Texto: María Dolores Higueras
Alvar Núñez Cabeza de Vaca: La aventura interminable
Libro: Exploradores españoles olvidados de los siglos XVI y XVII. SGE 2000
Para saber más:
En 1528 una flota con cinco buques y más de seiscientos hombres zarpó de La Habana. Destrozada por un inmenso ciclón, esta flota maltrecha recaló en la bahía de Tampa en Florida, donde desembarcaron unos trescientos hombres al mando de Pánfilo de Narváez, mientras el resto navegaba costeando en su intento por arribar al Panuco. Esta tropa, en la que se encontraba Álvar Núñez Cabeza de Vaca, inició su andadura en tierra con la idea de alcanzar Apalache; acosados por los indígenas, intentaron regresar a la costa para reencontrarse con aquellos barcos que nunca volvieron a ver, ya que tras un año de inútiles esfuerzos por rescatarlos, partieron de nuevo hacia México.
Narváez y sus hombres, terriblemente diezmados tras veinticinco días infernales entre espesos bosques y tierras pantanosas, lograron alcanzar de nuevo la costa e iniciar la construcción de cinco botes con los escasos medios disponibles, hazaña que consiguieron tras inmensos trabajos y sufrimientos, perdiendo en la empresa algunos hombres más. Al fin los doscientos cuarenta supervivientes se alojaron en tan precarias embarcaciones e iniciaron una penosa navegación costera.
En noviembre de 1528 sólo quedaban con vida unos ochenta hombres. Tras penalidades sin fin, los pocos supervivientes alcanzaron una pequeña isla frente a lo que sería más tarde Galveston y que Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el gran cronista de esta terrible aventura, bautizó con el nombre de Malhado o Mala Suerte, ya que frente a la isla, a punto ya de alcanzarla murió Narváez ahogado, tragado por las aguas al ser arrebatado de su bote por un furioso golpe de mar. De nuevo en tierra, los supervivientes, apenas quince hombres, fueron muriendo de hambre y frío, cautivos de los indios. Al fin sólo quedaron nuestro hombre, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, tesorero real, autor de una de las crónicas más hermosas de la gran aventura americana, y tres más a los que Álvar Núñez reencuentra en otros parajes.
Hombre de cualidades extraordinarias, como demuestran los hechos que él mismo relata, la aventura fabulosa de Cabeza de Vaca u sus tres compañeros, Alonso del Castillo, Andrés Dorantes y Estebanico, supervivientes como él mismo de otro de los botes, a los que reencontró en uno de sus cautiverios, no tiene igual: durante ocho años recorrieron a pie en medio de increíbles peligros y penalidades, más de diez mil kilómetros de la América septentrional, entre la Florida y San Blas. Cruzaron ese inmenso continente a pie, de un océano al otro, partiendo de la Florida y Río Grande para atravesar las provincias de Texas, Coahuilas y Sinaloa, bajar por la margen del Pacífico a través de la provincia de Sonora procurando seguir la costa hasta alcanzar Monterrey y lo que años más tarde sería San Blas, desde donde atravesaron hacia el sur y llegaron a Ciudad de México. Semejante aventura, sólo posible para auténticos superhombres, tiene en Cabeza de Vaca un cronista de excepción, quien la narra en la obra que titula “Los naufragios”, una de las más originales de la literatura americana de siglo XVI.
El interés de esta crónica no estriba, como el de otras, en su contenido de hazañas heroicas, ni en los relatos de conquistas, ni en la descripción de exóticas y opulentas civilizaciones indígenas. La crónica de Cabeza de Vaca destaca sobretodo por su gran calidad narrativa. Es un vibrante libro de viajes, un relato vivo y atrayente que se lee con placer; un libro apasionante en el que el narrador, protagonista indiscutible de la aventura, se dirige en primera persona al lector y lo atrapa en su intensa aventura desde las primeras líneas. Con estilo rápido y directo, el texto discurre lleno de detalles reveladores, emocionante y fluido como una conversación, y sin embargo, impregnado de una gran calidad literaria. Como dice Anderson Imbert, al leer a Cabeza de Vaca uno “ve” constantemente. Tal es la fuerza descriptiva de este relato formidable, que se convierte en fabuloso “guión de imágenes” a través del cual el lector “recrea” sin dificultad personajes y paisajes, luces, olores y colores, porque no hay en él una solo página gris.
No oculto al lector, como puede verse, mi pasión por el personaje, porque Cabeza de Vaca es un ejemplo de valor y templanza, de lucidez y pasión. Nuestro hombre es, a la vez, Quijote y Sancho. Quizá uno de los aspectos más originales y valiosos de esta crónica aventurera reside en la personal visión que el autor ofrece del indígena. Conservamos muchos testimonios del contacto de los europeos con los nativos americanos, que son casi siempre visiones europeas de la realidad indígena y casi siempre desfiguradas por el peso de la civilización del Viejo Continente, en poco o en nada concurrente con la realidad originaria americana. Sin embargo, los indios descubrían “lo europeo” al mismo tiempo que los europeos “lo indígena” y, ¿cómo lo percibían? La crónica de Álvar Núñez Cabeza de Vaca añade a sus muchos méritos uno para mí decisivo: presenta por primera vez al hombre de Europa y al hombre de América frente a frente, desnudos, desprovistos de su complicado aparato de civilización. Y vemos a estos hombres igual de exhaustos y desamparados ante una naturaleza imponente y atroz, iguales ante el hambre, la penuria de medios y la enfermedad. Incluso en el aspecto físico, Cabeza de Vaca y sus compañeros de aventura llegan a tener como cautivos el mismo aspecto que sus captores. Andan desnudos como los indios, comen, viven y hablan como ellos; únicamente los diferencia su fe cristiana. Tanto es así que Cabeza de Vaca nos cuenta que tras su evasión en 1535 se encuentran con unos españoles a caballo que apenas los reconocen como afines. Nuestro cronista señala que “recibieron gran alteración de verme tan extrañamente vestido y en compañía de indios. Estuviéronme mirando mucho espacio de tiempo, tan atónitos que ni me hablaban, ni acertaban a preguntarme nada”. Cabeza de Vaca llegó a tener gran predicamento entre los indios que, tras mantener a los españoles casi seis años como esclavos, los exaltaban como taumaturgos después, atribuyéndoles extraordinarias facultades curativas y la virtud de hacer milagros, circunstancia que ellos rentabilizaron para sobrevivir: soplaban sobre los enfermos y rezaban largas oraciones, con lo que lograban sorprendentes y milagrosas curaciones que todos intentaban, pero Cabeza de Vaca se señala a sí mismo como el mejor también en esto, cuando nos dice que “en todo tiempo nos venían de muchas partes a buscar y decían que verdaderamente nosotros éramos hijos del sol. Dorantes y el negro hasta allí no habían curado, más viniéndonos a buscar de muchas partes, venimos todos a ser médicos, aunque en atrevimiento y osar acometer cualquier cura era yo más señalado entre ellos”. Y sigue diciendo: “Con frecuencia, nos acompañaban de tres a cuatro mil personas y como teníamos que soplar sobre ellas y santificar las comidas y bebidas para cada cual, y darles permiso para hacer cantidad de cosas, según venían a solicitarlo, fácil es comprender cuán grandes eran nuestras fatigas”.
La crónica de Cabeza de Vaca es también una fabulosa fuente de noticias etnográficas, ya que proporciona prolijas descripciones de todos los pueblos indígenas que fueron encontrando desde las belicosas tribus de la Florida hasta los pueblos agricultores del norte de México. Un sinnúmero de pueblos, muchos de ellos hoy desaparecidos, van desfilando por las vibrantes páginas de nuestro cronista: semínolas, calusas, ais, cheroquis, muscogis, alabamas, chicasas, chatcas, ocalusas, apaches y amasis, entre otros, son con detenimiento descritos. Perp resultan particularmente interesantes las noticias acerca de los túnicas, ya extinguidos al igual que los toncauas o carancauas. Pero la parte más cordial de las relaciones de Cabeza de Vaca y sus compañeros con los indios se iniciaron al abandonar el territorio de los nómadas apaches y navajos y encontrar a los indios pueblo, afincados en la zona de Arizona y Nuevo México y llamados así por la colocación de sus casas y pueblos amontonados en una perfecta disposición sobre riscos casi inaccesibles.
En el suroeste de Arizona encontraron a los hopis, que significa “pacíficos”, y tuvieron noticia de la mítica Cibola, de sus ciudades habitadas por los zuñis y de sus fabulosas riquezas, que dieron lugar a toda una serie de referencias míticas en la cartografía de la época y como otras noticias fantásticas, inspiraron multitud de viajes a la búsqueda de tan portentosos lugares. En este sentido. La crónica de Cabeza de Vaca alimenta esa delirante geografía que sitúa al norte de Nueva España la Gran Chichimeca y la Gran Quivira o Cibola.
El negro Estebanico, uno de los acompañantes de Cabeza de Vaca, superviviente con él de esta aventura, encontró la muerte poco después a manos de los indios en una expedición al norte emprendida por fray Marcos de Niza en busca de Cibola, que llevaba precisamente a Estebanico como guía.
Las últimas tribus con que tuvo contacto nuestro cronista fueron las de los shoshon, que vivían en Sonora y Sinaloa y aún estaban en guerra abierta con los españoles, y en la zona central de México, en territorio conquistado por Cortés a los nahuatl y aztecas. En todos los casos, Cabeza de Vaca observó y luego describiría las casas, los enterramientos, las armas, los sistemas de cultivo o de caza casi siempre con detalle, como lo hizo al encontrar a los indios de las praderas, que despertaron en él curiosidad porque usaban el cobre. También le llamaba la atención sobremanera los adornos corporales, las pinturas y su significado, los tatuajes y técnicas con que los realizaban. Nuestro héroe se interesó vivamente por la cultura del bisonte, su caza ritual, el aprovechamiento de sus recursos y la rica cultura material que inspiró.
En medio de sus terribles vicisitudes, este singular etnógrafo improvisado describió prolijamente y con gran liberalidad las sociedades que visitaba y nos habla de la familia, del matrimonio, de los ancianos, de los enfermos, de la mortalidad infantil, de las jefaturas políticas y de la guerra. Son abundantes sus referencias a la homosexualidad entre los indios, en concreto al hablar de los carancaua, cuando dice: “En el tiempo que así estaba entre éstos vi una diablura, y es que vi un hombre casado con otro y éstos eran unos hombres amariconados, impotentes y andaban tapados como mujeres y hacen el oficio de mujeres y tiran arco y lleva una gran carga, y entre estos vimos muchos de ellos amariconados como digo, y son más membrudos que los otros hombres y más altos y sufren muy grandes cargas”. Como puede verse, Cabeza de Vaca descubre, no juzga, no aplica a la sociedad indígena los esquemas europeos. En este sentido la crónica es de una inmensa originalidad y, una vez más, hemos de señalar a su autor como una excepción.
Sin embargo, contrastan estas objetivas descripciones acerca de los usos culturales, políticos o sociales, con un evidente afán misionero, que expresa en la parte final de la crónica, movido sin duda por la inquebrantable fe cristiana que, según dice él mismo, lo salvó del desaliento y lo condujo a la salvación. Son muy bellos los pasajes que Cabeza de Vaca dedica al animismo entre los indios y a lo presente que estas creencias estaban en los grandes mitos americanos. “Ellos mismos – dice – son la personificación del mito, y a él deberán en gran medida, su salvación”.
La aventura propiamente dicha se inició, pues, con la decisión de Pánfilo de Narváez de internarse en tierra mientras dejaban los buques costeando camino de Panuco. Cabeza de Vaca se opuso a este proyecto desde que se consultó a los oficiales su parecer. Alegaba que los pocos caballos que habían sobrevivido al viaje estaban exhaustos y famélicos, por lo que poco podrían ayudar en el intento. Debía tenerse en cuenta, además, la escasez de provisiones, tan solo una libra de bizcocho y otra de tocino por hombre. Cabeza de Vaca hizo mucho hincapié en la falta de traductor y dice textualmente: “Íbamos mudos y sin lengua por donde mal nos podíamos entender con los indios”. Cabeza de Vaca insistía también sobre el desconocimiento total del territorio que pretendían explorar y del que no llevaban relación ni mapa alguno. A pesar de estos argumentos, Narváez, apoyado por el resto de los oficiales, decidió internarse y abandonar los buques que intentó encomendar a Cabeza de Vaca; pero prefirió seguir con los demás y eligió el peligro no fuera que, dice, “como había contradicho la entrada me quedaba por temor, y mi honra anduviera en disputa; y yo quería más aventurar la vida que poner mi honra en esa condición”.
El primero de mayo, los trescientos hombres desembarcaron y pasaron a tierra, sólo cuarenta de ellos a caballo. A los quince días ya escaseaban los alimentos, pero el encuentro con los indios agricultores les permitió proveerse de maíz. Con algunos de estos indios por guías intentaron alcanzar Apalache. Cabeza de Vaca quedó extasiado ante la belleza de la tierra que recorrían tan trabajosamente y en un hermoso pasaje nos la describe como “tierra, muy trabajosa de andar y maravillosa de ver, porque en ella hay muy grandes montes y los árboles a maravilla altos, que nos embarazaban el camino de suerte que no podíamos pasar sin rodear mucho y con muy gran trabajo; de los que no estaban caídos, muchos estaban hendidos desde arriba hasta abajo, de rayos que en aquella tierra caen, donde siempre hay muy grandes tormentas y tempestades”. Estas descripciones del territorio son muy frecuentes en la crónica de Cabeza de Vaca; a veces, en medio de un hecho peligroso o violento, la narración se remansa en una poética descripción de paisajes, árboles, lagunas o pájaros. Es esta vocación lo que convierte la crónica en un bello libro de viajes, la aventura de un explorador enamorado de las tierras sobre las que discurre su peripecia vital.
A la llegada a Apalache; Cabeza de Vaca dedica gran espacio a la descripción física del territorio, la calidad de los suelos y especies de árboles que lo poblaban; nos habla de los animales que vio: venados, conejos, liebres, osos, leones y en un momento dado hace esta simpática descripción de lo que parecen zarigüellas: “Entre otras salvajinas vimos un animal que trae los hijos en una bolsa que en la barriga tiene; y todo el tiempo que son pequeños los trae allí, hasta que saben buscar de comer; y si acaso están fuera buscando de comer y acude gente, la madre no huye hasta que los ha recogido en su bolsa”. También describe, en un pasaje lleno de fuerza, la extraordinaria habilidad de los indios semínolas con el arco y las flechas: corpulentos y muy ágiles, manifiestan una mortal puntería con el arco que les cuestan muchas vidas, pero Cabeza de Vaca pone de relieve una vez más su admiración por la austeridad e inmensa capacidad para soportar el hambre y los sufrimientos físicos que ha podido observar en sus contrarios, los indios.
Sin prejuicio alguno, Cabeza de Vaca nos cuenta poco después y con severidad cómo los pocos españoles que aún conservaban con vida sus caballos hicieron un intento por abandonar a los que iban a pie, desamparando a los enfermos y al propio gobernador; pero Álvar Núñez logró disuadirlos apelando a su honor. En este punto, enfermos la mayoría y sin fuerzas para caminar, acosados y diezmados por los indios, tomaron una solución desesperada: construir botes para embarcar a los supervivientes e intentar, navegando por la costa, alcanzar alguna zona menos hostil. La empresa, verdaderamente titánica por la situación de la gente y la escasez de recursos, es narrada por nuestro hombre con su habitual estilo directo y hermoso: “Vistos estos y otros muchos inconvenientes – nos dice – , acordamos en uno harto difícil de poner en otra, que era hacer navíos en que nos fuésemos. A todos parecía imposible porque nosotros no lo sabíamos hacer, ni había herramientas, ni hierro, ni fragua, ni estopa, ni pez, ni jarcias, finalmente, ni cosa ninguna de tantas como son menester”.
No obstante lograron acabarlos en apenas mes y medio de brutal trabajo, alimentándose los que trabajaban con la carne de un caballo sacrificado. Construyeron cinco barcazas de veintidós codos, las calafatearon con las estopas de los palmitos y usaron como brea una pez de alquitrán fabricada con resina de pinos. Con las colas y crines de los caballos fabricaron la caballería y las jarcias; con sus destrozadas camisas, las velas, y con madera de sabina, rudimentarios remos. La piel de los caballos muertos, aunque mal curtida, les sirvió para hacer botas en las que llevar provisión de agua dulce.
El 22 de septiembre embarcaron en cada bote unos cuarenta y siete hombres. Esta épica situación la narra Cabeza de Vaca con estas palabras: “Íbamos tan apretados que no nos podíamos menear; y tanto puede la necesidad, que nos hizo aventurar a ir de esta manera y meternos en una mar tan trabajosa y sin tener noticia de la arte de navegar ninguno de los que allí iban”.
Tal precariedad sólo podía acabar en tragedia; pronto perdieron el agua dulce porque los cueros de las improvisadas botas se pudrieron y dejaban escapar el agua, muchos murieron por beber la del mar; otros por deshidratación; otros por la acometida de los indios en un intento de tomar tierra para reponer alimentos y agua. Finalmente, desmoralizados y enfermos, a la altura de la desembocadura del Mississippi, los pocos supervivientes decidieron separarse. Cada bote intentaría seguir una ruta distinta, pues Narváez había respondido al propio Cabeza de Vaca, al preguntarle éste qué hacían, “que ya no era tiempo de mandar unos a otros; que cada uno hiciese lo que mejor le paresciese que era para salvar la vida”.
Éste es un aspecto muy importante, porque en aquel momento cesó la autoridad militar y cada hombre quedó solo ante su destino y responsable de sus propias acciones. Cabeza de Vaca y los que lo acompañaban en su bote decidieron probar fortuna en tierra, enterraron el bote en la arena y se adentraron en busca de alimentos. Nuevamente los indios flecheros los acosaron; sin duda se trataba de siux o dakotas, las arrogantes tribus establecidas al oeste del Mississippi, en la región de las grandes praderas, formadas por guerreros indomables y que fundamentaban su vida y creencias entorno a la caza del bisonte. El primer encuentro debió de ser pavoroso porque Cabeza de Vaca, en un párrafo muy expresivo, nos dice que: “en media hora acudieron otros cien flecheros, que agora ellos fueren grandes o no, nuestro miedo les hacía parecer gigantes”. No obstante, este encuentro resultó cordial finalmente y los indios les proporcionaron pescado, raíces y agua en abundancia, compadecidos sin duda por su lamentable aspecto y escasa peligrosidad, ya que el propio Cabeza de Vaca nos dice que “era excusado pensar que había quien se defendiese, porque difícilmente se hallaron seis que del suelo, se pudiesen levantar”.
Surtidos de alimentos y agua de refresco, decidieron embarcarse de nuevo. Con tremendo esfuerzo desenterraron el bote que habían ocultado en la arena días antes y emprendieron nueva navegación, pero “a dos tiros de ballesta” un golpe de mar volcó la barca. Tres hombres murieron al instante y los supervivientes, “envueltos en las olas y medio ahogados”, fueron arrojados a la misma costa bravía de la que habían partido escasos minutos antes. Los siux les auxiliaron de nuevo, acompañándolos en su desgracia con grandes demostraciones de dolor.
Al día siguiente nuestros náufragos se reencontraron con los capitanes Andrés Dorantes y Alonso del Castillo y toda la gente de su barca que había dado al través en aquella zona. Intentaron entre todos repararla y echarla al agua de nuevo, pero se hundió definitivamente al poco de botarla.
En muy poco tiempo, tan sólo quedaron vivos quince de los casi ochenta hombres que se habían juntado. Tales eran las penalidades y el hambre que llegaron en algún caso desesperado al canibalismo. Los pocos supervivientes, cautivos de distintas tribus indígenas fueron dispersados nuevamente. Cabeza de Vaca narra prolijamente su encuentro con los criks y sus feroces costumbres rituales, en contraste con su práctica del matriarcado. Nuestro hombre, siempre atento a las inclinaciones positivas de los indios, exalta su amor filial cuando señala: “Es la gente del mundo que más aman a sus hijos y el mejor tratamiento les hacen”. Junto con Alonso del Castillo y Andrés Dorantes, a los que se unió muy pronto el negro Estebanico, fueron requeridos por los indios como sanadores y así, en la isla Malhado, donde había perecido víctima de un furioso golpe de mar el gobernador Pánfilo de Narváez, los cuatro únicos supervivientes lograron salvarse en gran medida, gracias a sus habilidades como chamanes y curanderos, con lo que llegaron a alcanzar fama mítica entre los indios. Ellos mismos quedaron asombrados ante el efecto curativo de sus pobres recursos médicos que Cabeza de Vaca refiere así: “La manera en que nosotros curamos era santiguándolos y soplarlos, y rezar un Pater noster y un Ave María, y rogar lo mejor que podíamos a Dios Nuestro Señor que les diese salud […]
Quiso Dios Nuestro Señor y su misericordia que todos aquellos por quien suplicamos, luego que los santiguamos decían a los otros que estaban sanos y buenos”.
Pero los amigos fueron separados nuevamente por sus captores. Tras un año más de cautiverio pasando de unas tribus a otras, Cabeza de Vaca terminó preso de los indios charenco en las montañas, después de una huida provocada por la dureza de la vida impuesta por sus anteriores captores. De nuevo cambió su oficio: convirtiese ahora en mercader de caracolas y conchas, objetos muy valiosos para los indios que les atribuían poderes mágicos, y gracias a este comercio vivió un tiempo de “casi” libertad trajinando en trueque diversos productos de unas tribus a otras, totalmente desnudo y sobreviviendo como podía a los peligros constantes de una naturaleza inclemente y las terribles hambrunas que asolaban la zona y diezmaban a las tribus indígenas y sus animales. Casi seis años sobrevivió milagrosamente de un cautiverio a otro hasta reencontrar entre los indios quevenes a su perdidos compañeros Castillo, Dorantes y Estebanico. El encuentro de los amigos debió ser, sin duda, emocionante. Cabeza de Vaca nos dice en este punto: “Ya que llegué cerca de donde tenían su aposento Andrés Donantes salió a ver quién era porque los indios le habían también dicho cómo venía un cristiano y cuando me vio fue muy espantado, porque ha mucho que me tenía por muerto y los indios así lo habían dicho. Dimos muchas gracias a Dios de vernos juntos, este día fue uno de los de mayor placer que en nuestros días habemos tenido”.
Una vez reunidos los cuatro, planificaron su huida cuidadosamente, pero por diversas razones fueron aplazándola durante más de un año. A juzgar por lo que dice Cabeza de Vaca, fue una de las épocas más terribles, en condiciones de cautiverio especialmente duras y azotados por espantosas hambrunas a las que sobrevivieron milagrosamente comiendo tunas y bebiendo su zumo. Los cuatro amigos fueron separados y reunidos alternativamente por sus captores, ya que las diversas tribus guerreaban entre ellas, distanciándose o reuniéndose de nuevo a tenor de sus disputas; esto significó un elemento de sufrimiento añadido para los cuatro amigos que veían cada alejamiento como una despedida definitiva. En uno de esos inesperados reencuentros, entre los indios camones, cerca de la costa, obtuvieron la confirmación de que eran los únicos supervivientes de la gran expedición, ya que entonces los camones les narraron cómo habían perecido ahogados los tripulantes del último bote, del que no habían tenido noticia alguna hasta ese momento.
Sabiéndose definitivamente solos, deciden no aplazar más su fuga, que llevaron a cabo finalmente. Huyeron a las tierras de los indios avavares, donde salvaron la vida nuevamente gracias a sus ya mencionadas habilidades para sanar. Así sobrevivieron durante ocho meses entre los avavares y su fama creció hasta un punto en que los indios los seguían por millares. Un episodio del que fue protagonista el propio Cabeza de Vaca “resucitando a un indio que parescía muerto” causa en los indios una admiración tal, mezclada de espanto, que en toda aquella tierra no se habló de otra cosa.
Durante ese tiempo, nuestros viajeros sobrevivieron en condiciones bastante soportables aunque siguieron pasando hambre y frío. Poco después las condiciones se fueron haciendo cada vez más penosas, cautivos ahora de los indios maliacones y arbadaos, para los que acarreaban leña, tejían esteras y hacían peines, arcos, flechas y redes para pescar. De todas las tareas, Cabeza de Vaca eligió la de raer cueros y ablandarlos, porque nos dice de forma muy expresiva: “La mayor prosperidad en que yo allí me vi era el día en que me daban a raer alguno, porque yo lo raía muy mucho y comía de aquellas raeduras y aquello me bastaba para dos o tres días”. No cabe reseña más sobria y expresiva de la situación extrema en que se hallaban.
Los cuatro amigos siguieron avanzando siempre hacia el oeste, cambiando su cautiverio de unas tribus a otras, intentando llegar así hasta la costa del Pacífico. Una vez y otra, Cabeza de Vaca exalta las virtudes sociales de los indios que encontraba, su valentía en el combate, sus fiestas y ritos, la agudeza de sus sentidos: “Ven y oyen más y tienen más agudo sentido que cuantos hombres hay en el mundo”, nos dice. Más adelante quiere dejar constancia de su extraordinaria capacidad para aguantar las inclemencias y la falta de alimentos. Rinde otra vez homenaje a sus enemigos con estas palabras: “San grandes sufridores de hambre y de sed y de frío, como aquellos que están más acostumbrados y hechos a ello que otros”.
En el capítulo XXV de su crónica, entre las muchísimas noticias curiosas que proporciona respecto a las diversas tribus de indios que hallaba, nos comenta dos costumbres que él dice son habituales entre muchos de ellos: el uso ritual del tabaco y la práctica de la homosexualidad masculina a la que ya hemos aludido anteriormente. Cabeza de Vaca afirma que daban cuanto tenían por el tabaco que mezclaban con otras yerbas para utilizarlo como alucinógeno en ceremonias religiosas o tribales. Descubrió también que lo fumaban en pipas adornadas con emblemas totémicos para cerrar tratados de paz o efectuar declaraciones de guerra.
La parte final del viaje, camino de la costa del Pacífico, se complicó de forma imprevista por un nuevo acontecimiento. Debido a sus virtudes curativas, una gran multitud de indios seguía a los cuatro hombres. Algunos de ellos los utilizaban como pretexto para saquear las aldeas a las que iban llegando como una especie de pago o extorsión a cambio del poder curativo de estos “hijos del sol”. Los cuatro amigos fueron incapaces de impedir esas extorsiones y abusos de unos indios contra otros, como lo fueron igualmente de escapara a tan interesada y maligna compañía. Más adelante encontraron cerros con abundancia de hierro y tuvieron noticia de sociedades ricas que, más al norte, conocían y practicaban la fundición de minerales. Llegó un momento en que, precedidos por su extraordinaria fama como sanadores, nuestros hombres se vieron rodeados por más de tres o cuatro mil indios a los cuales había que alimentar y dar de beber. Para ello tuvieron que organizar una compleja logística como si se tratara de un ejército.
Al fin abandonaron las tierras de indios nómadas y entraron en la pacífica tierra de los indios agricultores, donde conocieron la cultura del maíz. Atravesaron las provincias de Sonora y Sinaloa y convivieron con los pacíficos indios pueblo, tribus de elevada cultura y moralidad. La religión de éstos excluía los sacrificios humanos y la mayor parte de los ritos religiosos tenían por finalidad conjurar la lluvia, esencial para el mantenimiento de sus cultivos. Estos indios les dieron generosamente maíz en grano, harinas, calabazas y frijoles y les proporcionaron mantas de algodón para protegerse del frío. Allí tuvieron nuevamente noticia de las grandes riquezas existentes en la mar del Sur, al norte de las Californias; noticia que alimentó con renovada ilusión el mito de las ricas ciudades de Cibola. Aquellos indios, dice Cabeza de Vaca, “dábannos muchas cuentas y corales que hay en la mar del sur, muchas turquesas muy buenas que tienen hacia el norte; y finalmente dieron aquí todo cuanto tenían y a mí me dieron cinco esmeraldas hechas puntas de flecha […] y pareciéndome a mí que eran buenas les pregunté que dónde las habían traído y dijeron que las traían de unas sierras muy altas que están hacia el norte […] donde había pueblos de muchas gente y casas muy grandes”.
En este punto situó Cabeza de Vaca la entrada hacia los ricos reinos del norte y, porque sus habitantes tenían la costumbre de comer el corazón de los venados para cobrar su coraje, llamó a este pueblo “de los corazones”, y en él situó para futuros exploradores la única entrada posible hacia la ruta del norte, la mítica Cibola, y avisaba Cabeza de Vaca: “Si los que la fuesen a buscar por aquí no entraren, se perderán porque la costa no tiene maíz”.
Estaba muy próximo por entonces el fin de la gran aventura: Castillo descubrió que un indio llevaba al cuello lo que reconoció como una hebilleta de talabarte de espada, e interrogado el indio, éste les contó que tal colgante procedía “de unos hombres que traían barbas como nosotros que habían venido del cielo y llegado a aquel río y que traían caballos y lanzas y espadas”.
A partir de ese momento avanzaron siempre en la dirección que los indios les mostraban y pronto encontraron muestras evidentes del enfrentamiento con los cristianos: pueblos quemados, campos arrasados y sin cultivar, hambre y miedo. Otra vez los indios huidos y refugiados en las montañas los acogieron y, lejos de represalias, compartieron con ellos sus alimentos. Cabeza de Vaca, impresionado, observa: “Por donde claramente se ve que estas gentes todas para ser atraídas a ser cristianas y a la obediencia de la imperial magestad, han de ser llevados con buen tratamiento, y que éste es camino muy cierto y no otro”. Crítica encubierta a la evidencia de represalias y gran destrucción de cultivos y poblados que habían contemplado días antes.
El primero que encontró al fin a los cristianos a caballo anunciados por los indios fue Cabeza de Vaca. El aspecto de éste debía de ser tan espantoso que, como ya dijimos, lo miraban atónitos sin acertar a preguntarle nada. Al fin lo llevaron ante el capitán Diego de Alcaraz, al que narró su interminable aventura y al que pidió “testimonio” fechado de su encuentro. Los indios acudieron de nuevo en ayuda de nuestros exploradores; por ellos supieron los cristianos, nos dice Cabeza de Vaca, “la mucha autoridad y dominio que por todas aquellas tierras habíamos traído y tenido, y las maravillas que habíamos hecho y los enfermos que habíamos curado”. Los muchos indios que los habían acompañado se negaban a dejarlos, no los identificaban como cristianos y les pidieron que regresaran con ellos. Al fin los españoles los convencieron de que volvieran a sus tierras a reemprender su vida y cultivar sus campos. Les aseguraron que ellos serían sus valedores para que cesaran las hostilidades con los cristianos.
Es en ese lugar, en San Miguel, donde se produce el primer y único alegato “misionero” de Cabeza de Vaca, quien en un párrafo de exaltado celo evangelizador y dirigido al emperador Carlos V, dice:”Dios nuestro señor, por su infinita misericordia quiera que en los días de Vuestra Magestad y debajo de vuestro poder y señoría, estas gentes vengan a ser verdaderamente y con entera voluntad sujetas al verdadero Señor que las creó y redimió, lo cual tenemos por cierto que así será y que Vuestra Magestad ha de ser el que lo ha de poner en efecto”. E inmediatamente afirma: “No sería tan difícil de hacer porque dos mil leguas que anduvimos por tierra y por la mar en las barcas y otros diez meses que después de salir cautivos, sin parar anduvimos por la tierra no hallamos sacrificios ni idolatría”, con lo que manifiesta de nuevo simpatía hacia los indios.
La aventura interminable llegaba a su fin. Bordeando la costa de la Baja California, alcanzaron Compostela y de allí pasaron a México, donde fueron recibidos por el propio virrey con “fiestas y juegos de cañas y toros”. Andrés Dorantes y Cabeza de Vaca decidieron regresar a España. Embarcaron en Veracruz y llegaron a Lisboa el 9 de agosto del año 1537, tras un viaje lleno de vicisitudes en el que, entre otras cosas, estuvieron a punto de naufragar nuevamente por una tormenta en la isla Bermuda.
Los naufragios de Cabeza de Vaca y sus vibrantes descripciones de tierras y hombres inspiraron diversas expediciones al norte de la Nueva Galicia, que dieron lugar a la exploración de las provincias de Arizona, Nuevo México, Kansas y Colorado. Cabeza de Vaca escribió su libro entre 1537 y 1540, poco tiempo después de su regreso a España. Otra relación, dirigida a la Real Audiencia del Consejo de Indias fue utilizada por Fernández de Oviedo para su Historia general. Se conservan, que yo sepa, dos manuscritos originales del siglo XVI de Los naufragios, uno es el códice 5620 de la Biblioteca Nacional de Viena; otro el manuscrito Patronato 20, nf 5, ramo 3 que se conserva en el Archivo General de Indias, en Sevilla. Parece que este último manuscrito perteneció a Alonso de Santa Cruz y a su muerte pasó al Consejo de Indias. Respecto al conservado en Viena, parece que llegó a la corte imperial de Viena a mediados del siglo XVI, y no es el único documento importante relativo a América que conserva la Biblioteca Imperial, pues custodia también las Cartas de la conquista de Hernán Cortés al emperador (codex S.N. 1.600). Cómo llegaron a Viena estos documentos valiosísimos, que sin duda estuvieron en un principio en el Consejo de Indias o en la Casa de la Contratación es un misterio al que no parece ajena la voluntad del emperador.
Los naufragios, de Cabeza de Vaca, llamó muy pronto la atención de los europeos, tanto que tras la primera edición realizada conjuntamente con sus Comentarios en Valladolid en 1555, se tradujo al italiano y fue publicada por Ramusio en su famosa colección de viajes. En 1571 se publicó en Londres la edición inglesa. La francesa, en cambio, no vio la luz hasta muchos años más tarde, en París y en 1837.
Muchos son los valores que tiene esta espléndida crónica, una de las más importantes, sin duda, para el conocimiento de la América septentrional y sus habitantes. Su autor nos narra en ella nueve años intensos de la vida más aventurera que quepa imaginar. Un viaje de pura exploración en época de conquista, realizado por un hombre que reconoce en los indios a sus semejantes, aunque diversos. Un hombre fascinado por la naturaleza americana y que describe los acontecimientos singulares que le tocó vivir con una prosa tan expresiva que nos traslada a las tierras de su peripecia con un realismo que hoy calificamos de “cinematográfico”. Un héroe moderno que, desnudo y errante, no conservó sino un orgullo: el de ser “hombre”. La epopeya de Cabeza de Vaca es la epopeya universal del hombre enfrentado a la incertidumbre de la vida y salvado por la fuerza de su espíritu colosal.