Los Jesuitas en Etiopía: Las Fuentes del Nilo Azul Pedro Paez (1613)

Charles Libois, S.J.

El Nilo es un río eminentemente literario. Tanto, que sería difícil resumir la bibliografía que trata sobre sus crecidas y sus fuentes. Desde tiempos antiguos, los movimientos de sus aguas han intrigado a los sabios del mismo modo que sus orígenes han despertado los sueños de geográfos y exploradores. Pedro Páez no era ni una cosa ni otra, sino un jesuita español que vivió entre los siglos XVI y XVII empeñado en msionar el territorio áspero de aquella Abisinia legendaria, y que encontró el nacimiento del Nilo Azul casi tres siglos antes de que cualquier otro europeo pensara en ir a buscarlo. Una hazaña que compaginó con sus tareas como misionero, políglota, diplomático, asesor de emperadores, arquitecto de palacios e iglesias, cazador experto, viajero de maleta liviana o conversador talentoso y reputado.

Ya en tiempos de Herodoto –que difinió a Egipto como “un don del Nilo”- se llegaba a la isla Elefantina (en Asuán) pensando que las fuentes del río estaban cerca. Diodoro de Sicilia afirmaba que el Nilo nacía en el extremo sur del “país de los Moros”, o sea, Mauritania- “donde hace tanto calor que ningún ser humano puede llegar”. En la Historia Natural de Plinio se dice que “las inciertas fuentes del Nilo se encuentran en una Montaña en Mauritania, y que en seguida forman un lago”. Otros hablan del lago Layro, probable evocación del nombre de Zaire, e incluso algunos padres de la Iglesia asocian el Nilo con el Gehon, uno de los cuatro ríos que regaban el Paraíso.

El sabio Isaac Vossius (1618-1689) declaraba en su obra De Nili et aliorum fluminun origine que todos los ríos provienen de las aguas pluviales, e inmediatamente hubo quien se burló de él aduciendo que el Rin, el Danubio y muchos otros cursos fluviales tenían su origen en una fuente, y no en la lluvia. Vossius no estaba muy alejado de la verdad, ya que el Nilo se alimenta de un conjunto de ríos y de lagos que convergen en el centro de África en una cuenca que recoge el agua de lluvia.

La exploración del Alto Nilo ha sido obra de viajeros europeos. El hecho de que no haya árabes entre estos esploradores parece señalar el escaso interés mostrado por el Islam hacia el corazón de África. El Diccionario de Trèvoux, publuicado en 1907, indica (sin nombrarlo) que fue Pedro Páez quien descubrió las fuentes del Nilo al recoger casi textualmente las palabras del padre Páez cuando relató su descubrimiento. Siglos más tarde, a lo largo de todo el XVIII, llegaron a quienes iban a obtener la gloria y fama de los primeros hombres blancos en contemplar el lado oscuro del continente negro, como Samuel Baker, David Livingston, John Speke, Sir Ricard Burton, quienes en sus exploraciones por el centro del continente africano, descubrieron los ríos y lagos que componesn la cuenca del Nilo. De esta forma se llegó a la conclusión de que no exiatía una fuente del Nilo, sino las fuentes del Nilo.

También se halló explicación para las crecidas y se demostró que los antiguos sabios no estaban lejos de la verdad. Esa ingente masa de agua tan benefactora, que causaba asombro por ser puntualmente cíclica, era producida por un exceso de agua procedente de las lluvias en Etiopía o por las aguas del deshielo de la nieve que debía cubrir las cimas altas, pero se trataba de saber en qué lugar estaban. Había quien decía que el origen estaba en los Montañas de la Luna -luego identificados como los Montes Ruwenzori, entre Uganda y el Congo-, aunque los escépticos daban como improbable la existencia de nieve en lugares tan cálidos. Otros buscaban la solución más llejos. Joannes Theyls, cónsul de Holanda en El Cairo, afirmaba que en verano, según sus observaciones, los vientos en Egipto soplan del norte, lo que es cierto, y llegaba a la conclusión de que eranéstos los que retenían las aguas del Nilo, cuyo curso quedaba por esta razón casi estancado. Esta opinión coincidía con la de Tales, que atribuía las crecidas y las inundaciones a los vientos estivales.

Jesuítas en Etiopía

Desde la Edad Media se extendió por Europa la idea de que existía en África un reino cristiano cuyo monarca era el legendario Preste Juan. Los portugueses intentaron acercarse a él con la esperanza de alcanzar una alianza militar para proteger mejor sus posesiones de ultramar, Socotora, Ormuz, Diu, Goa y la costa de las Indias. Por su parte, turcos y moros vigilaban muy de cerca el Mar Rojo, sus entradas, y las costas orientales de África, pues si los cristianos llegaban a envenenar las fuentes del Nilo aquello supondría una terrible calamidad para Egipto. Intermitentemente se producían ataques de guerreros musulmanes a los cristianos de Etiopía.

Un primer explorador, el caballero portugués Pero de Covilham, llegó a la corte de Etiopía hacia 1490. Lógicamente, el buen entendimiento entre Portugal y el imperio del Preste Juan fue mal visto por turcos y musulmanes, quienes tras la partida de la delegación portuguesa, se dedicaron a atacar y hostigar a los etíopes, a devastar el país, a destruir sus iglesias. El emperador Lebna Dengel, hijo de la reina Helena, pidió
ayuda militar a Portugal y, como novedad, propuso al mismo tiempo un acercamiento religioso a Roma.

En estas circunstancias comenzó la misión de los jesuítas en Etiopía, dentro de la cual el Padre Páez jugó un papel importante. El papa Pablo III estaba interesado en establecer contacto con este prometedor reino cristiano y San Ignacio, que acababa de fundar la orden de los Jesuítas, se mostró entusiasmado ante la idea de enviar a algunos de sus hombres. De inmediato, aceptó que una comisión de tres obispos jesuítas recién consagrados se trasladasen allí el 19 de abril de 1554 junto con otros nueve compañeros. Los comienzos no se correspondieron con sus esperanzas, y algunos de ellos murieron sin siquiera haber pisado el país. El obispo Oviedo entró por Arkiko en 1557, pero murió en la miseria en Fremona en 1577.

Los acontecimientos demostraron poco a poco que aquélla no era obra fácil. De hecho, el número de jesuítas en Etiopía nunca fue mayor de seis (dos en Fremona, dos en Gorgora y dos en Collela). De los cincuenta y seis jesuítas que trabajaron en esa tierra entre 1554 y 1639, doce murieron mártires. En estas circunstancias, Pedro Páez llegó a Etiopía para ocuparse de los cristianos y, más tarde, del emperador.

Pedro Páez Jaramillo nació en 1564 en Olmeda de la Cebolla , entonces perteneciente a la provincia Eclesiástica de Toledo y hoy llamado Olmeda de las Fuentes, en el término de Madrid. Cursó estudios en la Universidad de Coimbra, y entró en la Compañía de Jesús en 1584, seguramente en algún convento de la diócesis de Toledo. El 28 de mayo de 1587, escribió desde Belmonte una carta al padre general pidiéndole que le enviara a las misiones en China o Japón. Un año después, el 16 de abril de 1588, Páez embarcó en el Sao Tomé, y llegó a Goa en septiembre, después de cinco meses de navegación. Huelga relatar las penalidades de un viaje en barco durante aquella época, en el cual murieron varios pasajeros por enfermedades y agotamiento.

Paéz se alojó en el colegio de San Pablo, en Goa, ciudad donde se encontraba la residencia del virrey y que era la capital de la provincia eclesiástica jesuítica que llegaba desde Etiopía hasta Japón, donde continuó sus estudios de teología. Ante la ausencia de noticias de Etiopía, el padre provincial Pedro Martínez envió a Páez y a Antonio Montserrat (que había sido misionero en la corte del Gran Mogol) a ese país, hacia donde partieron el domingo, 2 de febrero de 1589. Páez había recibido las órdenes eclesiásticas de forma precipitada: el sábado 25 de enero fue ordenado subdiácono; el 31, diácono; y el 2 de febrero, el mismo día de su partida , fue ordenado sacerdote, aunque no pudo decir su primera misa hasta el 12 de febrero, en Bassein.

Este intento fracasó, ya que ambos fueron apresados y retenidos como cautivos durante siete años, entre 1589 y 1596. Páez volvió a intentarlo en 1601, y lo consiguió, llegando el 15 de mayo de 1603 a Fremona, ciudad donde se encontraba la residencia de los jesuítas en Etiopía, cerca de los portugueses. Y allí se quedó. Tras una vida ejemplar, Páez murió el 3 de may de 1622 a la edad de 58 años y fue enterrado en la iglesia que él mismo había construído en Gorgora.

Resulta más que probable que el padre Páez tuviera el don de lenguas; él mismo relata cómo durante su estancia en Bassein aprendió el persa, una lengua franca en esas regiones. Durante el período de su esclavitud en Hadramunt, aprendió el árabe. En Etiopía había diferentes lenguas: el amárico (que se hablaba en la zona central de la alta planicie abisinia); el gueíez (antigua lengua etíope hasta el siglo XVI); y otras locales como el galla, el agau o el chankalla. De Páez se decía que, al cabo de un año de estudio, era capaz de predicar en una nueva lengua, de leer y comprender las crónicas antiguas.

A petición de sus superiores de Roma y Goa, comenzó a escribir una historia de Etiopía. El dominico Luis Urreta ya había redactado un libro sobre ese país, publicado en Valencia el año 1610, pero contenía algunas informaciones falsas. El trabajo de Páez fue serio y de un gran rigor científico, ya que gracias a sus conocimientos lingüísticos, pudo consultar y contrastar crónicas antiguas y fuentes originales. Su experiencia personal como conocedor de usos y costumbres y su fácil acceso a la corte del emperador, le permitieron realizar una crónica exacta y de gran valor.

El manuscrito tiene formato de cuarto regular (16×22 centímetros) y está escrito en portugués, lengua que no es la suya, lo que lo aleja de cualquier pretensión literaria y aumenta su valor histórico, científico e incluso divulgativo. La obra recoge una enumeración de los acontecimientos sin conceder especial relevancia al descubrimiento de las fuentes del Nilo; sin embargo, el contenido es enorme: el primer volumen (publicado por Beccari) consta de 620 páginas y el segundo, de 508. Este manuscrito tiene una historia agitada. Escrito en Etiopía, fue enviado a Goa y de allí a Bassein, pero el patriarca Méndez lo devolvió a Etiopía. El padre Emmanuel d’Almeida lo utilizó para su Historia Aethiopiae, y después, el manuscrito volvió a las Indias y más tarde a Roma, donde se perdió su rastro. Los archivos romanos de la Compañía de Jesús fueron dispersados a finales del siglo XIX entre Valkenburg, la Residencia de Jesús en Roma, los archivos del Estado italiano y otros escondites. Así, la historia de Páez llegó a darse por perdida, hasta que fue recuperada (no se sabe dónde) editada por el padre Camillo Beccari.

La obra de Páez consta de un primer libro que recoge la geografía de Etiopía, las costumbres, las ciudades, el gobierno, el clima, la geografía, la organización del país. En él está descrito el Nilo y el descubrimiento de sus fuentes; el segundo libro trata sobre la religión, las ceremonias, los conventos, los santos etíopes; el tercero relata la historia de los emperadores y el comienzo de la misión jesuítica, su viaje con el padre Montserrat, su cautiverio y posterior esclavitud en Sanía o la descripción del café, la primera hecha por un europeo; el cuarto habla de la historia relativa a aquel momento, de los últimos emperadores bajo los cuales trabajaron los jesuítas y de los propios jesuítas que se hallaban con él.

El arquitecto

Fremona es hoy un pueblo tan pequeño que no suele aparecer en los mapas modernos. Su nombre actual es Maiguagua o Maigoga. Al llegar a esa ciudad (cuyo nombre proviene de San Frumencio, el primer apóstol de los etíopes) donde se instalaron los portugueses, centro también de las actividades de los JesuÌtas en Etiopía, Pedro Páez comenzó a construir una escuela y, pronto, la reputación de los jesuítas como educadores se extendió hasta llegar a oídos del emperador.

Páez fue capaz de transmitir sus habilidades arquitectónicas a los etíopes, con los que construyó “iglesias, palacios y puentes” (según describen Bishop y Kammerer). Sin duda, la obra más impresionante es el palacio del Emperador, edificado en Gorgora sobre una península en el Lago Tana. La construcción, una verdadera maravilla de la que existen varias descripciones, tuvo lugar en 1612, y todavía quedan algunos restos, leves vestigios que se han mantenido desde que el terremoto de 1704 destruyó el palacio. De la casa de los jesuítas en Fremona, queda un dibjuo que recoge Bishop en su obra. Al borde del lago Tana el viajero puede visitar una iglesia construída por Páez “al estilo portugués” y descrita por James Bruce. El padre Téllez habla de otra iglesia cuyos planos existen todavía y de otra más en Martala Mariam (Gojam), ambas levantadas por nuestro inagotable personaje.

La razón principal del viaje de Pedro Páez a Etiopía no fue ni la construcción de puentes, palacios o iglesias, ni la redacción de la Historia de Etiopía, ni siquiera el descubrimiento del Hadramunt o las fuentes del Nilo; Páez viajó como misionero de acuerdo con sus propios deseos. Sin embargo, y por su manera de ser, este aspecto de catequizar, confesar o predicar, de recorrer esta tierra visitando a los cristianos dispersos, de reunirse con los coptos y llevar la administración interna como superior de la pequeña comunidad jesuítica, ha resultado el menos evidente. Sobre estas actividades nos ha quedado escasa información, aunque, en ellas también obtuvo logros importantes que muchos otros misioneros podrían envidiar. Un ejemplo: él consiguió que el emperador de Etiopía se declarase católico en 1622.

Aún hay quien se pregunta cómo pudo suceder. Sin duda, se debió a la personalidad del sacerdote, pues desde su entrada en Etiopía se hizo querer por la gente; también a su fácil comunicación con los habitantes de aquel territorio, a su inteligencia y a la superioridad intelectual que mostraba para mantener discusiones teológicas, de suerte que todos los emperadores con los que trató, ya fuera Jacob, Za Dengel o Susinios, deseaban retenerlo en la corte el mayor tiempo posible. Páez era una persona de trato afable, y su compañía era requerida constantemente. James Bruce (que nunca mostró simpatía alguna por los jesuítas) dice de él que “fue el más estimado de todos los misioneros que pasaron por Abisinia y quien obtuvo los mayores éxitos”. Contrariamente a otros, sabía respetar las creencias de los demás, y no imponía las suyas ni intentaba intervenir o cambiar los usos y costumbres de las gentes. Supo respetar y amar a los etíopes y ellos le pagaron con su afecto.

Era un hombre polifacético. No sólo aprendía fácilmente las distintas lenguas, sino que conocía el oficio de maestro de obras y de albañil hasta el punto de que algunos de sus cimientos han resistido el paso de los siglos; también era un excelente retratista, y supo formar aprendices en todos estos oficios. Bishop dedica muchas de sus páginas a relatar sus diferentes habilidades: construir una escuela, una iglesia o un palacio aplicando los principios de la arquitectura; domar caballos como un experto; cazar cocodrilos, gacelas o rinocerontes. Tantas habilidades llegaron a oídos del emperador Jacob, quien hizo saber que deseaba conocerlo. En aquellos tiempos, los emperadores etíopes no disponían de capital, residencia o palacio permanente. Ante las distintas circunstancias o necesidades para controlar el país, para las continuas campañas militares o simplemente para encontrar madera, los emperadores se desplazaban con toda su corte.

Páez se puso encamino. Se trataba de un largo viaje desde Fremona que comenzó en abril de 1604 y duró dos meses y medio hasta llegar a la región donde residía la reina madre, Mariam Sina. Al parecer, esta reina profesaba cierta simpatía hacia los católicos europeos y había expresado su deseo de conocerlo. Su encuentro se produjo bajo los mejores auspicios y ella quedó agradablemente impresionada por el respeto que el padre sabía transmitir y por su dominio de la lengua. El emperador se hallaba en Dambia, a tres días de marcha, y no se trataba de Jacob, sino de Za Dengel, quien había depuesto y enviado al exilio a su antecesor. Al llegar a estos lugares, Páez tomó buena nota para luego describir minuciosamente el ambiente, los recintos imperiales, el trono -o más bien, el asiento- del emperador, los ugares destinados a los visitantes, las comidas, las fiestas, los diversos festejos y el aspecto de nobles y personajes eclesiásticos que allí encontró.

Él se presentó a sí mismo y contó sus viajes, dando una descripción de Arabia. Estas conversaciones prosiguieron en sucesivos encuentros y en ellas el emperador hablaba con él de religión, de dogmas, de posibles problemas entre católicos romanos y etíopes, fraguándose poco a poco su intención de hacerse católico, profesar obediencia al Papa e introducir algunas prácticas de la iglesia de Roma. Bruce explica que en abril de 1604 (aunque esta fecha no parece correcta), el padre Páez pronunció un sermón tan profundo, elegante y superior a los que habitualmente se escuchaban en la corte, que el emperador Za Dengel tomó la decisión de abrazar la religión católica, lo que causó gran preocupación a los militares.

Los emperadores etíopes contaban entonces con la ayuda de consejeros militares portugueses y, a pesar de que Páez sugirió a Za Dengel que fuera discreto, el emperador era aparentemente sincero y no dudó en propagar sus simpatías hacia la Iglesia de Roma, lo que provocó reacciones opuestas por parte de los eclesiásticos etíopes. Cuando Páez se hallaba visitando a los portugueses en la región de Dambia, el emperador libró una batalla que perdió y en la que murió el 14 de octubre de 1604. Este hecho fatal frenó l evolución de Etiopía como parte de la Iglesia católica.

Entonces, Páez se retiró a Fremona mientras las luchas fratricidas continuaron. Jacob debiera haber sido el sucesor de Za Dengel, pero perdió la guerra contra Susinios y lo asesinaron el 10 de marzo de 1607. Fue finalmente Susinios quien le sucedió, sentándose en el trono con el nombre de Seltan Segued Melek Segued II. Sin embargo, al no ser aceptado por los suyos, se vio obligado a entrar en guerra nuevamente. Un día decidió llamar a Páez para pedirle que hablara con los soldados portugueses a fin de obtener su ayuda en la guerra y la de los jesuítas contra los monjes, descontentos por haber sido desprovistos de sus tierras.

En sus cartas, el sacerdote da una descripción afectuosa de su interlocutor, a pesar de que su largo reinado estuvo marcado por numerosas guerras y revueltas. Según parece, Susinios era un personaje del mismo temple que Páez y los dos hombres se profesaban mutuo aprecio. Como antes había hecho Za Dengel, el nuevo emperador expresó su buena disposición hacia la Iglesia de Roma, aunque él sí siguió la sugerencia de Páez y no se declaró oficialmente católico recordando la experiencia de su desdichado predecesor. Entre tanto, Melek Segued colmó al padre Páez de honores y le donó algunas tierras para su trabajo misional. Susinios lo convocaba de vez en vez al lugar donde en cada momento se hallara para compartir vivencias con él y gozar de su conversación. Conforme a sus deseos, expresados discretamente, Páez envió a Roma y al Rey cartas muy personales y confidenciales para evitar que el secreto se difundiera. En ellas solicitaba un patriarca, soldados, misioneros.

Todo esto ocurría en 1613. A partir de esta fecha, el emperador exigía la presencia constante del padre Páez para poder confesarse antes de cada batalla. Este hecho fue la principal causa de que llegase a descubrir las fuentes del Nilo.

El explorador

Con frecuencia, misioneros de distintas nacionalidades y órdenes religiosas resultaron ser exploradores y descubridores sin que se lo hubieran propuesto expresamente. El padre Páez se cuenta entre ellos, y sus descubrimientos geográficos ocurrieron como consecuencia de su preocupación principal, que era anunciar el reino de Dios.

Lógicamente, no fue Páez quien descubrió la región de Hadramunt, pero según indica Kammerer, sí fue el primer europeo que nos dejó una descripción de aquella zona. La misión en Etiopía comenzada con entusiasmo en 1556 había fracasado, pues los patriarcas y obispos no habían sido capaces de alcanzar sus destinos o de ejercer sus respectivos ministerios. Hacia fines del siglo XVI solamente quedaban dos jesuítas, ya ancianos: Antonio Fernández y Francisco López. Cuando los superiores de Goa decidieron enviar a Antonio de Montserrat y a Pedro Páez en su ayuda, ambos elaboraron un plan estratégico cuya base era llegar de Bassein a Diu y desde allí, disfrazados de comerciantes armenios, a Moca o a cualquier otro puerto en la entrada del Mar Rojo. En Diu tuvieron que esperar bastante tiempo y, cansados de esta espera, decidieron acompañar a un armenio de Aleppo que les propuso viajar con él a Basora y Aleppo, para continuar hasta El Cairo, donde se unirían a alguna caravana hacia Etiopía. Un recorrido complicado, pero no impensable, ya que en aquella época muchos jesuítas partían en caravanas desde la ciudad cairota hacia las tierras etiópicas.

Salieron de Diu, pero en Mascate (la actual capital de Omán) el gobernador de la ciudad les disuadió con la promesa de encontrarles un barco hacia Etiopía. Como la estancia en esa ciudad se prolongaba, decidieron viajar hasta Ormuz, pero enfermos y obligados a permanecer en cama, tuvieron que quedarse diez meses. Al fin, el 6 de diciembre (?) embarcaron con destino a Zeila, en las costas de Somalia, cerca de la entrada del mar Rojo. El viaje fue un desastre. Tras un naufragio en las islas Kuria Muria del que pudieron salvarse, el patrón de su nuevo barco los entregó a piratas árabes que los llevaron encadenados a Dhofar, en la costa omaní. Allí fueron encarcelados como espías, condenados al hambre y abandonados a los insectos y a la miseria, bajo la amenaza constante de ser decapitados, solución rápida, eficaz y definitiva aplicada a muchos de sus predecesores.

Los turcos solían esclavizar a los cristianos que apresaban, y nuestros dos hombres fueron enviados al “rey del país”, en alguna parte del interior del Hadramunt, de donde nos queda la descripción del “más antiguo viaje de un occidental”. Según la Enciclopedia del Islam, la principal causa de muerte estaba asociada al “calor abrasador”, y en estas circunstancias Páez y su desdichado compañero hubieron de soportar numerosas fatigas, desplazamientos constantes y malos tratos. Recorrieron la costa de Hadramunt en un pequeño barco hasta desembarcar en el Golfo de Kamer. Kammerer describe minuciosamente el trayecto hacia la ciudad de Tarim a través del desierto; desde allí a Haynan y, finalmente a Sanía.

Páez escribió su relato evocando las miserias de sus viajes bajo un calor tórrido que producía tormentas de arena en el desierto y espejismos o ilusiones ópticas como la presencia de agua cuando estaban sedientos. En él describe la existencia de numerosas ruinas y da descripciones de los pueblos por donde pasa. Los estudiosos modernos reconocen ciertos vestigios de los antiguos Sabein, y las fotografías aéreas actuales confirman las descripciones de algunas fortalezas.

En Tarim, el recibimiento del pueblo fue inquietante. Los dos esclavos fueron insultados y amenazados, de forma que quienes los escoltaban abandonaron rápidamente la ciudad para llegar, probablemente, a Al-Qatna, donde residía Zafar, un hermano del rey. Allí, los sacerdotes fueron tratados correctamente y recibidos por el príncipe con palabras de bienvenida ofreciéndoles una bebida negruzca compeltamente desconocida en Europa: “Nos hizo sentar y nos ofreció cahua, que es la infusión en agua de una fruta que llaman bun y que la gente del país bebe muy caliente”. Es la primera mención del café.

Su estancia en Al-Qatna fue breve y desde allí continuaron su viaje en las circunstancias descritas hacia la ciudad de Haynan, una fortaleza importante donde residía el rey Omar. Éste los recibió amablemente y se entretuvo con ellos, preguntándoles quiénes eran y qué pensaban hacer. Le explicaron que no tenían miedo. Sin saber qué hacer con ellos, los mantuvo prisioneros durante cuatro meses de grandes penurias, no por su condición, sino porque eran comunes a casi todos los habitantes, pues el país era muy pobre. Páez dejó escritos algunos relatos de su visita al rey, de sus encuentros con los habitantes e incluso una descripción de las costumbres del lugar, especialmente de los llantos, gritos y gestos de duelo de las mujeres cuando tenía lugar algún fallecimiento.

El pachá turco supo que Omar mantenía prisioneros a dos portugueses y, como todos los cautivos pertenecían al Gran Turco, el pachá ordenó a Omar que se los enviara a Sanía. Así, salieron de Haynan el 15 de junio de 1590 y llegaron el 27 o 28 de agosto a Marib (Melquis), ciudad de imponentes ruinas que incluían algunas inscripciones cuyo significado era desconocido.
Páez describió la región como muy poblada y escarpada y se enteró de que aquella población había sido importante en otro tiempo, cuando la reina de Saba acuartelaba allí sus tropas. La caravana subió desde Marib hacia Sanía, la capital, a una altitud de dos mil metros. Montserrat, agotado, cayó de su camello y llegó enfermo a Sanía. Su entrada en la ciudad y su marcha hasta la residencia del gobernador se desarrollaron de una forma dramática y solemne al mismo tiempo; circularon por las calles principales acompañados por soldados de infantería y de caballería al son de los tambores. Los sentimientos de enemistad contra los portugueses o los europeos eran fuertes, pero por el momento escaparon a la ejecución y acabaron encadenados en una prisión fétida durante un año.

Este régimen durísimo fue suavizado más tarde, y se les envió a trabajar en los jardines. Se sabe que una de las esposas del pachá, en otro tiempo cristiano, consiguió la puesta en libertad provisional de los dos hombres mientras su señor intentaba conseguir un rescate para ellos. Esto no significó el final de sus miserias, ya que el pachá acabó enviándolos a galeras, pues las negociaciones sobre el rescate solían durar años. En 1595 fueron conducidos desde Sanía hasta el pueblo de Moca, en la costa, todavía como esclavos maltratados. .Pero como el virrey de las Indias había ordenado que los dos sacerdotes fueran rescatados a cualquier precio, el trato quedó concluso ese mismo año. En diciembre de 1596, viajaron a Diu y al fin llegaron a Goa, siete años después de su eufórica partida y de cinco años de una forma u otra de esclavitud. Sus compañeros apenas los reconocieron.

El descubrimiento de las fuentes del Nilo Azul

Ya se ha dicho que por su posición cerca del emperador, el padre Páez se vio casi forzado a acompañarlo en todos sus desplazamientos, incluso a los diferentes campos de batalla. El relato del descubrimiento de las fuentes del Nilo es sobrio, objetivo y sin ningún ensalzamiento, si bien Páez fue perfectamente consciente de la importancia de aquel momento.

Nadie debe esperar un relato de aventuras con descripciones de grandes peligros o dificultades que vencer. El hecho ocurrió cerca de Sakhala, en el país de los agaus, al suroeste del lago Tana y a una altitud de 2.900 metros. En aquel momento Páez no estaba completamente solo, sino que se hallaba en compañía de algunos soldados de la armada imperial, que le confirmaron que se trataba de las fuentes del río Abai. Los agaus lo sabían bien. Allí encontró algunas osamentas de animales sacrificados. El texto de su relato, escrito de su puño y letra, dice:

”Esta fuente está casi en el confín de este reino, en lo alto de un pequeño valle que desciende hacia una gran llanura. El día 21 de abril de 1618 pude por fin contemplarla. No me pareció más que dos ojos redondos de cuatro palmos de largo, y confieso que el hecho me produjo una gran alegría. El agua es clara. Arrojo una lanza a uno de estos manantiales, cuya profundidad resulta ser de unos once palmos (menos de dos metros). El segundo de estos ojos está más hacia el este y más abajo, a un tiro de piedra del primero, y la vara de doce palmos no llega a tocar el fondo”.

Más tarde, los jesuítas d’Almeida y Lobo visitaron las fuentes del Nilo y confirmaron la descripción de Pedro Páez. Esto es lo que nos cuenta el padre d’Almeida, de una forma más explícita:

”En una pequeña llanura hay un pequeño lago, cuya longitud apenas es de un tiro de piedra, tan lleno de hierbas, de vegetación y de raíces entremezcladas que en verano, andando por en medio, se llega a dos fuentes muy bien delimitadas, que son los principales manantiales. Según los habitantes del lugar, el agua allí es clara y limpia, y no tiene fondo, de hecho unas varas de veinte palmos no han llegado a tocarlo. Desde este lago, el agua comienza a descender, y por entre las hierbas se ve que el curso se dirige en principio hacia el este, luego gira hacia el norte. Es en ese momento cuando el Nilo comienza a ser un río”.

Según Kammerer, d’Almeida dice que en realidad la fuente del Nilo es solamente un pequeño lago que, en verano, queda reducido a los dos charcos de los que habla Páez; d’Almeida presenta también un pequeño dibujo y da una descripción muy correcta de la curva del Nilo y de su paso por las tierras de los fungis.

La modestia y la sencillez del relato están en relación inversa a la importancia del descubrimiento. Contrariamente a lo que sucede en nuestros días, la noticia no se extendió como un reguero de pólvora. Gracias al padre Kircher (1618-1680), entre otros, la noticia fue revelada al mundo.

Él tuvo la oportunidad de ver una carta de Páez en casa del padre Caravaglio, procurador para Etiopía en Portugal. En el primer volumen de su Oedipus Aegyptiacus, publicado en 1652, el Kircher resume o traduce la descripción de su compañero. Después, el holandés Vossius (o Voss) la recogió en 1667 dentro de su obra De Nili et aliorum fluvium origine. Los escritos de Jerónimo Lobo fueron publicados en 1728 por Le Grand, y recogen el relato del descubrimiento tal y como lo relató Kircher en su Disertación sobre el Nilo. Asímismo, según cuenta Bishop, el texto del padre Lobo fue traducido en el relato de Samuel Johnson en 1735. Así, el texto llegó a ser conocido a través del padre Kircher. Por otro lado, la traducción hecha por Kircher (o más bien la que figura en latín en su Oedipus) no es totalmente fiel y contiene algunos errores geográficos.

Muerte de Pedro Páez

Después de haber descubierto las fuentes del Nilo y de haber acompañado al emperador Susinios en sus viajes, éste declaró un día su intención de incorporarse a la Iglesia de Roma. Era el 1 de noviembre de 1621, y su decisión fue reiterada en 1622. Su hermano, Ras Cella Christos, y un gran número de notables siguieron al emperador, que hizo llamar al Padre Páez, se confesó con él y aceptó repudiar a sus mujeres (aunque finalmente no lo hizo).

Este fue sin lugar a dudas el hecho que coronó la vida del sacerdote como misionero y la recompensa por todas las penalidades sufridas. Al regresar a su casa en Gorgora, Páez cayó enfermo, muriendo poco después, el 3 de mayo de 1622. Fue enterrado en la iglesia que, según se cree, él había construido.

La posterior llegada del patriarca Alfonso Méndez ocasionó que el emperador y todos los que le habían seguido llenos de buena intención se pusieron en su contra debido a su inflexibilidad y falta de tacto. Méndez no había sido elegido por el Papa ni por el General de los jesuítas, sino nombrado por el rey Felipe III, después de quedar vivamente impresionado tras oir una predicación suya cuando era profesor en la Universidad de Évora. La elección fue evidentemente equivocada. Era un hombre muy poco diplomático y hábil para incomodar a todos: a los propios jesuítas, a los etíopes y a las autoridades portuguesas del país.

Según Caraman, Méndez llegó a Etiopía “a su manera”, y acompañado por nueve sacerdotes entre los que se encontraba el padre Jerónimo Lobo. El emperador etíope, que había solicitado a Roma el envío de estos clérigos, dispuso que llegaran a Beilur. Milagrosamente, el viaje se desarrolló casi sin contratiempos, si bien estuvieron a punto de naufragar cerca de Socotora.

Sin conocer aún las aventuras de Páez, Lobo escribe: “No creo que ningún otro europeo haya viajado tanto como yo por estos países; con frecuencia he corrido el riesgo de morir enterrado en las arenas”.

Desde el pequeño puerto de Baylur, había que llegar hasta Fremona, camino descrito por Lobo entre peligros, desiertos sobrecogedores y abruptas montañas, visitas de cortesía a las diferentes autoridades locales, el clima incómodo, los guías poco leales. Para su entrada en Fremona el 21 de junio de 1625, el patriarca Méndez se revistió con sus galas episcopales, ensilló su mula con una montura decorada especialmente y desfiló en medio de las aclamaciones de los portugueses. Así llegaron Méndez y Lobo a la residencia, iluminada por la labor que había realizado su antecesor, Andrés Oviedo, que había muerto en olor de santidad el 14 de septiembre de 1577 sin haber sido reconocido como patriarca.

Seis meses más tarde, a pesar de la insistencia del emperador por conocerlo, Méndez partió el 20 de noviembre de 1625 llegando el 7 de diciembre a Ganeta, donde el emperador le esperaba. Se había tomado demasiado tiempo en atravesar el país, sin duda para impresionar a las gentes con su escolta. Sin entrar en detalles en lo que concierne a las relaciones entre el emperador y el patriarca, lo cierto es que poco a poco el pueblo etíope desarrolló una creciente animadversión hacia el catolicismo romano, a pesar del admirable trabajo de Lobo y sus compañeros hasta que, finalmente, el emperador Fasiladas expulsó a Méndez y a todos los jesuítas de Fremona. El pequeño grupo llegó a Arkiko el 20 de mayo de 1634, y después, a Suakim el 7 de agosto de ese mismo año. De todas las peripecias sufridas por estos sacerdotes tenemos un relato detallado del propio patriarca y del padre Lobo.

Los jesuítas fueron entregados a los turcos, sus grandes enemigos. El pachá mantuvo como rehenes al patriarca y dos de ellos, y envió a Lobo y a otros seis sacerdotes a las Indias para negociar un rescate. Éstos llegaron a Goa hacia finales de 1634 después de cincuenta y dos días de navegación y fueron recibidos por las autoridades portuguesas. Méndez regresó finalmente a la India , donde murió en 1656. Algunos jesuÌtas que decidieron quedarse en Etiopía (como el obispo Apolinar d’Almeida y otros seis sacerdotes) fueron asesinados. El padre Franz Storer, sacerdote alemán, fue el último jesuíta que consiguió continuar su ministerio en tierra etíope, completamente solo hasta su muerte en 1662.

Las aventuras, las penalidades, los naufragios y las muertes no sirvieron de nada. Los sacerdotes fueron recibidos y escuchados en Goa, en Portugal, en España e incluso en Roma, pero nadie tomó decisión alguna. La pujante influencia portuguesa en el imperio etíope había dejado de existir. Por suerte, Páez no vivió para ver el desmoronamiento de todos sus esfuerzos. Esta pérdida de la evangelización y de su misión en Etiopía le hubiera dolido más que saber que siglo y medio más tarde, un escocés llamado James Bruce alcanzó fama y notoriedad al autoproclamarse descubridor de las fuentes del Nilo.