Aguas negras como una pesadilla

Fidel Molinero

Los lugares de exploración del hombre, en la medida que la corteza del planeta se ha ido conociendo prácticamente en su totalidad, han ido derivando hacia rincones menos accesibles, como el espacio extraterrestre y los fondos marinos. Para explorar esos ambientes hostiles, son necesarios unos medios sólo al alcance de algunos gobiernos, y son limitadísimas las personas que pueden protagonizar esas búsquedas. Sin embargo, existe una zona poco conocida en la superficie terrestre y a la que no se le presta excesiva atención: es el subsuelo, el casi desconocido mundo subterráneo.

LAS CONDICIONES

Las condiciones más frecuentes que se dan en este tipo de exploración son: oscuridad absoluta; turbidez de las aguas (especialmente al regreso); grandes presiones (relacionadas con la profundidad); presencia de un techo, que impide emerger rápidamente; distancia desde el punto de penetración; baja temperatura de las aguas; aire limitado para la supervivencia; sensación de confinamiento; presión psicológica, por la necesidad de controlar múltiples y variados factores (consumo de aire, profundidad, tiempo, itinerario, visibilidad, ubicación del compañero, nuestra propia situación, etc.); inicio de la exploración después de un importante desgaste físico, y posterior regreso.
Aunque parece evidente, cuando se inicia una exploración buceando en una cavidad, la existencia de un techo imposibilita el escape rápido ante cualquier emergencia, como en principio puede realizarse en aguas abiertas, y, salvo raras excepciones, que nos posibilitan comunicar con otras entradas, es necesario regresar por el mismo itinerario por el que accedimos.

A la hora de evaluar la dificultad de una inmersión, un factor determinante es la profundidad a la que nos moveremos. Hay que tener en cuenta que cada diez metros de columna de agua (profundidad) supone una atmósfera adicional de presión. Como el aire inhalado se respira a la presión ambiente correspondiente a la profundidad que nos encontremos, a medida que nos sumerjamos la situación irá cambiando. Así, por cada litro de aire que consumamos en superficie, consumiremos dos litros a diez metros de profundidad, tres a veinte metros, y así sucesivamente. Por lo tanto, con una misma cantidad de aire, podremos efectuar proporcionalmente un menor recorrido en función de la profundidad; aunque se dan otras variables a la hora de determinar este consumo, que se controla por medio de un manómetro de presión.

Existe una norma de oro en el espeleobuceo para el tema del consumo, y es la denominada «regla de los tercios»: sólo podremos utilizar 1/3 del aire disponible para el avance, 1/3 para el regreso y reservaremos 1/3 para emergencias. Ésta es una norma de mínimos y se hace sumamente estricta en el caso de sifones con gran turbidez, o penetraciones en túneles a favor de la corriente, donde es prudente regresar cuando hayamos agotado un cuarto del aire disponible, dado que el tiempo de regreso puede exceder bastante al del avance.

A pesar de la creencia popular bastante generalizada de que las mal llamadas «bombonas» (se conocen como botellas los recipientes de almacenamiento del fluido respiratorio) contienen oxígeno, generalmente lo que se respira bajo el agua es aire normal comprimido. Este aire posibilita inmersiones de hasta sesenta a setenta metros de profundidad, siempre que a esas cotas se permanezca un breve período de tiempo. Pero a partir de los cuarenta metros de profundidad, el nitrógeno contenido en el aire puede provocar efectos narcóticos, la conocida «borrachera de las profundidades», lo que puede comprometer seriamente la seguridad.

Como he indicado anteriormente, el aire, o la mezcla respiratoria utilizada durante la inmersión, se inhala a la presión ambiente en que nos encontremos, disolviéndose en la sangre y pasando a las células de los tejidos de nuestro organismo. Cuando regresemos a la superficie, estaremos sobresaturados; es decir, tendremos disueltos más gases que los permitidos para la presión atmosférica corriente. Si el tamaño alcanzado por las burbujas es grande, se producen efectos fisiológicos nocivos: taponamiento de arterias, presión sobre los tejidos –que pueden llegar a producir desgarros– y activación del sistema inmunológico. Todos estos efectos son la causa del cuadro patológico de la enfermedad «descompresiva», y dan origen a una gran diversidad de dolencias, desde efectos imperceptibles, hasta parálisis o muerte súbita. Para evitarlos, es necesario realizar una serie de paradas a diferentes profundidades antes de emerger y eliminar este exceso de burbujas, equilibrando su tamaño a la presión normal. Esas paradas se realizan en función de la máxima profundidad alcanzada y el tiempo de permanencia; con este fin disponemos de unas tablas específicas que permiten determinar el tiempo que debemos detenernos en cada cota. Actualmente se utilizan computadores de buceo que efectúan con ventaja estos cálculos.

Otro factor importantísimo es la accesibilidad. Cuando se trata de manantiales que vierten sus aguas al exterior, el transporte del voluminoso y pesado material que es necesario para la exploración puede resultar relativamente fácil: desde situarnos al borde del manantial a pie de coche, a tener que realizar cortas o largas caminatas con el equipo a nuestra espalda, con o sin ayuda de animales de carga. El traslado se complica en la medida en que las distancias y las profundidades son más grandes, debido a que el volumen de la compleja parafernalia necesaria para nuestra actividad aumenta progresivamente. Si, además, nos topamos con una zona aérea (sin agua), por la que se accede a una nueva área anegada, tendremos que transportar el material necesario a través del sifón y, posteriormente, cargarlo en la zona libre de agua, instalar cuerdas en las zonas peligrosas y así sucesivamente.

Cuando la zona inundada que pretendemos explorar se encuentra en el interior de una cavidad, a veces a varios kilómetros de la entrada y cientos de metros de profundidad, donde tenemos que salvar pozos verticales, descendiendo por cuerda, pasos angostos, meandros y caminos tortuosos entre bloques de piedra, barro, etc., transportando la pesada y delicada carga, es fundamental, además, poder contar con el apoyo de un numeroso y abnegado equipo de expertos y sufridos espeleólogos que porteen el equipo, por lo que la exploración puede complicarse y dificultarse hasta extremos inimaginables.

Existen otras muchas variables dignas de mención, como la temperatura del agua, el tamaño de la galería y, fundamentalmente, la visibilidad. No siempre las aguas donde buceamos son cristalinas. Con mucha frecuencia suelen estar disueltos sedimentos, o bien los provocamos nosotros a nuestro paso o con nuestras burbujas. Esta situación puede tener especial importancia a la hora de regresar, dándose el caso de tener que hacerlo prácticamente a ciegas, lo que puede comprometer seriamente nuestra seguridad. Para paliar esta dificultad, o la posible desorientación dentro de la cavidad, es imperativo la utilización siempre de un cordel guía convenientemente marcado, que nos conduzca hacia la salida.

Es fundamental llevar duplicados determinados elementos como linternas y reguladores (aparatos que reducen la presión del aire en la botella a la del ambiente y nos permiten respirar, generalmente por la boca), por si se produce algún fallo.

Al contrario que en el alpinismo u otras actividades, en las cuales conocemos de antemano cuál es nuestra meta (una cumbre, un recorrido, una pared determinada, etc.), en el espeleobuceo desconocemos casi siempre dónde puede estar el final. Vamos consiguiendo metas parciales, y muchas exploraciones se demoran años, en la medida que aumentan los problemas, sucediéndose en la exploración diversas generaciones de espeleobuceadores, conforme las dificultades limitan la capacidad técnica, material o humana del momento. De hecho, en una buena parte de los grandes sistemas de cavidades inundadas no se ha conseguido llegar al final, se desconoce dónde está éste y cuándo se alcanzará.

SISTEMA DE POZALAGUA (BURGOS Y ÁLAVA): Comunicación de la Cueva Perilde de Llorengoz con la Goba Haundi (o Cueva Grande) de Tertanga

Uno de los grandes atractivos que tiene la espeleología, parejo al de la exploración, es la posibilidad de unir sistemas de cavidades que, aparentemente, son diferentes por tener bocas de acceso en distintos lugares. Una de las pistas que nos puede inducir a considerar su posible relación, aparte de la relativa proximidad, es la topografía. Otra es el trazado de los torrentes, mediante la adición a las aguas de fluoresceína u otro colorante, y su detección en puntos distantes. Una tercera puede ser encontrar, en algún lugar poco accesible de la cueva, algún objeto que no haya podido llegar allí de forma normal por el camino que nosotros hemos recorrido.

Pero el hecho de que una o varias cavidades formen parte de un mismo sistema no quiere decir que podamos acceder de una a otra y comunicarlas. El aire y el agua se abren paso por lugares para nosotros inaccesibles. A veces hay que buscar en los posibles recovecos, o incluso picar. Más excepcional es efectuar esta comunicación a través de sifones.

La Goba Haundi es una gran cavidad al pie del pico del Fraile, en la sierra de Orduña (Álava) y su existencia es conocida desde tiempos inmemoriales por los lugareños. Las primeras exploraciones espeleológicas datan del año 1961 y fueron llevadas a cabo por el Grupo Espeleológico Alavés, de Vitoria, que en esa época topografió 3.100 metros de galería. La cueva permanece ignorada durante 25 años, hasta que, en 1986, el G. E. Edelweiss (Burgos) reemprende la exploración, encontrando la continuación a través de un paso bajo lateral, generalmente inundado. La exploración continúa durante el año 1987, alcanzándose los 7.500 metros de topografía. Ese mismo año, y en una zona donde se cruzan dos ríos, a 3.800 metros de la entrada, aparece, a 15 metros de altura, el cadáver de una oveja, lo que indica que ha sido transportada hasta allí por una riada, y hace sospechar la existencia de otra cavidad superior, con tamaño suficiente como para poder pasar una persona y comunicar ambas cavidades.

En el año 1978, en el área de Llorengoz (Burgos), es explorada, por este mismo grupo burgalés, una cueva denominada Perilde, que se da por terminada en una zona en la cual el agua queda embalsada tras unas barreras de roca. Al fondo se insinúa un pequeño pasaje completamente inundado.

La idea de la unión surgió, como otras veces ocurre, después de una exploración conjunta con los amigos del G. E. Edelweiss, en el verano de 1988. Durante la típica charla de bar, donde se hacen mil conjeturas relacionadas con nuestra actividad, se llegó al acuerdo de intentar el buceo de los «gours» (estanques) finales de Cueva Perilde.

La primera parte del plan es reconocer la posible zona a la que supuestamente accederíamos tras el buceo. Así, penetrando por Goba Haundi, el acceso hasta este punto está salpicado de obstáculos, meandros resbaladizos, lagos, resaltes, etc., por lo que es necesario ser un experimentado espeleólogo para llegar hasta el punto en torno al cual estaría situada la posible conexión. Podría tratarse de uno de los «gours» existentes en la zona del río aguas arriba de la cueva, por lo que empleamos un primer fin de semana para conocer el lugar.

Posteriormente, acordamos otra fecha para iniciar el buceo. Escogimos y preparamos el material de inmersión para transportarlo por Cueva Perilde de acuerdo con las explicaciones que nos habían dado nuestros compañeros del G. E. Edelweiss, quienes serían los sufridos porteadores del mismo, a través de una cueva que, si bien presenta algunos obstáculos, tiene un recorrido mucho más corto que la Goba Haundi.

Iniciamos el recorrido por la cavidad hasta acceder a las inmediaciones de la zona sifonada. Al llegar a este punto, y como en otras ocasiones nos había ocurrido (pero no escarmentamos), comprobamos que la visión del espeleólogo no buceador a la hora de valorar los obstáculos es muy diferente a la del que tiene que bucear.

El acceso final al pequeño lago sifonado, por el que tendríamos que sumergirnos, consistía en un bajísimo y –para este propósito– largo «laminador» (pasaje extremadamente bajo), que sólo te permitía pasar a rastras hasta el borde del agua, con escasísimo espacio entre suelo y techo. Las botellas de buceo que habíamos transportado hasta allí eran inadecuadas, debido a su excesivo volumen. En el lugar donde tendríamos que realizar el montaje de los aparatos apenas podían estar dos personas tumbadas. Casi no disponíamos de sitio para la preparación del material de buceo.

Después de todo el montaje, se hacía duro dejarlo todo y regresar en otra ocasión con material más adecuado. De modo que, después de darle vueltas al asunto y para aprovechar el viaje, propuse a mis compañeros entrar yo solo en el lago, a fin de reconocer el sifón, y evitarnos la mitad de la «movida». En esa época el adentrarse en cuevas en solitario era un tema tabú entre los pocos practicantes del espeleobuceo. Se trataba de algo absolutamente prohibido y ninguno de nosotros lo había hecho antes, por lo que tuve que vencer la lógica resistencia de mis compañeros para bucear en esas condiciones, aunque finalmente accedieron.

La estrategia consistía en equiparme con el traje de neopreno antes de penetrar en el laminador y, al llegar al agua, introducirme en la pileta para no ocupar espacio. A continuación entraría otro compañero buceador, a quien el resto acercaría los sacos con el material, para, entre los dos, ensamblar los diferentes elementos y proceder a bucear.

El ambiente al fondo del laminador era absolutamente claustrofóbico. El poco espacio del suelo al techo apenas te dejaba mover unos centímetros la cabeza. El aire se enrarecía por momentos a medida que nuestros cuerpos y alientos desprendían vaho y la llama de nuestras luces de carburo se adueñaba del oxígeno del aire, creando un ambiente nebuloso y casi irrespirable.

Una vez equipado con todos los elementos de buceo, me sumerjo. Por fin me libero de la angustia del entorno enrarecido. El aire fresco y seco, procedente de la botella, llega a mi boca desde el regulador y me reconforta. Una fuerte emoción recorre mi cuerpo a medida que avanzo por el túnel. Mientras mis linternas me abren paso en la oscuridad, voy tendiendo el cordel guía que me permitirá orientarme en el regreso a través de las aguas enturbiadas a mi paso.
Tras un corto recorrido, contemplo sobre mi cabeza el característico espejo, formado en la superficie del agua, señal inequívoca de que por encima de nuevo hay aire. Finalmente, emerjo. La luz de mis lámparas rompe el protagonismo de la oscuridad, dueña absoluta de todo durante miles de años.

He accedido a una amplia sala, que procedo a reconocer, la cual en nada se parece al sitio visitado semanas atrás en Goba Haundi. El recinto no parece tener galerías que le den continuidad. Tras descender por una colada, descubro un nuevo estanque sifonado, única posibilidad de que haya una continuación. Pienso en la posibilidad de proseguir la exploración; pero eso no era lo acordado con mis compañeros y, por experiencia, sé que el que está esperando al otro lado permanece angustiado hasta nuestro regreso. Por ello, más prudente es retornar y comunicar el hallazgo.

De nuevo preparamos otro intento; pero, esta vez con el conocimiento del terreno en el cual nos moveremos, preparamos un equipo con botellas más pequeñas y apto para bucear en pareja. Siguiendo la estrategia anterior, mi compañero y yo cruzamos el primer sifón.

Con todo el equipo de buceo a nuestras espaldas, descendemos por la empinada colada que da acceso al siguiente lago y, tras anclar el cordel guía en un sitio adecuado, iniciamos la exploración del siguiente. Las aguas están un poco turbias y la visibilidad es escasa. Primeramente, la galería gira a la derecha, donde aprovechamos para fraccionar1 el cordel y, posteriormente, a la izquierda, donde realizamos la misma maniobra. Unos metros más adelante, emergemos en una amplia «badina». Tras despojarnos de gafas y casco, comprobamos que hemos salido en lo alto de una gran diaclasa (fractura en la roca de paredes verticales), colgados a unos veinte metros de altura de lo que parece ser una gran galería, y sin posibilidad de descender, pues sería necesario la utilización de cuerdas y aparatos para ese fin. La emoción nos invade; tenemos casi la certeza de que hemos conectado ambos sistemas. Es la primera vez que conseguimos algo así buceando sifones, si bien hemos aparecido en una zona no prevista. Para marcar el lugar, y con el fin de que pueda ser localizado desde el conducto inferior, se nos ocurre atar una piedra al sobrante del cordel guía y descenderla hasta la base de la galería, quedando como testigo de la conexión para cuando se acceda por Goba Haundi.

Unas semanas después, un equipo del G. E. Edelweiss penetra por Goba Haundi a la búsqueda del testigo. Al encontrarlo, inician una escalada hasta la base del «gour» donde comienzan a picar para bajar su nivel. Una vez conseguido, continúan hasta el siguiente. Llevan horas empapados y sin descanso. El último estanque se resiste a rebajar su nivel. Finalmente, en la madrugada del 25 de septiembre de 1988, y tras veinte horas y media de trabajo continuado, los espeleólogos burgaleses salen por Cueva Perilde, consiguiendo una nueva travesía de 4.500 metros de recorrido y 175 metros de desnivel. Un año más tarde, concluyen la exploración del sistema, que alcanza un desarrollo total de 13.036 m.

LA FUENTONA DE MURIEL (SORIA): Ataque al segundo sifón

Al oeste de la sierra de Cabrejas, enclavado al fondo de un pintoresco valle, cercano al pueblo de Muriel, se encuentra una fuente cárstica de excepcional belleza: el manantial de La Fuentona. Sus frías aguas surgen, tranquilas, de un hermoso estanque casi circular. Reunidas en un cauce sinuoso y poco profundo, serpentean entre paredes calizas y pedreras empinadas, colonizadas por sabinas y pinos, dando origen al río Avioncillo, el cual, tras pocos kilómetros de recorrido, acaba cediendo sus aguas al río Cabrejas.

Las primeras exploraciones se remontan al año 1977, cuando espeleobuceadores del G. E. Standard, de Madrid, iniciaban sus primeras incursiones en una época en la cual esta actividad era incipiente en España. Durante varios años se suceden las inmersiones de exploración de este primer sifón, alcanzando la cota de -54 m, en una zona denominada «La Sala». Es una profundidad muy respetable, que limita en cierta manera la continuación. La escasa iluminación de la que se dispone, las breves estancias en las que se puede permanecer a esa profundidad, por el consumo de aire, y las largas descompresiones necesarias para emerger, además de unas aguas gélidas y un precario material, dilatan en el tiempo el hallazgo de una continuación. En el año 1984 se descubre una galería de grandes dimensiones, que parte del extremo opuesto por el que accedemos a La Sala y asciende hasta conducirnos a una inmensa cavidad.

El itinerario se inicia una vez sumergidos en la laguna de La Fuentona. Descendemos por una fuerte rampa en forma de embudo. El «sifón» propiamente dicho comienza a nueve metros de profundidad, en una hendidura de la pared donde existe un gran bloque de roca, ideal para anclar el cordel guía. La cavidad se desarrolla a través de una gran diaclasa y progresa entre enormes bloques caídos de un techo plano, hasta alcanzar los 18 m de profundidad, con una anchura de entre 10 y 15 m.

En este punto, la galería se desfonda unos diez metros y una repisa lateral, situada a la derecha, en el sentido del descenso, nos permite continuar próximos al techo (para reducir el consumo de aire), hasta alcanzar la cota de los -30 m. A través de un pequeño escalón de bloques, nos situamos en los cuarenta metros de profundidad. Una corta galería, de techo bajo, abovedado, y suelo de cantos rodados, nos coloca en La Sala, a -50 m. Es un lugar impresionante, con inmensos bloques caídos del techo, y una altura de más de quince metros. Atravesamos estas rocas para alcanzar la zona más profunda del sifón, a -54 m. A partir de este punto, una rampa ascendente nos sitúa a -35 m, lugar donde la galería se hace prácticamente vertical. Poco a poco perdemos profundidad, hasta acceder a la gran cueva situada al otro lado del sifón.

La galería «aérea» está ocupada por un amontonamiento caótico de bloques, debajo de los cuales fluye el agua, y presenta un techo plano. Pronto se llega a una rampa de fuerte inclinación, de una treintena de metros. Una vez situados en lo alto de la rampa, la galería principal continúa ascendiendo, hasta finalizar en una zona arcillosa. Un pequeño pozo, de unos diez metros, nos trae el fuerte rumor de un torrente. Es necesario utilizar escalas y cuerdas para superarlo. El pozo está excavado en roca blanca, limpia y pulida, con multitud de concavidades o «golpes de gubia». Mediante un pasamano de cuerda, accedemos a un pasaje, por cuya margen derecha circula el río. Una vez superado el primer lago, y «cortocircuitando» por galerías laterales un pequeño sifón, accedemos a un último lago, que será el comienzo del segundo sifón de La Fuentona.

Por diversas circunstancias, entre las que no es ajena la dificultad de situar el material de buceo al pie del segundo sifón, teniendo que transportarlo a través del primero sin la ayuda de otros compañeros, la exploración permaneció interrumpida en este punto durante varios años.

A finales de 1988, decidimos intentar el buceo del segundo sifón. Para ello realizamos varias inmersiones preparatorias a la cueva. Lo primero era situar en el otro extremo del sifón una determinada cantidad de material que nos permitiera la estancia en la cueva. Así, transportamos carburo y carbureros para poder iluminarnos, herramientas y repuestos para el material de buceo (por si teníamos alguna avería), gafas de buceo, comida, botas, etc. En un nuevo reconocimiento, comprobamos que las cuerdas y escalas, instaladas años atrás, estaban literalmente destrozadas por la furia del agua, lo que nos indicaba que el pozo servía de rebosadero en épocas de crecida. Por esa razón tuvimos que transportar material y rehacer la instalación de acceso al segundo sifón. Por último, realizamos una topografía lo más exacta posible de la cueva.

Quedaba el asunto definitivo: acarrear el equipo de buceo a través del primer sifón y, posteriormente, en la cueva. Para este cometido estábamos, exclusivamente, tres personas, y, con suerte, una de apoyo en el exterior. Salvo su ubicación, desconocíamos absolutamente las posibilidades de este segundo sifón, así como si era penetrable. Tampoco teníamos claro si realmente comenzaba en el pequeño lago que habíamos determinado, o si podía hacerlo en otra de las pozas existentes en las inmediaciones. Teniendo en cuenta todo ello, planteé a mis compañeros de buceo la alternativa de transportar, para esa primera inmersión, el material para un solo buceador. Esa punta nos permitiría determinar las necesidades para próximas exploraciones. La contingencia no les hacía mucha gracia, pero nuestra debilidad numérica era evidente; finalmente, tuvieron que acceder como posibilidad más eficaz.

Transportamos por el primer sifón las pequeñas botellas con las que iniciaríamos la exploración y, una vez en la cueva, aprovechamos los elementos necesarios para llegar hasta allí y reutilizarlos en el segundo sifón, llevando en sacos de espeleología el resto del equipo (reguladores, linternas, aletas, gafas, plomos, etc.). En nuestro afán de reducir al mínimo el material, aprovechábamos los cascos de espeleología, con instalación de acetileno, dotándolos de un sistema de gomas para fijar las linternas…
La carga de este material complica sobremanera el avance a través de galerías y pozos… Embutidos en los trajes de neopreno, atravesamos varios lagos en los que nuestros cuerpos sudorosos encuentran un alivio momentáneo. Ante nosotros, atrayente y desafiante, aparece el segundo sifón. Con excitación contenida mis dos compañeros me ayudan a equiparme para aventurarme en lo desconocido.

Por fin me sumerjo. Frente a mis ojos aparece un túnel de excepcional belleza y aguas cristalinas, como pocas veces había visto antes. Este segundo sifón es una amplia galería de unos cinco metros de alto por unos ocho de lado, que desciende fuertemente en un plano de unos 25º de inclinación. Poco a poco, voy soltando hilo del carrete de cordel, fraccionando en algún punto y controlando el consumo de aire, puesto que las diminutas botellas de las que dispongo (2×4 litros) no me permiten muchas alegrías. Ensimismado por el espectáculo, alcanzo la profundidad de 18,5 metros, punto en el que decido retroceder y comunicar el hallazgo a mis compañeros que, impacientes y nerviosos, esperan mi regreso.

Con alegría desbordante por haber roto el misterio, planificamos un segundo ataque, esta vez en pareja. La impresión de mi primera inmersión es que este sifón te atrae como hipnotizado hacia sus entrañas, por lo que, para evitar tentaciones peligrosas, limité los metros de cordel para exploración, dado que las botellas con las que bucearíamos serían las mismas. En esta segunda punta alcanzaríamos 34 m de profundidad y 100 m de recorrido. Viendo que el sifón continuaba, en un plano aún más inclinado, atamos el extremo del cordel en un saliente rocoso, junto con una placa plástica indicando la fecha: «4 de diciembre de 1988». Ésa sería la prueba de nuestra presencia. Habíamos llegado al límite de nuestras posibilidades en esos momentos y se abría el reto a nuevas exploraciones.
Actualmente, nuevas generaciones de espeleobuceadores han continuado la exploración, alcanzando los -100 m de profundidad y 250 m de recorrido. El túnel continúa descendiendo, y se está lejos de alcanzar el final.

MANANTIAL DE LAS BUITRERAS (EL COLMENAR, MÁLAGA): Continuación de la exploración

Descubierta en el verano de 1991 por el G. E. S. de Ubrique, esta surgencia está enclavada en la salida natural de la Angostura del Río Guadiaro, cañón de singular belleza, horadado por las aguas. Se abre en el fondo de una amplia charca (el punto exacto está marcado por una placa metálica), por donde discurre dicho río, a unos kilómetros de la población de El Colmenar (o Estación de Gaucín) Málaga.
La mencionada charca siempre había llamado la atención de nuestros amigos, dado que en las épocas de estiaje, cuando el río aguas arriba no era más que un pequeño arroyo, entre profundas «badinas», esta charca no sólo mantenía el nivel, sino que hacia la mitad se tornaba más fría y limpia y, aguas abajo, el caudal se recuperaba. Incluso en invierno, con un aporte hídrico muy superior, se notaba la presencia de una importante contribución suplementaria.

Ante la evidencia de tales indicios, un equipo de espeleólogos que también eran buceadores, el G. E. S. de Ubrique, decidió efectuar una prospección del fondo de la charca, hasta que localizaron una grieta de forma almendrada que permitía el acceso a una supuesta cueva por la que surgía el caudal adicional. Con una sola linterna, se adentraron en el interior de la galería que desciende en un plano de unos 30º, hasta alcanzar la profundidad de -12 metros, punto donde todavía llegaba algo de luz del exterior y donde el sedimento comenzó a enturbiar el agua. Prudentemente, decidieron regresar y comunicar el hallazgo a sus compañeros.

Tras varios intentos no consiguieron pasar de los -15 metros, por lo que, en el verano de 1992, decidieron ponerse en contacto con gente más experimentada y que contara con material adecuado para garantizar unos mínimos de seguridad. Así, hablaron con los viejos amigos de la S. E. de la Casa de la Juventud de Alcobendas, quienes, en una primera inmersión, llegaron a los -26 metros. En otra, un equipo mixto alcanzó los 36 metros de profundidad. La visibilidad del sifón era bastante deficiente, debido a la materia orgánica en suspensión y a que se removía el lecho arenoso del suelo, por lo que se hicieron diversas conjeturas acerca de su continuación y origen. Lo que sí parecía evidente es que se trataba de una surgencia de envergadura, si bien dadas las dificultades técnicas que planteaba, su continuación quedaba detenida en ese punto.

En la primavera de 1994, con motivo de una salida al mar y por pura casualidad, los colegas del G. E. S. de Ubrique contactaron con nosotros y nos relataron la historia del sifón y su posible continuación. El tema me pareció absolutamente interesante y, finalmente, concretamos el 13 de mayo para efectuar la primera inmersión.

Como la distancia entre el pueblo de El Colmenar y la surgencia de Buitreras es considerable para tener que portear el material de buceo, decidimos que los compañeros de Ubrique se encargarían de contratar un arriero para transportarlo con mulos. No obstante, y por si esto fallaba, decidimos llevar un equipo que nos posibilitara superar la cota alcanzada en el 92 y que, a su vez, se pudiera trasportar a la espalda andando. Escogimos, así, los «bibotellas» de 6 litros a 300 atmósferas, los cuales cumplían perfectamente ambos requisitos, teniendo en cuenta que esta inmersión nos la planteábamos como de reconocimiento.

Puntualmente, a las 10 de la mañana, se presenta el arriero; cargamos todos los bártulos de buceo en los sufridos animales, que habitualmente se dedican al transporte de corcho; y con las manos en los bolsillos emprendemos la marcha rumbo al sifón.

Tras la consabida ceremonia de preparativos y equipamiento, nos sumergimos en la pileta hasta localizar el acceso a la cavidad. Tal y como nos habían indicado, la visibilidad es reducida, y, aunque buceamos con técnicas de aleteo que evitan remover el sedimento del fondo, no alcanzamos a ver más allá de tres o cuatro metros. Poco a poco, vamos instalando nuestro cordel, fraccionándolo convenientemente y retirando el que había sido colocado en inmersiones anteriores, dado que estaba suelto y enredado, y esto podía suponer un peligro. Descendemos por una relativamente ancha galería, que mantiene casi constante su plano de inclinación, hasta alcanzar la cota -40 m. En ese lugar fraccionamos el cordel, dejamos el carrete, que todavía contiene bastante hilo, y decidimos regresar.

A la salida contamos las incidencias de la exploración a nuestros compañeros de Ubrique y les explicamos que, dada la profundidad que toma el sifón, vamos a necesitar botellas de buceo de más capacidad para proseguir. De hecho, y dada la gran turbidez de las aguas, no tenemos nada claro las características de la continuación.

Acordamos un nuevo encuentro el 3 de junio y retornamos a El Colmenar con los monumentales «bibotellas» de 2×15 litros, sobrecargados a 250 atmósferas. Afortunadamente, seguimos contando con el arriero y sus mulos, por lo que el transporte del material no significó mayor problema.

Nuevamente, procedemos a equiparnos y efectuamos las comprobaciones de rigor. Sin pérdida de tiempo, descendemos hasta el punto de la última punta y, recogiendo el carrete de cordel guía, continuamos la exploración del sifón por donde adivinamos debe ser su sección más amplia, introduciéndonos en una galería descendente de sección lenticular, de 1,5 m de alto por 4 m de ancho, aunque impenetrable a ambos lados con nuestros equipos…

Poco a poco voy descendiendo, mientras mi carrete va soltando el hilo guía. No encuentro lugar donde fraccionar, y temo que éste se inserte en las estrecheces laterales. Al disponer de tan poco espacio entre suelo y techo, me es imposible evitar la extrema turbidez que se levanta con mi aleteo. Me paro momentáneamente y consulto en mi computador la profundidad: -51 m. Pero una ausencia me alerta y cruzan sobre mi mente todo tipo de conjeturas. De pronto estoy solo, e ignoro el motivo por el que mi colega no me sigue; sólo me tranquiliza el hecho de que, a través del cordel, no he recibido ninguna comunicación de emergencia, mediante un código de tironcitos que tenemos establecido. Prosigo, pues, la exploración.

Las condiciones de estrechez y turbidez se acentúan con la profundidad y, finalmente, en la cota -62 m, decido poner fin a la exploración (aunque el sifón continúa descendiendo). Ato el cordel y la placa testigo a un pequeño bloque suelto en el suelo.

El regreso se me hace eterno, mi mano rodea el cordel guía apretando con firmeza para evitar que se me escape de los dedos. En la invisibilidad absoluta que me rodea, apenas distingo el tenue resplandor de mi foco, y toda mi obsesión es evitar quedarme empotrado entre las estrechas paredes por las que he descendido, ya que pueden constituir una trampa letal.

Finalmente, los dígitos de mi computadora me indican que estoy saliendo de la zona de peligro; un poco más adelante distingo las luces de mi acompañante; al llegar a su altura me hace la señal de todo bien y juntos emprendemos el regreso al exterior.

Mientras efectuamos las rigurosas paradas de descompresión, me comunica, escribiendo en las tablillas que llevamos al efecto, que iniciada la exploración en el punto que lo dejamos anteriormente, la turbidez extrema que yo levantaba al avanzar le imposibilitaba absolutamente la visión, por lo que ha decidido pararse, como solución más segura, y dejar que yo continuara la progresión. Al emerger, compruebo con estupor que el regulador que llevaba duplicado, para posibles emergencias, está completamente lleno de pequeños guijarros procedentes de las aguas removidas. Si lo hubiera necesitado, a causa de un fallo del otro, no me hubiera servido de nada…

Hasta el momento nadie ha intentado continuar la exploración.

Ésta y otras muchas experiencias nos alertan de que toda precaución es poca, y quisiera terminar estos breves relatos con un aviso: la práctica del espeleobuceo está considerada, aun en las circunstancias más favorables, como una actividad de «máximo riesgo» y en ninguna cavidad, por pequeña que parezca, estamos libres de quedar atrapados o de sufrir un percance de consecuencias generalmente mortales.

Fidel Molinero