vez que vine apenas vi turistas extranjeros, en esta ocasión sólo me he cruzado con una pareja de jóvenes alemanes. Prechuap es un hallazgo. Calles sin apenas tráfico, gente amable, lugares interesantes en un radio de seis kilómetros, pescado y mariscos frescos, a buen precio. Tiempo controlado, sin prisas. En la lejanía, nubes sobre el horizonte, limitado por las formaciones rocosas que protegen la bahía. Cerca de la orilla, los barcos de pesca. Sobre el muro del paseo, gente observando el trabajo de los pescadores, descargando redes y llenando cajas con las piezas conseguidas.

Cubro los setecientos kms. que me separan de la frontera con Malasia de una tirada. Salvo algunos tramos con lluvia, la carretera, con poco tránsito, se mantiene seca. Paso por la zona en la que se ha proyectado un canal, atravesando Tailandia, que permitiría el paso de buques, evitando la gran vuelta por Singapur. Un primer estudio japonés, con utilización de explosivos nucleares, fue desechado por su elevado coste. Ahora se está valorando un nuevo plan chino. Todavía no hay nada decidido. El comercio entre Tailandia y Malasia es importante para ambos países. El canal reduciría la actividad de los puertos de Singapur y Klang, en Malasia.

Cuando llego a la población fronteriza, cambio moneda para disponer de los 2000 baths (unos 40 euros) que debo pagar como multa por retrasar dos meses la salida del coche de Tailandia, según me advirtieron en las oficinas centrales de aduanas, en Bangkok. Cuando muestro el documento que me dieron, en esa misma aduana, al entrar en el país, inmediatamente me indican que he excedido el tiempo de permanencia. Hablo con el oficial, le enseño las cartas en thai que me redactaron en la embajada de España en Bangkok, le menciono que hablé por teléfono con el responsable del área. Cuando finalizo, diciéndole que estoy de acuerdo en pagar la multa correspondiente, cambia su expresión, sonríe y, al recibir el dinero, me entrega un recibo y un nuevo documento que me permite la salida sin mayores problemas.

La entrada en Malasia se retrasa algo porque la oficial de aduanas que debe sellar mi Carnet de Pasaje del coche esta cenando. Espero durante media hora su regreso, en el sofá de una salita con aire acondicionado. Estoy recobrando rápidamente el tono requerido para el viaje. Me encuentro a gusto. Dispongo de tiempo. Cuando llega, se excusa por hacerme esperar. Sonrío, le quito importancia. Me devuelve la sonrisa. El agente de inmigración al ver que se han despegado las tapas de mi pasaporte las vuelve a fijar en su posición, valiéndose de una cinta adhesiva. Todo es fácil, agradable. Sonrisas y deseos de una feliz estancia en el país. Ha anochecido. Me encuentro en la autopista que cruza Malasia de norte a sur. Sigo unos cien kilómetros. Dejo atrás la salida que conduce a Alor Setar. Conozco la ciudad, estuve en Mayo. Tengo que recuperar el hábito de dormir en el coche. Afronto una etapa del viaje en la que van a aumentar los gastos. Estancia en Singapur, embarque del coche, vuelo a Australia, seis meses en un país caro, transporte del Toyota a América, vuelo a Chile. La única forma de que no se dispare el capítulo de gastos es dormir en mi casita sobre ruedas. Volveré a disfrutar en los grandes espacios australianos de la acampada libre, de la ducha con diez litros de agua, de la cocina en mi barbacoa plegable…

Entro en Kuala Lumpur para cambiar la batería del ordenador que compré en Laos. No funciona. Los dos meses y medio sin trabajar le han sentado fatal. Es culpa mía. A partir de ahora cuando conecte un ordenador a la red, extraeré la batería cuando este cargada. Conozco la ciudad, tengo las Petronas como referencia, Aparco cerca del centro comercial especializado en ordenadores. En el mostrador una tienda que ofrece recambios de la marca de mi portátil, me dicen que hay que pedir la batería. Tres días. Vale. Subo al quinto piso. Llego al pequeño taller en el que repararon mi ordenador principal, de otra marca, en el mes de diciembre. Se acuerdan de mí. Sonrisas. Quince minutos más tarde dispongo del recambio que, según el vendedor oficial, “hay que solicitarlo al almacén. Tres días”. Además me hacen descuento. Problema solucionado. No quiero dormir en Kuala Lumpur. Estoy en fase de ahorro. Me acercaré a las cuevas Batu. Están cerca, a unos 15 kilómetros. Está a punto ocultarse el sol. Es Ramadán. Calles totalmente atascadas. Coches parados entre los que logran pasar, con mínimo margen de error, motos de pequeña cilindrada. Incorporarme a la vía principal que me llevará a la autovía de salida es una prueba de paciencia. Cuatrocientos metros en cincuenta minutos. Cuando por fin alcanzo la carretera llego al desquiciante mundo de las autopistas. En un radio de unos treinta kilómetros alrededor de la capital, se ha extendido una red de autovías y autopistas que enlaza pueblos, ciudades y urbanizaciones. El más pequeño error, al tomar una u otra, significa una gran pérdida de tiempo. No es fácil recuperar la dirección adecuada. Ríos de vehículos, a gran velocidad. Numerosos carteles indicadores. No hay a quién preguntar. Tres o cuatro carriles en cada dirección. De vez en cuando, una indicación con el nombre de las cuevas. Llega un momento en el que el tráfico desciende. Me acerco al arcén, para preguntar a los ocupantes de un coche estacionado. Madre e hija, chinas. Hablan inglés. Intentan explicarme el camino correcto. Me he pasado la salida que debería haber tomado. Parece que no es fácil. Me piden papel y bolígrafo. Dibujan un mapa. Adjunto foto. Se ofrecen para guiarme. Sigo su coche hasta cierto punto en el que se despiden. Sigo. Noche cerrada. Dos salidas de la carretera principal que no debía haber tomado. Vueltas. Paro en una gasolinera. Lleno depósitos. Se sirve uno mismo, después de haber pagado. Un empleado muy amable, uniformado, con chaleco reflectante y radio para comunicarse con la cajera, me explica cómo llegar a mi destino. Es indio, sih. Tiene trabajo, pero no le gusta vivir en Malasia, se siente menospreciado. Está pensando en irse a Dubai. Encuentro la salida apropiada. Tráfico intenso. Veo iluminada la pared de la montaña en la que se ubican las cuevas. No reconozco el lugar. Estuve aquí hace veinte años. Había visto un documental dedicado a la gran celebración de Thaipusam, que tiene lugar, todos los años, a finales de enero, principios de febrero. Multitud de fieles, un millón, llegan hasta estas grandes cuevas en esas fechas. Recuerdo las impactantes imágenes que mostraban mejillas atravesadas por estiletes o cuerpos colgando de ganchos clavados en su piel. Fuera de esos tres especiales días de celebración, las cuevas son visitadas por fieles y curiosos. Tal vez me falle la memoria, pero no recuerdo el gran recinto, vallado, tal como lo estoy viendo. ¿Estaba ya entonces esa gran estatua dorada de Muruga? Bueno. Estoy aquí y ahora. Veamos. Es como un circo. Junto a la estatua, la entrada a las escaleras que ascienden hasta la gran cueva. Vendré mañana por la mañana a verla. Esta noche me paseo por los alrededores. Capillas, templos, cuevas, a las que para entrar hay que pagar, tiendas, un gran aparcamiento, restaurantes. Me siento a beber el fresco contenido de un coco. Converso con el dependiente. Es de Bangla Desh. Se siente explotado. Trabaja de ocho de la mañana a diez de la noche. Sin fiestas, vacaciones, seguro médico o posibilidad de cobrar pensión alguna cuando sea viejo. Cobra poco, vive mal y envía dinero a su familia. Como al indio que he visto un par de horas antes, lo que más le molesta es el trato que recibe de los clientes a quienes sirve. Salgo de la zona y busco un lugar tranquilo en donde aparcar para pasar la noche. Encuentro una urbanización con zona arbolada. Hace calor. Me despierto a las siete de la mañana. Después de asearme, regreso a las cuevas. Desayuno en el mismo restaurante. Me sirve el mismo camarero, que me recibe con una gran sonrisa. Me recomienda el desayuno especial, una gran crepe con patatas y verduras, algo picante, acompañado por café con leche. Precio, medio euro. En la gran escalinata, tres vías, 272 escalones, los primeros visitantes, fieles y turistas. Sobrepaso a un hombre joven que, cumpliendo alguna promesa, asciende de rodillas. Su familia le anima. Al llegar a lo alto, unas tiendas de recuerdos y un tenderete de un fotógrafo que ofrece la posibilidad de posar en tan santo lugar acompañado de una serpiente o un gran lagarto, vivos. Dentro de la gran cueva, un templo, capillas, imágenes de dioses. Los monos, que acuden con gran rapidez a quienes les ofrecen algo para comer, se encaraman por las paredes que, en la parte más alejada de la entrada, se abren a cielo abierto. En ese espacio es donde se levanta al templo. Al bajar, veo que las cuevas ya están rodeadas por autopistas y edificios.

Consulto el mapa. ¿Adónde voy? Relativamente cerca de Kuala Lumpur está Shah Alam, capital del estado de Selangor. Es una ciudad nueva, planificada. En 1.970 se inició su construcción, ocho años más tarde altos edificios sustituyeron las densas plantaciones de aceite de palma. Su principal atractivo es la mezquita Sultán Salahuddin Abdul Aziz Shah, una de las más grandes del sudeste asiático, preparada para recibir a 24.000 fieles. Sus altos minaretes de 140 metros de altura, únicamente son superados por el de la mezquita Hassan II, de Casablanca, que se eleva hasta los 210 metros. Su construcción finalizó hace 20 años. También es conocida por el nombre de “Mezquita Azul”, debido a su gran cúpula, de 51 metros de diámetro. Puede ser interesante. Me digo que reconoceré el lugar fácilmente con esos datos. Pero no es así. Tengo que preguntar un par de veces, después de perderme en un laberinto de avenidas por grandes zonas urbanizadas. Un conductor se ofrece a guiarme hasta la entrada de la ciudad, luego seguiré las indicaciones. Llovizna. Dejo a mi izquierda el gran estadio, con capacidad para 81.000 personas. Sigo una gran avenida que me lleva hasta la mezquita. Todo es nuevo, alto, grande. Equilibrado. Sorprendente. Grandes espacios, sin tráfico de coches ni multitides de gente, a pesar de que su población supera los 600.000 habitantes. Aparco cerca del Museo y la mezquita. Entre ambas edificaciones un lago artificial, rodeado de jardines. Sigue lloviendo. Estoy sediento. No tengo prisa. Espero a que amaine entreteniéndome con la laboriosa tarea de pelar un gran pomelo. Cuando deja de llover, sigo el camino que bordea el lago. Estoy solo. Puedo ver y fotografiar la mezquita, que se refleja en el agua, desde distintos lugares. El parque está perfectamente conservado. Flores, yerba cortada, árboles podados, limpio, con sencillos aparatos, estratégicamente situados, para efectuar algunos ejercicios gimnásticos, por aquellos que se valen del recorrido para mantenerse en excelente forma física. La mezquita se levanta sobre un pequeño alzamiento del terreno. Ramadán. Muchos niños, en la planta baja, siguiendo las enseñanzas coránicas. Aunque las puertas están abiertas, las corrientes de aire que se generan no son suficientes para sobrellevar la elevada temperatura ambiental. El problema se resuelve con numerosos ventiladores, de grandes aspas, que se accionan puntualmente. Rodeo el edificio. Subo a la planta superior. Allí se encuentra la zona de oración, en la que no pueden entrar los no musulmanes. No se puede subir a los minaretes, pero veo una escalera que conduce a un tercer nivel. No utilizo el ascensor. Cuando llego a donde termina la escalera, doy rápidamente la vuelta. No sólo es zona de oración, es el área destinada a las mujeres. Tengamos la fiesta en paz. Ya que estoy aquí, me acerco al museo. La entrada es gratuita. Una joven sonriente me ofrece un plano. Lo primero que encuentro es una gran sala con mapas, fotografías, explicando la historia del país. A mi izquierda una puerta opaca que no permite ver lo que se encuentra detrás de ella. La empujo, suena un timbre y descubro lo más parecido a una cueva de Ali Babá. ¿Es una exposición? No. Hay multitud de objetos. Antigüedades. Una joven, velada, ha acudido al escuchar el timbre. Comprueba quien es el visitante. Sonríe y desaparece. Objetos diversos. Desde armas antiguas, a gramófonos, pasando por joyas, tapices, teléfonos, vajillas, cristalerías, trajes, qué se yo, de todo. Ordenado, etiquetado. Algunas piezas están a la venta y otras no, sólo se exhiben. Supongo que es un lugar dedicado a coleccionistas y anticuarios. El museo es entretenido. Grandes salas con itinerario indicado. Se intenta ofrecer todo aquello que ayude a conocer la prehistoria, historia, fauna, sistema ecológico, geología, orígenes y evolución de la sociedad. Instrumentos musicales y logros deportivos en competiciones internacionales. En una sala dedicada a la época de la invasión japonesa, se muestra el vehículo que permitió a las fuerzas del sol naciente el rápido avance, de norte a sur, sorprendiendo al ejército británico: la bicicleta. Cómo ha evolucionado todo. Estoy contemplando los útiles que se emplearon en la guerra relámpago de Malasia hace 68 años. ¿De qué medios se dispondrán dentro de 50 años?

Siempre me han atraído las nuevas ciudades. Aquellas que se diseñan para cumplir un fin determinado. Parten de un espacio deshabitado, a diferencia de las que evolucionan desde un asentamiento, que poco a poco va creciendo hasta llegar a ser una gran ciudad o capital. He visto los restos, mejor o peor conservados, de algunas de la antiguedad. Las modernas siguen su proceso. Brasilia, construida en los 60, situándola en el centro del gran país, intentado poner fin a la lucha hegemónica entre Rio de Janeiro y Sao Paulo. Por esa misma razón se construyó Canberra. Las dos ciudades que creían merecer la capitalidad eran en este caso Sídney y Melbourne. Otra nueva ciudad, en Africa, es Yamoussoukro, en Costa de Marfil. Se construyó en 1.983, su joya la “Basílica de Nuestra Señora de la Paz”, más alta que San Pedro de Roma, en mitad de la selva. En este viaje pude visitar Chandigarh. En este caso, el motivo de su creación fue la partición del estado del Punjab entre India y Pakistán. La capital era Lahore que quedó en territorio paquistaní. Se necesitaba una nueva capital. En el proyecto intervino Le Corbusier. Otra actual que no conozco, es Dubai. Una locura arquitectónica, de gran presupuesto, que poco a poco va convirtiéndose en realidad. Por la mañana he visto Shah Alam, por la tarde llego a Putrajaya, la nueva capital administrativa de Malasia, desde 1.999. En una extensión de 5.000 hectáreas, con un 38 % de parques, se levanta la nueva ciudad. Todavía no se ha alcanzado la población prevista de 320.000 personas. Se calcula que actualmente residen unas 100.000. A unos 25 kms de Kuala Lumpur. Bien comunicada por una autopista excelente. A diferencia de Brasilia, aquí los edificios de todos los ministerios son diferentes. En el centro, un lago artificial de 650 hectáreas. Hay varios edificios singulares en distintas zonas. No he estado mucho tiempo. He comprobado que también la ciudad se encuentra dividida en sectores. Siguiendo la carretera principal, he pasado por zonas de casas adosadas con jardín. He llegado a un puente espectacular que permite acceder al eje principal. ¿Derecha o izquierda? Hacia la mezquita, a la izquierda. Sin apenas tráfico, pasando por otro puente, el más ancho y largo, llego a la gran plaza, con banderas ondeantes, frente a la que se levanta en una colina el Palacio en el que se encuentran las oficinas del Presidente del país. También, en esa plaza, se alza la mezquita de Putra, de granito rosa. Bajo unas escaleras mecánicas para alcanzar un embarcadero, bajo uno de los arcos del gran puente por el que he llegado hasta aquí. Salidas programadas cada hora en punto, la duración del trayecto por el centro del lago es de 45 minutos. Acaba de salir uno. Subiré en el siguiente. Me paseo por los alrededores. Todo perfecto, limpio, bien conservado. La ciudad sigue en construcción. Se intenta que Kuala Lumpur sea la capital de los negocios y Putrajaya la política. Tardarán más o menos, pero por supuesto las embajadas de los países representados deberán desplazarse hasta aquí. Hay nueve puentes de diferentes estilos. El barco permite observar cinco de ellos, pasando por debajo de tres. Como la ciudad rodea el lago, el punto de vista es óptimo. Pueden verse en la lejanía, altos rascacielos en construcción, edificios de pisos, grandes mansiones en primera línea, chalets adosados. Cada construcción en su zona. La arteria principal con los nuevos ministerios. En lo alto de una colina, el espectacular Centro de Convenciones. El monumento Milenium semeja un cohete listo para ser lanzado. Hubiera querido quedarme más tiempo, un día más y observar con mayor atención los distintos sectores, pero cae la noche y mañana quiero llegar a Johor Bahur, la ciudad más meridional de Malasia, para llegar a Singapur el lunes a primera hora. Tengo que asegurar que el coche sea cargado en el barco la fecha prevista. Ignoro con qué problemas puedo encontrarme.

La autopista me lleva hasta Johor Bahru. Doy unas cuantas vueltas por el centro de la ciudad antigua hasta encontrar el hotel que busco. Puedo dejar el coche en la puerta. Desde la ventana de mi habitación veo el puente que cruzaré mañana para salvar el estrecho que separa Malasia de Singapur, el mismo por el que pasé a finales de mayo sin ningún problema. Estoy tranquilo. Aprovecharé la tarde para visitar los lugares interesantes que se han conservado. Lo primero, Bangunan Sultán Ibrahim, un edificio que terminó de construirse en 1.942. Fue utilizado como cuartel general de las tropas niponas para preparar el asalto final a la fortaleza de Singapur. En aquella época su torre debía ofrecer un punto de observación inmejorable. Recorro a pie las calles centrales, con abundantes puntos de venta de artesanía, casas de cambio, bares, restaurantes y centros comerciales. Me alejo del centro hasta llegar a zonas más abiertas con edificios coloniales. Empieza a llover. No he tenido la precaución de coger el paraguas. Estoy lejos de cualquier edificio en el que se pueda entrar. Me refugio debajo de un árbol. Cesa la lluvia y sigo paseando por una zona ajardinada. Ceno en el hotel. Me acuesto temprano para pasar a primera hora de la mañana la frontera. Ya conozco el camino, ya sé a quién he de dirigirme para que me acompañe hasta la oficina de aduanas, salvando corredores, puertas y pasillos restringidos. Amabilidad y sonrisas. Cuando entro en la frontera de Singapur, una joven de inmigración me entrega un papel con un número, después de sellar el pasaporte. “Dirijase al edificio A”. Aparco donde me indican. Cuando entrego el Carnet de Pasaje, me piden el permiso de circulación por Singapur, el seguro del coche y la tarjeta de autopista. Al comprobar que no tengo ninguno de esos documentos, me dicen que son imprescindibles para entrar en la isla. No comprenden por qué en mayo no me los pidieron. Amables, pero firmes. “Sin esos papeles no puede entrar. Tiene que obtenerlos en este despacho”. Me entregan un papel con la dirección del Automóvil Club. Tengo que regresar a Johor Bahru, porque no puedo dejar el coche en la aduana. Comprenden mi problema pero no pueden ayudarme. Es “mi” problema. Regreso al lugar de origen. Dejo el coche en el hotel. Paso la frontera a pié. Tomo un autobús. Paso de frontera de Singapur, nuevo autobús. Taxi a las oficinas del Automóvil Club. Aprovecho para acercarme a las oficinas de la compañía naviera que transportará el coche hasta Perth. Detallan los pasos a seguir. He de volver dos días más tarde. Taxi a la estación de autobuses. Pasos de aduanas, con los correspondientes cambios de autocar. Recojo el coche vuelvo a la oficina de aduanas de Malasia. “¿Otra vez por aquí?”. Es la tercera vez en pocas horas. En la siguiente aduana comprueban que he conseguido todos los papelotes que me pedían. Nadie más me ha pedido que se los mostrara. En fin, me consuelo pensando que la vez anterior tuve suerte. He reservado hotel en un barrio algo alejado del centro. No es caro y tiene garaje. Imprescindible. Los coches aparcados en la calle pagan por horas. Ha sido un día largo. Tengo todo en regla. Incluso la dichosa tarjeta obligatoria para pasar por determinadas calles. De vez en cuando, en las arterias principales, hay una especie de puente metálico, con carteles luminosos, que indican el precio por vehículo por transitar. La cantidad se extrae de la tarjeta que ha de situarse junto al cristal parabrisas. De vez en cuando hay que comprobar que tiene fondos suficientes, si no se recibe una multa. Es perfecto. Peaje por pasar por las calles principales a determinadas horas. En Singapur son unos adelantados. Dentro de un tiempo podremos verlo y sufrirlo en nuestras ciudades en la que ya es imposible aparcar en la calle.

Acudo, a la hora exacta en que estoy citado, a la oficina de la compañía naviera. Ellos únicamente transportan el contenedor. Me dan la dirección de un agente, en el puerto, que se encargará del resto de los trámites. Surge un “pequeño” problema cuando les pido un recibo por la cantidad del dinero que les entrego. “No tenemos recibos”. Cara de sorpresa. Son como robots. Si algo se sale de lo habitual, no saben resolver la situación. Son amables, meticulosos, ordenados, cumplen a rajatabla las normas, te entregan fotocopias por duplicado de todos los documentos pero… ante un imprevisto, se quedan en blanco. No están programados. La joven con la que trato sigue las órdenes recibidas de su jefe, después de la primera reunión. No tienen recibos porque sus clientes habituales son compañías que efectúan los pagos a través de bancos.

“¿Qué ocurriría -deseo y espero que no- si Vd. sufre un ataque al corazón y fallece? Nadie sabría que le he pagado”. Esboza media sonrisa, gira los ojos meditando y asiente. Me ruega que espere unos minutos. Sale de la sala en la que nos encontramos. Cuando regresa me pide con un hilo de voz si estoy de acuerdo en aceptar un recibí, escrito a mano y firmado, sobre una de las hojas fotocopiadas que me ha entregado unos minutos antes. Se tranquiliza y vuelve a sonreír abiertamente cuando asiento. Más fotocopias de todos los billetes que le he entregado.

Para entrar en la zona portuaria, se necesita un carnet, con fotografía, que entregan después de rellenar un formulario y pagar con una tarjeta, especial, un euro. No se puede pagar en efectivo. Por supuesto todo eso lo soluciona el agente a quien he llamado por teléfono previamente. Mientras esperamos, conversamos un rato. Así me entero de que cada mes le retienen una cantidad de dinero de su salario que pasa a una cuenta personal que cubre gastos médicos, pagos de hipoteca por la vivienda y pensión de retiro. Todo ello está limitado por los fondos que esa cuenta almacene. A partir de determinados días en un hospital hay que afrontar el costo. Si se llega a la edad de jubilación, la pensión será mínima si no se ha terminado de pagar la hipoteca del piso que habitualmente es a largo plazo. La vivienda es muy cara. He leído en un periódico una entrevista a un matrimonio que no puede comprar piso. Entre los dos, ganan 2.500 euros al mes. Esperando que llegue la oportunidad de adquirir un apartamento, cada uno de ellos vive con sus padres. No juntos. Casados, pero sin compartir cama. Se ven a la salida del trabajo y los fines de semana. No pueden comprar un piso porque no llevan muchos años trabajando y su fondo personal no garantiza el préstamo. Si el futuro es negro, para qué comentar el presente. Introduzco el coche en el contenedor. Compruebo que lo fijen para que no se desplace en la travesía. Una vez sellado, fotografío números de la caja y el precinto. Espero recibirlo en buenas condiciones dentro de diez días ya en Australia. Sin nada que hacer, me doy una vuelta por el barrio financiero, atestado de gente que viste bien, con el móvil en la mano, come en restaurantes especializados, según su tipo de sangre, caminando con diligencia entre altos edificios acristalados y esculturas. No muy lejos encuentro el Templo del Diente de Buda. Se está celebrando una ceremonia. En el último piso un jardín tropical rodea una sala que resguarda un gigantesco rodillo de oración. Un verdadero oasis de paz y tranquilidad alejado de calles atestadas de gente. ¿Es posible que logren sobrevivir las innumerables tiendas y centros comerciales de Singapur? Para que el reencuentro con la ajetreada vida de la ciudad no me golpee bruscamente, retraso el descenso. Piso a piso. En cada planta algo de lo que disfrutar. Un museo dedicado a Buda. Vida, retiro, iluminación, pensamientos, actitudes, Nirvana. Incluso un espacio dedicado al nuevo Buda viviente que se está esperando. En otra planta un bar muy especial, entre libros y discos. Al salir me acerco al parque donde se encontraba la fortaleza. Allí tenía su residencia Raffles, frente al mástil en el que ondeaban banderas indicando la llegada de un buque a puerto, su carga y si su tripulación sufría una enfermedad contagiosa. Hoy en día desde esa colina no se puede ver el mar. Arboles y edificios lo ocultan. El parque es un espacio agradable. Muy extenso, perfectamente conservado, con zonas de pic nic, bien señalizado. Jardines con frutas tropicales o de especias. Cada árbol y planta con su cartelito explicativo. Dentro de lo que fue la antigua fortaleza unos operarios preparan el escenario en el que actuará dentro de unos días la cantante norteamericana Beyoncé. Más abajo, un museo de guerra. El bunker en el que se planificaba la estrategia a seguir ante el inminente ataque del ejército japonés que se acercaba a gran velocidad a Singapur. Entre los muros de hormigón, se han dispuesto unas salas en las se recrea la situación. Unos auriculares permiten escuchar conversaciones, órdenes y explosiones de las bombas que lanzaba la aviación nipona. Se ha procurado recrear el ambiente, con mapas, teléfonos, cascos, mesas, centralitas. Lo más logrado son los maniquíes, uniformados, dotados de movimiento. La súbita bajada de la tensión eléctrica, que mantiene una penumbra inquietante durante breves espacios de tiempo, ayuda a lograr el ambiente adecuado. Todo eso contrasta al salir y llegarme a la calle comercial por excelencia, Orchad. La fórmula 1 llega este fin de semana a la ciudad. En una carpa, un animador invita a participar en el concurso de carga de combustible de un bólido. Por supuesto es una recreación. Se da una orden de inicio. Mientras uno aguanta el gran tubo, otro intenta encajar la boca de salida con la entrada del depósito. Cuando se logra el contacto perfecto se inicia la carga de combustible. La gente anima a los participantes.

En principio había pensado volar a Perth el día 23, pero he recibido un email de Salva, el español que conocí en Teherán, en mayo del año pasado. Está dando la vuelta al mundo en bicicleta. Me comunica que llega a Singapur el 21. Los caminos de los viajeros se cruzan. Esperaré. Tenemos mucho que contarnos. El barrio en el que se encuentra el hotel en el me alojo, es un barrio chino auténtico, no cómo el turístico de “China Town”. Confirmo mi apreciación leyendo en un periódico un artículo dedicado a esta zona, Geylang. El periodista comenta la visita de unos parientes que después de visitar China Town , llegan hasta aquí. -“Por fin encontramos un auténtico ambiente chino”, le comentan. Restaurantes, bares, puestos de fruta, vendedores de tabaco de contrabando, jóvenes y discretas prostitutas que, incomprensiblemente para mí, son más visibles, en algunas esquinas, a las diez de la mañana que el resto del día o por la noche. El hotel está bien, limpio, muchas habitaciones, pequeñas, pero bien atendidas, con conexión wifi, a un euro la hora. El precio dentro de lo habitual en Singapur en un hotel de esta categoría. 26 euros, sin desayuno, 36 los dos últimos días por que coinciden con las fechas del gran premio de fórmula uno. Me cambio de habitación cuando llega Salva. Dos camas. Logramos colocar la bicicleta sin que estorbe. No tiene ningún lugar cerrado para guardarla. Han pasado dieciséis meses desde que nos deseamos buen viaje en Irán. Parece muy lejano en el tiempo pero en realidad la sensación que me produce el encuentro es que fue ayer. No hemos cambiado. Seguimos compartiendo ilusiones. Hablamos de muchos y variados temas. A pesar de que opinamos de forma distinta en muchos de ellos no hay puntos de fricción. Me cuenta algunos de los momentos difíciles que ha tenido que pasar y otros, inolvidables, que han alegrado su vida. Nos damos direcciones de posibles contactos. Hace unos días coincidió con Alvaro, “BIciclown”, otra vuelta al mundo en bicicleta. Alvaro fue quien me recomendó la “Garden Guest House” que he mencionado al principio de este relato. Nos paseamos por los sitios habituales. En el barrio indio descubrimos un grupo numeroso de hombres mirando la televisión. Para mi sorpresa no están pendientes de un partido de futbol o cricket. Están siguiendo realmente interesados una telenovela de Bollywood. Hombres, únicamente hombres. En nuestro deambular, incluso llegamos hasta la zona donde se va a celebrar la carrera del Gran Premio de Fórmula uno.

El día 24 parte con dirección a Malaca. Se encontrará con su madre en Kwala Lumpur, donde permanecerá tres semanas. Luego, ¿quién sabe? Tailandia, Laos, China … quiere llegar a Lijiang. Todo depende de los visados, del tiempo que le permitan estar en China. Nos despedimos hasta… ¿América, tal vez? Termino de escribir estas líneas cuatro horas antes de que coja el avión con destino Perth. Este es un buen salto.

Enviado desde Singapur el 26 de Septiembre, 2009

Kilómetros recorridos 74.357