El Descubrimiento del Mar del Sur
Balboa, el caballero del barril

Luis Pancorbo

Siempre ha quedado un poco vago en la historia quién fue el primer europeo que vio los mares del sur aparte de Balboa, el caballero del barril. Ahora se acerca un nuevo milenio y parece que hemos olvidado casi todo, incluso las geografías inventadas. Sin embargo, en 1697 Swift escribió A Tale of a Tub (El Cuento del Tonel) para demostrar lo prodigioso que también puede ser ese recipiente para la mejoría de la humanidad. El rabino español Benjamín de Tudela no dio con Liliput o con la isla de Laputa, aunque quizás fue el verdadero adelantado del Pacífico. Seguro es que salió de Barcelona y llegó a visitar comunidades judías del Lejano Oriente entre 1160 y 1173. Tudela sugirió su partida desde Ceilán hacia una tierra que llamó Zin (China), aunque admitía que era un viaje muy peligroso: en caso de naufragio había que meterse en una piel de buey y coserla por dentro para que no se metiera el agua del mar. Luego vendría un grifón, “una de esas águilas grandes” que, tomando la piel por un animal, lo llevaría a tierra para devorarlo. Si no, el viajero tendría que rasgar la piel y buscar algún lugar habitado. “Son muchas las personas que se han salvado de esta manera”. Con todo eso sólo se puede soñar si Tudela fue el primer occidental en ver el Pacífico o al menos la parte que bañaba a Zin.
El franciscano Giovanni de Plan de Carpin, o Carpini, en su viaje de 1245 al país de los tártaros gobernado por Mangu Khan, precedió la odisea de Marco Polo. En eso tuvo mérito y adelantamiento. Pero me imagino que Polo fue el primer europeo que contempló algo del mar de la China y por ende del Pacífico. Aunque su viaje de 1260 sea de lectura nebulosa, es muy posible que el veneciano no se limitara a los 12.000 puentes de Hanchow. Bien pudo otear el Mar de la China en Fucheu–fu, capital de la provincia del Fukien; en Huangcheu, una costa con gran comercio de perlas;, y en el puerto de Zaitem (Tsuen–Tcheu), el punto más meridional en su periplo de la China suroriental. Menos probable es que Polo acompañara una expedición de Kublai Kan a Cipango, aunque las campanas que oyó sobre Japón sonaban muy verosímiles. En 1316 otro franciscano, Odorico de Pordenone, llegó a las Indias Orientales y a Pekín, pero salvo influir en Jean de Mandeville no sabemos si vio el Pacífico, como éste último sí lo deja entrever en su gran obra de 1360. Mandeville nos cuenta maravillas (gallinas con lana blanca) de la tierra de Mancy que podría situarse sobre Cantón en el sur de la China, así como Caldilhe sería una Corea donde frutas, grandes como calabazas, dan unos corderitos sin lana, buenos para comer.
Más serio, como buen beréber, el tangerino Ibn Battuta, que inició en 1325 un señor viaje de 24 años, se cree que también llegó a China desde Sumatra. Al menos, Batuta visitó Zaitem, al norte de Nankín y asistió en Chensi a los funerales de un khan enterrado con “cuatro mujeres esclavas, seis favoritos y cuatro caballos”. Quizás Amerigo Vespucci en su tercer viaje (1501–1502) no sólo bajara a la latitud de lo que luego sería el estrecho de Magallanes, sino que descubriera “una tierra muy fría, áspera e inculta”. Hasta esa fecha se trató de lo más cercano al Pacífico por esa vía. Para Camín, pudo tratarse de las Malvinas. Según Beltrán y Rózpide, quizás fuera la isla que Cook llamó Georgia Austral, aunque en realidad quedó avistada en 1756 –19 años antes que Cook– por el navío español El León en viaje al mar del sur. En 1511 el portugués Antonio d’Abreu, enviado por Alfonso de Albuquerque, el virrey de la India, a descubrir las Molucas y otras islas de la Especiería más al este, es difícil que no diera con Papúa-Nueva Guinea. En ese caso sería el verdadero pionero de la mar del sur por mucho que nosotros ensalzemos a nuestros propios peninsulares. En fin, todo esto se queda en hipótesis de un tema con muchas ramas y largas raíces.
Para divisar el Pacífico, creyendo que era suyo, Drake se tuvo que subir a un árbol en Panamá. Pero eso fue mucho después de lo que hiciera de forma más airosa y contundente el Caballero del Barril.
Vasco Núñez de Balboa fue el primer europeo que se bañó en los mares del sur, eso no se pone en tela de juicio. No se sabe si se metió con caballo o si sólo entró hasta las rodillas, con su armadura, la espada en la diestra y el pendón de Castilla en la siniestra.
Según otras versiones hay que añadir más impedimenta, una rodela y una bandera con una imagen de la Virgen y el Niño. Mucho, si no había bajamar. Me inclino por la imagen del baño lustral de rodillas, al máximo de cintura, en un bello golfo que aún se llama de San Miguel en el Darién panameño. Y excluyo al caballo que a toda costa nos quieren vender las estampitas de la conquista española. Resulta bastante inverosímil que un caballo pudiera avanzar por las ciénagas y la selva del istmo panameño durante los 28 espantosos días que tardó Balboa en recorrer el primer camino interoceánico y en revolucionar a la postre la geografía del orbe. Porque era cierto que había una Mar del Sur, primer nombre de esa magnitud hoy conocida como Océano Pacífico, un tercio de la Tierra que, con sus 165.384.000 kilómetros cuadrados, podría englobar en su seno al Atlántico, el Indico y el Artico. El viaje de Vasco para atravesar el istmo de Panamá apenas duró una luna de 1513. Sólo 11 años después del último periplo de Colón, Balboa pudo verificar la intuición o el clavo fijo del descubridor de América: tenía que haber un estrecho que  comunicara con el Indico, el mar que se creía al otro lado. Estrabón ya lo había previsto: “Así pues (según pone empeño en persuadirnos Eratóstenes), si no se opusiese la inmensidad del Mar Atlántico, podríamos navegar en el mismo paralelo desde España a la India…”). Hasta Séneca se respondía a si mismo en Quaestiones Naturales: “¿Cuántos días de navegación hay desde las costas de España hasta la India? Poquísimos si empuja a la nave un viento favorable”.

Con todo, el mapa de Bartolomé Colón de 1503 aún ponía Asia sobre la masa de tierra al norte de la equinoccial que equivalía a Suramérica. Colón se tituló a sí mismo “Visorrey y Gobernador General de las islas y tierra firme de Asia”. Se equivocó en muchas cosas, pero siempre de forma gloriosa. Creía que el mundo era más pequeño de lo que era en realidad, que había seis veces más tierras que mares y que entre España y las Indias sólo mediaban 120 grados de longitud (y 140 hasta Cathay o China). Sin embargo, estaba en lo cierto cuando conjeturaba la existencia de algún paso entre las Indias Occidentales y las Orientales. Lo más cerca que estuvo el almirante de su intuición fue en su cuarto y último viaje de 1502. Colón pasó por las islas de la Bahía, dobló el Cabo Gracias a Dios entre Honduras y Nicaragua, intuyó el oro de Costa Rica y se enamoró de Portobelo. Lo mismo que Drake, que acabó matarile en el fondo del mar. A Drake, el Pato, le echaron en ataúd de plomo en Portobelo, antes Nombre de Dios, y su tambor a lo mejor suena el día que Inglaterra lo necesite. Pero Drake no cuenta en nuestra historia. Ni siquiera dio la primera vuelta al mundo aunque se ufanara de ello. Tampoco Colón fue el primero en recorrer la costa atlántica de Panamá hasta el Darién. Un año antes lo hizo Rodrigo Galván de Bastidas sin dar con la parte delgada del istmo, los apenas 75 kilómetros del fracasado Canal Francés o los 81 del actual Canal de Panamá, que separa dos océanos y redondea verdaderamente el nuevo mundo.
En eso el Caballero del Barril fue afortunado. Creo que un hombre que sale de un tonel, y que a lo mejor se lo ha bebido, tiene un sino. Aunque por esas cosas de la prosapia se le llegó a emparentar con los reyes godos, Balboa era un extremeño de vago origen gallego. Nacido en 1474 ó 1475 en Jerez de los Caballeros (Badajoz) dio con la Mar del Sur antes que nadie. Hablamos de ojos europeos, quizás azules como los de Balboa, porque los polinesios y los micronesios tampoco cuentan. Eran pardos, loros, oliváceos, ajenos e ignotos marinos que navegaban por una brutalidad de espacio como Pedro por su casa. Nada para un imperio naciente como el español que aún no conoce sus confines. Claro que después del acierto geográfico de Balboa, probar la existencia de algo desconocido, todo fue relativamente más fácil. Magallanes dio con el paso austral entre océanos de forma deslumbrante en 1521; y en 1526 el portugués Meneses llegó por la otra parte del mundo a Irian Jaya y por lo tanto a lo que no sabía que eran los fantásticos mares del sur, porque para eso hubo que esperar a gentes de verdadera imaginación como Stevenson. Pero el primero en tocar el timbre de la historia, eso que no corresponde a una novela; el primero en abrir un océano al conocimiento general (o empezar a estropearlo según la idílica visión de los isleños), corresponde al señor Balboa y a nosotros seguir ahora con detalle los pasos de nuestro paisano.
Balboa ya tenía 28 años cuando sintió la llamada de América. Se alistó en la flota de Rodrigo Galván de Bastidas y quizás por lo gallego fino Balboa escapó de un primer naufragio debido a la carcoma marina. Quizás por lo  extremeño renunció al mar y se metió a agricultor en La Española. Crió cerdos en Salvatierra de la Sabana hasta arruinarse. Para escapar de las deudas Balboa no vio más cielo abierto que el de un barril. Se metió con perro y todo en el barco de Martín Fernández de Enciso que iba a socorrer la desdichada expedición de Alonso de Ojeda. Cuando Enciso, autor de Summa Geográfica, El Arte de Navegar, vio salir a Balboa de ese barril, el orbe se preparaba para un vuelco decisivo. De allí emergía como si tal cosa un tipo rubio y robusto y según el padre Las Casas, “de buen entendimiento y mañoso y animoso y de muy buena disposición y hermoso gesto y presencia”. Según Gómara,
“era Vasco de Balboa hombre que no sabía estar parado”. Tal vez Gary Cooper, pero con lebrel. En realidad, Balboa nunca pasó de ser un sheriff incomprendido con ciertos golpes de humanidad. “Teníamos más oro que salud…” escribió al rey de España en 1513. Del barril Balboa pasó al mando en un santiamén. Tras comprobar el desastre y ruina de San Sebastián, el campamento de Ojeda en Urabá, mandado a la sazón por un famélico Francisco Pizarro, Balboa convenció a Enciso de que no todo estaba perdido. Los indios de Castilla del Oro –la gobernación de Diego de Nicuesa al oeste del golfo de Urabá– no tiraban flechas enhierbadas, o envenenadas con curare, como esos caníbales de la Nueva Andalucía –la gobernación de Alonso de Ojeda que iba desde el cabo venezolano de la Vela al hondureño de Gracias a Dios. Además, el propio río Darién parecía riquísimo en oro. Tal vez fuese el Atrato donde aún hoy se mazamorrea el oro amarillo y el oro biche (o platino). El caso es que el antiguo polizón tras derrotar la lluvia de flechas del régulo Cemaco y a sus 500 hombres (el triple de los españoles), logra asentarse en Santa María de la Antigua con 12.000 castellanos de oro, lo que no estaba mal para empezar una colonia que llegó a tener 200 casas y una población de 1.500 personas.
Cuando Enciso quiso todo el oro para sí, empezó el sino de Balboa, luchar para que no le dejaran tan desnudo como él dejaba a los indios. Porque por un lado Balboa era el gran protagonista militar (junto a Leoncico “un perro bermejo y el hocico negro y mediano”). Pero por otro lado, si había indias vestidas con pampanillas de algodón no les hacía ascos. Y si los ndios se tapaban el pene con un canuto de oro, se lo quitaba (no sabemos si les dejaba el cubresexo de caracol). El asunto es que Balboa pudo en un primer momento con Enciso y fue nombrado alcalde en las primeras elecciones democráticas de América de las que se tiene noticia. Luego acumuló a Enciso como un enemigo más de su larga tira de envidiosos. Algunos acabaron mal, como Nicuesa, el primer e infortunado  gobernador de Castilla del Oro. Nicuesa fue expulsado del Darién el 1 de marzo de 1511, zarpó en un barco hacia La Española y nunca más se supo. Otros como el propio Enciso, Caicedo, Colmenares, Gaspar Espinosa y sobre
todo el que a la postre fue nombrado gobernador de Tierra Firme, Pedro Arias Dávila, el terrible Pedrarias, fueron tejiendo una madeja de envidia y desprestigio sobre Balboa que acabó atrapándole sin remisión.
A Balboa nunca se le reconocieron en vida excesivos méritos. Sabía reunir una rara mezcla de diplomacia y mano dura. Mató muchos indios en su vida, aunque se alió con no menos de 30 caciques y aprovechó sus disensiones con el mismo mérito que un Cortés. Por otro lado Balboa fue, que se sepa, el primer europeo que llegó a enamorarse de una mujer india más allá de los habituales y fulminantes desahogos que estilaban los primerísimos conquistadores. Anayansi tenía trece años cuando su padre, el cacique de los careta (luego bautizado como don Fernando), se la entregó a Balboa.

Anayansi siempre fue su fiel compañera, incluso se resistió al ligue que le proponía otro turbio conquistador llamado Garavito. Fue una relación de amor, o si no le sirvió a Balboa para entender mejor a los indios. Se fue labrando la reputación de Tibá blanco, una deidad mítica, algo así como el Quetzalcoalt del istmo. Una incursión contra  Comogre (al que bautizó como don Carlos) le fue particularmente útil. Ponquiaco, el hijo de ese cacique, le dijo a Balboa que si quería oro no perdiera el tiempo en su poblado sino que fuera “allá”. Allá era un mar donde navegaban grandes barcos… Quién sabe si se trataba de catamaranes, balsas de espadaña o simplemente grandes piraguas… Balboa aún tuvo que incubar dos años esa información fabulosa de la Mar del Sur entre los aguaceros y las fiebres de Santa María. Hasta le dio tiempo de salir en pos de su Eldorado particular, el reino de Dabaibe en el río Sucio. En carta al rey de 20 de enero de 1513 dice que Dabaibe coge de un río granos del “tamaño de naranjas y como el puño” y que allí había una fundición de cien hombres que labraban el oro. La realidad fue que Balboa regresó descalabrado del reino de Dabaibe a quien ni siquiera pudo ver de cerca.
Pero el oro no era el verdadero motor de su vida. Por fin, el 1 de septiembre de 1513 se pone en marcha hacia su sueño de encontrar otra mar. Balboa lleva una tropa de 190 españoles. En algunos momentos se les suman 800 indios, lo que hoy sería una expedición descomunal. El cacique Ponca le resultó de gran ayuda y de paso le dio 110
pesos de oro en joyuelas. Luego luchó con Torecha y 600 de los suyos en su reino de Cuareca, donde, según el cronista Gómara, no había pan ni oro, pero curiosamente esclavos negros. En 1513 era imposible puesto que fueron introducidos en las Antillas después de la Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias que Las Casas empezó a redactar en 1542. Gómara también narra impertérrito que en Cuareca “aperreó Balboa cincuenta putos” o sodomitas. El perro era la mayor arma de guerra y moralización de la época. Sin embargo, como refiere Lucena, pudieron tratarse de indios que practicaban el bardaje, es decir, “comportamientos y atavíos de mujeres como capataces”. Para Las Casas, ese aperreamiento, o “graciosa montería”, fue infame porque hasta los escitas permitían a hombres no casados vestir de mujeres. En cambio, para Balboa debía ser pecado nefando y aunque era tierno con Anayansi o con sus hombres, que si enfermaban igual les cazaba un pájaro con su ballesta, hizo de justiciero implacable de la moral.

Tras esta historia tan inútil y sañuda, Balboa dejó en Cuareca a los españoles enfermos y siguió su busca de la otra cara del planeta con 56 españoles “que recios estaban”, más los indios sin los que le habría sido imposible avanzar una o dos leguas por día. Aquellos indios panameños sabían de hierbas para curar fiebres y gangrenas y eso era interesante para un extremeño por bien aclimatado que estuviera. La selva será hermosa, y sus ciénagas hoy son un prodigio ecológico, pero en 1513 podían ser aterradoras para el avance de un grupo de españoles con arcabuces, armaduras y un general despiste aderezado con la sed de oro y aventura. Llevando muchos indios curanderos a los españoles les mordían igual las culebras. Aún puede que fuesen peores unos arácnidos, como las characas de ocho patas, que se hinchaban como globos con la sangre de los españoles. Al arrancarlas se iba la piel y venían las úlceras. No he visto characas en el Darién salvo que sean las actuales coloradillas, como pertinaces y minúsulos cangrejitos que te comen con escozores que te ponen a morir.
Me imagino lo que fue para los antiguos españoles arrascarse bajo sus mallas. Los recios que le quedaban a Balboa debían tener la piel de acero. Ya el 24 de septiembre de 1513 empezaron a trepar una montaña prometedora y el día 25 Balboa la coronó para darse el gustazo de ser el primero y único en escuchar los pájaros como única música de fondo en la visión irrepetible de la Mar del Sur. Luego lo hicieron sus hombres, entre los cuales el padre Andrés de Vera que rezó el correspondiente Te Deum Laudeamus, tallaron una cruz con los brazos extendidos hacia ambos océanos y el escribano Andrés de Valderrábano levantó acta: “Primeramente el señor Vasco Núñez… fue el que primero de todos vido aquella mar…”. Fue hacia las diez de la mañana, cuando aún no se abate la calima y esas costas de un mar, donde siempre se puede ejercer la desmemoria, refulgen sin calima y excesivo calor. Balboa hizo grupos para descender el cerro y buscar el mejor camino a la orilla. Uno lo mandaba Alonso Martín; otro, Francisco Pizarro que luego se haría célebre por traicionar de mala manera a Balboa y por conquistar el Perú. Como los últimos pasos del camino a una utopía siempre son espinosos, los españoles aún debieron librar una última batalla a base de perros con el cacique Chiapes. Al rendirse entregó cuatrocientos pesos de oro labrado. Nada mal, hacia las dos de la tarde del 29 de  septiembre (o antes de mediodía, según la crónica de Gómara) estaba en calma perfecta lo que después Magallanes llamaría Pacífico. Y tanto que Pacífico. “Balboa llegó a la ribera a la hora de vísperas y el agua era menguante…”, escribió Fernández de Oviedo siguiendo el diario de Valderrábano. Una notable bajamar no se prestaba para posesión alguna. El mar en esa zona se retira dejando una enorme playa fangosa donde se atrincheran los caracolillos con sus extrañas huellas y respiraderos. Balboa tuvo que esperar sin bañador ni crema solar. La zozobra era lo que le picaba y de hecho no se aguantó más. Caminó solo por la arena esponjosa hasta entrar en ese mar de un denso azul, de esa calidez que nos apasiona. Balboa iba rigurosamente vestido con todos los herrajes de la época, incluidos los literarios: “Vivan los altos e poderosos monarcas don Fernando e doña Juana, soberanos de Castilla e León… en cuyo nombre tomo e aprehendo la posesión real e corporal e actualmente de estas mares e tierras e costas e puertos e islas australes con todos sus anexos e reinos e personas que les pertenescen o pertenescen pueden en cualquier manera…”. Buena tacada. Con un sentido párrafo cogía medio mundo, lo que hubiera entre América y la China, Australia si existía, las islas del ensueño de los mares del sur si es que había tales… Todo, para el Caballero del Barril.
Pocos hombres en la historia han podido asomarse a un panorama tan inmenso y poseerlo con semejante golpe de retórica. Así en la tierra como en los cielos…, eso se podría decir, o casi, porque Balboa seguía desgranando una prosa temeraria: “e con sus mares así en el polo Ártico como en el Antártico, en la una y otra parte de la tierra equinoccial, dentro a fuera de los trópicos de Cáncer e Capricornio…”. Balboa se reveló como un geógrafo genial. No tenía ni idea de dónde estaba y se apoderaba de los nombres de medio mundo. Como mucho pensaba haber dado con la otra parte del mar que bañaba las Indias Orientales. En todo caso, Balboa, seguido de Pizarro y los 22 españoles del primer grupo, más el escribano Valderrábano, que asistieron a esa toma de posesión, certificó con creces que no se trataba de un espejismo, porque no se hartaban de probar lo salada que estaba su agua, “como la de la otra mar, y viendo que lo era, dieron gracias a Dios”. Balboa cortó el mar con su espada, luego hizo cruces en los troncos de la orilla y todos los suyos le imitaron. El mana occidental había ganado. También había nacido el cuento de los mares del Sur. Azules, salados, llenos de perlas e ignotos salvo en sueños, como en parte siguen siéndolo. Muy a la usanza, el padre Vera bendijo las aguas (sobre las que ya reinaban tantos dioses polinesios, melanesios y micronesios, tantos espíritus chinos y japoneses…), pero no había otra que bautizar la Mar del Sur, erigir otra cruz y elevar una pirámide de piedras en San Miguel “de 12 varas de cuadro por 7 de alto”. Eso no fue todo. Balboa costeó por aquel golfo hasta la punta de San Lorenzo y encontró perlas incrustadas en los remos de los nativos. Sólo avistó la isla Terarequi (Isla Rica), llena de ostras pelíferas, que se suponían tesoro habitual del Oriente. Pero en tierras de Tumaco, el cacique del lugar, oyó incluso unos cuentos sobre unos animales que tomó por camellos siendo probablemente las llamas andinas.
Balboa no se podía creer la suerte que estaba teniendo al descubrir la mayor porción del mundo. Por si acaso, justo un mes después del acto fundacional, repitió ceremonia con otros 23 españoles de su partida en el extremo de la bahía San Simón, “la costa brava del mar”. De nuevo se metió hasta las rodillas, y bautizado por partida doble el Pacífico, se dispuso a un desastroso regreso. Es cierto que Balboa ya llevaba 240 espléndidas perlas que le dio el cacique Tumaco, pero quería más. Hizo que sus perros despedazasen al cacique Pacra por no decirle de dónde venía el oro de su tribu. A Tuibanamá, otro cacique, le arrebató mujeres y un hijo por la misma razón.
Sin embargo, Balboa volvió a su colonia de Santa María la Antigua con sus 190 españoles incólumes, perlas bien escogidas y 100.000 pesos en oro (una fortuna apartando siempre el debido quinto real). A su lebrel Leoncico, toma, 500 pesos oro.

El perro de Balboa era noble, o al menos hijo de Becerrillo, el que se llevó Ponce de León a conquistar Puerto Rico. Solía recibir en cualquier botín la parte de un arquero, no extraña que se pudiera permitir un espléndido collar de oro. Todo parecía funcionar a la perfección para Balboa. La mar del sur estaba en el bote como su hermosa Anayansi. Tenía a Nuflo de Olano, un negrito al que no consideraba un esclavo, y un perro señorial. La colonia de Santa María brillaba con su prodigio de cultivos en medio de la selva. Pero todo paraíso tiene su serpiente. Las magníficas noticias que había dado Balboa de la Mar del Sur, y el oro del istmo, incendiaron la imaginación de España. Me imagino que fue como el oro de California, o como la fiebre chapliniana de Alaska. También fue el desastre para Balboa, que acabó pagando el pato sin ser un pirata como Pedrarias.
No había pasado un año del descubrimiento de Balboa cuando el nuevo gobernador de Castilla del Oro no fue quién tenía que ser. En 1514 Pedrarias manda una fabulosa flota de 22 navíos que costó 50.000 ducados del tesoro real. Nunca se volvió a ver algo igual de fastuoso y magnético. Todo el mundo quería ir a Castilla del Oro donde decían que se cogían chicharrones como huevos de gallina. No era lo mismo que darle al yero y la alholva en el páramo. Se enrolaron nada menos que Hernando de Soto (futuro descubridor del Misisipí), cronistas de Indias del calibre de Bernal Díaz del Castillo o de Fernández de Oviedo; soldados como Almagro, el compañero de Pizarro que ya se estaba forjando el sueño de un Perú a las órdenes de Balboa; Vázquez de Coronado, que entró más arriba de Nuevo México en busca de las ideales Siete Ciudades de Cíbola; o Rodríguez Serrano que sería el piloto de Magallanes y con él pereció en el primer adentramiento real en los mares del sur…
Pedrarias podía ufanarse de tanto despliegue. Sin embargo, ese porquero de Balboa vivía modestamente en una cabaña de las doscientas de su colonia y si no descubría cosas tales como nuevos océanos, plantaba yuca y maíz con éxito. En su defecto se iba a cazar iguanas o pericos ligeros antes de que se conociesen como osos perezosos.
Aprendía de los indios a encender el fuego frotando palos y tenía simpatía por ellos siempre que se avinieran a darle sus idolillos de oro.
Tras la irrupción del poderío de Pedrarias, Balboa tenía motivos para sentirse maltratado por la Corona. Se le llegó a nombrar Adelantado de la Mar del Sur (y gobernador de Panamá y Coiba), pero eran títulos que no servían de gran cosa si los tenía que interpretar un tipo como Pedrarias. El setentón Pedrarias era un anciano para lo que se llevaba en América. Tampoco en eso tuvo suerte Balboa. A Pedrarias, siendo gobernador de Nicaragua, le enterraron a los 91 años en la Merced de León el Viejo. Como antagonista de nuestro Gary Cooper no tenía desperdicio. Pedrarias había luchado con éxito en Italia y una vez estuvo cataléptico. Cuando se recuperó, dijo que había resucitado y desde entonces solía viajar con un ataúd. Todos los años celebraba el día de su resurrección con un réquiem de cuerpo presente y a quien le oía hablar mal de él lo decapitaba. Era su especialidad y así acabó Francisco Hernández de Córdoba, fundador de León y Granada, otro hombre prodigioso que intuyó el estrecho dudoso de la Mar Dulce, es decir, el paso entre océanos por el lago Nicaragua. Con la ayuda de Juan de Fonseca, el obispo de Burgos que controlaba en buena parte los asuntos de América, Pedrarias logró pasar por la cabeza de Balboa y ser nombrado gobernador de Tierra Firme (una vaga e incierta Castilla del Oro).
Pedrarias sostenía que Nicuesa había sido el auténtico descubridor de la mar del sur, cosa que nunca ha podido ser probada. Lo cierto es que Pedrarias llevaba fatal el ascendiente de Balboa sobre indios y españoles de su colonia de Santa María de la Antigua, que fue realmente la mayor base española para la conquista de América.
En junio de 1515 Pedrarias admitió a regañadientes una segunda expedición de Balboa a la Mar del Sur, pero sin demasiadas provisiones ni hombres. Como para que se estrellara. En esa ocasión Balboa vuelve al mítico país de Dabaibe y lo encuentra asolado por la langosta y nada de hombres cargados con cestas de oro. Los indios matan a la mayoría de sus hombres y regresa con apenas 150 pesos, un fracaso que a Pedrarias le hace relamerse. Como primera medida a Balboa le tiene enjaulado dos meses en el patio de su casa. Un Caballero del Barril que se precie nunca desmaya. Balboa hace de tripas corazón y vuelve a congraciarse con Pedrarias. Este, que sabe conjugar la codicia y la líbido españolas, le da a su hija María Peñalosa. Fue un matrimonio por poderes y no sabemos qué pasó con Anayansi, aunque nos imaginemos la escena. A partir de ahí todo se le empieza a torcer a Balboa. A pesar de que su bendito suegro le pone un plazo draconiano, un año y medio, y no más de 80 hombres, Balboa trama una tercera entrada en su Mar del Sur donde intuía que comenzaría el oriente, el oro y las especias a todo pasto. O si no el Perú, que también podía caerle. Construyó una ciudad en Acla, ese lugar de los cueva (o careta) de la costa atlántica donde se sentía como en casa. Balboa puso las bases de la primera Compañía comercial de la Mar del Sur y armó unos bergantines. Esa fue otra historia.

Tuvo que transportarlos por las montañas hasta volverlos a botar en el río Balsas (hoy Sabanas, o Chunaque, según otros) para llegar así al golfo de San Miguel. Siglos después Fitzcarraldo haría lo propio en Perú con su fiebre del caucho. Pero Balboa era un pionero en todo, incluso en una fuerza de carácter y una inventiva que, salvo contados leales, nadie le reconoció cabalmente en vida. Al llegar al golfo tras su espectacular viaje por los montes de Panamá, sus bergantines están carcomidos. Balboa logra reparar dos y llega a las islas de las Perlas. Rumbo al sur del Pacífico panameño, en Puerto Peñas (Piñas o Jaqué) ve una enorme cantidad de algo que no supo bien si eran arrecifes o ballenas. Las perlas le fallaron porque hacía poco que había estado arrasando por allí Gaspar de Morales, uno de los capitanes de Pedrarias. Encima a Gaspar de Morales se le atribuye el hallazgo de La Peregrina, una perla en forma de pera de 31 quilates que se quedó, aunque por poco tiempo, Isabel Bobadilla, la mujer de Pedrarias. La Peregrina (1) fue probablemente la perla más debatida de la historia. Balboa, el errabundo con causa, aún cree que le sonríe la fortuna. Tiene barcos y un mar intonso que explorar. Sin embargo, descuida la retaguardia. Pedrarias había urdido la telaraña de basura jurídica, con acusaciones de traición y latrocinio a un hombre que quería su mar más que el oro. Cómo no, Balboa tenía la culpa de haber depuesto a Enciso, de haber enviado a Nicuesa a la muerte, de los fracasos de las expediciones de Dabaibe y la de Garavito en Cuba… Balboa era un salvaje políticamente incorrecto, según Pedrarias, que se las daba de haber tomado las medidas del nuevo mundo. En realidad Pedrarias temía que si Lope de Sosa venía a sustituirle como gobernador protegiese a Balboa. Hasta los más insidiosos burócratas no descartan que vendrán otros y les harán buenos. Pedrarias se dio prisa y por fin consigue cerrar el proceso amañado por su fiel Gaspar de Espinosa, quien de paso se había quedado con las dos mayores naves de Balboa (otra fue para Pizarro y la empleó para ir a ver y tomar el Perú). El licenciado Espinosa es otro tipo interesante, menos para Balboa. Había sido acusado de marrano por Quevedo, el obispo del Darién que defendió a Balboa en vano todo lo que pudo. Espinosa sabía de intríngulis de leguleyo aficionado que a Balboa le acercaron de forma imparable al cadalso. Por esas ironías de la historia Espinosa sería el primero en surcar la Mar del Sur de forma amplia y metódica, con conquistas ribereñas desde la ciudad de Panamá hasta la Punta Burica –donde encontró “gente ajudiada”– pasando por el golfo de Montijo y el litoral chiricano. Por fin el 12 de enero de 1519 (aunque la fecha puede bailar dos años para atrás y entonces el Cabalero del Barril estaría vivo) se cumple la sentencia de muerte que premia haberse bañado el primero en un océano ignoto. Reina una gran expectación en Acla. Los españoles iban a ver en sus carnes el precio de la envidia.
Francisco Pizarro, el antiguo amigo de Balboa, manda el pelotón de ejecución. El caballo de Balboa arranca el bando de muerte y se lo come. Inútiles prodigios, cosas de García Márquez. Pedrarias ve a través de los cañizos de un bohío cómo la atónita cabeza de Balboa rueda en el tajo y luego se expone en una pica. Así pasó nuestra primera página en los mares del sur. Pero el 10 de agosto de ese mismo año Magallanes se dispone a partir.
Nota (1): La Peregrina se llama así porque cambió lo suyo de mano. Fue elogiada por Cervantes y Lope de Vega; con ella Tiziano retrató a Isabel, la esposa de Carlos V. Todo un emblema de la suerte mutante, llegaría a ser el regalo de bodas de Felipe II a María Tudor de Inglaterra, pasaría a José Bonaparte, a Napoleón III y finalmente a Lord Hamilton… ¿Dónde está La Peregrina?

Para saber más:

Descubrimiento de Oceanía por los Españoles. Ricardo Beltrán de Rózpide, Madrid, 1882.
Vasco Núñez de Balboa. El Tesoro de Dabaibe. Octavio Méndez Pereira. Madrid circa 1930.
Vasco Núñez de Balboa. Manuel Lucena Salmoral, Madrid 1988.
Historia de Costa Rica. León Fernández, Madrid, 1889.
Juan de la Cosa. Alfonso Camín, México, 1945.
Colección de los Viajes. Martín Fernández de Navarrete, Madrid, 1885–87.
La Historia General de las Indias. Francisco López de Gómara, Madrid, 1875.
Historia General y Natural de las Indias. Gonzalo Fernández de Oviedo, Madrid 1851–55.