Al Polo Norte en solitario. 700 kilómetros en 78 días a -54º
Nhil Bohigas
Situado en el extremo norte del eje de rotación de la Tierra, el Polo Norte Geográfico Terrestre se sitúa en el centro del océano Glacial Ártico, en una región cubierta por hielos marinos que se desplazan a la deriva. El Polo Norte Geográfico se halla a cierta distancia del Polo Norte Magnético, al que apunta la aguja de la brújula.
Si el Polo Norte fuese la punta de un lápiz, cada 428 días describiría un círculo irregular, con un diámetro variable, que oscilaría entre los 7,6 y los 9 metros. Todos estas curvas elípticas trazadas a lo largo de los años se situarían dentro de una zona de unos veinte metros de diámetro, denominada Círculo de Chandler. La posición media del centro de esta circunferencia es el Polo Norte Geográfico.
EN BUSCA DE UN SUEÑO
La idea de llevar a cabo la travesía en solitario al Polo Norte Geográfico surgió en 1986 cuando visité el Ártico Canadiense en el Parque Nacional de Auyuittuq, donde acudí para escalar la Asgard Tower, una gran pared de roca vertical en la isla de Baffin.
Allí pude consultar varias librerías que disponían de información de expediciones polares canadienses y estadounidenses que habían intentado el Polo, y me di cuenta de que hay pocas historias relativas a expediciones modernas al Polo Norte. Fue entonces cuando la idea de llevar a cabo mi propia expedición se gestó en mi cabeza.
¿Qué me atraía…? ¿Qué buscaba…? Fue un proceso gradual. La atracción hacia un lugar que me atrapaba cada vez más a medida que me documentaba… fue surgiendo poco a poco.
Lo que me apasionó desde el principio era poner en marcha un proyecto personal, algo surgido desde mí mismo, y poder pensarlo, crearlo, llevarlo a cabo tal y como lo concebí. La realización es el momento final, cuando coges el avión, llegas y empiezas a andar; pero antes hay una preparación, unos preliminares muy largos y complejos.
Pensar qué vas a hacer, documentarte, llevar a cabo los contactos, decidir el equipo con el que vas a ir, de qué manera, la investigación de cómo se hace, quién te puede ayudar…, todo ello durante un periodo de dos años.
El proyecto era apasionante y muy complejo; se trataba de introducirse en una situación de máximo riesgo. En el caso de una expedición polar, fallar y no preverlo puede provocar un accidente muy serio.
Para plantear la estrategia a seguir con el fin de llegar al Polo Norte Geográfico sobre esquís y arrastrando una «pulka» (trineo del que tiraba sobre la nieve, enganchado por un arnés a mi cintura), me basé en los conocimientos adquiridos en expediciones anteriores. Apliqué y adapté los mismos criterios que en el estilo alpino, tales como extremar la ligereza de material para así poder avanzar más rápido y trabajar con el mínimo de equipo, que en el caso del Polo se redujo a ir solo.
El entorno es muy distinto a lo que había conocido hasta ese momento. Quizá en una sociedad de un territorio ártico, como los países nórdicos, Canadá, Alaska…, la cultura del frío es mucho más próxima y no hubiera sido para mí tan atractivo; pero para una persona de un país cálido, como es España, ir a un lugar donde las condiciones climáticas son de las más extremas del planeta, con temperaturas muy bajas y condiciones adversas por el viento, el mar helado, noches invernales que duran muchos meses…, y donde la distancia con cualquier núcleo habitado quizá sea la mayor del Globo, era una tentación irresistible.
Estar lejos, a centenares, a miles de kilómetros de cualquier persona, es un atractivo evidente, porque era algo nuevo que no había probado en ninguna de mis anteriores expediciones.
Deseaba satisfacer un sueño personal y privado, en cuya consecución comprometí mi vida de aquel momento.
Quería formar parte de la larga lucha, mental y física, de todos los expedicionarios que con anterioridad a mí quisieron establecer un pacto con el «Lejano Norte».
TODO TIENE UN COMIENZO
Durante los dos años de preparación, la primera parte se culminó con la expedición al Polo Norte Magnético, llevada a cabo en 1991, un año antes que al Geográfico. Era imprescindible para poder testar cómo era una expedición de estas características, ya que en aquel entonces no había nadie en España que hubiera llevado a cabo una travesía polar con quien poder intercambiar datos y experiencias. La única manera de saberlo era vivirlo por mí mismo, yendo a un lugar de características similares y allí probar todas las teorías y poner en práctica toda la investigación preliminar, los materiales…
Las situaciones que encontré en el Polo Norte Magnético fueron muy similares a las del Geográfico; pero incluso más relajadas, ya que conté con mayor facilidad de seguimiento y, por tanto, de auxilio, las distancias eran menores y las poblaciones estaban más próximas. Me servía de entrenamiento y disfruté de un estado anímico más reposado, en el que pude detenerme a estudiar cada problema, cada solución, cada nueva idea. Una vez emprendiera la travesía al Polo Norte Geográfico, no habría vuelta atrás.
Pude conocer de cerca el tipo de soporte logístico que dispondría una vez allí, cómo eran los aviones que utilizaría para los avituallamientos, cómo era estar en una situación con aquella climatología tan fría, probar el material hecho a la medida, el alcance y limitaciones de los sistemas de comunicación una vez adentrado en el océano de hielo…
De todo ello obtuve datos que resultaron de gran utilidad. Hube de realizar cambios en el equipo tras este viaje: tuve que variar el tipo de «pulka», la ropa, el saco…, incluso el sistema que llevaba para defenderme del oso polar. Como permanentemente debía vigilar el peso que habría de transportar, busqué una forma ágil y rápida para defenderme prescindiendo de la tradicional escopeta.
El oso polar después del invierno está muy hambriento y resulta extremadamente peligroso, por lo que es obligatorio ir armado cuando uno se aleja unos pocos kilómetros de las zonas habitadas. Buscando un medio de defensa lo más ligero posible, descarté desde el principio un arma de fuego, decantándome por un arco de poleas con unas flechas de caza. Estuve practicando y perfeccionando su uso durante meses; pero, una vez sobre el terreno, no me funcionó, ni resultó eficaz, debido al viento y a que los materiales se deterioraron rápidamente por las bajas temperaturas.
Otros aspectos del equipo que tenía que cuidar fueron el tipo de fogón y los combustibles, la frecuencia y el tipo de radio para comunicarme con el exterior, así como la mecánica y los pequeños detalles del trabajo del día a día: cómo comer, cómo cocinar y qué tipo de liofilizados me resultaba más agradable para poder configurar un menú atractivo y variado, ya que mi dieta era bastante monótona y debía incluir todos los nutrientes, vitaminas y calorías necesarias para una alimentación completa en las condiciones en las que me encontraría.
En cada avituallamiento recibía la comida para veinte días, por lo que debía de escoger y organizar los alimentos para romper la monotonía hasta el siguiente. Era importante no sólo pensar en las características de una dieta saludable, sino también en disfrutarla, porque lo contrario podría mermar mi motivación y, en consecuencia, provocar una desidia hacia la comida, con lo que me alimentaría cada vez menos, lo que supone un grave riesgo en circunstancias tan extremas.
A través de diversos ensayos y de poner a prueba muchas teorías, pude potenciar algunos aspectos, descartar otros, y surgieron nuevas ideas y técnicas.
ÚLTIMOS PREPARATIVOS
El 20 de febrero de 1992, parto con mi equipo desde Barcelona en dirección a Montreal, y llego unos días después a la base canadiense de Resolute Bay, donde el equipo de apoyo y seguimiento instaló el campamento base. Desde este punto vigilaban mi situación y el rumbo a través de una radio portátil y una baliza que se transmitía mi posición vía satélite.
Permanecí varios días ultimando los detalles logísticos y de material y tomé contacto con los habitantes de Resolute Bay. Esta ciudad era el último vestigio humano antes de adentrarme en el océano Glacial Ártico. No llega a 170 habitantes, y más de la mitad son inuits; hasta hace poco no conocían la rueda y, sin embargo, en la actualidad se trasladan con los más modernos medios de locomoción sobre nieve.
Lo que más me sorprendió de ellos es su increíble capacidad para sobrevivir en aquella zona, su inagotable energía y su actitud amistosa. La convivencia con ellos la recuerdo como un intercambio de cultura, de objetos, de ideas y de grandes relatos.
Es grato saber que en los tiempos que vivimos todavía podemos encontrar personas de inteligencia humilde, gran honradez y extraordinario sentido del humor. Llama la atención la forma en que se expresan, sus pocas afirmaciones generalizadas o abstractas al hablar y su entusiasmo por lo práctico, lo particular, lo concreto.
Tener la oportunidad de intercambiar mis conocimientos con alguien que sabía unas cuantas cosas sobre supervivencia fue todo un alivio. Precisamente por ello poseen la cualidad de sentir una extravagante satisfacción por el hecho de estar vivos, y les alegra encontrarla en otras personas que comparten ese sentimiento.
A las afueras de Resolute Bay instalé un campamento provisional, con el fin de pasar unas semanas a modo de aclimatación, ensayando las rutinas diarias que me proporcionarían una mejor adaptación al Ártico. Puse a prueba la resistencia del material especialmente diseñado para resistir temperaturas inferiores a los 50º bajo cero.
Llevaba tornillos de hielo: son especiales, ya que pueden enroscarse en la superficie helada para anclar la tienda sobre la banquisa ártica. La tienda tenía varillas de fibra de carbono, que conforman su estructura. La «pulka» estaba realizada a la medida del saco, con una longitud de 2,6 metros; construida con fibra de carbono y kevlar, pesaba sólo dos kilos. El saco de dormir incorporaba una plancha rígida aislante, por lo que no podía plegarse. El peso total era de sesenta kilos, entre material, combustible y alimentos en la «pulka».
Las semanas que transcurrieron durante mi aclimatación tomé conciencia de dónde me encontraba y empecé a vislumbrar las dimensiones del entorno en el que en pocos días me adentraría. Sobrepasó todo cuanto me había imaginado… ¡El Ártico es muy serio!
Cuando has estado muchos años en situaciones extremas debido al tipo de expediciones como las que realicé en el Himalaya, en cotas por encima de los 7.000 y 8.000 metros, llega un momento en que dominas el entorno. Pero el Ártico es diferente; las condiciones no son las de una montaña. Todo es «extremo», es frío, es alejamiento, es aislamiento, es hostil… por lo que se requiere un planteamiento nuevo, innovador. Pero, por encima de todo, has de verlo, has de probarlo, has de estar allí, para sacar cualquier tipo de conclusión.
Un fallo muy pequeño en una situación polar va acumulando una cadena de fatales circunstancias que se hace cada vez más compleja. Como las fracturas sobre el hielo que se resquebraja, una pequeña fisura desencadena una gran grieta que puede provocar la rotura del hielo.
Pero uno no es consciente de ello si no está en el entorno, si no lo experimenta por sí mismo, y pone a prueba tanto lo aprendido como lo nuevo por aprender. En aspectos que aparentemente son sencillos has de experimentar que, cuando hace frío, es muy diferente estar a 30º que a 50º bajo cero, porque conviene tener conciencia del tipo de entorno en el que vas a vivir varios meses, y para el que no sirve la referencia de anteriores expediciones.
INICIO DE LA TRAVESÍA
El 12 de marzo di mi primer paso sobre el océano Glaciar Ártico desde un punto situado entre el cabo Fanshaw Martin y la isla de Ward Hunt, último punto de tierra firme. A más de mil kilómetros de la base de Resolute Bay, permanezco de pie maravillado por la inmensidad del paisaje y por el aislamiento en que me encuentro.
Cuando la avioneta despega y me deja allí en medio de un paisaje helado, donde el cielo azul se funde con el hielo y apenas deja percibir la línea del horizonte, tomo conciencia de que el viaje comienza. Por primera vez soy consciente de que estoy solo, con mis sesenta kilos de material vital, para hacer realidad un sueño: llegar al Polo Norte Geográfico en solitario.
Entonces, decido dar el primer paso y comienzo así la travesía polar. Poco a poco voy creando una especie de escudo mental y físico que me protege del frío, de la soledad, de la presión ambiental, básicamente de todo el entorno que está en contra de uno mismo, donde la vida es tan frágil que no puedes ni pararte a pensar en ello.
Fueron éstas unas jornadas especialmente duras por las bajas temperaturas. Cuesta imaginar un paisaje más agotador y más desazonador.
Recuerdo estos primeros días como los más severos y difíciles debido a las bajas temperaturas y al hielo, que se encontraba en su estado más caótico, dado que la banquisa polar es una superficie de hielo muy resquebrajada debido a la presión que hace sobre sí la misma masa. Cuando choca con algo, por la presión que tiene desde detrás, se va amontonando, creando grandes bloques anárquicos. El lugar donde se apoya para colisionar es la superficie del continente, al norte de la isla de Ellesmere y del continente americano.
El tramo entre las primeras cien a doscientas millas hacia la banquisa desde Canadá es la zona donde hay más amontonamiento de bloques y, por tanto, la progresión fue muy difícil. Se sucedían los bloques en un caótico amontonamiento. La marcha se hacía extremadamente lenta, a veces exasperante, con avances de ocho kilómetros diarios, lo que es insignificante, teniendo en cuenta que es la distancia que recorro corriendo en 35 minutos. El cansancio era constante lo que, unido a la lentitud, mermaba mi estado de ánimo a causa de los pocos kilómetros cubiertos durante la jornada.
A tan sólo una semana de iniciar la travesía había recorrido 29,7 kilómetros y las condiciones climatológicas seguían empeorando. La fijación de un esquí se rompió y me vi obligado a repararlo sobre la marcha. Además, estuve a punto de perder la «pulka» al hundirse en el hielo: hubiese sido un desastre irreparable, ya que en ella llevaba todo el material y especialmente el equipo de comunicación. Su pérdida significaba no poder comunicar con el equipo de apoyo, que tendría muy difícil un rescate pues no sabría mi posición. Y no sería el peor de mis problemas: me habría quedado sin comida, sin combustible…; era una muerte segura.
CAUTIVADO POR EL PAISAJE
Hacia el 25 de marzo alcanzo la zona donde se produce la separación de las dos masas de hielo. La que choca contra la masa continental y la gran plataforma que gira en torno al Polo Norte. Es un área formada por grandes canales de agua y extensas plataformas de hielo en movimiento, donde todo es distinto y siempre variable. Es una sorpresa continua. Encontré fenómenos de lo más extraños que no tienen equivalencia en ningún otro lugar. Todo era diferente cada día.
Un paisaje bendecido con la luz, con un frío que helaba la sangre, que rompía cuanto penetraba. En permanente tensión: la que se da ente belleza y violencia…
La luminosidad es intensa y, al cabo de unas semanas, empiezo a echar de menos las sombras que busco con cierto anhelo. Soy consciente de que tengo una sensación de temor y exaltación, una combinación que nos embarga en las regiones remotas cuando comprendemos nuestra vulnerabilidad ante una meteorología que puede ser caprichosa y fatal.
Esta diversidad de paisaje, en permanente cambio y transformación, me obligaba a tomar decisiones nuevas a cada momento. La superación de las dificultades en una expedición polar consiste, por un lado, en aguantar las condiciones climatológicas manteniendo el cuerpo caliente, avanzar lo más rápido posible debido al peligro del deshielo, y conservar un estado de ánimo óptimo. Pero al mismo tiempo vas encontrando obstáculos añadidos, como la disposición de los bloques de hielo que, en muchas ocasiones, resultan imposibles de atravesar y has de dar un rodeo; los canales que a veces no son transitables y ante los cuales te ves obligado a buscar un lugar más cómodo o el único posible; el encontrar un punto de paso girando hacia un lado donde, de repente, descubres que no hay salida y entonces tienes que volver sobre tus pasos para probar otro camino.
También hube de asumir en muchas oportunidades la toma de decisiones que implicaban un gran riesgo, como en pasos que en apariencia parecían muy frágiles sobre los que existía la duda de si el hielo aguantaría mi peso o se rompería. En estos casos, rodear la fractura implicaba dar una gran vuelta y en consecuencia la pérdida de mucho tiempo.
Todo ello era constante, había pocas ocasiones en las que tuviera un descanso; la presión que provoca no saber si has tomado la decisión adecuada era diaria. Lo cual fue muy nuevo para mí, pues en las expediciones de montaña estás inmerso en una ruta y sabes más o menos qué te puedes encontrar y puedes prever el cálculo de ciertos parámetros. En un entorno polar todo es imprevisible. Uno ha de concentrar todas sus facultades en un esfuerzo por integrarse plenamente en el paisaje. Es algo más que un análisis de lo que captan nuestros sentidos. Significa entablar un mudo diálogo con él, un intercambio tan absorbente que en uno no hay espacio para ningún tipo de pensamiento ajeno al lugar y las circunstancias que le rodean.
A los diecisiete días de dura travesía recibí el primer avituallamiento. El balance no podía ser más desconsolador: el trineo estaba totalmente destrozado, la tienda dañada, un esquí inservible y el saco convertido en un lugar inhabitable. El Ártico se mostraba como uno de los terrenos más duros de la Tierra. Dudo mucho que haya otro lugar en el planeta que afecte tanto a la estructura molecular de los materiales como este desierto helado.
A pesar de ello, mi ánimo permanecía inalterable, ya que cuanto ocurría y cuanto veía formaba parte de la ilusión que me llevó hasta allí.
LA BANQUISA
El 1 de abril cumplí 34 años y me obsequié con el mejor de los regalos: superar el paralelo 84.
La celebración estaba justificada pues entre los paralelos 83 y 84 se halla la zona más devastada de la plataforma ártica, debido a la gran presión que sufre contra las costas del norte de la isla de Ellesmere. Al caos que se forma en esta área, hay que sumar el hecho de que precisamente estos primeros días de la travesía son los más fríos, los más cortos y aquéllos en los que la adaptación a un medio tan hostil todavía es escasa. Ésta fue la parte más penosa de la expedición y superar el paralelo 84 significaba algo muy especial: logré arrebatar al Ártico algunos de sus secretos más preciados.
Me adentré en la banquisa, un terreno que despertó en mí una gran excitación por su constante movimiento y por la variedad de su topografía. Aventurarse por ella a pie significa, lisa y llanamente, cortejar la muerte. El término banquisa se emplea en sentido amplio para designar cualquier acumulación de hielo no adherido a la costa, cualquiera que sea su forma o situación.
El hielo marino se mueve de forma irregular, empujado por el viento, y es imposible prever los cambios de rumbo de un fragmento concreto. Prácticamente no existe sobre la Tierra otra sustancia tan flexible, tan inesperadamente compleja, tan engañosamente pasiva. La diversidad de tipos de hielo y las numerosas formas que puede adoptar su desarticulación y fragmentación te dejan asombrado, maravillado; causa la misma extrañeza que si pisásemos la superficie de otro planeta.
En los últimos días hice jornadas de once horas caminando con ventisca. En el Ártico no hay precipitaciones pero el viento –que hiela, descarna y agudiza los relieves–, o la niebla, que impide toda visibilidad, pueden presentarse de improvisto haciendo imposible el avance.
Tras 29 días de travesía, el satélite Argos confirmó que había alcanzado un total de doscientos kilómetros en línea recta desde el punto de partida. Pero hubo percances que mermaron mi situación temporalmente. Tuve que desprenderme de la comida de cinco días al contaminarse con queroseno y recibí un aviso de la estación meteorológica de Resolute Bay: había localizado importantes grietas cerca de mi posición.
Pocos días después sufrí un percance que no revestía gravedad, ya que tan sólo se me hundió una pierna en el hielo roto. El accidente obligó a adelantar el avituallamiento previsto para unos días más tarde. Todo quedó en un susto, que me hizo permanecer más alerta.
A pesar de todo, seguí teniendo un buen ánimo y logré en la jornada 44ª establecer el récord de kilómetros recorridos en un día, 26,5. Me hallaba a 240 kilómetros del Polo Norte y había recorrido 530 a pie.
EL TEMIDO DESHIELO
A principios del mes de mayo el sol ya no desaparecía en el horizonte; en el Ártico siempre era de día. Las temperaturas empezaron a subir y la placa de hielo ártica comenzó a resquebrajarse. Los canales de agua amenazaban con ser un gran peligro.
El 3 de mayo, a 210 kilómetros del Polo Norte, viví mis horas más dramáticas: cedió el hielo de un canal y caí al agua, sumergiéndome por completo. Milagrosamente logré salir ayudado por la «pulka», que se mantuvo a flote.
Al caer al agua la primera sensación que tuve fue la de ir hacia el fondo, para después flotar parcialmente.
Te quedas acartonado, todo se hiela muy rápidamente y eso dificulta los movimientos. Has de permanecer muy tranquilo pero actuar con rapidez. El impacto con el agua fue como dejar la vida poco a poco; por suerte y por desgracia la temperatura sólo era de unos -20º C. Tan sólo tenía quince minutos para encontrar, con la escasa visibilidad debido al mal tiempo, un lugar para que la avioneta aterrizara y montar la tienda. Lancé un SOS con la baliza, porque no tenía comunicación por radio. En situaciones tan extremas cualquier fallo se convierte en una catástrofe, por lo que la rapidez, la calma y la precisión en la toma de decisiones fueron vitales.
Me vi imposibilitado para continuar de forma autónoma, porque en el momento de quitarme la ropa, ésta se heló y no llevaba traje de repuesto. Tuve que quedarme dentro del saco de dormir sin poder salir por el grave riesgo de congelación, hasta que la avioneta de avituallamiento pudiera reponer mi material, lo que implicó retrasar la continuación de la marcha. Estuve día y medio esperando el rescate, que no pudo acudir al momento de mi llamada de socorro por el mal tiempo.
Los ensayos de este tipo de circunstancias son impensables porque no sabes qué puede ocurrir. En estos momentos críticos pude agradecer todo el trabajo de previsión de eventualidades llevado a cabo con mi personal de apoyo, ya que facilitó las pequeñas pero vitales acciones y decisiones que tuve que llevar a cabo para no morir congelado.
No contemplé esta circunstancia como un accidente pues la situación no llegó a ser límite; es decir, al final no hubo un riesgo vital, todo quedó en un susto del que aprendí para futuras situaciones.
La consideración de accidente habría supuesto plantearme continuar o no la travesía; pero una vez que tomé conciencia de lo sucedido y vi que físicamente me encontraba bien y que el material estaba en buen estado, recuperé mi aplomo emocional y recordé el motivo por el que hallaba allí. Por lo tanto, «técnicamente» estuve paralizado a la espera de un recambio de material que me permitiera continuar la expedición; pero en mi interior persistía la misma ilusión, el mismo sueño, y creció el aplomo y la fuerza de llevarlo a cabo.
¿Cómo podía dar marcha atrás y perderme la satisfacción personal de lograr mi objetivo, y el placer de contemplar todo lo que encontraría por el camino?
Una de los fenómenos más abrumadores con los que me topé fue el inquietante silencio del Ártico, interrumpido por el ruido que hacen al chocar las placas de hielo que navegan a la deriva. Aunque no hay tiempo para la contemplación, uno no puede ser ajeno a lo que ven sus ojos.
En el Ártico los colores más impresionantes se encuentran en el cielo. Presentan una textura que pasa del nácar al azul plateado, casi blanco. Los fenómenos que más me sorprendieron fueron la insospechada variedad de anillos, halos y coronas solares y lunares, así como los espejismos que aparecen sobre el mar.
En la atmósfera ártica se encuentran con frecuencia cristales de hielo del tipo que refracta la luz tanto solar como lunar. El aire mismo es diáfano. En verano son frecuentes ligeras inversiones térmicas en las capas bajas de la atmósfera y fuertes diferencias de temperatura en la superficie oceánica, que crean espejismos. Los fenómenos físicos de refracción y reflexión de la luz solar en contacto con los cristales de hielo y las gotitas de agua, y su difracción por obra de las partículas suspendidas en el aire, son muy complejos. Los arcos y halos a que dan lugar a veces son muy tenues y también aparecen en combinaciones inesperadas. Pero llegar a percibirlos es en gran parte una cuestión de aprender a mirar.
Aunque toda mi energía se concentraba en una constante alerta por permanecer con vida, no podía evitar la sensación que me provocaba el lugar donde me encontraba. Hay entornos que te subyugan, te hacen sentir muy pequeño respecto a la grandeza de la naturaleza. En ellos uno olvida todo lo que no está ahí, en ese mismo instante, porque nada importa salvo uno mismo y lo que ocurra en los próximos segundos, minutos, horas, días…
Convives con la naturaleza en una situación de equilibrio completamente inestable, donde el riesgo es impredecible.
No se trata de medir tus fuerzas, lo que siempre es una batalla perdida, sino de pasar con éxito una prueba donde arriesgas tu vida y con lo único que cuentas es contigo mismo, con tu actitud, tu experiencia, tu entereza…
NAVEGANDO A LA DERIVA
Me encontraba a tan sólo 165 kilómetros del objetivo; en pocas jornadas podía llegar al término de mi viaje, lo que incrementó mi entusiasmo y optimismo. Pero el avión de avituallamiento me daba continuos avisos de cómo la banquisa polar se descomponía rápidamente por la subida de las temperaturas. Se convirtió en una obsesión acelerar el ritmo para ir lo más rápidamente posible. Para ello me desprendí de parte de la comida y así aligeré el peso de la «pulka», con lo que el avance fue más rápido. También dormí menos para ganar más horas en cada jornada. Frente a mí tenía las estadísticas que, con un previsible margen de error, anunciaban un periodo concreto para el deshielo que dificulta alcanzar el objetivo. Por ello la velocidad de la marcha llegó a ser una constante preocupación.
Aunque la estadística no es una ciencia exacta, entre las muchas condiciones que impone la conquista del Polo Norte, hay una que es del todo inevitable. El calendario marca unos límites en el tiempo. No se puede empezar hasta que no haya acabado la noche ártica, a principios de marzo, y hay que terminar antes de que el hielo se resquebraje con la proximidad del verano, en la segunda quincena de mayo. Éste es el plazo límite.
El 28 de mayo me encontré detenido más de dieciocho horas frente a un canal de grandes dimensiones; no lograba vislumbrar el límite. A través de las fotografías del satélite mi equipo de seguimiento confirmó mis sospechas: todo lo que restaba hasta la latitud 90º N era «mar abierto». Me encontraba atrapado en una inmensa isla de hielo que navegaba a la deriva sobre el océano.
El rescate no resultó sencillo. Permanecí en el interior de la tienda sobre este islote de hielo de escasos cien metros de ancho con un viento que levantaba olas alrededor. La presencia de una foca era un claro indicio de la subida de las temperaturas.
Esperé 48 horas a que llegase la avioneta; en ese tiempo la plataforma en la que permanecía derivó treinta kilómetros hacia una zona próxima al Atlántico. No había duda. Era el fin.
Tras 78 días de lucha tuve que abandonar cuando me encontraba a tan sólo 68 kilómetros del objetivo.
Había recorrido setecientos kilómetros y tenía el Polo Norte Geográfico prácticamente al alcance de la mano. La latitud final alcanzada fue: 89º 21’ N.
UN MISTERIO NO RESUELTO
¿Cómo reacciona nuestro sentido de la vida al enfrentarnos a un territorio desconocido?
Conservando nuestra capacidad de admiración y asombro en los actos de nuestra propia vida, y manteniendo el anhelo por lo auténtico.
Tener experiencias en situaciones límite provoca una serie de reacciones que te permiten descubrir nuevos aspectos de ti mismo; aprendiendo de ello se consigue una mayor confianza en tus posibilidades y, por lo tanto, mayor seguridad a la hora de tomar decisiones a lo largo de tu vida.
He tenido la privilegiada oportunidad de experimentar la belleza de esta tierra lejana y única que conserva una identidad propia, más profunda y sutil que todo cuanto alcancé a imaginar.
El respeto y admiración que por ella siento abrigan en mí el propósito de preservar parte del misterio que encierra: algo que es preciso experimentar y para lo que no hay suficientes palabras que logren una adecuada y justa descripción.
Sigue en mí el anhelo de volver. Algún día…
Nhil Bohigas