Los ecos del trueno líquido
Antonio Perezgrueso
Observaba, no sin cierta envidia, las reacciones de Ángel ante lo que estaba viendo. Tanto José Carlos Tamayo como yo ya habíamos pasado por allí en nuestra expedición de 1998; pero para Ángel Martínez era su primera visita al cañón del Yarlung Tsangpo y, en aquellos primeros momentos de marcha, todo le resultaba nuevo y fascinante a la vez. Le maravillaban los juegos de luz a los que se entregaban el sol y el bosque frondoso que nos ocultaba la visión de un río que intuíamos impresionante, a juzgar por la poderosa voz que nos llegaba desde el fondo del abismo. Un trueno líquido inextinguible que nos acompañaría durante más de un mes de camino devorando a nuestro alrededor hasta la menor brizna de silencio. Comenzábamos a internarnos en un espacio casi virgen que reúne varios picos de más de siete mil metros y una jungla impenetrable que da cobijo a innumerables especies vegetales, algunas todavía sin clasificar, y una variada fauna. En ocasiones así, te gustaría poseer la capacidad de borrar de la memoria ciertos recuerdos para volver a experimentar el placer y la agitación intensa que sólo se sienten cuando te enfrentas por primera vez a un prodigio de la naturaleza como es el río Yarlung Tsangpo.
Pegados a las ventanillas del avión que nos llevaba desde Pekín a Lhasa, ya habíamos atisbado entre las nubes jirones del río serpeteando en una impenetrable selva que iba a ser nuestro hogar durante las próximas semanas. Aterrizamos en el aeropuerto de la capital tibetana que se encuentra precisamente en un valle regado por el Tsangpo, el río madre para los tibetanos. Allí, como durante muchos cientos de kilómetros, el río es una gigantesca extensión de agua que fluye mansamente por la elevada planicie tibetana en paralelo a la cordillera del Himalaya.
Acabábamos de salir de la aldea de Tziga con veintinueve porteadores, tras varios días de viaje en todo-terreno desde Lhasa. Nuestra intención era completar la travesía del cañón del Yarlung Tsangpo, allí donde el río abre de un profundo tajo la cordillera más formidable de la Tierra, antes de dirigirse a las llanuras de la India y Bangla Desh.
Esta aventura sería la base para realizar varios documentales para la serie de televisión Al filo de lo imposible. En 1998 lo intentamos por primera vez, pero tuvimos que desistir debido sobre todo a diversos problemas con nuestros inexpertos porteadores. Cuatro años después, regresábamos con algo más de confianza a causa de lo mucho que habíamos aprendido en la expedición anterior. Pero el convencimiento absoluto estaba muy lejos de nuestro ánimo. Un proyecto de la envergadura del que estábamos iniciando siempre conlleva muchas más incertidumbres que certezas. No en vano, nadie, hasta el momento, ha conseguido recorrer en su totalidad, a pie o en piragua, los aproximadamente 240 kilómetros de ese cañón que ha simbolizado como pocos el espíritu de los mayores misterios geográficos a los que se ha enfrentado el ser humano a lo largo de su historia de exploraciones.
¿ES EL BRAHMAPUTRA?
Antes de llegar al cañón en el extremo oriental del Tíbet, el Yarlung Tsangpo fluye, durante más de 1.300 kilómetros desde su nacimiento a los pies del monte Kailas, paralelo a la cordillera del Himalaya por el altiplano tibetano, a más de cuatro mil metros de altitud. Sin embargo, precisamente en este punto que comenzábamos a recorrer, el río se desboca, efectuando un imprevisible giro de unos 260º, horadando el cañón más profundo y desconocido del planeta. Se trata de un fenómeno de tan difícil justificación que durante más de cien años militares, geógrafos y exploradores trataron de confirmar si aquel tranquilo y caudaloso río que cruzaba el Tíbet era el mismo que, conocido con el nombre de Brahmaputra, se adentraba en las llanuras de la India en dirección contraria, para acabar desembocando junto al Ganges en el golfo de Bengala.
El testimonio de la increíble peripecia de uno de esos aventureros por sí sólo da idea de la magnitud y esfuerzo que suponía en aquel tiempo desvelar un misterio geográfico como era el Yarlung Tsangpo. Es la historia del pandit Kintup. Fue en la segunda mitad del siglo XIX cuando aquel hombre singular se adentró por estas mismas selvas que nosotros estábamos recorriendo. Su labor se centraba en los territorios donde estaba prohibido el uso de instrumentos de medición. Era uno de los exploradores del imperio británico, algunos de oficio, que se introducían a veces ataviados como nativos dentro de las áreas peligrosas, o bien indígenas que recorrían esas regiones disfrazados de ayudantes de lamas o de religiosos budistas o mahometanos. Podían reunir tal información porque habían recibido un entrenamiento muy preciso para calcular que cada paso que daban ellos, e incluso sus caballerías, correspondía con una medida exacta, que apuntaban en secreto en cuadernos o en rollos que luego escondían en sus túnicas, o en los molinillos de oración, donde también ocultaban la brújula y otros instrumentos para llevar a cabo sus mediciones. Pero no se limitaban a recopilar fríos datos numéricos. También aportaban descripciones sobre el paisaje, los habitantes, los tipos de cultivos, o las vías de comunicación. Todo este aluvión de datos, transcrito con enorme pulcritud, pasaba después al Servicio Geográfico británico, que era el que lo traducía para poder, en ocasiones con una fidelidad asombrosa, reproducir cómo era el territorio explorado por los pandits.
A Kintup se le encargó la misión de descubrir si el Yarlung Tsangpo y el Brahmaputra eran el mismo río. Para lograrlo debía adentrarse en el cañón del río y soltar en una fecha determinada una serie de troncos marcados que estarían esperando ya en territorio indio sus jefes británicos. Tardó cuatro años en cumplir su misión, tiempo en que sufrió todo tipo de penalidades pues fue traicionado y vendido como esclavo por su compañero de expedición. Pero Kintup jamás pensó en desistir. Escapó de su cautiverio y volvió hasta estas selvas del oriente tibetano para lanzar los troncos, como le habían ordenado. Pero no sirvió de nada su titánico esfuerzo porque el mensaje que había enviado a sus jefes avisando de cuándo lo iba a hacer no llegó nunca. Tampoco creyeron su asombrosa historia a su regreso y Kintup murió sin que su lealtad y dedicación fuesen siquiera reconocidos.
Sin duda confería una emoción añadida a nuestra expedición el ser conscientes de que estábamos siguiendo las huellas de aventureros tan excepcionales como el propio Kintup. Hoy contamos con medios más sofisticados y las autoridades, en este caso chinas, tan sólo oponen alguna que otra engorrosa pega burocrática a nuestro avance. Sin embargo, la naturaleza del cañón del Yarlung permanece igual de impenetrable y agreste, convirtiendo nuestro progreso en una penosa caminata que nos obliga en ocasiones a subir hasta collados por encima de los tres mil metros de altitud para, acto seguido, volver a bajar hasta la orilla del río, un esfuerzo que va castigando nuestras piernas día tras día. No existen caminos y hay que abrirse paso a golpe de machete e ingenio para improvisar pasos con los que sortear los numerosos torrentes que caen hacia el gran caudal. Un suelo húmedo y cenagoso en el que a veces te hundes hasta los tobillos, la niebla y la lluvia apenas nos dan un respiro para poder disfrutar de los dos gigantes nevados de más de siete mil metros que flanquean el río a modo de fantástico pórtico natural: el Gyala Peri, el cual intentamos escalar en nuestra anterior expedición, y el Namche Barwa, que fue hasta 1992 la montaña más alta del mundo aún sin ascender. Lo consiguió una expedición japonesa. Cuando pudimos ver el emplazamiento de nuestro campo base al pie del Gyala Peri, vinieron a nuestra memoria los excepcionales días que vivimos allí tratando de escalar aquella montaña. Solos frente a aquel gigante, luchamos contra sus laderas y contra un tiempo infame, pues durante un mes no dejó de llover ni un sólo día. No conseguimos pasar de los seis mil metros; pero lo que vivimos intentando llegar a esa cumbre forma parte ya de nuestros mejores recuerdos.
Al pasar entre ellas, el río se estrecha en una garganta que tiene una profundidad tres veces mayor que la del Gran Cañón del Colorado. Justo en este punto se elevan las mayores paredes de la Tierra, pues desde el cauce del río hasta la cima del Gyala Peri hay un desnivel a pico de cinco mil metros.
EN EL «PAÍS DE LAS HADAS Y EL RODODENDRO»
El mayor caudal con el que baja el Yarlung este año nos obliga con frecuencia a variar el itinerario que recordábamos de nuestra anterior travesía. Así, por ejemplo, una hermosa playa que nos había servido de vía de paso ahora yace bajo las furiosas aguas. Buscamos una alternativa en una pendiente bastante inclinada y resbaladiza con la ayuda de una cuerda; pero pronto comprendemos que es imposible para los tibetanos superarla con las cargas a la espalda. Al día siguiente equipamos con ciento cincuenta metros de cuerda otro camino, también muy empinado, que nos había indicado Shin-Go, uno de nuestros porteadores, quien lo había usado durante una partida de caza. Después de varias horas de duro esfuerzo, todos logramos llegar hasta la parte alta del paso. Ángel y Tamayo, seguidos por varios porteadores, se adelantan al grueso del grupo para seguir equipando el camino, esta vez descendente. Un sorpresivo encontronazo con un nido de avispas provoca una desbandada en su grupo mientras tratan de huir de las picaduras de los violentos insectos. Uno de los porteadores empuja en su veloz huida a Ángel pendiente abajo, y éste acaba con una pequeña brecha en la cabeza. Por fortuna para ambos, una masa de bambúes detiene su descenso vertiginoso hacia el abismo. Imposible imaginar entonces que aquel percance se convertiría en preludio de algo mucho más grave para Ángel y que trastocaría el desarrollo de nuestra expedición.
Sin más sustos propiciados por la fauna local, seguimos avanzando hasta llegar a las ruinas del monasterio budista de Pemako Chung. Antaño fue un importante templo y centro de peregrinación. No en vano, según una antigua tradición tibetana, esta región es uno de los dieciséis paraísos que existen en la Tierra. Un viejo texto budista desenterrado por un lama en el siglo XVII, cuenta que, si alguien da siete pasos hacia Pemako con intenciones puras, se reencarnará en este lugar. También afirma que una sola gota de agua o un poco de hierba de ese lugar sagrado evitarán a su poseedor una reencarnación en una casta inferior. Quizá lo destruyese un terremoto que asoló la región en 1950 y cuya intensidad fue nada menos que de 8,5 en la escala de Richter. El tiempo y la vegetación se han apoderado de sus muros derruidos y han enterrado el esplendor de este recinto sagrado, donde tan sólo quedan algunos ajados objetos de culto. Pero ni el tiempo ni la selva han logrado apagar el halo mágico que envuelve este espacio. Para nosotros también es un lugar especial. Hasta aquí llegamos en nuestra expedición de 1998. A partir de este punto comienza para nosotros lo desconocido.
Tras abandonar las ruinas, de nuevo descendemos hacia el río. En un momento de la marcha unos cuantos porteadores se detienen para mostrarnos una de las piraguas que habían porteado para una expedición estadounidense en febrero de 2002 y que habían dejado allí escondida. La formaban siete piragüistas, que lograron descender los primeros ochenta kilómetros del cañón en catorce días ayudándose de un grupo de porteadores que los abastecían desde las orillas. Sin duda, se trata de un meritorio logro teniendo en cuenta la enorme dificultad y riesgo que entrañan las aguas bravas del Yarlung. Así lo pudimos comprobar en nuestra anterior expedición. Entonces participamos en la infructuosa búsqueda de Doug Gordon, un experto piragüista estadounidense que desapareció tragado por los rápidos a los pocos minutos de hacer su primera entrada en el río.
Continuamos la marcha confiados en la pericia y experiencia de nuestros acompañantes nativos. Resulta increíble cómo se mueven por un medio tan desfavorable y abrupto. Más que conocer el camino, parecen saber leer en el laberinto de este bosque impenetrable. En especial confiamos en Shiro, que ya estuvo con nosotros en el Gyala Peri y con quien forjé una buena amistad ya entonces. Sus padres se instalaron en esta región huyendo de la represión china tras su invasión del Tíbet a mediados del pasado siglo. En realidad, nuestra convivencia con todos estos hombres durante la travesía fue excelente y nuestras jornadas solían terminar con todos juntos alrededor de la hoguera luchando con enormes dosis de buena voluntad y mucho sentido del humor para superar la barrera del idioma. Estamos persuadidos de que sólo gracias a su esfuerzo y decidida voluntad de colaboración fue posible llegar hasta donde llegamos.
La relación de estos hombres con este medio va más allá de la pura explotación para su sustento. Mantienen con él una íntima comunicación que se refleja en sus creencias religiosas. Una jornada nos llevaron hasta un collado donde nos encontramos con un pequeño lago que para ellos es sagrado. Unos cientos de metros más allá de tal laguna y tras cruzar un bosque de rododendros, les acompañamos hasta una cueva donde se detienen a rezar. Según su tradición, allí se retiraba a meditar Pema Sambaba, uno de los dioses del Yarlung Tsangpo.
De acuerdo con lo hablado con los guías, en tan sólo cinco jornadas de marcha llegaríamos hasta Tsachu, donde tenemos previsto un avituallamiento. El camino discurre entre troncos caídos y cubiertos de musgo y helechos que lanzan sus brillos esmeraldas golpeados por el sol. De las ramas de los rododendros cuelgan multitud de lianas que convierten el paisaje en un lugar mágico. Quizá por ello, un botánico y excelente explorador británico, Frank Kingdon Ward, bautizó esta región como «El país de las hadas del rododendro». Ward se adentró en estas selvas en 1924. Existía por entonces la creencia de que en esta zona del Himalaya se encontraban las legendarias cataratas Brahmaputra, que vendrían a ser, de probarse su existencia, la versión tibetana de las cataratas Victoria en África para la imaginación popular. Kingdon Ward se propuso desvelar ese fabuloso misterio geográfico. Después de varias semanas de penosa marcha, Kingdon Ward llegó al convencimiento de que aquellos saltos de agua no existían. Pero no pudo acabar con la leyenda, al no conseguir recorrer la totalidad del cañón. Este lugar le pareció el paraíso de los botánicos debido a la extraordinaria belleza y variedad de plantas que aquí se encuentran. Los vívidos relatos del oficial británico ayudaron a mantener viva la atracción por esta garganta hasta nuestros días…
LAS CATARATAS DE BRAHMAPUTRA
Cuando amanece el 27 de noviembre todos nos preparamos para una larga jornada. Tenemos que subir hasta el collado Sachen a través de una torrentera cubierta por una ligera capa de hielo, a resultas de la lluvia caída durante la noche. Conforme ganamos altura, va apareciendo la nieve y en algún punto tenemos que hacer uso de la cuerda a fin de facilitar la progresión a los porteadores. Al llegar al collado, se nos ofrece un panorama espectacular, presidido por las gigantescas montañas que flanquean el río, separadas por un profundo tajo de cinco mil metros abierto por el poder del trueno líquido que vuela a sus pies. Por fin el alma del cañón del Yarlung se nos presenta en toda su plenitud.
Comenzamos un descenso que intuimos largo y complicado en dirección a un grupo de árboles que se encuentra bajo una zona rocosa. Mientras ascendemos por una de las canaletas que tomamos como camino, al paso de la caravana se desprende una enorme piedra que se precipita a toda velocidad cuesta abajo. Los gritos de advertencia no logran impedir que golpee con fuerza a un desprevenido Ángel. Por fortuna, la rápida intervención de un porteador, que lo atrapa casi al vuelo, evita que lo arrastre en su caída. Pero la roca sí que le provoca unos profundos cortes en el dedo índice de la mano izquierda, además de dañarle el costado y la cadera y causarle un pequeño tajo en la cabeza. Nos tomamos un tiempo para recuperarnos del susto y hacerle las primeras curas de urgencia antes de continuar la marcha. La tarde se nos echa encima sin que veamos claro por dónde proseguir. Decidimos dividirnos en dos equipos y ver si así somos capaces de encontrar un camino que nos saque de allí. Nuestro grupo acampa donde buenamente puede y comemos algo gracias a la caridad de nuestros porteadores, pues nuestra comida va en los petates del otro grupo. Así, curamos lo mejor que podemos las heridas abiertas de Ángel, al tiempo que le preparamos un lugar junto a la hoguera donde descansar en el único saco de que disponemos. José Carlos y yo compartimos la manta que nos ha prestado un porteador. Pasamos la noche en compañía de Shiro vigilando el fuego, mientras esperamos un amanecer que parece no querer llegar nunca.
Son las nueve y media cuando nos ponemos de nuevo en marcha. Ángel se siente como si le hubiera pasado un mercancías por encima (de hecho, al menos un vagón sí que lo ha atropellado), pero puede andar con más o menos dificultad. Después de un rato de descenso, por fin vislumbramos a los del otro grupo. También podemos ver al fondo del cañón un impresionante salto de agua. Se trata de las «Hidden Falls» (Cataratas Ocultas), cuyo descubrimiento se atribuyó Kenneth Storm, miembro de la expedición estadounidense de 1998. Las autoridades chinas salieron a la palestra para rebatir el anuncio de Storm, argumentando que un equipo de exploradores chinos ya las habían fotografiado en 1987 durante un vuelo en helicóptero por el cañón. Este pequeño incidente sobre paternidades de descubrimientos resulta muy revelador acerca de lo atrayente y preciado que se ha vuelto este pequeño pedazo de nuestro planeta.
Aquella visión hubiera hecho inmensamente feliz a Kingdon Ward; pero nosotros ahora ni nos planteamos llegar hasta el pie de las cataratas, debido al estado de nuestro compañero, y nos tenemos que conformar con rodar unos planos desde donde nos encontramos. Tras otro día de marcha, por fin llegamos a Paiji, que ni siquiera es una aldea, pues tan sólo tiene dos casas. En una de ellas una joven madre nos invita a un reconfortante té acompañado de champa, una especie de pan hecho con trigo tostado y amasado con agua, y algo de tocino. Tomamos el refrigerio rodeados de pedazos de cerdo colgados de la pared, que conforman su despensa de alimento para pasar el durísimo invierno. Desde Paiji subimos hasta el collado de Chata-La, para luego descender de nuevo hasta el punto donde se encuentra una tirolina para cruzar a la otra orilla del río, pues resulta imposible continuar por la ribera en la que nos encontramos. Se trata de un sencillo cable de acero sobre el que se desliza un ingenioso sistema de poleas, compuesto por una rueda de rodamientos abrazada por un trozo de hierro cuyos extremos están doblados hacia arriba. Por ellos pasa una cuerda que rodea al transportado a modo de precario arnés de seguridad. En unos quince segundos se recorren más de cien metros sobre el abismo líquido, lo cual no deja indiferente a ninguno de los que tenemos que probar sus excelencias. Sin mayores contratiempos llegamos hasta Tsachu, donde viven seis familias, una de las cuales acoge con enorme hospitalidad nuestros maltrechos huesos. Desde aquí ya es posible que Ángel salga del cañón acompañado de cuatro porteadores. Nosotros nos quedamos para continuar nuestra expedición. La aldea nos ofrece una espectacular visión sobre la gran curva que dibuja el río. Según las creencias de estos pueblos, es el hogar de la diosa Dorje Pagmo, «La que siembra diamantes», consorte de Buda. Una hermosa leyenda convierte la geografía en anatomía divina. Así, la garganta es su cuerpo, los montes que la rodean sus pechos y el río forma su espina dorsal.
Uno de los habitantes de la aldea se ofrece amablemente a conducirnos hasta las míticas cataratas Brahmaputra, aquéllas que buscara con tanto ahínco Kingdon Ward. Salimos pronto del caserío puesto que, al parecer, nos espera una larga jornada de marcha. Cruzamos el río Po Tsangpo, tributario del Yarlung, gracias a otra de estas emocionantes tirolinas que se usan por aquí. El primero en cruzar es José Carlos, que se lleva consigo una cuerda de cien metros a fin de ayudar a remolcar las cargas. Para nuestra sorpresa descubrimos que la cuerda es más corta, debido a que alguien ha decidido tomar prestados unos veinte metros. A pesar del contratiempo, cruzamos sin mayores dificultades y llegamos a Mendong, una aldea que está siendo abandonada por sus habitantes. Las autoridades chinas han decidido despoblar esta región y convertirla en un parque natural protegido. El afán por «normalizar» esta región por parte del Gobierno chino se percibe claramente en actuaciones como ésta o en sus mapas, donde se ofrece una nomenclatura diferente a la tradicional usada por sus habitantes. Nosotros hemos preferido mantener aquí esta última.
Poco después llegamos hasta un lugar desde el que se ve una cascada en un río que baja desde el Gyala Peri. Para nuestro disgusto el guía nos dice que ésas son las cataratas que íbamos buscando. De nada sirven nuestras protestas y tenemos que regresar a Tsachu. Allí nos esperan más malas noticias. Nuestro guía Dawa no ha resuelto nada sobre los porteadores que nos tienen que acompañar para completar la travesía del cañón. Por si fuera poco, nos dice que la tirolina situada en Luku ha sido destruida por una avalancha, lo que hace imposible que podamos seguir río abajo. Estamos decididos a agotar el tiempo concedido por las autoridades chinas, por lo que formamos un pequeño grupo para alcanzar al menos hasta las cataratas Brahmaputra. Para llegar hasta ellas con seguridad contamos con la ayuda de Karma-Shiro, bisnieto del hombre que hizo de guía para Kingdon Ward en 1924. Avanzamos por un terreno siempre inclinado. Tanto es así, que tenemos que construir una plataforma con troncos y maleza para acampar y poder dormir en una posición que al menos se acerque a la horizontal.
Coronamos varios collados como el Tsundo Kopma La, de 2.890 metros de altitud, o el Güeisum La, de 2.995 metros, seguidos de sus correspondientes descensos, hasta que por fin nos encontramos frente a las famosas cataratas. El ruido del Yarlung Tsangpo despeñándose es absolutamente ensordecedor, hasta tal punto que nos impide dormir. En apenas una veintena de metros todo el inmenso caudal del Yarlung se encajona con una furia blanca y temible. Nos encontramos ante el sueño de Kingdon Ward con un sentimiento agridulce, pues para nosotros también es el punto final de nuestra expedición al cañón más profundo de la Tierra. Los misterios de este pedazo de «terra incognita» seguirán esperándonos más allá de esta maravilla de la naturaleza.
Antonio Perezgrueso